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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Vassilli se va a enamoraaarrrr...

        

No me marché. París estaba muy ruidosa por esos días y yo necesitaba un descanso. Al menos eso fue lo que me dije a mí mismo; en el fondo mi curiosidad e  inclinación por la comodidad y la riqueza me mantuvieron en aquel lugar. Tú aún no eras tan importante como llegaste a ser unos años después, tú eras apenas una interesante interrogante en mi cabeza, Maurice.

Los días que siguieron se mantuvo la rutina de Raffaele alardeando y yo reduciéndome a una sombra. Ser una sombra tiene sus ventajas, puedes observar con plena libertad y poco a poco conoces todos los recovecos del lugar y los detalles menos brillantes de la familia. Por supuesto que esto revelaba cierta mezquindad en mi espíritu; el hecho es que en ese tiempo yo no tenía vida propia, vivía bebiendo las vidas de los demás, era lo que otros decían y pensaban de mí, amaba lo que me gratificaba, no tenía un propósito o alguna ambición que me pusiera en movimiento...  Era realmente una sombra.

         Tú, mi querido Maurice, no parecías molesto con mi presencia; ocasionalmente me dirigías la palabra sacando algún tema que no tuviera nada que ver con teología o política, temas en los que obviamente discrepábamos. Yo esperaba que me confrontaras, que iniciaras alguna polémica, y todos en la casa parecían esperar lo mismo, pero tú siempre eludiste las ocasiones que tu padre procuraba para enfrentarnos.

—¿Qué opina usted, Monsieur? ¿Maurice ya olvidó a los jesuitas? —me preguntó el Marqués al cabo de unos días.

—No sé qué pensar, su hijo es un verdadero misterio. Cualquiera diría que no tiene nada que ver con ellos.

—¡A mí no me engaña!, algo planea. A él hay que temerle más cuando está tranquilo...

—Pero si continua provocándolo puede empujarlo a hacer otra tontería, como  la de escaparse.

—¡Pues que lo intente! ¡Me desespera tanta paz! Siento que estoy sentado sobre un barril de pólvora y no me doy cuenta, ¡así que voy a hacerlo explotar!

         Me quedé muy preocupado al verlo irse con semejante disposición, al día siguiente anunciaba un gran evento: invitaría a sus amigos a una jornada de cacería;  en realidad, el viejo estaba aburrido y quería diversión, así que me tranquilicé.  Maurice no se inmutó cuando escuchó la noticia. Su primo apoyó entusiasmado la iniciativa y ayudó a preparar todo. En cuanto al hermano mayor, aceptó para complacer a su esposa, quien tenía deseos de destacarse en sociedad, cosa que no le permitía el estilo de vida un tanto austero de su marido.

         El día pautado, la Villa se llenó de distinguidos invitados. En verdad eran muy distinguidos, aunque no todos eran Nobles, también había parlamentarios, ricos burgueses, algunos filósofos y artistas que estaban de moda en el momento. El Marqués Théophane de Gaucourt no hacía distinciones por el linaje, bastaba con tener poder, fama o riqueza; y si tenían las tres podían considerarse realmente afortunado.

Nadie despreciaba la invitación del Marqués, quien gozaba de una gran fortuna gracias a que Joseph había triplicado el patrimonio familiar con su habilidad para los negocios. Todos sabían que podían esperar espléndidos banquetes y la exhibición de los más exuberantes lujos.

También se sentían atraídos por el  parentesco de la familia con el Duque Philippe De Alençon, el cuñado del viejo Théophane y padre de Raffaele, un hombre acaudalado y extremadamente poderoso. Se decía que era el prestamista secreto de una buena cantidad de los señores que engalanados se paseaban por el gran salón esa noche. También se contaban leyendas absurdas, como que pasaba la mayor parte del tiempo en alta mar a bordo de un navío de guerra, que poseía una isla secreta, que  había formado un harem de concubinas con princesas Moras o que había jurado no volver a tomar una esposa después de enviudar.  Lo que todos podían dar por cierto era que el Duque contaba con el aprecio de su majestad, Luis XV.

