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La Ciudad de los Muertos por InfernalxAikyo

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Notas del capitulo:

Buenas, bebés. Les dejo con el quinto capítulo :3 

[Noah] Capítulo 05 

 

Sentí el peso de esa bestia sobre mí y sonreí. La sensación de la adrenalina hirviendo y borboteándome en las venas era, por lo menos, excitante. Gritó, sólo como ellos sabían hacerlo; ese gruñido parecido al de un animal y ronco como el de un perro salido del infierno. Abrió la boca para darme un mordisco. En ese momento deslicé la escopeta bajo su cuello y disparé.

Los sesos y la sangre me bañaron el rostro y vi rojo por algunos instantes.

Alguien estiró una mano delante de mí. La tomé.

   —¿Estás bien? —Tadder me ayudó a levantarme—. Ew. Quítate esa mierda de la cara. Estás todo salpicado —El hombre me soltó y sacudió su mano en el aire con asco, para luego frotarla en sus pantalones. Me limpié el rosto con la manga de mi chaqueta.

   —Vamos —bromeé—. Un poco de sangre podrida no va a matarte.

   —Técnicamente podría hacerlo… —Tadder y yo miramos hacia los tres infectados que me habían saltado encima hace algunos segundos atrás. Me había salvado por poco esta vez—. Casi te matan a ti. ¿Es que siempre estás buscando el peligro?

Golpeé la escopeta contra mi bota para sacudir los restos de sangre y tejidos que quedaban sobre ella.

   —Peligro es mi segundo nombre —contesté.

   —Sí, claro. No dirás eso cuando una de esas cosas te muerda… —dijo y ambos caminamos de vuelta al camión. Habíamos capturado a media docena de civiles que intentaban salir del país esa mañana y en el camino de vuelta nos topamos con una horda demasiado grande como para no detenernos y acabar con ella. Reventar cráneos y patear cabezas. Tenía que admitir que había algo encantador en esta parte de mi trabajo.

   —Tú sólo preocúpate de dispararme cuando me convierta en uno de ellos.

   —Será un honor. Pero antes de hacerlo, me reiré en tu cara y te diré: “te lo dije”.

   —Ajá, ajá.

Subimos a la parte trasera y le hicimos una señal al conductor para que retomara la marcha. Adentro, cinco de mis compañeros de equipo apuntaban a los seis civiles que se encontraban todos arrinconados en una esquina del camión, muertos de miedo. Una de ellos temblaba más de la cuenta.

   —¿Qué le pasa a esa? —le pregunté a uno.

   —¿Qué le pasa? —encarnó una ceja y yo busqué una linterna para apuntar hacia la chica; una joven, no debía tener más de treinta años, estaba toda sudada y temblaba como si tuviera fiebre. Estaba embarazada, en estado avanzado—. No veo nada raro —dijo. Le di un golpe en la nuca a mi compañero—. ¡Ay!

   —¿Nada raro? —le remedé—. Esa chica está embarazada y está temblando. Debe estar a punto de dar a… —callé en seco cuando enfoqué su rostro. Había algo extraño en ella—. Luz…

   —¡M-Mierda! —Mi compañero saltó hacia atrás y sacó su arma, que apuntó directamente hacia la chica. Todo el mundo soltó un grito y yo agarré la muñeca del cazador antes de que disparara—. ¡Esta perra está infectada!

   —¡N-No! —gritó la mujer—. ¡Esperen un momento! ¡Y-Yo no…!

   —¡No! —la callé y me acerqué a ella, a la vez que ella intentaba alejarse de mí—. No intentes hacernos creer que no lo estás —le apunté al estómago para que se quedara quieta. Lo hizo—. Estás tan infectada que puedo sentir el olor a muerte desde aquí. ¿¡Cómo demonios no se dieron cuenta, imbéciles!? —grité—.  ¡Trajeron a una infectada a este lugar! ¡Y peor aún, embarazada!

   —Sólo hay que matarla… —dijo uno.

Y tenía razón.

   —Sólo hay que matarla… —repetí, mirando a la chica a los ojos, que comenzó a llorar.

   —M-Mi… —balbuceó—. M-Mi bebé —estiró sus manos para alcanzar la mía y la puso sobre su estómago. Lejos de pensarme afortunado por sentir por mi propio tacto “el milagro de la vida”, una sensación repugnante y vertiginosa me llenó de escalofríos cuando el niño que esa mujer tenía dentro se movió. Aun así, no fui capaz de apartar la mano, es más, solté el arma y puse mi otra palma sobre su barriga. Esa cosa pareció “bailar” en su interior—. Este niño no tiene la culpa de que su madre no haya sabido protegerlo. Mátame, por favor. Pero asegúrame antes que él estará bien. Mi hijo es por lo único que he sobrevivido durante todo este tiempo.

