Corría el verano de 1325 y un muchacho de la villa de Muret, al sur de Francia, caminaba entre los bosques de la zona. Ataviado con una camisa fina de color azul y de mangas largas y un chaleco de cuero llevaba un imponente halcón en el hombro. Un carcaj con flechas y un arco colgaban de su espalda mientras que un cuchillo corto, que utilizaba para despellejar presas estaba enganchado en una hebilla de su cinturón. Gruesos guantes de cuero cubrían sus manos hasta casi los codos. En la cabeza llevaba un gorro en punta, que tapaba escasamente su irregular pelo verde, corto en unas zonas y más largo por otras. Unos pantalones oscuros y unas botas altas de cuero completaban su vestimenta. Buscando una presa en concreto, se topó con un hombre que iba a caballo y parecía totalmente perdido. El caballero se acercó a nuestro protagonista y le habló con voz profunda:
-Disculpe, joven cazador, ¿podría indicarme dónde estoy?
Tenía una cicatriz que le atravesaba el ojo, y varias espadas colgando del cinturón. Llevaba una cota de malla fina, para que el peso no redujera la velocidad del caballo. El peto le cubría desde los hombros hasta casi las rodillas, era blanco y lo llevaba sujeto por un cinturón de cuero marrón. Al igual que la cota de malla, las grebas y los quijotes eran finos, no era un caballero que fuera a ir a la guerra, desde luego. Los guanteletes le llegaban hasta después de las muñecas y no llevaba yelmo. Un escudo con la señal de su señor estaba enganchando en la parte trasera de la grupa del caballo, que también llevaba una tela cubriendo su lomo y parte de su cuerpo con los mismos colores que había en el escudo del caballero. El caballo era de un color dorado suave. La cola, las crines y la parte baja de las patas eran de un color rubio pálido. Llevaba una brizna de hierba en la boca que no dejaba de masticar. Si fuera un humano fácilmente podría haber estado fumando. Parecía no estar muy contento con su jinete pues no dejaba de relinchar suavemente, como si se quejara por haberse perdido. Casi parecía que rodaba los ojos.
-En el bosque – contestó el cazador de mala gana. El halcón que llevaba en el hombro le graznó y le picoteó la oreja. Con un bufido volvió a responder – Cerca de la villa de Muret, a pocos kilómetros de Toulouse. ¿Qué buscáis?
-Busco a un joven que acaba de escapar de prisión, soy un guardia real. Es moreno, delgado, un ladronzuelo… tiene una cicatriz bajo el ojo izquierdo.
-No tengo por costumbre fijarme en todos los hombres que veo… ¿Cuál fue su delito?
-Entró en el gran comedor del castillo de mi señor y se comió las reservas de varios días… Mi señor ha tenido que estar alimentándose con las reses de los campesinos, lo que ha creado revueltas, ya sabe cómo funciona esto…
-No, no lo sé. Yo cazo mi propia comida. Tu señor podría intentar hacer lo mismo.
-No se atreva a hablar mal de mi señor o…
- ¿O qué? Amenáceme una vez más y le mando a lo profundo del bosque de donde le garantizo que no volverá a salir… no con vida.
El guardia pareció pensárselo mejor y no volvió a tocar el tema. Pidió a nuestro protagonista si podía acompañarle hasta que volviera a la villa. El cazador aceptó pero le advirtió que hasta dentro de dos o tres días no tenía intención de volver, puesto que estaba en busca de una pieza grande, un venado, nada de caza menor. Al guardia no pareció quedarle otra opción y juntos caminaron por el bosque, el cazador con el halcón en el hombro y el guardia sujetando las riendas del caballo, que le seguía a paso lento. Cuando se empezaba a acercar la noche buscaron un sitio para acampar, aún con los últimos rayos de sol. Encontraron un claro despejado, con algún tronco caído en los que pudieron sentarse. El halcón había salido a cazar algo y el caballo se mantenía quieto en uno de los lados del claro, comiendo algo de la corta hierba que había por la zona... pero sin soltar la que anteriormente llevaba en la boca, más larga y gruesa. El claro estaba cubierto de esa misma hierba verde, aunque no muy espesa y no había los suficientes árboles como para que no pudiera verse el cielo. Cerca, se escuchaba el fluir de un río.
-Y bien, ¿cuál es su nombre?
-Bartolomeo… O Barto, si lo prefiere. ¿Y el suyo?