         El mismo Rey y su flamante ministro, el Duque de Choiseul, hubieran asistido encantados de no estar ocupados con la guerra que Francia estaba librando[1]; claro que era una guerra que veíamos desde lejos, una más,  y  poco nos afectaba a los inconscientes que creíamos que la gloria de nuestro reino era inagotable.

En mi caso, le daba más importancia a los líos de faldas del Rey que a su política internacional, por eso celebraba que la hermosa Madame de Pompadour estuviera presente entre los invitados, ella aún era la favorita del Rey aunque ya no le hacía compañía en la cama.  Estaba en sus años maduros, pero seguía siendo hermosa e irradiaba un aura cautivadora que no dejaba a nadie indiferente.

Muchos la admirábamos por su habilidad política e impecable gusto artístico. Más tarde veríamos que  algunos de sus consejos  provocaron desastres, sobre todo los que impulsaron a Luis XV a involucrarse en esta guerra. Sin embargo, en aquel tiempo, era una mujer poderosa con la que todos querían congraciarse.

Para Maurice la presencia de la bella Madame Pompadour era un insulto, pues era una de las enemigas más feroces de la Compañía de Jesús. Gracias a que los confesores del Rey habían sido una piedra en su zapato por muchos años, y ahora que veía la oportunidad de devolverles todos los “favores”, no escatimaba esfuerzos para lograr su ruina.

Para desgracia del joven ex novicio,  la presencia de esta Dama junto a Ministros y  parlamentarios hacía inevitable que el tema de la campaña contra los jesuitas saliera a relucir. Por todos lados se oían malas predicciones para los hijos de Ignacio de Loyola,  se daba por segura la expulsión de la Orden de Francia, incluso algunos se aventuraban a decir que algún día sería suprimida en todo el mundo, cosa que parecía imposible en ese momento. Maurice debía estar sintiéndose como un condenado a muerte mientras escuchaba estoicamente sin abrir la boca para defenderse. Le admiré por su prudencia y llegué a compadecerle, pero apenas si me acerqué a saludarle en algún momento pues me encontraba muy entretenido.

En verdad estaba en mi elemento, ¡qué excelente velada! Por todos lados era requerido para dar mi opinión sobre algún asunto y mis comentarios ingeniosos eran recibidos con aplausos. Era un payaso superficial en esa época. Olvidé por completo a Maurice hasta que unas horas después el Marqués se acercó preguntando por él.

—No lo veo por ningún lado. Ese idiota es capaz de haberse encerrado en su habitación, le advertí que si lo hacía iba a presentarme ahí con la Madame. Se puso pálido y juró que estaría en la fiesta de principio a fin con tal de que jamás le obligara a acercarse a ella... Debió ver su rostro, fue muy gracioso verle perder todo su aplomo, realmente odia a esa bella mujer...

—Eso es lógico, y usted resulta un poco cruel al ponerlo en esta situación —dije mientras me reía imaginando a Maurice.

—Ah, mire, esa es mi bella sobrina, ahora es la Condesa Sophie de La Vergne, venga  y lo presentaré.

Entonces tuve ante mí una aparición: una joven idéntica a Maurice engalanada como una princesa; por un momento pensé que era él jugándome una broma. También tenía el cabello rojo, la pequeña y encantadora boca digna de un querubín  y el cuerpo delgado. La diferenciaba notoriamente su abultado y delicioso pecho y unos preciosos ojos azules. Enamorarse de ella era realmente fácil y comprendí completamente a Raffaele, quien se desvivía por atenderla.

La joven saludó respetuosa y me dedicó una graciosa sonrisa, luego suplicó a su tío que cumpliera su promesa de presentarle a Madame Pompadour  y este accedió en el acto.

—Le encargo a usted encontrar al bribón de mi hijo —me dijo antes de alejarse con su bella sobrina. 

