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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Continuamos con este capítulo cuyo título es bastante sugerente... 

 

Desgraciadamente, la mejor idea que tuve fue pedir una cita con Sora y pasar la noche en el Palacio de los Placeres. Él me recibió con su apetito de siempre. No quiso gastar tiempo en preámbulos, en cuestión de minutos se deshizo de mi ropa y se entronizó sobre mí en la cama.

 

A pesar de lo mucho que me gustaba, estuve a punto de pedirle que esa noche nos limitáramos a dormir. Sus artes de seducción no lograban borrar el sabor de los labios de Maurice ni el recuerdo de su cuerpo ardiendo junto al mío. 

 

—¿Qué te pasa Vassili? ¿Estás cansado?— preguntó al ver que no correspondía a sus caricias con el fervor acostumbrado. 

 

—Estoy cansado. No he dormido bien.

 
—Mientes. Estás pensando en ese hombre—me acusó y comenzó a morderme el cuello—. ¿Cómo te atreves a traerlo a mi cama? No quiero que pienses en él cuando estás conmigo. 

 

—¡Entonces haz que lo olvide!— repliqué enojado.

 

Me incorporé y di media vuelta empujándolo para que quedara de espaldas sobre el lecho. Abrí su kimono y me arrodillé  entre sus piernas. Levanté su cadera y lo penetré sin consideración alguna. La sensación fue gloriosa. Sora estaba húmedo porque siempre se preparaba para mí.

 

A pesar de que fui brusco, él se mantuvo sonriente ante cada embestida, alentándome a continuar con sus gemidos de placer. Dejé de pensar, todo lo que hacía era sentir como mi miembro era recibido con total sumisión. Cuando llegué al orgasmo me di cuenta de lo que había hecho y pedí disculpas.

 

—Está bien, me gusta que me poseas —dijo mientras se levantaba para quitarse por completo el kimono—. Ahora déjame hacer que sientas lo mismo. 

 

Desapareció por un momento entre las vaporosas telas que colgaban por toda la habitación. Al regresar traía dos largos y delgados cordones rojos. Sonreí imaginando que volvería a atarme a la cama como antes, pero Sora poseía una exuberante imaginación y pocas veces repetía sus “juegos”.

 

Se sentó sobre mi vientre y ordenó que extendiera ambos brazos hacia él. Comenzó a atar mis manos juntas por las muñecas. Empleó una serie de nudos muy elaborados, dando al cordón el ajuste exacto para no hacerme daño y a la vez impedir que me liberara.

 

Era completamente diferente a la última vez que me había atado, incluso podía separar las manos unos centímetros entre ellas. Estaba muy intrigado. Pregunté varias veces qué pensaba hacer, él se limitó a susurrar que debía ser paciente. Quedé fascinado al ver lo meticuloso que se mostraba mientras tejía aquella trampa, y la expectación y deleite que reflejaba su rostro.

 

Al terminar con mis manos, bajó de la cama y se acercó a mis pies para repetir el ritual. Me ató por los tobillos tejiendo los nudos de manera que podía colocar mis pies uno junto al otro y moverlos un poco. Así me permitía yacer cómodamente en la cama, pero no parecía nada práctico para hacer el amor.

 

Finalizados los complicados preparativos, estuvo contemplándome unos minutos esbozando una sonrisa cargada de malicia. Debió parecerle excitante tenerme allí desnudo, indefenso, tendido sobre la cama con todo el cuerpo recto, las manos ociosas sobre mi ombligo, incapaz de ir hacia él, de abrazarlo o hacer cualquier otra cosa que no fuera esperar su siguiente movimiento.

 

—¿Qué quieres hacer?— protesté.

 

—Calma. Ahora estás a mi merced y pienso disfrutarlo.

 

No pude evitar sentirme excitado. Mi entrepierna comenzó a despertar otra vez, él se dio cuenta y extendió su sonrisa y su malicia. Se inclinó para besarme. Luego recorrió con su lengua mi cuerpo desde el cuello hasta el pecho. Ahí se quedó dando chupetazos y mordiscos a mis pezones. Me quejé, me volvía loco. 

 

—Debo hacer algo para que te calles— declaró.

