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Algo de Él por Aurora Execution

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Notas del fanfic:

Los personajes no me pertenecen. Son propiedad de Masami Kurumada y ShioriTeshirogi.

Notas del capitulo:

¡Hola! ¡Un nuevo fic! ^^

La idea de ésta historia la venía pensando hacía bastante, incluso éste primer capítulo lo había escrito cuando todavía escribía My Way.

Luego la dejé en stand by... tuve que releer un poco para por fin darle forma.

Espero poder traerles un fic entretenido y original ¿Original Escorpio x Acuario?

Bueno, no es Camus XD

Puse semi AU, ya que cambié acontecimientos importantes para poder darle coherencia a la historia. Creo que el término correcto para esta clase de fanfics es  What If?

Bueno, sin más, espero disfruten de la lectura.

Desde la noche de los tiempos, la creación del mismo y el despertar de la vida, existió un Dios tan misterioso como excepcional. Primigenio e incorpóreo, dotado de la rotación de los cielos y el paso eterno del tiempo, ése Dios lo podía todo.

A él acudían cuando la situación no se sostenía, cuando el colapso les era inevitable y la vida se extinguía.

 

«¡Retrasa el caos, retrasa la muerte y perpetua la vida!»

 

Él sólo reía ¿perpetuar la vida? Los humanos eran codiciosos en verdad. Él, que había visto la vida despertar y morir en un instante perecedero, él que había dado inmortalidad a seres inmerecedores de tal don, no ha de caer en sus juegos. Dispuesto a demostrar su poder, pues cuyo don traía consigo la maldición de la muerte arraigado inevitablemente a su magnanimidad. Los Dioses verían morir sin excepción aquello que amaban, aquellos pecados por poseer sentimientos, los Dioses también eran imperfectos y se merecían el castigo del dolor.

 

El tiempo, no podía detenerse… y la muerte, era una virtud que los mortales nunca llegarían a comprender. Tal siquiera los Dioses lo entenderían, pues la muerte es sinónimo de dolor y perdida, de sufrimiento y derrota; la muerte, que él no alanzaría, era el final de todo.

 

Cuando Athena, la Diosa Virgen de la Sabiduría y la Guerra Justa, se presentó ante él, Chronos, Dios del Tiempo Eterno, no pudo más que asombrarse y los destellos de su personalidad mezquina y manipuladora lo dejaron envolver.

 

Le daría lo que pedía, pero se divertiría desatando el caos.

 

••

 

 

Un silencio pasmoso cayó sobre el Santuario, Milo no pudo evitar sentir que esa quietud le devoraba. Suspiró inquieto, la sensación de que algo malo, algo realmente malo, sucedería no dejaba de picarle la nuca, como una brisa helada – curiosa comparación – que le envolvía a cada instante. Se paseó por los pasillos de su Templo bastante destruido por su batalla anterior, mientras veía como el cielo se teñía de ocaso y el cosmos de Shura se perdía en el firmamento.

 

Lo sabía; estaban frente a frente. Había dejado pasar a Hyoga, satisfecho de haber podido comprobar al fin qué era aquello por lo que Camus siempre tuvo convicción y visión: su discípulo era digno de ser considerado Santo. Aun así, las últimas palabras de Camus lo inquietaban.

 

«Debo agradecerte por apreciar la capacidad de alcanzar la grandeza entre Santos que posee Hyoga.»

 

¿Por qué aquella frase le supo tan amarga? ¿Tal…fatalista? Algo en su interior se removió inquieto, y un calor, hasta ese momento desconocido, comenzó a oprimirle el pecho, expandiéndose por su cuerpo con ferocidad, un calor bastante desagradable, una especie de fiebre cruel y devastadora. Acusó su aflicción, al miedo, sí, el inconfesable miedo que comenzaba a invadirlo, a succionarlo. Miedo de pérdida, de una pérdida irreparable.

