Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

En los días siguientes, Raffaele continuó provocando a Miguel, y éste parecía bastante dispuesto a arrojarle cualquier cosa que pudiera hacerle suficiente daño. La situación llegó a ser tan alarmante que mis problemas se fueron quedando al margen y me pasaba el día ayudando a Maurice a separar a sus primos. Él siempre se encargaba de Miguel, porque era al único a quien éste escuchaba. Yo intentaba contener a Raffaele con ayuda de Asmun. Era una tarea agotadora.

El primer momento de paz que gocé, lo invertí en tratar de sacarle al jardinero información sobre la mujer de negro. El viejo Pierre se asustó un poco cuando le conté de la visión de Maurice. Dijo que esperaba que no fuera la Parca. Pero como esa noche se fue a dormir temprano, obviamente borracho, no pudo ver si el carruaje había aparecido como en otras ocasiones.

—También pudo ser la joven Duquesa —reflexionó, mientras llenaba mi vaso con un vino decente que yo había aportado a nuestra reunión—, porque a la vieja duquesa nadie la ha visto, sólo se la escucha gritar.

—En esta casa, sobran los fantasmas…

—Mejor que fuera un fantasma a que fuera la Parca, ¿no cree?

—Por supuesto. Me siento ridículo hablando de estas cosas. Pero después de escuchar los rasguños en la noche y de haber visto la puerta de la habitación de Maurice abierta, no puedo dudar de que él realmente viera algo.

—Seguramente fue la joven duquesa buscando al señorito Raffaele —soltó como si nada Pierre. Yo lo miré espantado, sintiendo que mi espalda se helaba de repente.

—¿Qué ha dicho?

—Bueno, ella es su madre y la noche en que se mató lo hizo saltando de la ventana de la habitación del señorito. Él era un niño apenas. Recuerdo esa noche claramente… Fue una pesadilla.

Le pedí que contara lo que sabía y escuché con estupor que la esposa del Duque Philippe había discutido con él a gritos esa noche. Al parecer, el padre de Raffaele tenía una amante. Y su mujer, al descubrirlo, se sintió terriblemente herida. Era una mujer napolitana nada acostumbrada a los desaires. Parecía que se repetía la historia del viejo duque y su esposa.

Lamentablemente, la hermosa Isabella Martelli tomó la peor opción: arrojarse por la ventana del segundo piso, maldiciendo a su esposo. Éste nunca se recuperó de aquello y adoptó la vida de un ermitaño, pasando la mayor parte del tiempo en alta mar.

Pero lo que me resultó más perturbador, fue descubrir que la mujer se había lanzado a los brazos de la muerte desde la habitación de su pequeño hijo. ¿Y si Raffaele se encontraba presente? ¿Acaso vio morir a su madre? Para esa época, aún no cumplía los cuatro años. Imaginar a un niño tan pequeño presenciando un evento tan espantoso me provocó un nudo en la garganta. No, no era posible que Raffaele cargara con semejante recuerdo. Él parecía tan fuerte, aunque… Si yo hubiera visto morir así a mi madre, ¿qué clase de persona sería? Quizá tendría ese brillo de furia y locura que había visto aparecer algunas veces en sus ojos.

Estaba abrumado. Mis sentimientos por Raffaele oscilaban del afecto al odio por su manera de tratar a Maurice. Estaba celoso de él y no quería que estuviera cerca de quien yo tanto amaba y deseaba porque él ya le había poseído. Pero, a la vez, no soportaba ver a Miguel insultarlo porque sabía que le debía doler cada palabra, como si fuera un puñal envenenado retorciéndole las entrañas.

Ahora, al saber las circunstancias de la muerte de su madre, desistí de odiarlo. Imaginé que Maurice también conocía la triste historia y, por eso, era tan condescendiente con él, dejando que siguiera acosándolo cada vez que al muy imbécil se le antojaba. ¡Ah, Raffaele!, cuántos sobresaltos me causaste en esa época, abalanzándote sobre Maurice para robarle besos. Y cuántos sobresaltos me seguiste causando poco después, ¡demonio ladino que llegó a hacerse una parte de mí!