 

Se incorporó sobre la cama, colocando cada pie a un lado de mi rostro, dejándome ver claramente su desnudez.

 

—Abre la boca, Vassili — ordenó—. Hazlo o nunca te soltaré.

 

Obedecí completamente subyugado por su voz y el deseo que despertaba en mí su cuerpo. Se arrodilló e introdujo lentamente su miembro en mi garganta.


—Siénteme dentro de ti—susurró con lujuria.

 

Cuando lo sacó, dejó que tomara aire y esperó mi reacción. Levanté la cabeza, lamí la punta y lo besé dispuesto a recibirlo de nuevo. Se acercó y dejó que yo lo acogiera en mi boca. Tuve la estupenda idea de meter mis dedos en su entrada para excitarlo. Gimió complacido y me dejó hacer.

 

Lo acaricié por dentro al tiempo que lamía y metía su miembro en mi boca. Me gustaba sentirle temblar de placer, entregándose a mí lo mismo que yo estaba sometido a él.

 

—Hagamos algo más—dijo recuperando el control.

 

Se apartó y dio media vuelta para arrodillarse sobre mi entrepierna al tiempo que la suya aparecía ante mi rostro, como una invitación a continuar lo que había estado haciendo.

 

—Así los dos podemos darnos el mismo placer —explicó con un tono afable.

 

—Eres un maestro en tu arte, mi querido Sora— respondí gustoso.

 

Aquella noche cada uno trató de avasallar al otro a través del deleite. Imité a Sora en cada movimiento de su lengua, buscando reproducir su habilidad para hacerme enloquecer.  Puedo decir que lo hice muy bien porque se derramó en mi boca antes que yo en la suya.

 

Nos mantuvimos absortos en ese raro juego durante horas, actuando de manera más inusitada cada vez, hasta terminar agotados. Me desató y se echó a dormir en mis brazos con una sonrisa satisfecha en su exótico rostro. 

 

Sora había conseguido efectivamente que yo dejara de pensar en Maurice por unas horas, mas no pudo evitar que soñara con él. Soñé que le tenía atado, que el mismo cuerpo que contemplé en el lago estaba tendido en la cama completamente subyugado para que yo lo tomara. Vi la marejada de mechones rojos desparramada sobre las blancas sábanas y los amarillos ojos, ardiendo en deseo, fijos en mí, inflamando mi pasión.

 

Le vi mover sus carnosos labios formulando una palabra con deleite, mi nombre. Me llamaba, pedía que dejara de torturarlo dilatando el momento de hacerlo mío. Me vi a mí mismo de pie sobre la cama, contemplándolo triunfante e inclinándome para entablar una lucha tremendamente excitante.

 

Por supuesto semejante sueño no iba a dejar de tener efecto. Desperté  con una dolorosa erección que me obligó a visitar presuroso la bacinilla. Me sentí patético al darme cuenta de que nada había sido real. También temí haber pronunciado el nombre de Maurice mientras dormía.

 

Al volver a la cama, encontré con los oscuros ojos de Sora escrutándome inexpresivos. Esperé sus reclamos pero lo único que hizo fue sonreír.

 

—¿Has tenido una pesadilla, Vassili?

 

—No… yo necesitaba…

 

—Ven, recuéstate otra vez a mi lado.

 

—Quizá deba prepararme para partir. Le ordené al cochero que me recogiera antes el amanecer.

 

—Falta mucho para el alba. Duerme tranquilo. Xiao Meng vendrá a despertarnos.

 

Seguí su sugerencia sintiéndome culpable y estúpido a la vez. Me atormentaba engañar a Sora por soñar con Maurice y traicionar a Maurice por dormir con Sora. ¡Qué exquisita filigrana estaba creando en mi telaraña!

 

Lo más peligroso de mi situación era el inescrutable carácter de Sora. La sonrisa que me dedicó esa noche bien podía contener todo su despecho. Quizá intuyó lo que había ocurrido, o simplemente quiso acapararme por más tiempo, lo cierto es que no dejó que me despertaran y el cochero se quedó esperándome por varias horas a las puertas del palacio, probablemente maldiciendo mi nombre.

