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Engendrando el Amanecer I por msan

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Parte II

 

—Un nombre muy pintoresco, tanto como “El Palacio de las Ninfas”. Supongo que le llamaste así por el exceso de ventanas.

—No fue por las ventanas, sino por el techo. Vamos, seguramente te gustará.

Se hizo a un lado para que yo entrara primero. Al atravesar la puerta, encontré una sola estancia, más grande que cualquier habitación del palacio. Lo primero que llamó mi atención de esta fue el exceso de luz; como si no fuera suficiente con las ventanas, en el centro del techo se encontraba una cristalera hexagonal. Un detalle que no había visto nunca en otro lugar.

También reparé en la escasez de muebles, apenas una cama grande, una cómoda, una mesa y algunas sillas. En la única pared sin ventanas, frente a la puerta, se enseñoreaba un enorme cuadro cubierto por un manto blanco.

—Hace años que no vengo aquí —comentó Raffaele mientras recorría el lugar con una gran sonrisa en su rostro—. Hice que Asmun y mis hombres la limpiaran. No quiero que la vieja Agnes se entere, para que este sea nuestro refugio.

—¿Por eso el largo rodeo?

—Toda precaución es poca. Agnes es difícil de engañar y se lo cuenta todo a la bruja de Severine.

Retiró el manto del cuadro revelando la imagen de una mujer pelirroja, tan hermosa que me  dejó sin aliento.

—Se parece mucho a Maurice —exclamé embelesado—. Pero no es madame Sophie.

—¡Qué bueno que las distingues! Es mi tía Sophie, a quien todos llamaban Petite. Es la única ninfa que no tenía el corazón enfermo, o al menos eso espero.

—¿Este lugar le pertenecía?

—No, esta es mi habitación. Mi padre la hizo construir porque, después de la muerte de mi madre, no quise volver a dormir en el palacio. El arquitecto tuvo que esforzarse para hacer realidad todos mis caprichos infantiles.

Imaginé a Raffaele de niño, destrozado después del suicidio de su madre, y al duque tratando de brindarle algo de consuelo. Sentí la tentación de preguntar si había presenciado aquel acto de locura, descarté la idea temiendo abrir heridas que seguramente no estaban cicatrizadas. Además, él se veía tan feliz en ese momento que no quería empañar su sonrisa.

—Mi tía Petite me cuidó —continuó diciendo con una expresión de nostalgia y cariño, mientras acariciaba con su mano la superficie del cuadro—. Pasaba todo el día conmigo, era un ángel de dulzura.  De no ser por ella, seguramente yo no habría sobrevivido a la pena y mi padre tampoco. Cuando murió, dos años después, sentí que estaba maldito, que toda la gente que amaba iba a morir y un día me quedaría solo. Creo que por eso estoy tan apegado a mi padre y a mis primos. Todo el tiempo tengo miedo de que les pase algo, en especial Maurice, quien tiene un gran talento para enfermar o sufrir accidentes.

—Me contó que tu abuelo quiso matarlo.

—¡No me recuerdes eso! El viejo degenerado aparentaba ser una persona decente la mayor parte del tiempo. Solía portarse muy bien conmigo, diciéndome que estaba orgulloso de mí y que yo sería un gran duque. Pero a Maurice no lo toleraba, cada vez que lo veía comenzaba a  gritarle que era un demonio. No me preguntes por qué, creo que odiaba a Théophane.

—También oí decir que tu abuelo abusaba de las jóvenes que servían en el palacio.

—Puedes creer todo lo que digan de él. Era un usurero, libertino, déspota y al final terminó completamente loco. Pero dejémoslo en el olvido.

Volvió a hablarme de su hermosa tía. La describió como la compañera de juegos que todo niño anhela; era fácil suponer que  la joven alcahueteó a su pequeño sobrino. Raffaele parecía transformarse en alguien más joven y libre de preocupaciones mientras compartía sus recuerdos y disfrutábamos los bocadillos que nos habían dejado en la mesa. Por desgracia, todas las anécdotas conducían al triste momento en que se extinguió la vida de aquella mujer maravillosa.