Aparté las dos manos de golpe.

   —Átenla —ordené y me levanté, restregándome las manos en los pantalones y después frotándome los brazos para contener la perturbadora sensación—. Y no la maten hasta que la vea Wolfang… —Tres hombres se acercaron a ella—. Tampoco sean demasiado bruscos. No quiero tener que transformar este camión en una maldita sala de parto improvisada.

Volví con Tadder y me senté en una esquina del camión. Me sentía cansado. El hombre me lanzó una mirada de arriba abajo, examinándome.

   —Incluso si salvas al bebé. ¿Crees que Cuervo no lo picará en trocitos para convertirlo en carnada para infectados?

Me reí, como si sus palabras hubiesen sido la mejor broma del mundo. Pero yo sabía bien que Alger era capaz de eso y mucho más.

La mujer embarazada, ahora inmovilizada de manos y pies, gimió bajo el pañuelo que cubría su boca ante lo que supuse fue una contracción.

   —De eso me preocuparé yo después —contesté—. Mientras tanto, concentrémonos en llegar rápido de vuelta a la base.

Tadder me dio una palmada en la espalda.   

   —¡Relájate, hombre! —rió—. Llegaremos en un abrir y cerrar de ojos.

Dicho y hecho, no pasó demasiado para que las puertas del camión volvieran a abrirse y la luz de la tarde golpeara otra vez sobre nuestros rostros. Tenía claro lo que tenía que hacer, así que me aproximé a los seis civiles que habíamos capturado, que seguían arrinconados en una esquina del camión, agazapados, todos juntos como lapas a excepción de una que, sin que nadie se los ordenara y sin aparente explicación alguna, los otros cinco se habían encargado de apartar por ellos mismos. La chica se la había pasado quejándose y gimiendo en voz baja y cuando la tomé en brazos y sin saber nada de maternidad, supe que la fuente se había roto.

   —¡Déjenme pasar! —grité, anunciando mi llegada para que la entrada estuviese despejada. Cuervo y otros cazadores se hicieron a un lado cuando me vieron llegar. Mi padre me siguió de cerca cuando, sin dar una sola explicación, me adentré en la base con una mujer en brazos, buscando la enfermería.

   —¿Qué demonios es eso? —me preguntó Cuervo.

   —¿No lo ves? Esto es una mujer a punto de parir —le lancé la peor mirada que encontré en mi repertorio de miradas de mierda y sonreí—. Ah, claro, pero tú nunca pudiste ver eso. No teniendo esas pelotas llenas de líquido inservible.  

Pudo haberme disparado a mí y a la chica ahí mismo por aquel comentario, pero mis palabras parecieron resbalarle. Hoy parecía de buen humor. Sonrió de vuelta, casi agradable.  Pero sus sonrisas nunca eran fiables.

   —¿Ya te fijaste en sus ojos? —preguntó—. ¿En las venas explotándole en la cara?

   —Sé que está infectada, Alger.

   —¿Y trajiste una infectada a mi base?

   —¡Está embarazada! —grité. En ese momento, Wolfang abrió la puerta de la enfermería.

   —¿Quién está embara…? M-Mierda —pasé de él y recosté a la chica en una de las camillas. Maximus llegó corriendo tras de mí—. ¿Qué demonios es esto, Branwen? —me susurró, para que Cuervo, que se había plantado en la entrada con los brazos cruzados y una sonrisa torcida en el rostro, no escuchara nuestra conversación—. ¿Cómo te atreves a…?

   —No pude matarla, ¿está bien? —me excusé, mientras desvestía a la chica para hacer la tarea más fácil. Sólo esperaba que Wolfang supiera cómo se traía un niño a este mundo—. Me pidió que no la matara hasta que naciera su crío. ¿Qué demonios querías que hiciera? No pude decir que…

Wolfang puso una mano en mi hombro.

   —Está bien, hombre. Cálmate, ¿sí? Pareces el padre.

   Respiré profundo.

   —Bien… —suspiré, intentando tranquilizarme. Wolfang desató a la chica y le quitó el pañuelo de la boca y enseguida ella comenzó a llorar. El médico la rodeó y le abrió las piernas. Hizo una mueca de asco.