 

Cuando al fin abrí los ojos, Sora se justificó diciendo que le daba lástima levantarme temprano después de que yo mismo había dicho que estaba cansado. Insistió en que le acompañara a desayunar en el jardín y no quise desairarlo, lucía tan ilusionado como un niño pequeño. Como Maurice había sido claro en que quería mantener la distancia, supuse que ni siquiera sería necesario pensar en alguna excusa para justificar mi salida nocturna.

 

Además, quería lograr estar con Sora fuera de la cama, quería que llegáramos a ser amigos y así, cuando Maurice me correspondiera, continuar relacionándome con él sin que mediara el sexo entre nosotros. Reconozco que esta manera de pensar reflejaba algo más que mi estupidez; demostraba que ignoraba por completo cómo funciona el corazón humano.

 

Sora nunca debió enamorarse de mí, pero ahí le tenía, revoloteando como una mariposa a mí alrededor. Llevaba puesto el kimono azul que tanto me gustaba, había recogido su cabello en una cola alta y no paraba de sonreír. Elegí creer en aquel espejismo y obviar sus ojos enrojecidos, la delatora sombra bajo estos y el temblor en su voz cada vez que preguntaba cuándo volveríamos a vernos...

 

Al atravesar el jardín para llegar a la glorieta y tomar el desayuno, escuchamos a un hombre maldecir. Nos ocultamos en los arbustos para evitar que nos viera.

 

—¡Es el Marqués!— dijo Sora asustado—. No sabía que estaba aquí. Debes irte Vassili.

 

Como tenía curiosidad por conocer al infame Marqués Donatien de Maille, no le hice caso. Me acerqué un poco más y le vi de pie en la entrada de otro edificio. Vestía un pomposo traje rojo, llevaba una peluca blanca y sostenía una copa en la mano. Debía tener alrededor de cincuenta años en esa época. Discutía con Xiao Meng y un precioso niño de cabellos castaños que vestía un ligero camisón de dormir.

 

Por lo que pude escuchar, el Marqués se quejaba de que el infante no había dado la talla al atender a varios de sus clientes. El eunuco argumentaba que aún era muy pronto para hacerle trabajar. Bastaba ver al pequeño  temblando, con la mirada fija en el suelo, para darle la razón a Xiao Meng.

 

Sin embargo, su amo siguió  quejándose  y ordenó que esa misma noche le hicieran dormir con otro cliente, advirtiendo que le daría un terrible castigo si volvía a mostrar un mal desempeño. Al escuchar esto, el niño suplicó que le dejaran trabajar en la cocina o en el establo. Expresó, apenas conteniendo el llanto, el miedo y el dolor que le provocaban los hombres que lo tomaban.

 

El Marqués se exasperó y lo abofeteó arrojándolo al suelo. Vi entonces al pequeño gritar desesperado, cubriendo su mejilla con sus manos mientras hilos de sangre se colaban entre sus dedos.

 

—Se ha extralimitado, Monsieur —le acusó Xiao Meng al inclinarse a examinar la herida.

 

Observé al miserable hombre mirar su propia mano sorprendido. Al parecer olvidó que tenía la copa cuando lanzó el golpe. Probablemente perdió el control por haber bebido. No obstante, lejos de lamentar lo sucedido, hizo un gesto de desdén y se dio media vuelta.

 

—Manda que lo vendan en la cloaca, allí todavía será útil —sentenció disponiéndose a desaparecer dentro del edificio— Luego ven a mi habitación. Este gusano me ha puesto de mal humor, quiero entretenerme con tu culo un buen rato.

 

—Como ordene, Monsieur —fue la escueta respuesta de Xiao Meng.

 

Yo estaba indignado y desde el primer momento había sentido el impulso de enfrentar al Marqués, pero Sora aferró mi brazo  y me alejó a rastras.

 

—Vassili no puedes dejar que te vea. Si averigua quién eres, irá a tu casa para chantajearte. No sabe que vienes con frecuencia porque Odette no coloca tu nombre en el libro. Es mejor que te vayas ahora mismo.  

 

Por supuesto que me asusté. La sola idea de que aquel hombre se presentara en casa de mi padre, y pidiera dinero a cambio de no revelar mis visitas al Palacio de los Placeres, me pareció más aterrador que los arañazos espectrales. Decidí marcharme de inmediato.