Asmun vino a buscarme otra vez por petición de Maurice. Éste estaba preocupado por mí, temía que volviera a beber como antes. Sonreí al pensar en que mi amigo parecía tenerme presente en cada momento, y fui a su encuentro en el salón de música. Al acercarme, en lugar de acordes armoniosos, lo que escuché fueron los gritos de Miguel, lanzando maldiciones en español. Apresuré el paso y llegué a tiempo para verle abofetear a Raffaele. Éste levantó su mano para responder, pero Maurice se interpuso suplicante.

—¡Por favor, Raffaele, no lo hagas!

—No te preocupes, Maurice. No lo haré. Pero dile a este imbécil que no me provoque porque un día no voy a poder controlarme.

Dicho esto, salió de la habitación, pasando a mi lado sin mirarme. Miguel intentó ir tras él para terminar lo que había comenzado y Maurice se lo impidió. Su rostro reflejaba tal odio que me impactó. ¿Alguna vez había amado a Raffaele? ¿Cómo podía el amor haberse transformado en un odio tan encarnizado? No pude con semejante visión, cerré la puerta, dejando a esos dos discutiendo acerca del por qué había que dejar que su primo siguiera respirando sobre la tierra.

Fui tras Raffaele, quien estaba redecorando su habitación a fuerza de patadas. Cuando me vio entrar, se quedó quieto y se sentó en su cama. Me acerqué con cautela.

—Ni te atrevas a amonestarme, tengo bastante con Maurice —dijo sin mirarme.

—¿Por qué no evitas estas peleas? Si lo estás haciendo para cubrirme y distraer a Maurice, no sigas. No soporto ver cómo te haces daño.

—No es eso… Bueno, al principio, lo fue. Luego, simplemente no pude parar. Cuando me grita y golpea, al menos no me está ignorando. Me estoy volviendo loco, Vassili. Tenías razón, no somos más que unos desgraciados, Sé que Miguel sufre tanto como yo. ¡Ojalá nunca nos hubiéramos conocido!

—No, no digas eso. Lo que debes es buscar reconciliarte con él.

—Ya te dije que le hice daño.

—Ruega por su perdón en lugar de seguir haciendo más grande el abismo entre ustedes. Parece que te has rendido, que lo que quieres es que te haga pagar lo que le hiciste. Basta de eso, por favor. Me duele verlos así y estoy seguro que Maurice está sintiéndose igual.

—Lo que hice no puede perdonarse, Vassili. Por eso, no me atrevo a pedirle perdón. Lo que debo hacer es salir a tomar aire. Me iré unos días de cacería. ¿Quieres venir conmigo? A ti también te viene bien alejarte de este lugar.

—No me siento con ánimos de soportar al Rey y sus lisonjeros.

—No pienso ir con el Rey, voy a cazar en mis tierras. A pocos kilómetros de aquí, tenemos una pequeña casa. Allá puedes pasar el día pensando en Maurice, mientras yo le disparo a algo para aliviar mis penas.

No pude evitar reírme. Lo pensé un poco y acepté. Era cierto que también necesitaba alejarme de Maurice, pero también quería hablar con Raffaele de ciertas cosas que sólo él podía contarme, era una oportunidad única.

Esta vez logramos que Maurice no pusiera ningún reparo en dejarnos a solas. Le dije la verdad a medias, que quería aliviar la tensión entre Miguel y Raffaele, y que la mejor manera era este viaje de cacería. Mi amigo lo agradeció, cada día le costaba más mantener a sus primos a raya.

Con menos equipaje del que estaba acostumbrado a llevar, salí a caballo junto a Raffaele, Asmun y tres perros de caza. Tras más de una hora de recorrido por los bosques de los Alençon, llegamos a una casa pequeña, de una sola planta, con apenas dos estancias en su interior. Una verdadera vergüenza comparada con cualquier coto de caza de otras familias nobles. Pero los Alençon nunca gastaban de más y, para el Duque y Raffaele, ese lugar era suficientemente cómodo.