—Cuando ella enfermó, me enviaron a Nápoles con mis abuelos maternos. No volví a verla nunca más y creí que moriría de dolor. Tardé un tiempo en volver al Palacio de las Ninfas, para mí era un lugar maldito. Cuando al fin regresé, conocí a Maurice y fue como si algo de mi tía hubiera regresado de la tumba. Se le parecía tanto, con su cabello rojo y esa carita de ángel. Incluso con lo arisco que llegaba a ser algunas veces, me parecía un niño muy dulce.

—¿Qué edad tenía Maurice?

—Debía tener tres o cuatro años, aunque era muy pequeño y torpe. De hecho no hablaba cuando le conocí. Después no hubo manera de que se callara y no imaginas las palabras rebuscadas que usaba. Siempre ha sido un pequeño letrado y un salvaje indomable.  Mi tía Thérese no sabía cómo manejarlo y Théophane le alcahueteaba todo.  Mi padre era el único que lograba hacerlo comer apropiadamente o que se vistiera, porque había días en que no soportaba la ropa.

—Cuesta imaginar a Maurice así…

—Tía Thérese pensaba que estaba enfermo o endemoniado. Ella era algo obsesiva con la religión y esas cosas, veía el diablo en todas partes. Mi padre, en cambio, tenía la teoría de que Maurice padecía de un problema de sensibilidad,  que lo que para nosotros era un simple roce, mi pequeño primo lo sentía como un arañazo, un ligero ruido como un grito y la luz del día como un incendio. Por eso le permitía todas sus rarezas.

Escucharle hablar así del Duque de Alençon aumentaba mi deseo de conocerlo. Quería agradecerle por ser tan comprensivo con mi amado Maurice, en especial porque todo indicaba que Madame Thérese nunca lo entendió y me amargaba pensar en los maltratos que mi amigo tuvo que soportar de su propia madre.

—Al principio Maurice me tenía algo de miedo —acotó Raffaele riendo de sus propios recuerdos—, supongo que fui demasiado entusiasta. Estaba fascinado de su enorme parecido con mi tía. Cuando al fin gané su confianza, fuimos inseparables.

—Imagino que al conocer a Madame Sophie te llevaste la misma sorpresa.

—Sophie ha sido una caprichosa desde pequeña. No se parece en nada a mi tía. Maurice, en cambio, posee la misma candidez y no la ha perdido con los años.

Se quedó saboreando sus memorias al mismo tiempo que el vino que compartíamos. Mis celos se manifestaron buscando en sus palabras razones para continuar temiendo su relación con Maurice.

—Ya te lo he dicho, Vassili, amo a Maurice pero no en la misma forma en que amo Miguel. Yo soy la última persona de quien debes estar celoso —dijo como si adivinara mis pensamientos. Sus palabras no me convencieron. La manía que tenía de besarlo ante mis narices le quitaba toda veracidad—. Mi primo es como un ángel para mí. Cuando nos quedamos a solas, me habló de tal manera que me ayudó a perdonarme un poco a mí mismo. Sentí que me estaba dando permiso de respirar de nuevo.

—Me alegro por ti. Para mi desgracia, ese ángel ya no quiere verme cerca.

—No puedes culparlo. Le has dado un buen susto. Considérate afortunado de que no te ha echado del palacio. Significa que aún te considera su amigo.

—Comienzo a odiar esa palabra.

—Es mejor que nada. Ahora soy yo quien te recomienda paciencia.

—Gracias. Venir aquí me ha hecho sentir mejor.

—Pero yo no te traje aquí sólo para hablar. Y, como no eres tonto, supongo que lo has adivinado.

—Esa cama me lo ha sugerido muy sutilmente.

—Mi intención es disfrutar de tu compañía hasta mañana. Le dije a Maurice y a Miguel que pasaríamos la noche en casa de Bernard. Él mentirá por nosotros si se lo pido.

—Me halaga tanta preparación solo para que yo te haga morder las sábanas.

—Vassili, cuando te vuelves impertinente me dan más ganas de follarte.

Se levantó de la silla para acercarse a mí. Yo me levanté y lo evadí.

—No creas que va a ser tan simple. Además, esta habitación es tan extraña que no me siento nada cómodo.