 

Sora me acompañó hasta la puerta del Palacio, cosa que nunca hacía porque era tarea de Madame Odette y Xiao Meng. Antes de salir escuché a la mujer gritar de horror y volví sobre mis pasos, siguiendo el sonido de su voz. Sora continuó tras de mí, insistiendo angustiado en que me marchara.

 

Encontré a Madame Odette en el jardín, de rodillas con el niño herido en brazos. Lloraba como si el pequeño fuera su propio hijo. Era imposible no conmoverse.

 

—Odette debes tranquilizarte y llevarlo a un doctor —le instaba Xiao Meng inclinado sobre ellos—. Tú padre me ha ordenado que lo envíe al burdel que tiene en el puerto…

 

—¡No puedes hacerle eso! Los hombres que van a ese lugar son monstruosos.

 

—Lo sé, podemos esconderlo un tiempo hasta que al Marqués se le pase el mal humor. Pero primero hay que curarlo. Está sangrando mucho. Debes llevarlo al Doctor.

 

—Sabes que nunca salgo del Palacio… me da miedo…

 

—Yo no puedo llevarlo. Tu padre quiere… quiere que lo atienda…

 

Por la expresión en el rostro de Madame Odette, su corazón debió quebrarse.  Contuve la marejada de sentimientos que aquella escena despertó, y me acerqué a ellos.

 

—Puedo llevarlos a París si lo desea —dije—. Sólo indíquele la dirección de su doctor a mi cochero.

 

—Gracias, Monsieur, pero usted no debe involucrarse —respondió Xiao Meng dudando.

 

—Ya estoy involucrado. ¡Vamos, el niño se desangra! —tomé al pequeño en mis brazos. Me rechazó asustado con las pocas fuerzas que le quedaban—. Tranquilo, te voy a ayudar.

 

Me dirigí hacia la puerta dejando a todos atónitos. Al salir, el cochero se quedó paralizado un momento al verme con el niño, seguido de tan extraña comitiva. Madame Odette abordó el carruaje y coloqué el niño en su regazo. Xiao Men lo cubrió con su casaca y entregó una bolsa de dinero a la mujer. 

 

—¡Xiao, no sé a dónde llevarle! —exclamó desesperada—. El doctor de mi padre no querrá recibirlo y…

 

—Yo conozco un buen doctor —afirmé en el acto—. No se preocupe, la llevaré hasta su casa. Xiao Meng, haga que un sirviente nos siga para que sepa dónde recogerlos.

 

Sin esperar a que aceptaran mi oferta, ordené al cochero que se dirigiera a la calle San Gabriel. Xiao Meng y Sora nos despidieron agradecidos por mi ayuda. Mientras el carruaje avanzaba observé por la ventana sus figuras inmóviles hasta desaparecer en la distancia. Ambos eran la imagen de la desolación. Lo mismo se podía decir de la mujer y el niño que tenía frente a mí. Maldije al Marqués de Maille con todas mis fuerzas, y me maldije a mí mismo por ayudarle con mi dinero a mantener aquel horrendo lugar.

 

De camino a San Gabriel, dediqué toda mi atención a mis pasajeros.  El niño había dejado de llorar. Se presionaba la herida con varios pañuelos a los que la sangre ya había teñido de rojo. Mantenía los ojos cerrados y los labios fruncidos soportando el dolor. Era valiente, yo en su lugar hubiera estado completamente desesperado.

 

—Estoy seguro de que el doctor Charles curará muy bien esa herida —dije para darles esperanzas.

 

—Gracias por su ayuda, Monsieur —respondió Madame Odette.

 

El niño abrió los ojos y los fijó en mí. Pude ver que eran de color miel, grandes, adornados por largas y abundantes pestañas. Contemplé los lacios mechones de cabello castaño que rodeaban su rostro y la delicadeza de sus facciones. Sin duda, era hermoso. Eso lo había condenado.

 

—¿Cómo se llama? ¿Qué edad tiene?

 

—Su nombre es Gastón y tiene ocho años—respondió  la mujer.

 

—Pensé que tenía diez.