Empecé a arrepentirme de aquel viaje en cuanto puse un pie en su interior. El lugar estaba bastante limpio, porque varios sirvientes habían ido a arreglarlo para nosotros a primera hora de la mañana, aunque eso no lo hacía más confortable ni más amplio. Cuando vi que Asmun se despedía, después de ayudarnos a desempacar, me convencí de que aquellos serían los días más incómodos de mi vida.

Cuando se me ocurrió quejarme, Raffaele me acusó de mimado y narró cómo había pasado muchas noches a la intemperie con sus primos y el Padre Petisco, quien buscaba templarles el carácter y librarlos unos días de la madre de Maurice y Madame Pauline.

—Aprendimos a valernos por nosotros mismos gracias a eso. Hasta a Miguel le encantaba y él era más remilgado de lo que tú eres. Así que no te quejes, ponte tan cómodo como puedas y dedícate a pensar en Maurice, mientras yo voy a conseguir nuestro almuerzo.

—Espera, antes quiero que hablemos. La principal razón por la que vine fue para que me contaras cómo te llevaste a Maurice a la cama.

—¿Para qué quieres saberlo? Vas a sufrir. —La sonrisa guasona que mostraba indicaba que no me compadecía en absoluto.

—Quiero saberlo y ahora mismo. Llevó días conteniéndome para no preguntártelo o preguntárselo a él.

—¡Qué empeño en buscarte mortificaciones! Pero te lo debo por haber abierto mi gran boca.

Me invitó a sentarme en una de las sillas que acompañaban la única mesa del lugar. Le obedecí en el acto. Él caminó por la estancia, simulando muy teatralmente que se esforzaba por recordar.

—Veamos, para ser exactos, hay que decir que lo que ocurrió se debió a una mujer. No pongas esa cara, hablo en serio. En uno de los barcos de mi padre, hay una mujer: la hija de un amigo suyo que, al morir, la dejó sin un lugar dónde vivir. Mi padre se hizo cargo de ella y dejó que se quedará como un marino más. Él creyó que era buena idea, ¡mi pobre iluso padre! Lo cierto es que la mujerzuela se metió en mi camarote un día, cuando yo era un inocente muchacho al que apenas le había crecido el vello, y me enseñó los excelentes usos que podemos darle a esta cosa que pende grácilmente entre nuestras piernas. Cuando visité a mis primos en España, simplemente compartí mis conocimientos.

—¿Hablas en serio?

—Claro, verás. De niño, yo no conseguía conciliar el sueño cuando dormía solo; así que el dulce Maurice, a pesar de que no le agradaba nada, compartía su cama conmigo. De ahí a terminar recreando con él lo que había aprendido con aquella mujer, fue un paso muy corto, bastó con oler su cabello, sentir el roce de su piel y comprobar el cariño que nos teníamos. Si me permites decírtelo, fue algo muy dulce.

Creí que mi cabeza iba a explotar, no sentía latir mi corazón y olvidé respirar. Quería saber todos los detalles, ver aquel momento con mis propios ojos, escuchar a Maurice gemir de placer… hasta que me percaté de un detalle.

—¿Qué edad tenía? —pregunté

—Es dos años menor que yo, debió haber cumplido once…

Escuchar aquello y sujetar a Raffaele de las solapas fue una misma cosa. No pude controlarme.

—¡Era un niño!

—¡Yo también! No comiences una pelea ahora por algo que pasó hace tanto. Tú te buscaste este disgusto por preguntar.

—¿Fue una sola vez o acaso...?