—¿Qué?

—Es como si estuviéramos a la vista de todos.

—No digas tonterías, el lugar está rodeado de arbustos y enredaderas. Para que alguien nos viera, tendría que atravesar la verja que nos separa del jardín y está bajo llave. Si tanto te molesta puedo correr las cortinas, aunque sería una lástima por que...

Le besé para callarlo. Lo cierto era que yo quería tanto como él dejar de perder el tiempo y ocupar la cama. Empecé a desnudarlo poco a poco. Me arrodillé ante él y comencé a besar y lamer su miembro, aumentando su excitación hasta dejarlo completamente erecto. Entonces lo abarqué por completo dentro de mi boca, haciéndolo entrar y salir. Él luchaba por mantenerse de pie y aferraba mis cabellos sin control. 

Sus gemidos iban intensificándose. Le dejé y me levanté para desnudarme tentándolo con mi parsimonia. Si intentaba acercarse a mí, le regañaba. Indefenso, se cubrió la entrepierna con las manos, tratando de contenerse.

—Vassili, me estás matando —gimió.

Me limité a sonreír maliciosamente. Al terminar de desvestirme, me senté en la cama, abrí las piernas y le ofrecí mi miembro.

—Ahora, me gustaría que me devolvieras el favor.

Raffaele me miró perplejo y luego se burló.

—Si Maurice supiera cómo eres en realidad...

—Nada me gustaría más que hacérselo saber, pero no es tiempo de hablar sino de demostrar que esa boca tuya puede servir para algo más.

—Cuidado, puedo morderte...

—Oh,  te perderías todo lo que tengo pensado hacerte.

Me hizo una reverencia celebrando mis palabras y se inclinó ante mí. Debo decir que pensé que sería torpe cuando comenzó, grave error, en unos minutos me tenía jadeando y luchando por no derramarme en su boca.

—Basta Raffaele, me vas a...

—¿A dónde se fue toda tu impertinencia?—se mofó levantándose para encararme, mientras limpiaba su boca con el dorso de la mano.

—Sube a la cama y te mostraré dónde la guardo.

Obedeciendo en el acto, se acostó a lo largo. Yo fui en busca de mi casaca para sacar lo que guardaba en uno de los bolsillos.

—Lo he robado pensando en ti —anuncié mostrando un frasco de porcelana—. Espero que me lo agradezcas.

—No te preocupes, seguramente ya has pagado diez veces su valor con lo costoso que el Marqués vende a Sora.

—No quise pedírselo a Sora para evitar que preguntara con quién pensaba usarlo —murmuré con remordimiento.

—Debes decírselo. Me encantaría ver su cara cuando sepa que me he metido en tu culo sin su beneplácito.

—No seas cruel…

—Miren quién lo dice, el hombre que le va a destrozar el corazón al pobre chico...—lo silencié de nuevo con un beso. No necesitaba que me recordara mi hipocresía.

Mientras nos besábamos, llené mis dedos con el bálsamo y comencé a introducirlos en su entrada. El trataba inútilmente de no gemir. Yo sabía que había disfrutado la manera como Sora le había tomado cada noche que compartimos. También sabía que no debía dejarle pensar en Miguel o las cosas podían tornarse desagradables.

Ya había comprobado que existía una gran diferencia entre hacer el amor con Sora y hacerlo con él. En primer lugar, estaban las diferencias físicas. Raffaele era más alto y fuerte que yo. En segundo lugar, él era propenso a apresurarse más de lo deseado y perder el control. Sora me había hecho ver el sexo como un arte, un rápido desahogo nunca me dejaría satisfecho, así que, de nuevo, tendría que controlar por completo a mi compañero si quería sacar algún provecho.

Cuando creí que era suficiente la preparación comencé a lamerle el cuello y el pecho, acariciándole para que se relajara lo más posible. Le hice levantar las caderas colocando su pie derecho en mi hombro, buscando una posición cómoda para los dos. Jugué con su miembro entre mis manos hasta que logré que se estremeciera. Finalmente, volví a entretenerme con su entrada al mismo tiempo.

