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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Nuevo capítulo. Saldrá en dos partes para que sea más cómodo de leer. 

Recuerden que sus comentarios son muy importantes para mí. 

 

Estaba tan conmocionado por mi conversación con Maurice que no quise unirme al juego de cartas al que nos invitó Raffaele. Me escabullí para buscar al jardinero. Lo encontré en el invernadero cuando se preparaba para descorchar una botella.

— ¡El viejo duque trató de matar a Maurice! —le espeté sin miramientos.

— ¡Ah! ¡Estoy viejo para esos sustos, Monsieur! Casi suelto la botella.

—Maurice me contó todo, su abuelo trató de ahogarlo. Yo estaba en lo cierto cuando presentí que las fuentes habían sido eliminadas por su causa.

—Porque usted es muy sabio, Monsieur.

— ¿Qué clase de persona era el viejo duque? ¿Cómo pudo hacerle semejante cosa a un niño?

—Venga, siéntese y beba un poco de vino —dijo mostrándome un taburete de madera—.Parece que se le ha helado la sangre, Monsieur.

—Estoy impresionado, por supuesto. Pero no bebo, gracias.

—Sólo un trago para que recupere el color —Me tendió el vaso, probé para no desairarlo. Era un vino muy fuerte, nunca había probado algo así, comencé a toser.

—Lo siento Monsieur, parece que su fino paladar no está acostumbrado al vino barato.

—Eso es obvio.

—Si mi benefactor hubiera sido más generoso, le habría podido ofrecer algo más digno —Guiñó un ojo mientras mostraba su pícara sonrisa.

—Si no hubiera contado las cosas a medias quizá me habría animado a darle el doble

—Me arriesgué mucho al hablarle. —Se acomodó en otro taburete frente a mí—. Los Alençon son una familia complicada, quieren aparentar ser perfectos pero varios de sus ilustres miembros merecían ser  atados y encerrados.

— ¿El viejo duque estaba loco?

—Lo suyo era algo más que locura, era maldad. Fue el hombre más vil y miserable que ha respirado en esta tierra, incluso el mismo diablo no lo quiso en el infierno y por eso está todavía rondando el palacio. ¿No lo ha escuchado por las noches? Muchos dicen que sigue rasgando las paredes como si continuara en agonía.

Sentí que un manto helado me cubría el cuerpo. El tenebroso sonido que había escuchado en la noche volvió a reproducirse en mi memoria.

—¿Dice usted rasguños en la pared?

—Así es. Cuando el viejo duque murió, nadie se enteró hasta que lo encontraron varias horas después ahogado en su propio vómito. Debió intentar en vano pedir ayuda porque rasgó las paredes y la puerta de su habitación hasta quedarse sin uñas.

— ¡Eso es espantoso!

—Fue menos de lo que merecía, se lo aseguro. Y permítame decirle que él no es el único fantasma que habita este palacio. La vieja duquesa suele gritar por las noches y a la joven duquesa la han visto correr por los pasillos como lo hizo antes de morir.

— ¿Se está burlando de mí?

—Se lo digo muy en serio, incluso he visto a la Parca venir de visita.

— ¿Quién?

—La mismísima muerte. Viene algunas noches en su lúgubre carruaje, vestida de negro de pies a cabeza, con los largos cabellos al viento y el rostro pálido como la luna llena. Siempre se marcha antes del amanecer.

—No puedo creer nada de lo que dice.

—Esta familia está maldita por todas las cosas terribles que hizo el viejo duque, así que no es extraño que la muerte venga en persona a visitarlos. De hecho, hace poco estuvo aquí. Precisamente cuando el pequeño Maurice estaba en cama. Gracias a Dios se marchó de inmediato, hicieron bien en no dejarlo solo durante la noche.

—Escuche, hay cosas con las que no se juega. —Me levanté y sujeté su brazo con fuerza.

—No estoy jugando, se lo juro por mi vida. Este palacio tiene sus propios demonios y todo los ha creado el viejo duque.

— ¡Usted no es más que un loco!

—Permítame explicarle todo mejor. Y le recuerdo que mis huesos son viejos y se pueden romper.

Lo solté avergonzado por haber perdido el control. En cuanto sugirió que la muerte estaba tras Maurice, olvidé la poca lógica de sus palabras y quise machacarlo. Volvimos a sentarnos, llenó mi vaso con aquel horrendo vino y esta vez lo bebí de un sorbo. Lo necesitaba.

Comenzó a contarme la turbia historia del Duque Serge de Alençon y su esposa. Según dijo, Madame Estelle era una mujer extremadamente bella, elegante y digna. Al principio, la relación entre los dos fue buena pero, después que nació Madame Pauline, la tercera hija, el duque se encolerizó porque deseaba un heredero varón.

Luego Madame Estelle tuvo varios embarazos fallidos y su esposo ya no se limitó a afligirla con palabras llenas de desprecio sino que  llegó a golpearla. No contento con esto, instaló en el palacio a una de sus amantes. La vieja duquesa fue volviéndose irascible y el duque amenazó con encerrarla en un convento.