 

—Es muy alto para su edad —dijo esto llena de maternal orgullo. El niño recostó la cabeza en su hombro como respuesta. Era evidente que confiaba en ella.

 

—¿Cómo terminó en el Palacio de los Placeres?

 

—Lo trajeron hace más de un año…

 

—¡Uno de los vecinos me vendió cuando murió mamá y me quedé solo!—gruñó el pequeño con una voz cargada de odio y tristeza.

 

Su mirada y actitud me hicieron ver que estaba ante alguien y no una cosa o un animal al que se podía vender y comprar. Me estremecí al abarcar lo trágico de su situación y que esta era similar a la de Sora. Sentí un enorme peso aplastando mi corazón y quise escapar, no soportaba seguir pensando en que era cómplice del Marqués de Maille.

 

Para cambiar el tema pregunté a Madame Odette acerca de lo que Sora había revelado respecto a su padre. Ella no titubeó en advertirme que evitara a toda costa encontrarme con él porque este no tendría escrúpulo en chantajearme. Con su timidez característica, explicó que evitaba colocar mi nombre en el cuaderno en el que registraba las citas del Palacio de los Placeres. Solía sustituirlo por cualquiera que se le ocurría para que su padre no se diera cuenta de que tenía en mí a un cliente asiduo.

 

Agradecí a la buena mujer por protegerme y ella mostró toda su dulzura con una sonrisa.

 

—Sora es mi único amigo —respondió justificándose—. Él lo ama, Monsieur. Y es la primera persona que ama desde que lo conozco. A veces llora por usted, pero la mayor parte del tiempo sonríe y se le llenan los ojos de luz con tan solo escuchar su nombre. Xiao y yo creemos que usted ha hecho que vuelva a la vida. Por eso quiero protegerlo de mi padre.

 

—Gracias Madame. Pero dígame, ¿acaso Xiao Meng no es también su amigo?

 

—Sí... por supuesto —respondió al tiempo que enrojecía de manera encantadora y ocultaba su rostro tras la cabeza del pequeño Gastón. Me provocó una gran simpatía y casi lamenté que una mujer tan dulce estuviera enamorada de un hombre tan agrio como Xiao Meng.

 

Después de dejarlos en casa del doctor me dominó el cansancio. Al regresar al Palacio de las Ninfas evadí encontrarme con Maurice y los demás para encerrarme en mi habitación a dormir. A las pocas horas, Miguel se presentó para quejarse de las salidas secretas de Maurice.

 

Estaba nervioso y su voz adquiría ese tono chillón que lograba exasperarme en cuestión de segundos. De sólo imaginar su reacción al saber que su primo visitaba a un Rabino judío, sentí dolor de cabeza. Tuve el impulso de echarlo para seguir durmiendo pero era evidente que había llorado y no creía que fuera por Maurice.

 

—¿Raffaele aún duerme?—Le pregunté interrumpiendo su discurso.

 

—No. Salió a cabalgar apenas amaneció.

 

—¿Han discutido otra vez?

 

—No... fue algo peor. Anoche intentamos... y...

 

Se dio vuelta para que no lo viera llorar. Me levanté de la cama y lo abracé.

 

—No desesperes...

 

Empezó a estremecerse y lloró con más intensidad. De nuevo sentí mi corazón presionado y la necesidad urgente de aliviar su dolor, mas no tenía idea de cómo hacerlo así que dejé que llorara cuanto quisiera en mis brazos.

 

Él se mostró muy agradecido cuando se tranquilizó. Aproveché para poner ideas más alegres en su cabeza, le recordé el cumpleaños de Raffaele y se esforzó por mostrarse animado.

 

Después de la comida, cuando los cuatro nos reunimos para pasar el tiempo juntos, pedí a Maurice que tocara con su violín una pieza alegre. También le sugerí a Raffaele que me enseñara cómo bailaba con sus primos cuando eran niños. De esta manera conseguí que Miguel viera cumplido su deseo de bailar con el hombre que amaba.

 

Verlo sonreír dichoso y a Raffaele eufórico, me llenó de alegría. Maurice, por supuesto, también estaba contento. Fue una manera de redimir un día que había comenzado mal.

