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¿Por qué asesinaste a mi padre? por Hotarubi_iga

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Notas del fanfic:

Basado o inspirado en el nuevo (posible) proyecto de Murakami Maki: Gravitation Ultra.

Notas del capitulo:

Disclaimer: Gravitation no me pertenece. Es propiedad de Murakami Maki.

¿Por qué asesinaste a mi padre?

Eirin

 

Enterarte de que la persona que te crió por diez años era el culpable de no haber podido conocer a tu padre biológico resultaba mil veces peor que un dolor de muela —y no hay nada más doloroso y letal que un dolor de muela—. Había cumplido los dieciocho hacía sólo unas semanas cuando le pregunté a papá porqué había asesinado a mi verdadero padre. La pregunta le había tomado por sorpresa. Vi una expresión pasmada y hasta horrorizada en su rostro por el cual no parecían pasar los años, y supe en ese momento que había preguntado aquello por lo que él había temido desde que me conoció. Y no lo culpo. Ser el asesino del padre del niño que has criado no ha de ser fácil; ahora hasta lo admiro por eso. Pero al enterarme finalmente de cómo había muerto en realidad mi padre biológico —y como en ese momento seguía siendo un adolescente con las hormonas que hacían la mayor parte del trabajo en lugar del cerebro—, había terminado mandando al carajo todo el cariño y los años de dedicación que tanto papá como mamá me habían ofrecido y dedicado incondicionalmente.

Lo supe todo luego que tío Yoshiki me lo confesara tras un interrogatorio que duró cerca de cinco horas, en las que él se había debatido entre serle fiel al afecto que tenía por papá o al lazo sanguíneo con la familia Kitazawa. Al final, había hablado creyendo que hacía lo correcto. Yo llevaba algunos años sospechando. Siendo un niño, jamás se me había cruzado por la cabeza semejante idea, pero las señales estaban; siempre estuvieron. El rechazo inicial de papá cuando los visitaba o cuando mamá me prestaba más atención de la necesaria eran señales que sólo ahora cobraban un valor consistente y lacerante.

Cuando solté la bomba, mamá intentó disolver la situación con sonrisas forzadas y palabras conciliadoras, porque a mí no se me había ocurrido nada mejor que preguntarle a papá durante la celebración del cumpleaños de Ara-chan; hijo de tío Seguchi y tía Mika —mi primo—. Yo había llegado de Nueva York luego de pasar mis vacaciones con tío Yoshiki. Tenía todo planeado para regresar a tiempo para el festejo y compartir con quienes consideraba mi verdadera familia. Pero todo se había visto empañado por la verdad que me había soltado tío Yoshiki.

Al final y, como si no fuese novedad, arruiné el cumpleaños de mi primo y regresamos a casa con los ánimos por el suelo.

—¿Por qué asesinaste a mi padre? —repetí una vez más luego que llegamos a casa y nos instalamos en la sala.

Papá me miraba con culpa y un dejo de resquemor que en realidad no sabía cómo interpretar.

—Respóndeme —le insistí. Pero él, como siempre, reservado y distante, guardó silencio.

—¿El travesti de tu tío no te lo dijo? Debió contarte la historia a medias; típico de él.

Habló tan fríamente y soberbio, que en ese momento tuve las ganas de arrojarle mi maleta por la cabeza.

—No, no fue así —solté, intentando controlarme—. Me dijo que lo asesinaste en defensa propia, pero no me quiso decir el por qué. —En ese momento me emperré. —No entiendo por qué nunca me lo contaron. ¿Por qué en todo este tiempo guardaron silencio? —Miré a mamá. —¿Por qué te quedaste callado y no me dijiste algo tan importante? Creí que había confianza y que entenderías que ocultarme algo así no era correcto.

Mamá me miraba con lágrimas en los ojos. A pesar de los años, él no perdía ese encanto juvenil e inocente que le seguía generando dinero a destajo. No decía nada, no hacía nada. Era lógico que fuera cómplice de papá. Él sabía todo, pero me lo había ocultado descaradamente, y yo no tenía la capacidad mental de procesar la información con esa calma meticulosa que tan bien le quedaba a papá.