   —¿Te he dicho cuánto odio las vaginas?

Ese comentario me robó una risita.

Me agaché, de cuclillas a un costado de la camilla. La chica, jadeando y en medio del llanto, me miró a los ojos y articuló una frase que me heló la sangre. 

   —Gracias —gimió, apenas.

«¿Gracias? ¿Por qué me daba las gracias?»

   —Ya sabes lo que tienes que hacer —le ordenó Wolfang—. Esto es simple, mujer. Si no lo sacas ahora, ese bebé tuyo morirá dentro de ti.

Vi el rostro de la chica cambiando su expresión, justo delante de mí y sus ojos me mostraron una determinación que estoy seguro jamás volví a ver en otro ser humano o muerto, y ella, aferrándose a las barandillas de la camilla, soltó un grito desgarrador que no fue más que la manifestación de dolor que pareció escapar de su cuerpo cuando intentó empujar la primera vez.

   —¡Eso no será suficiente! —canturreó Wolfang—. ¡Tienes que hacerlo con más fuerza!

¿Más fuerte? La mujer apenas podía mantenerse despierta.

La chica intentó respirar, al borde del colapso e intentó recobrar el aire. Vi su pecho desnudo sacudiéndose erráticamente de arriba abajo, sin control. Inspiró profundo para realizar un segundo esfuerzo. Noté sus pupilas dilatándose, el negro envolviendo lentamente cada parte de la esclerótica, tragándoselo todo. Las venas comenzaron a estallar bajo su piel. Gritó otra a vez.

No iba a lograrlo.

   —Vamos, chica —mascullé, con la voz temblándome por alguna razón—. No me hagas pensar que el viaje no ha valido la pena… —me incliné más en su dirección, para que lograra escucharme. Ella empujó otra vez.

   —No va a lograrlo —comentó Cuervo, medio riéndose.

   —Cállate —gruñí, y continué dándole ánimos—. ¡Vamos! —le grité—. ¡Dijiste que querías vivo a ese hijo tuyo! —Ella volvió a intentarlo.

   —¡Ya casi está! —le oí gritar a Wolfang.

   —¿Oíste eso? Ya falta poco. ¡Empuja más fuerte! —La chica, entre respiraciones cortas, profundas y arrítmicas, me cogió del brazo y enterró todas sus uñas en mi piel, pero no reaccioné y la adrenalina del momento apenas me permitió sentirlo—. ¡Vamos, chica! —bramé. Oí un último grito escapando de su boca y luego de eso se desmayó y el agarre de su mano cedió.

Durante algunos segundos, me quedé jadeando agitadamente, mirando el ahora inexpresivo y vacío rostro de la chica.

Oí el llanto de un bebé, pero hubo algo en el que me causó un escalofrío en la espalda que no me permitió sonreír.

   —¡E-Eh…! ¿¡B-Branwen!? —La voz de Wolfang confirmó aquel estremecimiento que vino junto a ese llanto, ratificando lo que mi cuerpo había percibido antes de que mi mente fuese capaz de aclararlo todo—.  ¿Acaso no se te ocurrió pensar que el niño podría venir infectado también? —le miré para corroborarlo, pero en ese momento tuve que reaccionar; la mano que estaba alrededor de mi brazo volvió a presionar y algo me tiró hacia abajo. Desenfundé mi arma y disparé, justo cuando la mujer, convertida ahora en uno de esos monstruos, estuvo a punto de morderme la mano.

   —¡Mierda! —gruñí, levantándome y retrocediendo sobre mis pasos. Wolfang lanzó al bebé, que seguía llorando, sobre la camilla; había nacido con los ojos vacíos y negros cubriendo toda su mirada y explosiones de vasos sanguíneos, venas y arterias amoratándole la piel pálida y sin vida. Se veía igual a su madre cuando ella murió—. ¡Mierda! ¡Mierda! —grité, y mientras retrocedía, Cuervo avanzó hacia la camilla, levantó su pistola y le disparó al bebé. El llanto; desgarrador, ensordecedor y gutural, cesó.

Por unos momentos, sólo hubo silencio.

Cuervo avanzó con pasos agigantados hacia mí y me tiró al suelo de un sólo puñetazo.

   —¿¡Ves lo que provocas!? —me gritó, a punto de saltarme encima—. ¡Mira lo que hiciste, maldición!

   —¡Alger, basta! —Wolfang intentó calmarlo y le sujetó del brazo, arrastrándolo lejos de mí—. ¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¡No en mi enfermería!

