Se respiraba en el aire, se olía entre las sabanas, en la cama, en las cortinas, en los muebles, en toda la ropa desparramada por el embaldosado, en toda la habitación, no había ningún rincón a salvo del aroma que desprendían esos dos sujetos que se entrelazaban con desespero bajo las ligeras mantas cómo si estuvieran hambrientos, cómo si no quisieran dejar de saborearse por completo cada tramo de piel, cada rincón y periferia, a pesar de que ya se conocían absolutamente todo de pies a cabeza.
Se olía, o mejor dicho, apestaba a sexo, a pasión, a lujuria. Cualquiera era capaz de reconocer ese dulzón y amargo olor incluso detrás de esa puerta que los separaba de otra realidad, de otro mundo del que no estaban interesados, no en ese momento, porque ahora solo existían ellos dos y nada más valía la pena saber. Solo dos almas apartadas de todo. Para los tontos y los incautos, tal vez el aroma desprendido no le decía nada especial, en cambio, los murmullos bajitos les ponían en alerta, se escuchaban jadeos ahogados y largos, una voz melosa que parecía cantar con suspiros incesantes y otra más ronca que resoplaba como haciendo coro con la primera, en sintonía perfecta; los que logran escucharlos o incluso olerlos, se ríen suave, bajito aun cuando saben que no tiene sentido hacerlo, los más jóvenes sienten una terrible envidia e incluso a veces cuando es muy noche y les escuchan no pueden evitar aprovecharse la situación y echarse una mano con la terrible excitación bajo los pantalones, bajo la piel, causada por el concierto de gemiditos y el golpeteo constante de una cama contra la pared.
Entre susurros no dudan en perforarse los oídos con palabras que consientes son incapaces de aceptar, sueltan uno que otro ‘me encantas’ o ‘¿qué haría sin ti?’, se revuelven y se revuelcan entre caricias, entre besos que parecen interminables, casi eternos, porque ninguno de los dos esta reticente a despejarse de los labios ajenos a menos que no sea para soltar uno que otro gemido que se atora en las papilas gustativas y les hace perder el oxígeno. Quieren que el tiempo se detenga entre cada beso y caricia para poder deleitarse con lentitud, para poder sentirse eternos. Las sensaciones son como dinamita, lo han hecho mil y una veces, y parece que nada cambia y sin en cambio todo se incrementa. Se aman a su manera, a su gusto. Se olvidan de todo, menos de ellos mismos.
Quizás por la mañana uno de los dos se permita avergonzarse del concierto que ofrecieron a unos vecinos que con una mirada molesta, les miran acusadores por los pasillos del edificio porque no los dejaron dormir y sobre todo no hicieron más ponerlos inconscientemente (o tal vez no tanto) un poquito más calientes, ni tan secretamente les miran con desapruebo porque a pesar de todo, aquello no está bien para nada, no cuando todo el mundo sabe que la homosexualidad es un pecado, una injuria, aun así nadie les dice nada y quizás muy en el fondo también les miren con envidia.
Con mucha envidia.