Entonces intervino la familia de la duquesa, le recordó a su marido que dependía de la dote que ellos habían aportado para mantener su nivel de vida, pues él ya había despilfarrado su propia fortuna. Al temible Duque de Alençon no le quedó más remedio que echar a su amante y jurar que jamás volvería a ponerle una mano encima a Madame Estelle.

La armonía del matrimonio no se restauró ni con el nacimiento de Philippe, el ansiado hijo varón. La duquesa seguía teniendo ataques de cólera, volviéndose cada día más incontrolable. Llegó al extremo de recorrer el palacio vestida con su camisón de dormir y los cabellos despeinados maldiciendo a todos, sobre todo a sus hijas.

Madame Séverine, quien ya había ingresado en el convento, regresó al palacio para cuidar de sus hermanos tomando las riendas de la familia. Supo controlar a su madre y llegó a moderar a su padre, aunque éste continuó teniendo numerosas amantes. Cuando la duquesa dio a luz su quinto hijo, una hermosa niña pelirroja, estaba tan débil que cayó en cama y murió al año siguiente.

—Todavía se la puede escuchar gritando algunas noches —dijo Pierre para terminar su relato—. Hay quien piensa que también es el espectro que corre por los pasillos del ala oeste durante las noches de luna llena, pero yo estoy seguro de que se trata de la joven duquesa, la esposa de Monsieur Philippe.

— ¿La madre de Raffaele?

—Sí, ella también murió en este palacio de una manera espantosa.

—Monsieur Du Croisés… —escuchamos llamar a nuestras espaldas y tanto Pierre como yo saltamos de nuestros asientos sin poder reprimir un grito de espanto. Cuando nos recuperamos de la sorpresa, vimos a Asmun en la puerta del invernadero.

— ¿Qué sucede? —pregunté avergonzado de mi propia cobardía.

—Monsieur de Alençon y sus primos desean verle.

—Gracias, diles que iré enseguida.

—Lo esperaré para iluminar su camino, ya está obscureciendo —agregó mostrando el quinqué que traía en su mano antes de salir del invernadero.

— ¡Es verdad! —exclamó el viejo Pierre mientras ponía en orden sus cosas—.Es mejor recogerse temprano por si viene la Parca esta noche.

— ¡Ya deje de decir esas cosas! —le regañé.

—Lo siento, lo siento. Por cierto, me sorprende ver que el salvaje sabe hablar muy bien nuestro idioma.

—Por supuesto que lo sabe, es un muchacho muy bien educado, no es un salvaje.

—Agnes dijo que era un salvaje y que nos mantuviéramos alejados de él.

—Ya ve que es mentira. No entiendo por qué les dijo semejante cosa.

—Seguramente no le agrada por ser extranjero. Ella es bastante implacable cuando se ensaña con alguien; a mí, por ejemplo, no me deja poner un pie dentro del palacio.

—La próxima vez que venga a visitarle, traeré Asmun conmigo para que se conozcan.

— ¡Entonces hará falta más vino!

Su ocurrencia me hizo reír por lo que le obsequié todas  las monedas que encontré en mis bolsillos. Pude escuchar su risa confundirse con el repiqueteó metálico mientras salía del invernadero.

Cuando llegué al salón donde me esperaban, Asmun comentó que me había encontrado bebiendo con el jardinero. Maurice me dedicó una mirada llena de desconcierto, Raffaele comenzó acusarme de haber vuelto a mis malos hábitos y Miguel me regaló un gesto severo. Tuve que asegurarles que estaba más interesado en las historias del viejo Pierre que en sus botellas. Entonces se burlaron de mí por creer en cuentos de fantasmas.

No me atreví a mencionar muchas de las cosas que había contado Pierre para evitar evocarles malos recuerdo, prefería verles reírse a mis expensas. Sus rostros sonrientes eran un gran deleite. Además, no era común ver a Miguel de buen humor cuando Raffaele estaba presente.

La armonía no duró mucho. Pronto los dos primos volvieron a su tirantez acostumbrada y la partida de cartas fue un ir y venir de insultos en español.  Maurice y yo tuvimos que empeñar todo nuestro talento en evitar que los otros dos llegaran a los puños. Terminé tan agotado que, pese a las historias sobre rasguños fantasmales, dormí toda la noche sin enterarme de nada a mí alrededor.

El resto de la semana Miguel continuó exhibiendo un humor pendenciero y Raffaele no mostraba ninguna disposición para  soportar sus ataques en silencio. Para colmo el joven español comenzó a ser extremadamente amable conmigo haciéndome acreedor de la antipatía de su primo, quien volvió a tratarme como al peor de sus amigos. Incluso llegó obsequiarme una mirada rebosante de odio.