Me levanté y quité los primeros indicios de sangre en mis labios con el antebrazo, que todavía tenía marcadas las uñas de aquella mujer que ahora estaba desplomada y muerta sobre la camilla.

Escupí al suelo un poco de sangre y salí de la habitación hecho una furia. ¡Maldición! ¿¡En qué demonios había estado pensando!? ¡Debí haberle disparado a esa chica cuando la vi en el camión!

Me dirigí directamente a los calabozos. El hombre que estaba vigilando la entrada se sobresaltó cuando me vio llegar.

   —Estás libre. Te reemplazo —dije.

   —¡D-Dankworth! ¿Estás bien? Estás sangran…

   —¿No me oíste? —gruñí—. ¡Estás libre, sal de aquí y vete a comer algo! —El guardia era un hombre viejo, de unos cuarenta y cinco años, que posiblemente sabía tratar con la gente. Debió haberse dado cuenta, por la cara que traía, que no estaría dispuesto a dialogar nada. Dejó su arma a un lado y se apresuró en salir del lugar—. ¡Dile al guardia que viene después que también haré su turno! —le grité, antes de que desapareciera por la puerta—. ¡Y no te atrevas a decirle a alguien más! —Oí la reja cerrándose y exhalé profundo. Nunca nadie bajaba a los calabozos si no tenía la obligación de hacerlo. Este era un lugar solitario, y en ese momento, lo único que quería era estar solo.

Tomé el rifle que mi compañero había dejado y arrastré mi espalda por la muralla, hasta caer sentado en el piso. Escupí un poco más de sangre.

«Maldición. Soy un idiota. Debí haberlo supuesto.»

Di un puñetazo en la muralla con todas mis fuerzas. ¿Por qué me sentía tan frustrado?

Uno.

Dos.

Tres.

Tres golpes se oyeron en la puerta. Al principio, tardé en reconocer la señal que yo mismo había establecido para este tipo de momentos. La oí otra vez.

Uno, dos…tres.

Creí que él lo había olvidado. Yo lo había hecho. Me levanté, metí la llave en la cerradura y entreabrí la puerta. Al otro lado y en medio de la oscuridad y el silencio, unos penetrantes ojos azules brillaron.

   —¿Qué ocurre? —pregunté.

   —¿E-Estás bien? —balbuceó.

   —Pregunté que qué demonios ocurre —gruñí. El chico sostuvo la puerta con una de sus manos y la abrió un poco más, permitiéndome verle con más detalle. En su rostro, nuevas cicatrices habían aparecido, muchas de ellas demasiado frescas como para ser llamadas por ese nombre. Además, estaba pálido. Sentí como, lentamente, mi cuerpo empezaba a helarse—. Él…él lo ha hecho de nuevo, ¿verdad?

Asintió con la cabeza.

Abrí por completo la puerta y lo tiré hacia afuera. Luego la cerré.

   —Vamos adentro.

Me siguió. Le costaba caminar, pero aun así no me permitió que le ayudara a hacerlo como la primera vez. Supongo que tenía su orgullo. A cambio de eso, se desplazó lentamente entre medio de cojeos casi teatrales, pero que parecían dolorosos y quejidos que intentaba ahogar en su garganta. Le esperé en la puerta de la habitación, que esta noche se transformaría en mi guarida, antes de cerrarla con llave. A pesar de que había reservado éste y el siguiente turno de guardia, no sabía cuándo algún entrometido inesperado podría colarse por aquí. Prefería estar preparado.

Cuando cruzó la puerta y nos topamos de frente, reconocí siete marcas nuevas en su cuello, tres cortes a la altura de sus cejas y reparé en sus labios hinchados y agrietados por la deshidratación, que todavía sangraban por heridas de las cuales no me interesaba saber su origen.

   —Te ves fatal… —le dije cuando pasó por mi lado y cerré la puerta.

   —Tú también —contestó, en voz baja y rasposa. Casi parecía que le costaba hablar.

Sonreí, porque me pareció divertidísima la ironía. Él no lo sabía, pero nuestras heridas se debían al mismo hombre. Tomé el botiquín del estante y busqué algo de algodón sin pelusas y limpiador antiséptico. Se los entregué.