—Lo hicimos durante varias noches, hasta que Maurice se lo contó al Padre Petisco como quien le cuenta que ayer llovió. Ya te imaginarás lo que siguió. Como el buen cura no quería hacernos sentir mal, se ahorró el sermón sobre lo pecaminoso del asunto y se limitó a ordenarnos que no volviéramos a hacerlo. También insistió en que jamás se lo contáramos a mis tías. Cuando nos explicó que esas cosas sólo la hacían los esposos con sus esposas, Maurice se puso furioso conmigo por haberlo tratado como a una mujer. Nunca se te ocurra compararlo con una. Especialmente, con Sophie. Se pone tan furioso que te puede romper los huesos a patadas. Permíteme agregar que mi asunto con Miguel fue muy distinto. Cuando hicimos el amor, los dos ya no éramos niños y estábamos realmente enamorados. A Maurice le amo, pero no como a Miguel, así que deja los celos estúpidos de una vez. Además, no es de mí de quien debes estar celoso sino de Miguel. Él fue el primer amor de Maurice.

—¡¿Qué?!

—De eso hablamos en el almuerzo, me voy de cacería.

—¡No te atrevas! ¡Explícate!

—Cuando regrese. Deja de incordiar, eres bastante molesto cuando estás celoso.

Antes de que pudiera decir algo más, salió dando un portazo. Desistí de seguirlo porque sus palabras me habían herido. Principalmente, por no poder rebatirlas. Mis celos indudablemente me convertían en un idiota. Entré en la habitación y me quedé echado en una de las tres camas que estaban repartidas por el lugar.

Mi corazón era un amasijo de sentimientos encontrados. ¿Cómo pude olvidar el peligro que representaba Miguel? Raffaele me lo había advertido claramente tiempo atrás, en Versalles. Y, durante nuestra estancia en el Palacio de las Ninfas, fue evidente la intimidad que existía entre Maurice y su primo español. ¡Y yo los había dejado solos! Mi propio descuido me exasperaba, pero pronto dirigí toda mi animosidad contra Raffaele. Si él no llamara tanto la atención, no me habría olvidado de que mi verdadero rival era Miguel.

Mi angustia se disipó de repente, al caer en la cuenta de que la situación podía tener un ángulo que no había considerado. Si el primer amor de Maurice había sido Miguel y su primera experiencia en el lecho la vivió con Raffaele, era posible que fuera capaz de amar a otro hombre y su rechazo a esta situación se debía a sus creencias religiosas. De ser así, bastaría con destrozar estas para que aceptara mi amor. Finalmente, aparecía una rendija por la que podía colarse la felicidad para mí.

Cuando Raffaele regresó, yo llevaba ya varias horas dormido a fuerza de aburrimiento. Le escuché trasteando en la otra sala. Al acercarme, le vi afilando dos cuchillos, deslizando uno en la hoja del otro. Sus perros, que estaban echados a su alrededor, atentos a todos sus movimientos, me dedicaron una mirada displicente al verme llegar a su lado.

—¿Qué prefieres, liebre o perdiz? —dijo, señalando el fruto de su cacería sobre la mesa: una liebre y tres perdices

—¿Piensas cocinar…?

—¿Por qué? ¿Quieres hacerlo tú?

—Por supuesto que no…

—Soy un excelente cocinero. Ponte cómodo y espera un poco, verás la delicia que preparo. O si quieres ayudar y pelar algunas patatas…

Desaparecí en el acto y regresé a la habitación. Pasadas dos largas y tediosas horas, el hambre me obligó a acercarme a la cocina. Raffaele ahora estaba revolviendo algo en una cazuela al fuego. Tomé algo de pan y queso, del que Asmun nos había empacado, para amortiguar la espera. Me quejé de la ineficacia del cocinero, él se limitó a reírse, disfrutaba su aventura culinaria. Le pedí que termináramos nuestra conversación de la mañana, insistió en que lo haríamos durante la comida.

Cuando al fin sirvió su guiso, yo no pude evitar un gesto de desconfianza, el aspecto de aquella comida no era nada agradable. Las verduras y la carne estaban revueltas y un tanto desechas. Pero el hambre, combinada con el buen olor que despedían, hizo que olvidara las apariencias. Una vez dado el primer bocado, miré a Raffaele, sorprendido; él se rio, había estado esperando mi reacción.

—¿Delicioso, verdad? —preguntó, triunfante.

—No lo puedo negar. Pero el aspecto deja bastante que desear.