Cuando le vi totalmente mi merced, entré en él empujándome poco a poco. Me miró encendido de deseo mientras entraba y salía con una cadencia parsimoniosa, buscando hacerle sentir tanto placer como me daba. Se apretó contra mí, pidiendo más, y dejé atrás el autocontrol para empujar con frenesí, arrancándole gritos de placer.

Quiso tocarse y no lo dejé. Capturé su miembro y lo excité al mismo ritmo que lo tomaba. Cuando sentí en mi mano su semilla caliente y lo vi estremecerse vulnerable, me sentí triunfante. Entonces, arremetí con más ímpetu hasta que el latigazo de placer me dejó jadeando sobre él.

Salí de su cuerpo lentamente, en cuanto pude recuperarme. Estuvimos un rato en silencio, esperando recuperar el aliento. Luego, Raffaele se levantó para buscar una copa de vino para cada uno.

—Nada mal Monsieur —dijo ofreciéndome la bebida.

—Aún no hemos terminado.

—Eso espero, tengo grandes expectativas.

—Las complaceré todas, no te preocupes —Vacié mi copa de un trago y tomé la suya para colocar ambas en el suelo, junto a la cama.

—¡Que excelente puta eres!

—Mi querido Raffaele no te queda bien decir eso después de haber gritado como mujerzuela mientras te tomaba.

—No recuerdo haber hecho semejante cosa.

—Deja que te ayude hacer memoria.

Lo besé invitándolo a recostarse de nuevo. Poco a poco nuestros cuerpos fueron encendiéndose hasta que nos transformamos en dos  llamas queriendo fundirse.

—Déjame entrar en ti —me susurró cuando me vio con otras intenciones. Sonreí. Le entregué el frasco de bálsamo y me acosté boca abajo. El jugueteó con mi entrada metiendo sus dedos húmedos, guiándose por los sonidos que yo emitía.

—Adelante —dije cuando no pude más con la espera.

Me levantó las caderas, afinqué las rodillas y las manos, ofreciéndome. Él se contuvo y logró entrar con toda la delicadeza que era capaz, a pesar de su impetuosa personalidad.

Tenerle dentro, sin Sora que le controlara, me asustaba. Gradualmente, el placer que me propiciaba hizo que olvidara todo. Sus fieras arremetidas me arrancaban los gemidos más obscenos que había pronunciado. Si disminuía el ritmo, preocupado, lo regañaba, dándole más ímpetu. Raffaele era más torpe en comparación con Sora, pero eso tenía su encanto.

Cuando le sentí buscando mi miembro, le dejé hacer, agradecido de que aprendiera tan rápido. Me concentré en sentir y jadear, disfrutando cada minuto. Llegado el momento, me llenó de su semilla mientras lanzaba un grito. Descargó sobre mí su cuerpo por unos instantes; sentí su respiración entrecortada en mi oído. Retiró mi cabello y me besó en el cuello.

—Yo no he terminado —le advertí exigente.

—Lo sé —respondió con una risa colmada de malas intenciones—. Estoy esperando que me digas que eres mi puto.

—Mi querido amigo, temo que no has entendido tu situación —repliqué lleno de confianza.

—¿Qué dices? —Liberó mi cuerpo y me senté en la cama para encararlo.

—Eres tú el que me necesita.

—¿En serio? ¿Acaso no estás muriendo por follar?

—Yo tengo a Sora.

—Yo soy mejor que Sora.

—En la cama no…

—¡Qué descaro! Entonces me marcharé para que te folles a ti mismo con toda libertad.

—Ni siquiera lo intentes —le amenacé poniendo mis manos en sus hombros, al tiempo que acercaba mi boca a la suya y le empujaba para que se recostara—. No he terminado contigo.

—Pues a menos de que me hagas ver el cielo, no te perdonaré tu ofensa —bromeó correspondiéndome.

—Puedo garantizar que terminarás satisfecho.

Por un buen rato, nuestras bocas se fundieron mientras nos rozábamos por todos lados. Después le hice darse vuelta y empecé a lamer su entrada.

—¡Eso es lo que hacen las putas! —exclamó impertinente—. Sigue así.

—Y así es como se trata a las putas que olvidan su  lugar —Lo penetré sin consideración alguna, arrancándole un juramento.