   —Toma —le dije—. Si queremos cubrir todo eso, vas a tener que limpiarte primero. Él tomó las cosas sin decir nada más y yo retrocedí unos pasos y me apoyé contra un casillero, observándole. El chico untó algo de líquido en el algodón y comenzó a darse pequeños toquecitos por el rostro; por sobre las cejas, por las mejillas, donde también había un corte que no había visto antes, y también sobre sus labios. Observé cómo el rojo de la sangre era limpiado poco a poco, permitiendo apreciar el verdadero color que tenía su boca; una especie de rosáceo pálido, en algunos puntos más oscuros producto de la cicatrización de trozos que habían sido arrancados. Me di cuenta que Noah, el chico destrozado que tenía frente a mí, tenía unos labios demasiado carnosos como para ser maltratados de esa forma. Pobre.

Mientras se limpiaba, me miró una o dos veces.

   —¿Qué ocurre? —pregunté a la tercera.

   —¿P-Puedes acercarte un segundo? —balbuceó, mientras untaba más solución en otro trozo de algodón—. Creo que me he dislocado la muñeca y hay heridas que no puedo alcanzar—me acerqué, por inercia.

   —¿Te has dislocado una muñe…? —callé. El frío líquido antiséptico sobre mis labios me desconcertó por un momento—. ¿Qué demonios crees que haces? —Él pasó el algodón por mi labio inferior y, sin quererlo, saboreé algo de desinfectante. 

   —Si hablas, vas a tragártelo todo —dijo y me hizo un gesto, que pretendía hacerme guardar la calma. Encarné una ceja y dejé que sus torpes y temblorosas manos limpiaran la sangre que se había coagulado ya en mis labios—. Parecía que no tenías intención de limpiarte esa herida tú mismo… —comentó y, por un momento, me vi tentado a corresponder el gesto y limpiar el resto de heridas en su rostro también, pero me contuve. En vez de eso, me dediqué a observar y grabarme los rasgos de ese chico, que, a medida que pasaban los días, me sorprendía cada vez más. Tenía pecas, eran escasas y apenas visibles, pero estaban ahí, sonrosando su rostro pálido, su nariz era respingada, no exageradamente como la nariz de un jodido modelo, pero respingada en su justa medida. Cuervo le había cortado las cejas por partes y eso me hizo gracia, porque antes de que esta crisis comenzara estaba de moda entre los jóvenes hacer eso. Aunque claro, los adolescentes solían afeitárselas con rasuradoras creadas para ese propósito, pero yo sabía muy bien que Cuervo no se tomaría la molestia de usar una de esas. No me molesté en preguntarle cómo mi padre le había causado esos cortes, que se marcaban en su rostro como pequeñas hendiduras rojas en la piel.

Jadeaba y su pecho emitía un silbido cada vez que respiraba. ¿Había estado enfermo todos estos días? 

   —Eso es un puñetazo…y durísimo —comentó de pronto, cuando estaba a punto de preguntarle—. ¿Estás bien? 

   —Estoy bien —contesté—. Me lo merecía.

   —¿Q-Qué ocurrió? —preguntó. Alcé una ceja y me sentí un poco molesto, sólo un poco. ¿Quién se creía que era para preguntar eso?

Él no era nadie, nada en este lugar. De todos los roles que se podían ocupar en esta base, de todos los puestos, de todas las prioridades que E.L.L.O.S y mis compañeros de trabajo tenían en estos momentos, él representaba el último eslabón, el más bajo, el más insignificante.

Hablarle a él sería como hablarle a una pared. Y quizás no era tan malo.

De todas formas, las mejores oyentes eran las murallas.

   —Traje a una chica infectada que estaba a punto de dar a luz —confesé, y cierta satisfacción y sensación de tranquilidad me invadió cuando se lo dije. Estudié su rostro, buscando alguna reacción, pero era inmutable. En ese momento, no pude haber adivinado en qué estaba pensando—. Ella no tenía remedio, pero le dije que salvaría al bebé. La chica se convirtió durante el parto y su hijo nació infectado.

El algodón se detuvo en la comisura de mis labios.

   —Eso es… eso es terrible —dijo—. Lo siento.

   —¿Lo sientes? —repetí, sarcástico.

   —Te ganaste un golpe por eso, ¿verdad? —alzó la mirada y sus ojos azules se toparon directamente con los míos. Estaban enrojecidos, quizás por algún llanto sostenido durante la mañana que yo no había alcanzado a presenciar y por la misma gripe que parecía estar sufriendo silenciosamente—. Arriesgaste todo por algo que creíste justo y no resultó. Lo siento.

Alcancé su mano en el aire justo antes de que volviera a tocarme con el algodón y noté que su piel estaba caliente, pero ignoré eso. Él se quejó. Le solté.