—¡Malagradecido!, sal a cazar tu comida mañana.

Bromeamos un poco más hasta que terminamos de comer. Entonces, llegó el momento de las revelaciones. Yo demandé saber más acerca de la relación de Maurice con Miguel. Raffaele, muy risueño, se tomó todo el tiempo que quiso para hablar.

—No te he mentido, Vassili. Y no sólo Maurice estaba enamorado de Miguel cuando éramos niños, yo también. Hasta peleamos por el derecho de casarnos con él, pero eso fue porque creíamos que Miguel era una niña.

Todas mis esperanzas se fueron al suelo. Miguel había sido educado por Madame Pauline de una forma un tanto inusual. No era extraño que algunos nobles ataviaran a sus hijos varones con vestidos muy engalanados cuando estos eran pequeños; yo mismo debo haber lucido alguno cuando ni sabía hablar. Pero, en el caso de Miguel, su madre además de vestirlo como una niña, lo educó como tal hasta los ocho años.

Cuando Maurice comenzó a vivir con él en España, asumió que tenía dos primas. Una muy dulce y amable niña de su edad, con rubios cabellos y ojos más azules que el cielo. Y otra más pequeña, pelirroja y caprichosa hasta el cansancio. Cuando Raffaele fue a visitarle con su padre, también cayó en el engaño. Un día, en medio de sus juegos, Maurice declaró que se casaría con Miguel; Raffaele también quiso hacerlo y terminaron zanjando el asunto golpes.

El padre de Raffaele vio esto como una señal de que las cosas habían llegado al límite, y escribió al Duque de Meriño sobre la forma en que Madame Pauline estaba educando a su hijo. Don Miguel de Meriño no se tomó el asunto a juego y abandonó la corte para visitar a su familia. A partir de entonces, la linda niña que había robado el corazón del pequeño Maurice, desapareció para dar paso a un nuevo primo, que se convirtió en su compañero de juegos.

—En parte, nos gustó el cambio. Ahora Miguel nos acompañaba a todas partes, en lugar de tener que quedarse encerrado junto a su madre y hermana como “una señorita”. Sin embargo, para el propio Miguel fue muy difícil entender su situación. Al menos, su padre comenzó a prestarle más atención y lo llevó a vivir con él, en Madrid, durante varios meses cada año. Tía Pauline estaba furiosa y, desde entonces, nos detesta a Maurice y a mí, aunque fue mi padre quien le arruinó su juego. Si me preguntas, yo creo que ella está completamente loca.

Raffaele me refirió otras anécdotas que probaban la poca cordura de su tía. Yo las escuché a medias porque mi mente estaba en otra parte: meses atrás, en la Villa de los de Gaucourt, contemplando a Maurice besar a Virginie, una mujer rubia y menuda que quizá le recordaba a la niña que fue Miguel. Yo no tenía ninguna posibilidad.

Esa noche me costó conciliar el sueño. Raffaele dio un largo paseo por el bosque antes de acostarse en la cama más lejana a la mía. Yo fingí estar dormido cuando entró a la habitación, para evitar una conversación que interrumpiera mis pensamientos. Mi cerebro no dejaba de trabajar, recordando, analizando, imaginando.

Cuando llegó el amanecer, no tenía deseos de levantarme. Raffaele se despidió para marcharse otra vez a cazar. Asmun se había llevado las piezas que cazó el día anterior, así que de nuevo había que conseguir el almuerzo.

Me quedé en la cama hasta que Raffaele regresó. Armó todo un alboroto porque yo no había sido capaz ni de vaciar la bacinilla y la habitación apestaba. Me acusó de vago y ordenó que me bañara en el río para que se me pasara la apatía. Le dije que esperaría a Asmun para que me preparara el baño y se burló de mí por no haber notado la ausencia de una tina.

Como yo no veía nada apetecible meterme en el río, que estaba a unos metros de la casa, me sacó a empujones de la casa sin llevar otra cosa encima que mi camisón de dormir. De nada valía enojarse, me resigné y obedecí. Por supuesto que había acertado con que el agua estaría fría, pero era soportable. Incluso llegó a ser agradable sumergirme y dejar que el agua renovara mi cuerpo.