—Es mejor dejar este juego —gruñó adolorido.

—¿Quién lo comenzó?

—Si mi memoria no falla, tú.

Solté una carcajada al darme cuenta de que tenía razón.

—Entonces deja que me disculpe llevándote al cielo prometido.

Me concentré en lograr la fricción que nos diera a los dos el placer deseado. Pero tenía serios problemas para no perder el control y disfrutar todo lo posible del fuerte y vigoroso cuerpo que se rendía ante mí. Ninguno de los dos dijo otra cosa, sólo jadeos entrecortados hasta que alcancé el orgasmo y lancé una exclamación. Él quedó rendido, inmóvil, bañado en sudor tanto como yo, tratando de recuperar el aire.

Un poco después, yacíamos de espaldas mientras contemplábamos la cristalera, completamente agotados.

—Vassili,  no eres malo en la cama —celebró agradecido.

—Eso ya lo sé. Tú has mejorado un poco.

—¡Cretino!

—¿Acaso quieres que te mienta?

—Podrías ser más amable y humilde…

—La humildad es la verdad, según Santa Teresa de Jesús.

—¡Oh, calla! No metas al abate en la cama —Nos reímos un buen rato como dos tontos—. Lo cierto es que quiero que volvamos a hacerlo otro día.

—Eso me gustaría también —afirmé acariciando su pecho con el dorso de mi mano.

—Así puedes olvidarte de Sora.

—Eso sería cruel.

—En realidad, sería lo mejor para él.

—Y para ti… —le acusé golpeándole en el brazo.

—No voy a negar que tengo un interés muy egoísta en el asunto.

—No te preocupes, puedo complacerlos a los dos.

—Vaya, ya hablas como un puto…

—No empieces de nuevo con ese juego…

—Ya no es un juego, es una propuesta. Vassili, quiero ser tu puto y quiero que tú seas el mío.  

Me besó y, como única respuesta, dejé que sus labios y su lengua hicieran lo que quisieran. No era mala idea tener a Raffaele para mi disfrute, pero no podía dejar a Sora sabiendo lo que sentía por mí.

Aunque confieso que estaba tentado a hacerlo. Con Raffaele las cosas resultaban más fáciles, no existía una carga de sentimientos inoportunos de por medio, cada uno había dejado claro que estaba usando al otro.

Esto debía pasar con Sora también, pero él se había enamorado de mí y yo me sentía responsable. En aquella habitación de cristal, en cambio, era libre de entregarme al placer sin pensar en ninguna consecuencia. Aquella tarde, continuamos complaciéndonos el uno al otro hasta que nos rendimos al cansancio y el sueño nos envolvió. Mientras esperaba dormirme, sentí de nuevo el vacío. ¡Qué gran decepción! No había logrado escapar de esa sensación amarga.

Maldije por lo bajo y me concentré en los colores cambiantes del cielo del atardecer que dejaba ver la cristalera del techo. Al rato, vi a Raffaele sentarse y suspirar molesto.

—¿Qué pasa?— pregunté preocupado.

—No puedo dejar de pensar en Miguel —contestó con un tono que revelaba frustración.

—Es inevitable, yo también termino siempre pensando en Maurice. Deseando estar con él en lugar de…

—¡Nos vamos a volver locos!

—Eso temo —respondí sintiendo que mis propias palabras me herían.

Volvió a recostarse. Se cubrió el rostro con la almohada pero no consiguió ocultar del todo sus sollozos. Yo no tenía ganas de llorar, no estaba triste sino enojado e inmensamente frustrado por la repugnancia que provocaba en Maurice. Lo que siguió fue una larga y oscura noche.

Nuestro regreso al palacio no despertó sospechas gracias a las preparaciones previas de Raffaele. Maurice incluso preguntó por Bernard, mi compañero de fechoría le mintió derrochando tanto descaro como destreza. Aunque, mi querido amigo era por naturaleza muy confiado y cualquiera con la mitad del talento de su primo podía engañarlo. Excepto yo. Siempre sentía que él podía saber cuándo le mentía y por eso me mortificaba mucho hacerlo.