 
A la semana siguiente, nuestros planes para celebrar el cumpleaños de Raffaele se vieron frustrados. Su Majestad acaparó a su favorito ese día y lo agasajó con un baile en Versalles.  Solamente Miguel pudo acompañarlo. Maurice y yo no fuimos invitados.

 

Al regresar de los festejos ninguno tenía buena cara. Habían terminado discutiendo en el carruaje por los celos que ambos sintieron durante el baile. Las más bellas damas de Versalles insistieron en acaparar a Raffaele. Miguel, por despecho, había bailado con todas las mujeres que no habían sucumbido ante los encantos de su primo. Se desarrolló, sin ellos querer, una competencia en la que fue difícil determinar al ganador.

 

Raffaele me contó todo al día siguiente en el lago, después de cabalgar por un rato. Dijo que la fiesta les había hecho saborear la realidad de su relación. Traté de animarlo restándole importancia al asunto, pero él estaba ya al límite de su paciencia y decidió hacer algo para arreglar su situación con Miguel.

 

—De continuar así vamos a terminar odiándonos otra vez. Necesito que volvamos a ser amantes. Sé que nunca podré ir con él de la mano ante las miradas ajenas, pero renunciar a hacerle el amor es algo a lo que no quiero resignarme.

 

—Miguel no puede controlar el miedo que siente.

 

—Por eso he pensado que él podría sentirse más seguro si tú estuvieras con nosotros.

 

—¡¿Qué?! —Sentí vértigo al asimilar sus palabras.

 

—Te has ganado su confianza y...

 

—¡Estás loco! Miguel nunca aceptara algo así.

 

—Si lo sedujeras...

 

—¡No puedo creer lo que escucho! —Me alejé de él cubriendo mis oídos—. ¡No hay duda de que estás loco!

 

—El mayor problema que veo es cómo explicarle la relación que tenemos tú y yo... —continuó con tono sereno.

 

—¡Ya lo sabe y obviamente le molestó! —grité encarándolo.

 

—Qué curioso, no me ha dicho nada al respecto —contestó sonriendo—. Y por lo visto no te guarda rencor por eso.

 

—No te lo tomes a la ligera. Se sintió muy herido.

 

—¡Lo que quiero es arreglar nuestra relación, Vassili! —exclamó revelando su ansiedad—. Esta es la única forma que se me ocurre. Si él ya sabe lo nuestro, todo es más fácil. Ahora depende de que tú aceptes—agregó sugerente.

 

—No te atrevas a descargar en mí esa responsabilidad, sabes que no puedo aceptar. Maurice nunca me lo perdonará y Miguel puede ofenderse.

 

—Maurice nunca lo sabrá y Miguel seguramente entenderá que eres nuestra única esperanza —afirmó con desfachatez.

 

—¡No! ¡Es una locura y ya he cometido suficientes!

 

—¡Vassili, te lo estoy rogando!

 

—No puedo… —susurré titubeando.

 

—Claro que puedes. ¿O vas a decir que Miguel no te gusta? —insistió con absoluta desvergüenza—  No mientas, no hay nadie en su sano juicio que no quiera llevárselo a la cama. Además, hasta hace poco no dejabas de insistir en que te acompañara a ver a Sora, sé que te gusta tener mucha compañía en la cama.

 

—¡Eres imposible!

 

Volví a montar mi caballo para dirigirme al palacio. Estaba molesto y asustado porque la propuesta de Raffaele parecía a la vez una insensatez y una tentación. Él me alcanzó en pocos minutos; se mantuvo suplicando hasta que llegamos  al establo y tuvo que callar ante los sirvientes. Me adelanté para encerrarme en mi habitación y poner una puerta entre sus locuras y mi sentido común, cada vez más inclinado a ceder, cuando descubrí en el salón oval a un grupo muy particular. 

 

Se trataba de Miguel y Maurice discutiendo ante Pierre y dos muchachos mugrientos y con algunos moretones en sus rostros. Maurice también estaba lleno de polvo, con el cabello más desarreglado que de costumbre y una manga de su casaca descosida en el hombro.