Debo haber durado mucho en esto, porque Raffaele dejó de despellejar una liebre para buscarme. Se quedó un rato mirándome con expresión extraña, mientras yo salía del agua. Su intensa mirada hizo que me sonrojara y sintiera una ola de calor recorrer mi cuerpo.

—¿Para qué diablos te has metido con el camisón puesto?

—Costumbre… —respondí torpemente.

—Extiéndelo al sol, no se te ocurra esperar a que venga Asmun para que lo haga. Y, por cierto —sonrió con malicia—, esa ligera tela no es capaz de ocultar tus encantos, Vassili.

Estalló en risas. Me marché, molesto, a la habitación. Mientras me vestía, empecé a preguntarme si me iba a sentir excitado con otros hombres además de Maurice. Gracias a que me había saltado el desayuno, estaba demasiado hambriento para seguir reflexionando, así que dejé las lamentaciones para después.

Busqué algo que comer mientras observaba a Raffaele lucir sus dotes de cocinero. Igual que el día anterior, el almuerzo iba a terminar convirtiéndose en la cena por su lentitud.

—¿Por qué no puede quedarse Asmun o cualquier otro sirviente con nosotros? —pregunté, mientras me llenaba de pan.

—No te quejes; al fin y al cabo, yo soy el que está trabajando mientras que tú no mueves ni un dedo.

—Yo le hago honor a la condición en la que he nacido. Soy un noble y tengo derecho a que otros me sirvan. No entiendo tu afán por trabajar de más.

—Creí que querías estar solo, que nadie te molestara. Y no creo que nos convenga por aquí un par de orejas de más.

—Asmun es discreto y tiene tu total confianza…

—Le encargué vigilar a Maurice y a Miguel, ¿o creías que los iba a dejar solos? Me hierve la sangre cada vez que sé que están juntos. Además, por la noche Asmun debe seguir cuidando a Maurice por si vuelve a pasar algo raro.

Pensar en la mujer de negro, quien podría ser el espectro de la madre de Raffaele, me entristeció. Viéndole lleno de energía ante mí, me resultaba difícil pensar que cargara con semejante tragedia sobre sus espaldas. No podía dejar de sentir simpatía por él. Me ofrecí a ayudarle, pidió que buscara agua del río y fregara los trastes sucios. No me quedó más remedio que hacerlo.

Cuando la comida estuvo lista, de nuevo tenía una apariencia mediocre y un excelente sabor. Después de devorarla, salimos a caminar por la orilla del río; hablamos de muchas cosas, lo más interesante fueron los relatos de los numerosos viajes que Raffaele y su padre habían realizado por todo el mediterráneo. Terminamos el día jugando a las cartas, algo que le apasionaba. No voy a negar que fue una manera muy amena de pasar el tiempo.

Creí que nos quedaríamos toda la semana. Pero él anunció, antes de que fuéramos a dormir, que regresaríamos al Palacio al día siguiente. No dio muchas explicaciones, pensé que Asmun había traído alguna novedad cuando nos visitó a media tarde. De cualquier forma, aquel cambio de rutina me había sentado muy bien; estaba más tranquilo y muy agradecido.

La tormenta volvió a desatarse apenas llegué al Palacio, a la mañana siguiente. Quise saludar a Maurice, a quien supuse trabajando en su habitación secreta. Entré sin tocar y contemplé estupefacto que mi amigo aún dormía y que lo hacía en compañía de Miguel.

 Me acerqué a ellos, en silencio, conteniendo mi corazón que se estremecía de rabia, miedo y tristeza. Todo indicaba que se habían quedado dormidos mientras hablaban, Miguel incluso conservaba la casaca. No había nada más en aquella escena que la entrañable amistad entre dos primos-hermanos. Sin embargo, no pude evitar mortificarme por la manera como Maurice abrazaba a Miguel.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).