—Cuente conmigo para eso.

En aquel momento me pareció divertido encontrar a Maurice y pedirle que se pusiera junto a su prima. Recuerdo que por aquellos días el Marques solía decir que Maurice había salido a su madre y por eso era tan semejante a sus primos y tan diferente a su hermano. Solía repetir la misma cantinela cada vez que salía el tema.

—El pobre Josep ha salido a mí y Maurice a su bella madre —ciertamente Josep era de cabello oscuro, contextura fuerte y alto, como debió ser el marqués en su juventud—. Lo mismo ha pasado con Sophie, es igual a su madre y en cuanto a Raffaele es idéntico a su padre. Toda esa familia es célebre por su belleza. ¡Ah! Si usted hubiera visto a mi cuñada, la monja, cuando tenía dieciséis años, ¡era tan hermosa! Tenía un precioso cabello negro que la distinguía de sus rubias hermanas.  ¡Ah, sus enormes ojos negros mataban a cualquiera con una mirada! También la hermana más pequeña destacaba, porque era pelirroja como Maurice y tan dulce...

El viejo recordaba embelesado aquellas mujeres de las que solo quedaba la leyenda. La mayor se había encerrado en un convento, su esposa había muerto, la tercera se había casado con un Duque español y no había regresado a Francia desde entonces; la menor murió antes de siquiera contraer matrimonio.

—Dicen que desde niña era muy frágil y que heredó la condición de su madre,  quien  murió al poco de darla  a luz...

—Así que las únicas que quedan en Francia son una monja y  su preciosa sobrina, que ya está casada.

—Por eso ya no se ven caballeros merodeando por el Palacio del Duque De Alençon como en mi juventud, le llamábamos  “El Palacio de las Ninfas”. Al principio yo tenía mis ojos puestos en la mayor,  pero de la noche a la mañana se volvió amargada y le dio por los hábitos. Dijeron que el hombre de quien estaba enamorada le rompió el corazón, yo llevaba meses cortejándola y ella nunca me habló de nadie más,  así que el que terminó con el corazón roto fui yo. Luego me consolé y unos años después debutaron las otras dos hermanas y me enamoré de Thérese, pero ella era bastante huraña, en eso se le parece Maurice. Tardé meses para que me tomara en cuenta,  y luego años para que aceptara el matrimonio. ¡Ah, mi Thérese!... fue una gran mujer. Cuando nació Joseph se volvió aun más hermosa, era una buena madre. Luego nació Maurice, empezamos a vivir en el palacio de las ninfas y todo fue una pesadilla. Mi suegro era un miserable del que mejor no hablar... Por alguna razón mi esposa se volvió agresiva, desagradable y me rechazaba constantemente, como si toda su alegría y bondad se hubieran evaporado en esa casa. Finalmente me enredé con otra mujer y cuando ella lo supo no me perdonó e hizo que su hermano me echara del Palacio. Me llevé a Joseph,  pero Maurice era muy pequeño y no pude separarlo de ella. Luego ella se marchó a España llevándoselo sin mi permiso... Esa es la tragedia  de mi matrimonio.

—¿Por qué no ejerció sus derechos como esposo y la sacó de aquella casa?

—Al principio ella no quería dejar ese lugar y  yo no tenía suficiente poder para oponerme a su familia. Intenté por mucho tiempo reconciliarme con Thérese, pero nunca volvió a confiar en mí.

La triste historia del Marqués y su esposa era la causa de que Maurice se hubiera educado un tiempo en España y terminado en un noviciado Jesuita, de donde su padre lo sacó a la fuerza. Ahora el muchacho no se adaptaba a vivir con él ni al estilo de vida de la nobleza francesa. La mala suerte del pobre Marqués Théophane  al no  haber logrado el perdón de su esposa a tiempo causó que su hijo cayera en las oscuras redes de la Compañía de Jesús. Hasta el día de hoy me he preguntado cuán  distinta hubiera sido la vida de Maurice si ellos jamás le hubieran cautivado. Me resulta difícil imaginarlo sin ese sello ignaciano estampado hasta en su manera de caminar…

En el momento en que escribo estas memorias  me río de mí mismo pues sin querer he terminado ligado a la Compañía de Jesús.  Odiándolos como los odio, resulta  una  ironía patética.