   —Suficiente… —dije, y enseguida me aclaré la garganta—. No me has mentido sobre tu muñeca dislocada, ¿verdad? —Él asintió con la cabeza—. ¿Y por qué demonios no estás utilizando la otra mano? —agarré su mano derecha y la rabia me hizo hervir la sangre rápidamente—. ¿Qué demonios? —gruñí—. ¿Cuándo pasó esto?

Negó con la cabeza.

   —No lo sé. Uno, dos días atrás. No es nada.

Alcé una ceja.

   —¿Nada? —le miré a los ojos y entonces, una alarma se encendió dentro de mí. Me habían advertido que tuviera cuidado con esta clase de situaciones—. ¿Has sido tú? ¿Has intentado…?

   —No —quitó la muñeca de golpe y eso pareció dolerle. Y cómo no iba a hacerlo, si tenía al menos seis cortes sobre ella—. No he sido yo.

   —¿Estás seguro? —le agarré del brazo e inspeccioné mejor las heridas. Eran profundas, demasiado quizá como para que él mismo se las hubiese hecho. ¿Con qué iba hacerlo? ¿Con los dientes? Los prisioneros no tenían nada con qué atentar contra su vida. Joder, había sido ese maldito cerdo—. ¿Cuánta sangre perdiste?

   —No sé. Un médico me atendió luego de que pasara.

¡Wolfang! Ese cabrón. ¿Cómo no me contó nada?

Exhalé aire y le solté. Este chico era duro de matar.

   —Bien —me aparté y volteé para no mirarle—. Termina y limpia tus heridas. Necesitas hacerlo otra vez, ¿no?

   —N-No —aclaró y aun así oí el sonido de la ropa arrastrándose por su piel, topándose con cicatrices y manojos de sangre coagulada—. Hoy él no…

Ah, así que hoy sólo se había dedicado a torturarlo.

   —A veces él sólo disfruta golpeándome —terminó.

«Ah, no me digas. Sé muy bien a qué te refieres», pensé.

   —¿Cuánto llevas aquí, chico? ¿Una…? —volteé hacia él para decir eso, pero volví a girarme hacia la pared cuando me di cuenta que estaba a torso desnudo, intentando alcanzar inútilmente una herida abierta sobre la superficie inferior de la escápula derecha. Ese desgraciado, lo conocía. Le encantaba golpear a las personas en lugares difíciles de alcanzar—. Te estás acostumbrando bien.

   —Gracias —contestó y se quejó—. Maldición. No puedo… —volteé otra vez hacia él.

   —¿Cómo piensas hacerlo con una muñeca dislocada y la otra hecha añicos? —me acerqué, le arrebaté el algodón y en cuanto toqué su espalda, sus hombros se encogieron y se tensaron, contuvo la respiración, apretó los puños y el resto de su cuerpo empezó a temblar. Estiré la otra mano para tocarle la frente; estaba ardiendo. Él se intentó alejar, quizás sin darse cuenta, de mi mano y se encogió todavía más. Tenía miedo. A su cuerpo le aterrorizaba el contacto.

Tan sólo una semana y ya estaba enfermo y hecho trizas. ¿Cuánto más iba a aguantar ese chico siendo el juguete de Alger?

Comencé a limpiar las heridas de su espalda con cuidado, evitando el roce de mis dedos y sólo tocándole con el algodón empapado. Había algo que me movía a ser más amable con este chico, más paciente. Conocía a Alger, sabía lo que hacía. Tardé años en acostumbrarme a ello, una persona normal no lo haría en una semana.

No mencioné su reacción ni tampoco le pregunté el porqué, ni si acaso pensaba que yo le haría lo mismo que mi padre. Poco me importaba la opinión de Noah por esos días.

En total, la espalda de ese chico presentaba doce heridas, doce heridas para las que diseñé cuatro nuevos tatuajes, más otro para la muñeca; una frase, un ave, un tribal y un par de calaveras.

Podría acostumbrarme, podría hacerme la idea de verme aquí, noche por medio, limpiando estas heridas y luego echando tinta sobre ellas. No sabía la razón, pero había algo casi terapéutico en todo ello.

Sonreí. Comenzaba a disfrutar de estas sesiones.

Notas finales:

Terapéutico para ambos, Brann. Créeme. 

¿Críticas? ¿Comentarios? Recuerden que pueden dejarlo todo en un lindo - o no tan lindo - review. 

Saludos! 


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