Después de despotricar cuanta guarrada se me había venido a la cabeza y tratar a papá y a mamá de mentirosos y malos padres, me fui de la casa y busqué refugio con la única persona con la que me sentiría seguro en esos momentos. Michael me recibió con los brazos abiertos en su casa; se había instalado en Japón hacía tres años por sus estudios académicos. Yo apenas había salido de preparatoria y él ya cursaba su tercer año en la universidad, esperando seguir los pasos de su padre. Y no era sorpresa debido a la influencia de él y su madre; ambos... tan o más chiflados que cualquier norteamericano adicto a las armas.

Esa noche la pasé pensando en que quizá las explicaciones que merecía por derecho debían ser dadas con calma y esperar a que papá digiriera mi pregunta antes de responderla sin colapsar en el intento. Pero tuvo diez años para prepararse, ¿o es que pensaba llevarse el secreto a la tumba? Lo más sensato hubiera sido preparar el terreno para que nada me pillara por sorpresa, porque enterarme «por terceros» que la persona que me crió, la que me llevó a la escuela —cuando le daba la gana—, la que me ayudó con los deberes —cuando no tenía otra cosa que hacer—, la que me arropó en la noche tras una pesadilla —porque mamá estaba de gira— o la que me ensartó un termómetro en el trasero cuando tenía fiebre —porque era y sigue siendo un bastardo insensible—, eran en realidad el asesino de mi verdadero padre.

Michael me aconsejó, aunque no fue de mucha ayuda. Él, guiado por la doctrina violenta de su padre —mánager de mamá—, quería solucionarlo todo a tiros o contratar esbirros para que se hiciesen cargo de papá y así sacarle la información que necesitaba a base de tortura. Lo cierto era que no quería matarlo, mucho menos mandarle una carta con ántrax como lo había sugerido Michael en una de sus opciones poco lúcidas. Yo quería respuestas, una explicación para conformarme, porque aunque no conocí a mi verdadero padre, y no es que me importase realmente ya que nunca quisieron hablarme de él, salvo en las ocasiones que preguntaba por mera curiosidad cuando me llevaban a visitar su tumba, siempre experimenté un poco de frustración y coraje porque no pude conocerlo, porque no pude compartir con él y porque murió sin siquiera conocerme. Y como buen adolescente, me escandalizaba llevándolo todo a los extremos.

Después de pasar el resto de la noche devanándome la cabeza entre aceptar las sugerencias extremistas de Michael o buscar respuestas de manera civilizada, elegí la segunda opción y fui con la persona que podría darme un atisbo sensato de lo que había sucedido en realidad con mi verdadero padre.

—Te estaba esperando —dijo tío Seguchi cuando me vio entrar a su oficina en el último piso de su discográfica. Él, como siempre, lucía impecable bajo sus prendas de marca, aunque ya menos excéntricas, pero sin perder ese toque sofisticado y airoso que me hacía admirar su eterna jovialidad chispeante plasmada tan implícitamente en su rostro. Definitivamente él sabía el secreto de la eterna juventud.

Yo en ese momento no me fui con rodeos. Había aprendido a ser tan directo como papá y tan cabeza hueca como mamá. Me senté frente a tío Seguchi, separados únicamente por un vanguardista escritorio con cristales y armazones de hierro y acomodé mis manos sobre mis piernas, intentando disimular el nerviosismo y la ansiedad que me invadían. Michael había tenido la gentileza de prestarme ropa, ya que por el lío armado tras mi llegada, había dejado mi equipaje en casa de mis padres.

Miré a tío Seguchi y no dudé en decir:

—Lamento haber arruinado el cumpleaños de Ara-chan. No era mi intención, pero estaba abrumado por lo que había averiguado que...

—No necesitas disculparte —dijo—. Lo hecho, hecho está. Arata no está molesto, sólo se quedó protestando porque no le dejaste ningún obsequio.

Tío Seguchi nunca dejaba esa sonrisa tan propia de él, pero a veces, no podía evitar notar cierto recelo de su parte por mi evidente parecido con mi padre biológico. Era inevitable, pero en realidad no me importaba y nunca me ha importado. Parecerme o no a mi verdadero padre no es algo con lo que me pueda sentir orgulloso, ya que eso me ha traído más problemas que beneficios. Papá en muchas ocasiones me ha visto horrorizado cuando he realizado ciertos gestos con mi cara de adolescente responsable y centrado, y tío Seguchi ha intentado controlar sus arrebatos por viejos rencorcillos acumulados por algo que no lograba entender, todavía.