Se quitó el peto de su Armadura, sofocado por el calor, salió del Templo antes de deshacerse del resto de su vestidura sagrada, pues comenzaba a quemarle la piel, la brisa fresca le dio algo de calma, erizando la ardiente piel, mecía sus cabellos, algo tan reconfortante que cerró sus ojos para poder disfrutar de aquello, que le resultaba tan familiar y placentero. Tan conocido que se alarmó al darse cuenta que aquella brisa se volvía cada vez más helada, y apagada… el ambiente se tornó gélido de repente antes de comprender que unos copos, vestigios cósmicos, habían caído en su mano y en su rostro cual beso de despedida.

 

—No…

 

Tragó saliva, y la fiebre desapareció dando paso a la más horrible sensación de vacío jamás experimentada.

 

Para la madrugada que anunciaba la llegada de un nuevo alba, ya había preparado los cuerpos para darles entierro. Le molestaba el llanto incesable del muchachito bonito de cabellos verdes, el Santuario entero estaba sumido en un completo silencio que sólo era profanado por el llanto de Andrómeda. Los otros niños de Bronce parecían no caer todavía que habían perdido a uno de ellos.

 

Los observó con rencor, ellos, los Santos Dorados habían perdido a cinco ese día, y no lloraban por los rincones, lamentándose por ello…  No, porque el maldito orgullo les impedía revelar que en verdad deseaban estar muertos junto a los suyos.

 

Él había perdido al ser más preciado sobre su vida misma. Había perdido a quien amaba como nadie, como nunca, había perdido a Camus.

 

Ambos, Camus y Hyoga, habían perecido en una estúpida contienda de enseñanza y aprendizaje. Milo no entendía aquella egoísta necesidad de entregar su vida para darle una lección a su alumno, no entendía pues su dolor cegaba todo lo demás. Acarició el inmaculado rosto del francés, sintiendo una horrible opresión en el corazón, incluso sentía como se desgranaba en polvo, y se perdía con la vida de quien era y sería su gran amor.

 

—Eres un idiota Camus…

 

Se lamentó de dejar escapar unas cuantas lágrimas a la vista de todos, pues hasta su Diosa lo observaba con lástima y tristeza. Ya nada podía hacerse, y aunque su corazón fuera sesgado una y otra vez, llorar no le devolvería la vida a Camus.

 

Sólo restaba seguir adelante, con su recuerdo a cuestas y el hondo pesar en su corazón. Frunció el ceño ante un pinchazo que le obligó a tomarse el pecho, la molestia había aparecido nuevamente, y no dudaba que la fiebre lo hiciera también.

 

••

 

Santuario siglo XVIII

 

La pequeña Diosa lloraba sin consuelo, mientras las doncellas hacían lo imposible para bajarle la fiebre al hombre que se retorcía de dolor sobre la cama.

 

—Patriarca—llamó entre sollozos—.Debe llamar a Dégel, debe decirle que regrese, es el único que puede calmar a Kardia, él morirá si no hacemos algo—lloró más fuerte.

 

—Tranquilícese Diosa Athena, Dégel pronto estará aquí…—Sage trataba de mantener su serenidad, pero ciertamente la repentina y terrible fiebre de Kardia le hacía presagiar lo peor.

 

Hacía tiempo que el Santo de Escorpio no caía tan enfermo, pero eso se debía a que el francés siempre estaba a su lado, tal vez hubiera sido mejor que ambos fueran a la misión, en todo caso, habría prevenido este infortunio, lamentablemente Dégel era el único que poseía el control del hielo, y sin su fría presencia, Kardia…

 

»Date prisa Dégel, por favor. Rogó, al tiempo que un cosmos helado e inestable se dejaba sentir sobre los dominios de la Diosa Athena.

 

Dégel aterrizó a los pies del Coliseo, corrió a toda prisa. El recuerdo de su maestro perduraba en su mente y la innegable sensación de que había llegado demasiado tarde también lo acompañaba en su andar. Toda su estadía en Francia le había pesado la angustia, un dolor ajeno que le oprimía, asfixiándolo. Tarde entendió que no se debía a la presencia de  Krest, que ver a su maestro si fue una gran conmoción, pero aquel dolor, aquel sufrimiento que padecía no tenía nada que ver con el viejo Santo de Acuario. Y al sentir el llamado del Patriarca pudo al fin comprender que, efectivamente, su dolor tenía nombre; Kardia.