Miguel era todo lo contrario, se mostraba suspicaz siempre.  Y en aquella ocasión, sus bellos ojos azules parecían estar leyendo el engaño en nuestros rostros. Sin embargo, no dijo nada.

Los días continuaron con la misma asfixiante rutina, en la que yo trataba de hallar el valor para encarar a Maurice y preguntar si ya nunca volvería confiar en mí, tal y como su actitud distante parecía decir.

Ni los encuentros con Raffaele y Sora lograban calmar el dolor. Apenas me aliviaban por unas horas para luego sumirme más profundamente en la frustración. A pesar de esto, seguí buscando la ocasión para escapar con uno, y contando las monedas para estar con el otro, a quien por cierto empecé a visitar con menos frecuencia.

La frustración es mala compañía de los celos. Los alimenta hasta darles una fuerza incontenible. Yo era un barril de pólvora expuesto a que cualquier chispa me hiciera explotar. Curiosamente esa chispa fue, sin querer, Raffaele.

Resultó que el pie de Maurice no mejoró rápidamente, quizá porque mi amigo era mal paciente y a cada rato olvidaba que no debía caminar. Daladier había hecho fabricar unas muletas a su medida para que fuera de un sitio a otro, puesto que quedarse quieto era un suplicio para él. Pero subir las escaleras resultaba una gran molestia, por lo que Raffaele seguía llevándolo en sus brazos cuando quería ir de un piso a otro.

Empecé a notar en Maurice reacciones que despertaron mis peores sospechas: se sonrojaba, sonreía nervioso y parecía claramente abochornado cuando su primo lo tomaba en sus brazos. Al principio pensé que se debía a su complejo por la diferencia de altura entre ellos, molestia que siempre se traslucía cuando se comparaba con aquel gigante. Pero, lentamente, la serpiente de los celos fue susurrándome al oído otra historia.

¿Podría ser que Maurice sintiera algo inconfesable por Raffaele? Éste siempre se mostraba empalagoso y seductor con él, incluso delante de Miguel. Y la historia que tenían juntos no era un detalle sin importancia. La sangre empezó a hervir dentro de mí y las sonrisas que intercambiaban durante el día los dos primos, empezaban a parecerme emponzoñadas con una secreta pasión.

Incluso llegué rechazar una invitación a “cabalgar” de Raffaele y comencé a mostrarme de mal humor con todos. Cuando encontré la ocasión para estar a solas con Maurice, estallé en acusaciones contra él.

—¿Qué sientes cuando Raffaele te toca? —le solté mientras cerraba la puerta de su habitación.

—¿A qué viene eso? —su rostro mostró todos los matices de la confusión y nada de culpa. Aun así, seguí con mi absurdo interrogatorio.

—¿Estás enamorado de Raffaele? —pregunté sin rodeos. Él se quedó un momento en silencio luego abrió los ojos y la boca sorprendido.

—¿Qué dices?

—He visto cómo te sonrojas cuando te abraza. ¿Acaso Raffaele te hace sentir algo? ¿Recuerdas lo que hicieron cuando eran niños?

Maurice cambió de expresión. Bajó la cabeza y en su voz adoptó un tinte de vergüenza.

—Eso es inevitable, a veces lo recuerdo… pero no veo para qué quieres saber…

—¿Y cuándo yo te toco? ¿Qué sientes cuándo yo te toco?

—¿Qué? ¿A dónde quieres llegar, Vassili?

—Él te gusta. No lo niegues. ¡Estás enamorado de Raffaele! ¡Lo has estado siempre!

—¡Estás loco! —chilló molesto— Esta conversación no tiene sentido.

Me dio la espalda y se dirigió a su habitación secreta. Yo me abalancé sobre él y lo arrojé a su cama. Una de sus muletas cayó al suelo, la otra se la arrebaté y la lancé a un lado. Luego lo obligué a quedarse acostado sujetándolo con fuerza por los hombros.

—Yo no puedo tocarte pero él sí. Vi cómo se besaron, cómo corriste hacia la muerte para salvarlo cuando Miguel le apuntaba. ¡Reconócelo, estás enamorado de Raffaele…!

—¡No, él es como un hermano!