—¿Y bien? —dije, esperando las respuestas que buscaba tan desesperadamente.

Tío Seguchi cruzó sus manos sobre el escritorio y suspiró tranquilo.

—No creo que deba ser yo quien te diga lo que pasó ese día.

—Quien debería decírmelo se quedó callado cuando le pregunté y terminó encerrándose en el baño —aclaré.

—Es lógico; lo pillaste desprevenido. Pero sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarte y decirte la verdad.

—¿Podrías contarme entonces tu versión?

—No es fácil —declaró tío Seguchi—. No es algo que se pueda contar sin evitar salir lastimado, pero trataré de ser enfático en los puntos importantes. —Contuve la respiración sin apartar la mirada de los ojos de tío Seguchi. Él continuó. —Eiri-san no quedó bien después de lo que sucedió; nadie en realidad. Es más, me adjudico gran parte de la culpa por lo que pasó. Yo los presenté. Yo hice que se conocieran.

Bien, eso no lo sabía. Resultaba importante para amar las piezas del rompecabezas.

—Sé que mi... que Kitazawa Yuki fue el profesor particular de papá. Tío Yoshiki me dijo que papá lo asesinó en defensa propia. ¿Qué hizo Kitazawa para que papá lo matara?

Tío Seguchi, como pocas veces, me miró con compasión y angustia. Era difícil verlo con esa expresión tan humana y cercana, pero también me resultaba distante y extraña, como si la persona que en ese momento tenía al frente no la reconociera en realidad.

Lo vi acomodarse en su asiento de cuero y mirar vacilante hacia la pantalla de su ordenador. Realmente el tema de Kitazawa era un asunto demasiado delicado y doloroso. ¿Qué había pasado? ¿Quién era Kitazawa Yuki, que despertaba tanto temor y resentimiento?

—Kitazawa Yuki fue una persona a la que jamás llegué a conocer realmente —confesó—. Es cierto, lo presenté con Eiri-san, pero nuestra relación nuca fue buena. Vivíamos discutiendo por acaparar la atención de Eiri-san, y las pocas ocasiones en las que coincidíamos era para hablar de lo bello que se estaba volviendo Eiri-san y que su futuro sería afortunado. Pero Kitazawa Yuki se reservaba ciertos aspectos de su vida que ni siquiera yo pude llegar a conocer, y eso fue lo que lo llevó a perecer en manos de Eiri-san. Él ocultaba tras su sonrisa gentil a un monstruo.

Me estremecí.

—Pero eso no me aclara por qué papá lo asesinó. ¿Entiendes lo que significa que la persona con la que he vivido todos estos años sea el asesino de mi padre biológico?

—Claro que lo entiendo. Muchas veces le dije a Eiri-san que no era correcto quedarse contigo, que era un arma de doble filo y que te lastimaría mucho enterarte de la verdad.

Comencé a pensar en ese momento que quizá papá se hizo cargo de mí por culpa, no por algo más; no por cariño o afecto. Me sentí miserable y desamparado.

—Quien tiene que decirte lo que en realidad pasó es él, no yo.

Me puse de pie casi brincando del pequeño sillón de cuero, que rechinó con el roce de la tela de los vaqueros que Michael me prestó.

—Entonces no me darás la respuesta que busco.

—No puedo. Sólo puedo decirte que ni Eiri-san ni yo logramos superar, hasta el día de hoy, lo que pasó. Eiri-san amaba a Kitazawa Yuki.

—¿Lo amaba?

Tío Seguchi movió la cabeza con un gesto afirmativo y mi piel se erizó. ¿Amor? ¡¿Amor?! ¿Papá amaba a Kitazawa Yuki?

—Eiri-san era un adolescente. Idealizaba a Kitazawa porque era inteligente, gentil. Se hicieron muy cercanos. Kitazawa había llegado a la vida de Eiri-san para ayudarle a adaptarse a la vida de Nueva York y aceptarse a sí mismo como el japonés que era, porque Eiri-san era rechazado por su familia y la sociedad de este país debido al color de sus ojos y cabello. La infancia de Eiri-san nunca fue normal.