 

Desde Shion a Dohko, nadie se atrevió a detener su carrera, sabían e intuían que algo andaba mal en el octavo Templo, pues el cosmos de Kardia oscilaba débil, amenazando con apagarse en cualquier momento.

 

—¡Dégel!—gritó Sasha en cuanto lo vio.

 

—Disculpe mi tardanza Diosa Athena, pero ya estoy aquí—.Muy fiel al protocolo, reverenció en presencia de la niña, inquieto, le urgía ver al griego.

 

La niña se le acercó, tomando las manos del Santo entre las suyas, las lágrimas no se habían detenido y Dégel desesperaba a cada instante, mientras sentía la presencia de su compañero cada vez más débil.

 

—Sálvalo—alcanzó a decir la niña, antes de ver a su Santo asentir y correr a la habitación de Kardia.

 

Largó un hondo suspiro antes de abrir la puerta, había visto a Kardia sufrir antes, pero nunca estaba preparado para ello, siempre le ganaba la angustia, las ganas de abrazarlo y entregarle su vida a cambio de que pudiera librarse de esa enfermedad que lo tenía atado a la muerte desde que era niño, y no es que, como mortales, no lo estuvieran ya, pero Kardia no se merecía tener un final así. Se acercó al cuerpo convaleciente del griego y pidió a las doncellas que allí se encontraban, retirarse.

Se sentó a su lado, quitando los flequillos pegados a su rostro, bajó de golpe la temperatura, era también un mecanismo de defensa ante sus nervios. Kardia permanecía inconsciente, el pecho se agitaba con fuerza, parecía que le costaba horrores respirar, sus parpados y su rosto completo estaba ceñido, una mueca que lo angustió mucho más.

 

—Kardia…

 

Se quitó la Armadura y se recostó a su lado, lo abrazó con cuidado mientras comenzaba a descender aún más la temperatura de su cuerpo junto a la del ambiente.

 

—No me dejes… recuerda que aún tienes una misión que cumplir Kardia, no me dejes.

 

El cosmos de Kardia se perdía, mientras sus labios comenzaban a jadear, largando el vapor de su interior en llamas, se removió y gritó de dolor, el cuerpo entero convulsionaba y Dégel desesperaba, estaba en su punto máximo, de seguir descendiendo más la temperatura, terminaría por congelar todo, incluso a ellos.

 

—Dé…gel…Dégel…Dé…

 

Llamaba en sueños, llamaba en últimos esfuerzos por comprender que la vida se le extinguía. Sentía la presencia del francés, pero esta vez había sido demasiado tarde, su corazón había comenzado a incendiarse y sus órganos se cocinaban en su interior, se despedía de la manera más patética que nunca llegó a imaginar, se despedía en una cama, sin poder siquiera abrir los ojos para observarlo por última vez, sin poder mover su cuerpo y corresponder al abrazo que le estaba dando aquel niño bonito que se convirtió en todo su mundo.

Escuchó los primeros sollozos y la temperatura mortalmente baja, de seguir así terminarían encerrados en un ataúd de hielo, pero él ya no podía hacer nada, por más que se esforzaba por asimilar todo el frío posible, su corazón ya se había consumido por completo.

 

Pudo, con todo el esfuerzo de su tenacidad, abrir los ojos y esbozar una sonrisa, mientras, levantaba la mano y acariciaba el escarchado cabello del francés. Ahora que lo observaba tan detenidamente, no… ya lo sabía, siempre lo supo.

 

—Te amo Dégel…

 

Se preguntó por qué nunca se lo había dicho antes, si siempre tuvo bien en claro que aquel francés sabiondo era su más profundo amor.

 

—No, espera, no te despidas ¡aún no! ¡Kardia!

 

Sonrió otra vez, ya no era una opción, ya no era su propia voluntad ni la de Dégel, ya no quedaba nada en su interior… sólo el agradecimiento y amor para con él. Cerró sus ojos cansados, lamentándose por morir así, pero sintiéndose de igual manera feliz, si eran sus brazos los que acompañaban su descenso al Hades.