Por supuesto que esto no me hacía sentir cómodo, casi prefería tener a Miguel de enemigo que soportar la aversión de Raffaele. Cambié de opinión cuando conocí a Miguel un poco más. Me di cuenta que era mejor no invocar su ira, una ira que manifestaba ante la más pequeña contrariedad. Se ensañaba con la servidumbre a la que trataba como todo un déspota, especialmente se ensañaba con el sirviente que había traído de España, un joven que nunca levantaba la cabeza y que apenas sabía pronunciar algunas palabras en francés.

Maurice asumía la tarea de contener a sus primos, lo cual era semejante a querer controlar dos bestias salvajes o evitar que la pólvora y el fuego tengan su reacción natural al juntarse. Yo deseaba marcharme  a mi Villa con él y dejar a los otros dos destrozarse el uno al otro si les daba la gana. 

Por fortuna, Miguel y Raffaele nos dieron un día libre: el primero quiso pasar un tiempo con su madre y su hermana y el segundo se marchó de cacería con el Rey. Quizá ellos mismos estaban agotados de sus constantes enfrentamientos. Está de más decir que me sentí agradecido.

Después del desayuno pensé que Maurice iba a enfrascarse en la traducción del Nuevo Testamento del griego al guaraní que llevaba entre manos. Desde que Joseph le devolvió sus baúles llenos de libros peligrosos, tomó la costumbre de trabajar en su habitación secreta desde temprano, hasta que sus primos se levantaban cerca del mediodía y empezaban sus batallas.

Yo tenía entrada libre en su refugio e incluso le ayudaba algunas veces gracias a mi excelente dominio del griego clásico. Me agradaba saber que ninguno de sus primos podía echarle una mano en este aspecto, me hacía sentir que al menos les aventajaba en algo. Ellos le conocían desde niño y algunas veces, cuando los tres hablaban de su pasado común,  me hacían sentir que nunca podría llegar a ser tan cercano para Maurice como ellos lo eran. 

Felizmente en aquella mañana radiante Maurice no tenía intención de sentarse ante un montón de papeles y propuso salir a cabalgar.

— ¿Está seguro de que puedes?—le dije—. Hace poco estabas en cama.

—Ahora me encuentro perfectamente.  Además, si no tomó algo de aire fresco probablemente terminaré ahorcando a mis primos durante la próxima discusión estúpida que tengan.

—Me gustaría ayudarte en esa tarea.

—Prefiero que disfrutemos de un buen paseo para relajarnos.

No me hice de rogar, así que  terminé recorriendo los bosques pertenecientes a los Alençon en la mejor compañía.  Mi amigo deseaba llegar hasta cierto lago que recordaba haber visitado con su padre y su tío cuando era niño. Tuvimos que volver sobre nuestros pasos varias veces hasta que lo encontramos al fin.

Se trataba de un lugar extraordinario: el hermoso y amplio lago tenía el cielo en sus aguas, el viento fresco y alegre agitaba con gracia las ramas de los árboles y el verdor que nos rodeaba rebosaba vitalidad ¡Era como presenciar la sinfonía de la vida!  Al contemplar a Maurice tan maravillado como yo, me sentí feliz de haber nacido.

—Mi padre y mi tío me enseñaron a nadar en este lago. Incluso  me dejaban jugar con mis barcos aquí. Este lugar está lleno de buenos recuerdos, por eso quería compartirlo contigo.

—No sé qué decir... —Me sentí conmovido y halagado—. ¡Gracias!

— ¡Vamos a nadar! —fue su insólita invitación.

— ¿Qué has dicho?

—Nademos un rato, será divertido—Ató las riendas de su caballo a un árbol y empezó a quitarse la ropa.

Le seguí el paso hasta que vi que pensaba desnudarse completamente y de nuevo fui presa de sensaciones incontrolables.

—No te quedes ahí parado, desvístete rápido —insistió mientras dejaba su ropa organizada en las ramas de un arbusto

— ¿Piensas nadar desnudo?

—Por supuesto, la ropa estorba para nadar. —Corrió hacia el agua dando gritos de celebración. Por un momento comprendí por qué le llamaban “niño salvaje”.

Terminé de atar las riendas de mi caballo y me quedé mirando a Maurice mientras jugaba con el agua. Era simplemente delicioso. Provocaba en mí un  irrefrenable deseo de abrazarlo y de algo más que no me atrevía a dejar que se formulara en mi cabeza. No podía creer que me invadiera tal pasión ante un hombre, pero efectivamente me sentía atraído por él. La prueba la tenía palpable y delatadora en la incontrolable reacción que se despertaba en mi cuerpo.

Recordé las palabras de Raffaele. Por supuesto que yo sabía que Maurice era un hombre. Sin embargo, eso no detenía mi ansia por besarlo, por  sentir que nuestros cuerpos se fundían y experimentar con él las mismas sensaciones que con Jeanne, mi sirvienta. No, esto era más que la lujuria que aquella mujer despertó en mí durante mis borracheras. Lo que sentía por Maurice era más violento, más intenso… ¿Qué me estaba pasando?


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