—Sí... poco usuales —comenté meditabundo. Volví a sentarme—. Entonces Kitazawa fue como un hermano mayor para papá. Un modelo a seguir. Por eso papá es escritor, ¿no? Por eso usa el pseudónimo «Yuki».

Tío Seguchi asintió.

—Pasaban casi todo el día, y todos los días, juntos. Y debo admitir que eso me ponía celoso. —Su acotación la acompañó con una sonrisa nostálgica.

—Sí... tío Yoshiki me lo comentó.

—¿Cómo te enteraste? Yoshiki-san estaba consciente que no debía decirte nada a menos que Eiri estuviera de acuerdo. —Tío Seguchi parecía ansioso por la respuesta, la cual no me molesté en negarle.

—Sospechaba algo desde hacía un tiempo. Papá nunca cambió ese trato tan frío conmigo, y, aunque me acostumbré a él porque hasta me resultaba adorable, comencé a pensar que su apatía era por algo más que celos infantiles por la atención que mamá me daba. Me interesó saber un poco más sobre mi padre biológico y cómo es que tío Yoshiki y mis padres se habían conocido. Fue entonces cuando empecé a atar cabos y finalmente encaré a tío Yoshiki.

—Eres muy listo —señaló tío Seguchi. Su sonrisa fue tan sincera y espontánea, que le creí cada palabra.

Nuevamente me puse de pie, esta vez, con la intención de marcharme. Me incliné formalmente; tal como me lo había enseñado mamá, porque pasar los primeros ocho años de mi vida en Nueva York, llevando una vida completamente diferente a la de acá, me habían impedido pulir las costumbres japonesas que corrían por mis venas.

Tío Seguchi hizo un ademán con la cabeza, correspondiendo mi cortesía. Caminé hasta la puerta de la oficina y, antes de retirarme, él me dijo.

—Si Eiri-san nunca se atrevió a tocar el tema, fue porque tenía miedo de que lo odiaras. Aunque es lo suficientemente orgulloso como para no buscar el perdón de nadie. Ni siquiera el de Kitazawa.

Después de eso regresé a casa. Tenía la esperanza de que finalmente sabría qué había hecho Kitazawa Yuki para que papá le pegara un tiro. Al llegar al departamento, el ambiente, para no variar, era tenso, lo suficiente para cortarlo con un cuchillo mantequillero. Mamá estaba sentado en el suelo, usando el sofá como respaldo; y papá... yacía tendido boca arriba en el mueble con un cigarrillo a medio consumir en la boca —sus malos hábitos habían vuelto nuevamente—. Estaba seguro que habían peleado, porque aunque los años que llevaban juntos habían aplacado sus arrebatos que muchas veces les llevaban a prenderle fuego a la casa, no dejaban nunca de insultarse y agredirse verbalmente cuando se les subía la sangre a la cabeza.

Cuando notaron mi presencia en la sala, fue mamá quien saltó como un resorte del suelo y me vio como si no lo hubiera hecho en años. A pesar del paso del tiempo, él seguía siendo joven y pequeño. Le había superado en estatura desde hacía tres años, y aunque a él no le molestaba esa diferencia, papá siempre se encargaba de fastidiarlo para verle despotricar por sus pueriles ofensas.

—Lamento haberlos preocupado. —Partí por disculparme porque mamá era lo suficientemente escandaloso como para mandarme castigado a mi cuarto por mis insolencias de chiquillo inmaduro. Pero no podía negar que era quien más me mimaba cuando papá no estaba cerca, y me educaba con palabras gentiles, aunque estas, la mayoría de las veces, carecían de sentido común.

—Michael-kun avisó que te quedaste en su casa. Al menos pudiste mandarme un mensaje de texto si no querías hablarnos —espetó mamá, palmeándome la frente con su pequeña mano. Pese a que era más bajo que yo, siempre me sentía pequeño a su lado; me sentía como aquel niño de ocho años y de grandes ojos que miraba embelesado a su ídolo musical y al que había decidido llamar «mamá». Pensándolo bien eso suena muy extraño, pero ya me acostumbré a llamarle de ese modo, y mamá nunca se ha preocupado demasiado en revertir la situación. Sus vestuarios y su peculiar estilo de vida lo hacían, hasta el día de hoy, merecedor de ese nombre.

