Lo lamentaba, de verdad que sí.
Incluso a ésas alturas en que la ocre esencia del pánico se respiraba a todas horas y cuyos resabios embotaban sus crispados nervios como cristales de azúcar dentro de una taza con café, podía regodearse en la carcoma del propio arrepentimiento.
No fué acción premeditada la de arrojarle por el balcón; se precipitó, lo supo de inmediato. Fué igual a jalar de una cuerda para ocasionar un resultado predeterminado, una reacción instintiva. El ahora infausto destino le había unido a Kazami desde que eran tan sólo un par de críos en la escuela elemental, y de no ser por el brote de la perpetua calamidad que la tercera clase del noveno grado llevaba a cuestas, jamás habría cruzado por su despreocupada y hasta pueril mente la idea de matarle. Demonios, menos se le hubiera ocurrido pensar que pudiese ya estar muerto desde antes, desde quién podría imaginarse cuando. Irracional; y aún así la lluvia empapó su presunto cadáver, diluyendo la sangre en charcos trémulos y contradiciendo su lógica con el resultado de su impulso paranoico.
Y es que era cosa de pesadilla el que la muerte les visitara tan a menudo; ni siquiera les concedía la oportunidad de vivir el duelo por aquellos que se llevaba, pues todos temían que el próximo hilo en cortarse fuese el regente de sus respectivos destinos, sin alertas previas.
Aquella cinta que encontraron en el antiguo salón les brindó una mínima esperanza de salvamento. «Devuelvan a los muertos a la muerte, adonde pertenecen», se proclamaba en ella con culpa y rotundidad. Sin embargo no disponían de nada ni remotamente parecido a un método infalible para identificar a ésos seres que fingían estar vivos sin siquiera saberlo ellos mismos. Manos mortalmente frías, recuerdos poco claros; eran todo y la vez solamente rumores imposibles de verificar.
Naoya no recodaba haberse muerto; eso sí que podía jurarlo en frente de cualquiera de las tumbas de sus compañeros fallecidos. O inclusive delante de la mismísima sepultura de su abuela. No creía en tonterías irreales sobre apariciones de fantasmas o quimeras símiles, y no obstante paradójicamente si acabó pensando que Kazami era el estudiante extra, quien no debería existir; el gatillante del desastre. Y en medio de su discusión posterior con el chico de gafas rectangulares y cabello oscuro lo determinó irrevocablemente como cierto, aunque únicamente fué durante cinco minutos espeluznantes; hasta comprobar con suma desesperación que el recuerdo de Tomohiko Kazami no había sido reseteado de la memoria de nadie.
La brutal caída no le asesinó; como descubrió luego de que el caos se desatase, salvara su propio pellejo milagrosamente, y escapara de las llamas y de la sangre que consumían la posada y que desafiaban la tormenta en su intento de arrasar con el cielo y el mundo entero.
Pero eso no cambió absolutamente nada.
Porque de cualquier manera él murió, y el pasado en el que alguna vez compartieron amistad (le quiso) lucía inverosímil y utópico; desmenuzado ante sus ojos como un rompecabezas con media docena de piezas rotas en un presente post apocalíptico.
La maldición quizás se disolviera, pero Teshigawara duda de que vaya a suceder perentoriamente lo mismo con la provocada a nadie más que a sí con el peso de sus remordimientos.