Volviendo a aquella noche, hace ya muchos años, puedo decir que realmente deseaba una reconciliación entre el Marqués y su hijo porque empezaba a considerar al  viejo un  amigo. Empecé a buscar a Maurice en lugar de seguir codeándome con los demás invitados. Temía que si el muchacho se marchaba de la fiesta, y le daba otro disgusto a su padre o si lo desafiaba de cualquier manera durante los días de cacería,  podría darse una separación irreversible entre ellos.

Finalmente lo descubrí tras  una cortina, con la frente contra el cristal de la ventana. Al acercarme pude ver que lucía una expresión afligida; me quedé vigilándolo desde lejos para no molestarlo, al menos seguía en el salón como había prometido. Entonces volvió a aparecer el Marqués y, al indicarle la ubicación de su hijo, se dispuso a sacarlo de su refugio y obligarlo a socializar. Logré convencerlo de renunciar a semejante ocurrencia y decidí aprovechar la oportunidad para hacer algo para reconciliarles.

Me acerqué a Maurice y le pedí que me acompañara al jardín; él, al ver la mirada  severa que le lanzó su padre detrás de mí, obedeció.

—¿De qué quiere hablar?  No estoy en mi mejor disposición.

—De nada en especial, sólo quise darle una excusa para salir. Sé que estar en el salón con todos esos invitados no es agradable para usted.

Me miró incrédulo y luego su rostro se transformó de una manera extraordinaria: estaba sonriendo. ¡Me sonrió! Y fue tal la candidez de su expresión que yo me sentí abochornado. ¡Qué bello eras cuando sonreías!  Regresabas a tu infancia o te convertías en un ángel...

—¡Gracias! —exclamó estrechando mi mano.

Yo no pude decir nada.  Había orquestado en mi cabeza toda una serie de argumentos para hacerle ver que su afición a los Jesuitas solo le acarrearía una vida de sin sabores inútiles. Con su espontaneidad hizo que todo se evaporara y llegué a pensar que Maurice era definitivamente más hermoso que su prima pues, mientras él apenas se había arreglado, ella llevaba todo un arsenal de adornos y maquillaje y aun así no había comparación entre la sonrisa afectada de Madame Sophie y la sincera de Maurice.

—Si desea regresar a la fiesta, es libre de hacerlo —me dijo al rato, supongo que no supe disimular mi aburrimiento.

Por supuesto  que   deseaba aprovechar la oportunidad para volver al salón en lugar de estar viendo crecer la hierba del jardín, pero, ¡bendito momento!, me volví hacia él y pude ver claramente su rostro iluminado gracias a las ventanas del salón: ¡Maurice lucía tan encantador y tan desamparado!

—Si regreso, usted no tendrá excusa para estar aquí.

—¡Es usted tan amable! —la expresión que adoptó bien valía la condenación eterna—. La verdad es que ha salvado mi vida. Estaba pensando en saltar por esa ventana cuando me llamó —dijo riendo y  yo me contagié en el acto de su buen humor.

—Considerando que es la ventana del primer piso no se habría hecho mucho daño.

—Ah,  pero es que una vez afuera pensaba correr a las caballerizas y robar el mejor corcel de mi hermano para largarme galopando hasta España. Desde allá, me embarcaría rumbo al Nuevo Mundo, lejos de Madame Pompadour y su cortejo de lisonjeros. Esto obviamente me habría hecho merecer la paliza de mi vida.

—Bueno, su padre ya no podría dársela estando con el océano de por medio.

—¡Usted no conoce a mi padre! ¡Seguramente convencería  al mismo Dios para que le diera alas y así perseguirme hasta el fin del mundo! Cuando se lo propone puede ser terrible.