Me disculpé tratando de ser el buen hijo que ellos habían criado y me aproximé a papá. Lo conocía bien, lo suficiente para saber que él no diría nada a menos que yo diera el primer paso. Después de haber pasado casi un mes con tío Yoshiki, podía darme cuenta, una vez más, que el paso de los años no afectaba a papá; su mal genio e inmadurez seguían tan inherentes en él, que parecía haberse atascado en el tiempo. Lucía casi igual que hacía diez años, aunque la sabiduría en sus ojos y la firmeza de sus rasgos se habían hecho más palpables en su perfecto rostro.

—Papá —le dije. Quería partir tanteando el terreno; con él debía ir con pies de plomo para no desatar una hecatombe. Había aprendido a lidiar con sus arrebatos y chiquilladas con estoicismo y madurez. Pero ahora esa madurez de la que creía hacer gala la mayoría de las veces pasaba a segundo plano; incluso la de él, porque al ser yo un adolescente, y él un adulto con la mentalidad de un crío de siete, poco podíamos dialogar no sin antes desear arrancarnos los ojos o agarrarnos a patadas hasta ver quién caía primero—. Papá, debemos hablar. Me lo merezco por todas esas ocasiones en las que me dejaste en el balcón para que no metiera ruido. Así como también las cientos de veces que olvidaste ir por mí a la escuela; o cuando te comías mi cereal y me quitabas el internet para que no viera porno a escondidas.

Mamá me miró horrorizado. La verdad no sé por qué puso esa cara; él también veía esas cosas en su adolescencia, y apuesto que también lo hizo cuando asumió su condición sexual. Fue un gesto de hipocresía de su parte, aunque entendí que quería mantener —en lo posible— intacta mi inocencia, pero debería saber que, teniendo dos padres homosexuales y sexualmente activos, la inocencia se había ido por el retrete la primera noche que dormí bajo el mismo techo que ellos.

—Eiri —articuló mamá, sonando tan severo que papá no tuvo otra opción que responder con un ademán con la mano. No obstante, él se tomó el tiempo necesario para incorporarse y apagar su cigarrillo contra el cenicero de cristal que yacía sobre el reposabrazos del sofá.

Una vez que se acomodó, pude darme cuenta lo afectado que se encontraba. Incluso detrás de esa máscara de frialdad que no había perdido con los años, podía ver dolor y culpa; una culpa que lo había llevado a aceptarme en su vida y a tratar de verme como un miembro más de la familia.

—¿Quieres que te diga entonces cómo maté a tu padre?

—¿Me dirás?

—Interrumpiste tus vacaciones para eso, ¿no? ¿O te bajó la nostalgia y por eso decidiste regresar?

Mamá le dio un periodicazo. Él entendió que hablarme con sarcasmos no funcionaría en esaa ocasión; no era el momento para ello.

—Dime qué pasó exactamente para que lo mataras —dije, tan directo y claro, que vi el temblor que franqueó a papá, como si mis palabras hubieran resultado una bofetada o... un nuevo periodicazo.

—He de suponer que Seguchi ya te dio una pequeña introducción. Me llamó todo hiperventilado, así que te detallaré el desenlace de la historia.  

Yo aguardé conteniendo la respiración. En algún punto había olvidado aquella vital acción, y sólo cuando sentí que me estaba mareando, tragué aire lo que más podía, enriqueciendo mis pulmones con el vital elemento.

—Como ya sabes, Kitazawa fue mi profesor particular mientras estuve en Nueva York.

—Estabas enamorado de él —solté. Mi mala costumbre pegada por culpa de mamá me hacía algunas veces escupir lo primero que se me pasaba por la cabeza, o destilar demasiada sinceridad en mis palabras.

Papá se atragantó, supongo que con su saliva, y mamá permaneció tranquilo. Obviamente, él ya sabía con detalles toda la historia, pero era papá quien no sabía digerir las cosas ni enfrentarlas con sentido común.

—Ese maldito boca floja de Seguchi —rezongó, revolviéndose el cabello en el proceso.

—Lo hizo para que yo entendiera un poco la relación que tú y mi... —Vacilé en ese momento al referirme a Kitazawa como «papá». Duró poco la duda. —La relación que tú y Kitazawa tuvieron.