—¡Los hermanos no se revuelcan en la cama como ustedes lo hicieron!

—¡Lo has interpretado todo mal! Éramos niños…

—¡Estoy harto!

Abrí su blusa y le besé. Él se resistió y lo aprisioné con más fuerza, llegué incluso a morderle el labio. Cuando lo dejé respirar, me miró horrorizado.

—Por favor, Vassili, detente… —suplicó.

—¡No puedo más! A mí me rechazas mientras a Raffaele le dejas hacer lo que quiera.

—Eso no es cierto…

—¡Fuiste suyo, maldita sea! Voy a borrar su rastro de tu cuerpo, voy a hacerte mío aunque no quieras. ¡Ah, pero si en realidad lo estas deseando!

Puse mi mano en su entrepierna dura. Él se estremeció y arqueó su espalda en un espasmo involuntario. Abrí su calzón con tanta fuerza que los botones saltaron. Finalmente iba a poseerlo.

—Te lo ruego, detente…  —le escuché gemir en medio del llanto que le embargó.

Ahí estaba el hombre que yo amaba, sometido a mi voluntad por la fuerza, llorando incapaz de liberarse. Sus dos esmeraldas anegadas empezaban a cambiar de color, su cuerpo temblaba impotente y sus labios adoptaron el sabor salado de las lágrimas. Sus primos estaban camino a los bosques, los sirvientes en la planta baja entretenidos en sus labores, nadie lo iba a auxiliar si gritaba. Ni siquiera pedía ayuda, se limitaba a suplicar. Podía hacerlo mío, nada me lo impedía.

No. Ese no era el Maurice que yo amaba. Lo recordé aquel primer día en la habitación soleada de la Villa Gaucourt, como un muchacho que con cortés indiferencia me daba la bienvenida. Luego aquella sonrisa con la que me deslumbró agradecido por mi compañía en la agobiante fiesta que su padre organizó. Le vi luego radiante ante la ventana inundada con el amanecer, en mi Villa, cuando yo no era más que un borracho arruinado.

Todas esas sonrisas, todas esas palabras, todos esos gestos.  Su  brillantez, su convicción, su valentía, su exquisita amabilidad, su diáfana sinceridad, su amistad capaz de dar la vida… Definitivamente, el hombre que yo amaba no era el infeliz que estaba a punto de crear, sino alguien  lleno de grandeza que yo quería ver crecer aún más. 

Entonces, vino a mí la imagen de Miguel llorando desesperado, la de Raffaele cargado de culpa y odio hacia sí mismo y mi propia voz declarando la frase lapidaria: “Perderás todo si lo haces”. Fue como si aquello se transformara en una ola que me arrasó llevándose lejos mis celos irracionales y mi oscura lujuria para dejarme desnudo y paralizado.

No podía empujar a Maurice hacia el abismo. Entendí que lo que más deseaba era verle sonreír ante mi presencia, saber que yo le hacía feliz. Poseerle de forma violenta y vil era todo lo contrario al amor.

Clavé mis uñas en la cama aferrándome a ella mientras lograba recuperar el control. La erección de Maurice rozando la mía no me ayudaba. Me esforcé por alejarme un poco. Él se había cubierto el rostro y seguía llorando y suplicando. Cuando iba a tomar impulso para levantarme, pronunció una palabra, un susurro pidiendo auxilio que se sintió como un sablazo en mi pecho.

—Raffaele…

Salté de la cama asustado. ¡No era posible! ¿Acaso Maurice amaba realmente a su primo? ¿Eran esos sus verdaderos sentimientos? ¿Por qué Raffaele de entre todas las personas?

—Realmente le amas —le acusé.

—No, Vassili. Le he llamado sin querer. Entiende que es como mi hermano y siempre me ha ayudado. Estoy tan asustado que… —volvió a cubrir su rostro y lloró desesperado— ¿Por qué todo se ha complicado tanto entre nosotros, Vassili?

Yo lo asustaba. Había defraudado su confianza. Ya nunca vería su sonrisa. No había esperanza de que me amara algún día. Con esto envenenándome, salí de la habitación y le dejé allí, con su corazón  hecho pedazos.

 

 

 

 


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