 

Raffaele se quedó tan sorprendido como yo cuando llegó. Ninguno de los dos nos atrevimos a pasar de la puerta o abrir la boca, lo que teníamos ante nosotros era una batalla entre dos demonios, tan bellos como ángeles, pero demonios al fin. 

 

Para resumir el enfrentamiento, Miguel le exigía a Maurice que revelara a dónde iba cuando se marchaba del palacio y este insistía en que no era de su incumbencia. Su primo había perdido los estribos ese día al verle regresar en compañía de aquellos muchachos y los tres mostraban claras evidencias de haber tenido un accidente o una pelea.   

 

Lo que no estaba claro era qué hacía Pierre junto a ellos y, por la expresión de su rostro, él estaba preguntándose lo mismo. Los dos desconocidos no debían tener más de quince años, pero sus ojos reflejaban una siniestra longevidad. Eran “pilluelos”, se habían criado en la calle y para ese momento ya conocían más de lo oscuro de este mundo que cualquiera de nosotros.

 

Al percatarse de nuestra presencia, Maurice dio la espalda a Miguel y se dirigió a Raffaele.

 

—Quiero que estos dos trabajen aquí. Pierre ya está viejo y merece tener quien le ayude.

 

Raffaele lo miró perplejo, luego reparó en los dos muchachos, frunció el ceño  y se cruzó de brazos.

 

—¿De dónde los has sacado? —preguntó imperativo.

 

—De París.

 

—Esa no es respuesta, Maurice —chilló Miguel—. Confiesa de una vez en dónde has estado…

 

—¡Ah, que molesto eres! Deja de incordiar, necesito hablar con Raffaele.

 

—¿Llegas en esas fachas, con extrañas compañías y esperas que no pregunte?  Y eso sin mencionar que el otro día Bernard te vio entrando al Barrio Judío… ¡Exijo que me digas en qué extrañas actividades estás metido! Estoy seguro de que todo es una conspiración con los Jesuitas para volver a largarte a escondidas.

 

—Tranquilo Miguel —intervino Raffaele imponiendo calma—. Maurice sabe que si vuelve a irse de esa forma no se lo perdonaremos. Y en cuanto a sus salidas, él es libre de ir y venir. No lo vamos a encerrar después que ha estado convaleciente tanto tiempo.

 

Lo miramos sorprendidos, creíamos estar ante otra persona. Maurice le sonrió y él acarició su cabeza revolviéndole aún más la melena roja. No reprimí una mueca de desagrado al comprobar que Raffaele quería mejorar su imagen ante su primo, cosa que seguía despertando mis celos.

 

—Entonces, estás de acuerdo en que estos chicos se queden trabajando aquí, ¿verdad?—insistió Maurice haciendo que Raffaele se diera cuenta de la trampa en la que él mismo se había metido.

 

—No creo que sea necesario, Pierre tiene un ejército de compañeros que le ayudan a mantener el jardín.

 

—Pero nadie le ayuda en las tareas pequeñas de cada día. Y estos muchachos podrían aprender un oficio y dejar de robar…

 

—¿Robar…? —fue la exclamación que salió de todos. Incluyendo a Pierre, quien se alejó unos pasos de los pilluelos. Ellos se irguieron  orgullosos como si aquello fuera un oficio de mucha honra.

 

—De algo tenían que vivir —los excusó Maurice—. Pero no te preocupes, no volverán a hacerlo.

 

—¡Eso no lo sabes! —repliqué escandalizado de su falta de sentido común.

 

—Me lo han prometido.

 

—¡Ja! ¡Cómo si eso valiera algo! —soltó Miguel.

 

—¡Somos hombres de palabra! —protestaron los pilluelos dando un paso hacia nosotros y mostrándonos los dientes—. Si el jefe no quiere que robemos, no lo haremos más.

 

—¿El jefe?—exclamé asustado.

 

—Me he convertido en su jefe —declaró Maurice orgulloso.

 

A partir de ese momento Raffaele pidió una explicación detallada. Ordenó a Pierre que llevara a los pilluelos a la cocina para que les dieran algo de comer, y nos invitó a los demás al despacho del Duque. Ahí nos dispusimos a escuchar a Maurice narrarnos la extraña aventura que había vivido esa mañana. 

 


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