—Si piensas que lo maté por despecho, puede que tu teoría tenga un poco de cercanía con la verdad. Pero le quité la vida en defensa propia. Aunque tal vez... fue un poco de ambas.

—¿Pero por qué? ¿Qué... te hizo?

Tenía miedo de saber la respuesta. Después de exigirla con desesperación, temía escucharla. Algo me decía que no me agradaría, porque la imagen que todos tenían de Kitazawa Yuki no era buena. Su nombre era un tabú que hasta el día de hoy se mantenía firmemente entre las personas que conocían la verdad oculta tras su muerte.

—Desperté algo insano en él —declaró papá—. Supongo que mi sola presencia y estupidez de niñato ilusionado con un hombre que creía perfecto lo llevó a lo que hizo, aunque es algo que jamás llegaré a entender. Se llevó la verdad a la tumba. —Papá tragó aire y luego dijo—: Él estuvo dispuesto a venderme por diez dólares a dos sujetos que intentaron violarme.

Lo sabía. Sabía que la respuesta no me gustaría.

Papá continuó, a pesar de ver mi rostro pálido y estupefacto. Nuevamente había olvidado respirar.

—Uno de esos tipos portaba un revólver. Preso del miedo, tomé el arma y disparé. No recuerdo cómo le di muerte a Kitazawa, tampoco si él dijo o hizo algo mientras se desangraba. Para cuando me di cuenta, Seguchi se encontraba a mi lado, culpándose mientras yo lloraba.

Era el hijo de un pedófilo, de un enfermo que había vendido al alumno que lo admiraba por diez dólares. ¿Qué clase monstruo era capaz de romper la confianza que tenía un adolescente ingenuo e inocente? Por mis venas corría la misma sangre de ese hombre; la misma sangre que papá cargaba en sus manos y que le pesaba cruelmente. Ojalá existiera una forma de cambiar la sangre. Daría lo que fuera por tener la sangre de mamá o papá. No es justo no poder ser hijo consanguíneo de ellos y sí de un monstruo que me alegra no haber conocido.

Me di cuenta en ese momento que mamá lloraba. Estaba seguro que no era la primera vez que escuchaba ese horrible relato, pero parecía que lo recibía con la misma intensidad que la primera vez, cuando papá seguramente se abrió por completo, enseñándole lo que había guardado secreta y recelosamente en su conciencia y corazón.

Yo intenté asimilar rápidamente lo que había descubierto. La confesión de papá me había golpeado como mil bombas atómicas estallándome en la cara. Y si bien nunca me he considerado una persona sensible ni mucho menos alguien que trepe las paredes víctima de la histeria, siempre ha existido un poco de demencia en mí que me hace actuar sin juicio cuando me veo presionado, y es que ha resultado difícil mantenerse cuerdo en estos últimos diez años ya que he estado rodeado de locos. Pero he tratado de no perder la cordura y seguir los pasos apáticos de papá. Sin embargo, no negaré que resulta sorprendente, y hasta adorable, cuando mamá y yo lo sorprendemos llorando con alguna película cuyo protagonista es un animal. Papá siempre ha intentado hacerse el fuerte, pero es vulnerable como un bebé frente a «Hachiko», «El zorro y el sabueso» y a «Marley y yo».

—Entonces... —logré articular, tan o más consternado que en el momento que tío Yoshiki me contó que papá había asesinado a Kitazawa—. Él también estaba dispuesto a...

—Él me odiaba —declaró papá, y pude percibir en sus palabras un dolor que venía arrastrando desde hacía muchos años—. Y no te culparé si también me odias. Lo entenderé perfectamente. Tienes todo el derecho a odiarme y despreciarme por lo que hice. Tampoco necesito que me perdones.

Tragué duro y pregunté:

—Entonces aceptaste que me quedara con ustedes... ¿por culpa?

—Riku. —Mamá finalmente había roto su pacto de silencio desde que papá había comenzado a hablar. Posó sus pequeñas manos sobre mis hombros y pude percibir el temblor de ellas. Sus ojos me veían con aflicción. Tal vez tenía miedo de que odiara a papá... o a ambos, porque no había respondido a las palabras de papá. —Nunca has sido una molestia en nuestras vidas —dijo—. Admito que causaste muchos problemas a Eiri porque no sabía de tu existencia, pero te aceptó.