Pude ver que el orgullo que el viejo sentía por su hijo era correspondido por este. Los dos no necesitaban ayuda para llevarse bien, sólo necesitaban caminar en la misma dirección.

—Entonces sí he salvado su vida, señor mío, pero a la vez le he negado a su padre la oportunidad de ser como los ángeles.

—¡Ah, el ya tendrá su oportunidad! No se preocupe.

—¿Piensa seguir provocándolo?

—¡Por supuesto! Es privilegio de los hijos mortificar a sus padres.

—Entonces veré a su padre volar algún día…

La conversación continuó con un montón de tonterías hasta que Maurice quiso saber más sobre mí,  preguntó por mi familia y por mis aficiones. Fue muy hábil evitando tocar los temas espinosos. Cuando nos estábamos quedando sin tópicos neutrales,  llegó Joseph  y se sentó a nuestro lado.

—¡No soporto a la aristocracia!…

Semejante afirmación le hizo merecer nuestras burlas, pues tanto él como nosotros resultábamos ser aristócratas. Entonces empezó a hablarnos de las nuevas ideas que se cocinaban entre los ilustrados, sobre todo del nuevo libro publicado por Rousseau[2]. Maurice demostró estar bien enterado del tema y yo pasé un buen rato llenando mi cabeza de novedades algo más útiles que los chismes de la corte.

Joseph y Maurice tenían una afinidad intelectual, se podía decir que empatizaban a través de las ideas, con el tiempo aprendí que esto no era un detalle sin importancia.   Ellos dos podían pasar horas hablando de cuestiones como las consecuencias que la guerra traería a Francia, los impuestos, la necesidad de mejorar la producción agrícola y de organizar mejor nuestra sociedad de manera que las masas populares no terminaran sumidas en la pobreza… Entendí, gracias a Joseph, el gran bagaje de conocimientos que poseía su pequeño hermano.

—Podría ser Ministro del Rey si quisiera, pero se empeña en ser cura, ¡qué desperdicio! —era una exclamación que Joseph esgrimía muchas veces ante Maurice, este le respondía  sonriendo complacido. Siempre  he dado la razón a Joseph en ese aspecto, mi amigo pudo haber sido cualquier cosa extraordinaria  si hubiéramos logrado doblegar su indomable corazón.

Al menos algo quedó claro en esos días: Maurice no deseaba una confrontación conmigo; durante el tiempo que duró la jornada de cacería permaneció en mi compañía porque de esa forma su padre lo dejaba en paz y, puesto que yo detestaba el salvaje deporte de correr a galope tras un pequeño animal, ambos nos dedicábamos a explorar con Joseph la propiedad que él había ido ensanchando año tras año con su habilidad para multiplicar el dinero.

A Raffaele lo veíamos cada vez que nos cruzábamos con la comitiva de la bella Sophie, el joven se veía dichoso siendo esclavo de los caprichos de su primita. Maurice y ella jamás cruzaron palabra, verla aparecer era señal de que Maurice desaparecería o viceversa. Era tan obvio que no se llevaban bien que no pregunté.

Repasando aquel tiempo puedo decir que viví momentos muy agradables con Maurice y su familia. Esto sentó las bases de la relación que sostendríamos en el futuro. ¡Esos días felices fueron el anticipo de otros aún más gozosos! El  sufrimiento, la angustia y la soledad  con que vinieron acompañados nunca disminuirán su esplendor. ¡Maurice, ya lo he dicho, tu sonrisa bien valía el infierno que he vivido por ti!  

 


[1] La Guerra de los Siete Años

[2] El Contrato Social: Obra de filosofía política publicada por Jean-Jacques Rousseau en 1762 donde plantea entre otras cosas que los hombres nacen iguales y libres por naturaleza. 

Notas finales:

Espero que les haya gustado. 

Espero tus comentarios aquí y en mi blog

http://latorredelermitao.blogspot.com/


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