 

—Te amo Dégel.

 

Volvió a repetir, o tal vez era resonancia del cosmos que se apagó en ese instante, conmocionando a todos en el Santuario que corrieron al Templo del Escorpión Celeste para comprobar que aquello no era cierto, pero lamentablemente, los llantos de las doncellas y la pequeña Athena corroboraban la tristeza que se cernía en el Santuario: El Santo Kardia de Escorpio había fallecido.

 

••

 

Santuario Actual

 

Sonrió al sentir las caricias en su cabello, el sutil aroma a jugo recién exprimido y el profundo del café… además del suave aliento detrás de su oreja.

 

—Despierta dormilón…

 

Las caricias llegaron hasta su espalda y brazos, el peso ligero del galo era tan agradable, siempre sabía cómo despertarlo,  cómo hacerlo sentir bien y amado. Cómo le gustaba que le llevara la taza de café a la cama, mientras terminaba de despertarse, aunque dicha taza casi siempre terminaba por enfriarse sin ser bebida, porque los besos y juegos, las caricias y gemidos eran su mejor desayuno.

Giró para poder abrazar y besar a Camus, pero nunca llegó a tocar el cuerpo, se sobresaltó al darse cuenta que estaba solo en la cama y que aquello no era más que un sueño, maldijo al darse cuenta que nunca más despertaría con las caricias de Camus, nunca más una taza de café y un ligero regaño… lloró cuando entendió al fin que Camus había muerto y que estaba solo en aquella enorme cama.

 

El dolor que venía acompañándolo hacía una semana, no había cedido, pero prefería ignorarlo, pensaba que no era más que una reacción de su cuerpo por no exteriorizar su pesar, aunque se despertara llorando la pérdida del francés.

Ofuscado, se incorporó del lecho, largando una maldición al darse de buces al suelo, las piernas le habían fallado y toda la habitación daba vueltas. Su estómago se retorció, sintió su propio sabor amargo subir, quemándole la garganta, vomitó la bilis. Se incorporó como pudo llegando al baño para limpiarse los restos de vómito y dejar que el agua lavara sus penas, que se las llevara lejos.

 

Salió sintiéndose un poco mejor, pero su cuerpo extrañamente estaba caliente, una semana era la que llevaba de esa manera, y no se acostumbraba a la alta temperatura, tampoco quería que nadie lo supiera y lo observara con lástima, como observaban a Shun, abrazándolo y dándole palabras de aliento para seguir adelante sin Hyoga ¡Ni de broma! Él no era débil y Camus…

 

Su única debilidad ya estaba muerto.

 

—¡Maldición!

 

Se apretó el pecho, ese dolor comenzaba a ser realmente una molestia. Dio una gran bocanada de aire ignorándolo una vez más, se dispuso a vestir su Armadura y salir de ese Templo. A medida que avanzaba fue dándose cuenta que las piernas le pesaban el doble, y que cada paso le dificultaba más y más la respiración, que su frente sudaba copiosamente y la Armadura comenzaba a quemarle una vez más. Se sujetó de una columna para tomar aire y calmarse, estaba seguro que no debía de alarmarse, pero la electricidad que le producían los pinchazos en su pecho se intensificaban a cada instante, era como si el aire que entraba a sus pulmones tenía finas dagas que le perforaban el pecho, un extraño silbido producía cada vez que exhalaba. Supo que estaba en apuros cuando la vista se le nubló y todo giró a su alrededor.

 

—Milo…

 

Lo que le faltaba, Aioria.

 

Levantó la cabeza para tratar de enfocar la vista hacia el otro griego, pero el mareo y el dolor no lo dejaban erguirse, cada instante era una tortura y la mirada afligida de su compañero no ayudaba en nada.

 

—A…Aioria…

 

Cayó al suelo y no recordó nada más.

Notas finales:

¿Qué les pareció? Espero lo hayan disfrutado.

Nos leemos en el próximo capítulo. Gracias por leer.


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