—No me quedó otra —se quejó papá, pero mamá se encargó de callarlo con un nuevo periodicazo en la cabeza. La confianza era tal entre ellos, que mamá se daba esa clase de licencias con papá.

—¿Recuerdas cómo nos conocimos y cómo fue que terminaste quedándote a vivir con nosotros? —preguntó mamá.

—Tío Yoshiki se quiso deshacer de mí.

—Sí... ¡Digo, no! ¡Él te quiere! ¡Todos te queremos! ¡Por Dios, no pienses que no te queremos! ¡Eres tan necesario en nuestras vidas como el aire, como el arroz y el agua caliente! ¡No pienses que estorbas o que te adoptamos por culpa! ¡Sabes que Eiri te quiere! ¡Yo te adoro! ¡Mis padres te adoran! ¡No pienses ni por un segundo que no te queremos!

Mamá había vuelto a perder el control. Extrañaba ver sus arrebatos neuróticos mezclado con sus lágrimas.

Yo sonreí. A pesar de lo duro que resultaba enterarme de que mi padre biológico era un pervertido, no me complacía saber que portaba sus genes. Y fue en ese momento que entendí por qué papá me miraba de esa manera a veces, y por qué le costaba tanto ser dulce conmigo y quererme.

—Papá. —Volví a pronunciar, sonando gentil y compasivo—. No te odio.

Le vi sonreír y me sentí aliviado. Estoy seguro que en ese momento él también se sintió aliviado. Mamá se había calmado, pero sus ojos acuosos me indicaban que por dentro la emoción lo tenía completamente dominado.

Me senté junto a papá y oculté mi rostro tras la palma de mis manos.

—Cielos, creo que me duele más saber lo que él te hizo, que lo que tú le hiciste a él. Y admito que al principio no entendía por qué lo habías asesinado. Por un momento te odié, pero no porque lo asesinaste, sino porque me lo ocultaste.

—¡Hey! —me atajó papá—. Intenté explicártelo una vez. ¿O acaso lo olvidaste?

Yo lo miré confundido.

—Maldita sea, ya lo olvidaste —protestó—. ¿No recuerdas cuando te estaba hablando de eso y tú me jalaste las mejillas y dijiste babosamente «ya me he vengado»? Luego saliste corriendo y si no es por este fenómeno —comentó, señalando a mamá—, casi nos arrolla un camión.

En ese momento recordé aquella desagradable escena. Yo echándome a correr; papá detrás de mí... el camión... y de pronto mamá apareció pateándolo. Después papá fue al hospital y estuvo ciego un tiempo. Qué drama aquel.

—Lo único que recuerdo de tu menuda confesión, porque por si lo olvidaste en ese entonces tenía ocho años, fue que querías que desapareciera y que nunca fue tu intención conocerme.

—¡¿En verdad le dijiste eso?! —exclamó mamá, escandalizado—. ¡¿Qué clase de bastardo insensible eres, Uesugi Eiri?!

Papá saltó como un resorte del sofá y encaró a mamá.

—¡¿Y qué esperabas que le dijera —masculló señalándome— si era el crío del sujeto que había asesinado?!

—¡Por lo menos debiste intentar ser más sutil!

—¡Sutil mis pelotas! ¡Sabes que no lo soy, y menos con él!

Como era normal en nuestro agradable ambiente familiar, papá y mamá se pusieron a discutir y me ignoraron. Cada vez que riñen se calientan tanto que se olvidan de lo que sucede a su alrededor. Los dejé discutir tranquilos, me di media vuelta, resignado, y regresé a mi cuarto, a desempacar. Sabía que las cosas no cambiarían con papá. Sabía que él seguiría ignorándome y ladrándome cada vez que mamá se portara dulce y melindroso conmigo. Pero ahora estaba consciente de la culpa que finalmente le había quitado de encima. Además, hacía mucho tiempo había entendido que los padres no son quienes te dan la vida, sino aquellos que están contigo en cada momento importante de tu vida. Y papá y mamá eran mis verdaderos y únicos padres, y nos los cambiaría por nada.

 

FIN


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