-Zoro. Y este caballo tozudo es Sanji – el caballo resopló molesto, girándose enfadado y tumbándose en el suelo. - ¿Y su halcón? – Aquello pilló a Bartolomeo por sorpresa porque empezó a balbucear.
-Este… no tiene… no tiene… nombre… en realidad.
-¿Hace poco que lo tiene? Debería ponerle uno, si no, podría perderse.
-¿Perderse? – dijo sonriendo y mostrando una hilera de dientes extrañamente afilados – No se preocupe por el halcón… le garantizo que no se va a separar de mí.
Extrañado, Zoro se despidió para ir a dormir. Era una persona que solía dormir bastante y prefería dormir cuanto antes, pues el bosque, por alguna extraña razón le intranquilizaba así que pensó que cuanto antes se durmiera, antes despertaría. Pero, al cabo de unas horas un ruido sordo le hizo entreabrir los ojos.
-¿Bartolomeo? – murmuró.
-Ha salido a cazar – contestó una voz cálida.
-¿A esta hora? ¿Quién es usted?
Preguntó incorporándose y viendo frente a él a un joven rubio que perfectamente podría pertenecer a la alta nobleza. Vestía una saya verde, que le llegaba hasta por debajo de la cintura y de anchas mangas y un pantalón ajustado de un color pálido, ambos de telas que tenían aspecto de no estar al alcance de cualquiera. En la cabeza un sombrero con una pluma le daba aspecto autoritario. No llevaba armas, excepto por un pequeño estilete que llevaba colgando de un cinturón. De los hombros le colgaba una capa que le ayudaba a protegerse del viento nocturno.
-Me llamo Cavendish. – Al escucharlo, Zoro se quedó totalmente tieso. Y se apresuró a hablar.
-¿Cavendish? ¿El príncipe de Garonne? ¿El futuro rey?
-Sí, bueno… aunque no creo que herede nunca el trono.
-¿Por qué? No tiene hermanos varones, mi señor.
-No, pero la nueva esposa de mi padre no creo que permita que reine yo y no su hija.
-¿También es hija de su padre, señor?
-¿Lady Hancock? No… mi madre murió hace sólo un par de años… Hace sólo unos meses que contrajeron matrimonio.
-Disculpe mi atrevimiento pero… ¿qué hace alguien de la realeza por aquí?
-A veces me gusta salir a dar una vuelta y pierdo la noción del tiempo.
-Pero… si algo le pasara…
-Si algo me pasara mi madrastra y su hija estarían encantadas – dijo sonriendo. En ese momento vio a Zoro poner cara de espanto. - ¿Qué ocurre?
Pero Zoro no respondía, no dejaba de señalar detrás de Cavendish como si hubiera visto al mismísimo diablo. Cuando Cavendish se giró un enorme lobo se acercaba con paso sigiloso hacia ellos, sin apartar los ojos de Zoro. Se le veían unos enormes dientes, muy afilados, apareciendo tras los labios del animal. Tenía los ojos de un vivo color azul, que contrastaban enormemente con su pelaje de un color negro como el tizón. Era casi tan alto como un potrillo e igual de ancho. Era el lobo más grande e imponente que Zoro había visto jamás. No emitió sonido alguno, Zoro se quedó inmóvil con una mano en la empuñadura de una de sus espadas. Cada una de sus patas era casi tan grande como una mano humana… o incluso más. Pero, en lugar de atacar o huir, el enorme animal se acercó con lentitud a Cavendish, tumbándose junto a él, como si fuera un adorable e inofensivo cachorrito.
-¿Es… es… suyo? – preguntó Zoro, señalando al lobo, que parecía haberse dormido.
-¿Alguna vez ha visto a un animal salvaje ser propiedad de alguien? – dijo riendo. – No, él no es mío. Pero, de algún modo… hay algo que nos une muy estrechamente.
-¿Cuida de usted, mi señor?
-Desde luego que sí… Si alguien se atreviese a intentar tocarme les arrancaría la mano sin dudarlo.
-Vaya… - miró a su caballo y se giró de nuevo a Cavendish – Ese maldito caballo rubio me odia tanto que estoy seguro de que si pudiera me cocearía en cualquier momento. – como respuesta, Sanji relinchó y se giró en el suelo, dándoles el culo y moviendo su cola, que esparcía polvo por todas las pertenencias de Zoro - ¿Lo ves? – le dijo a Cavendish.
-Yo no creo que te odie… pero creo que es demasiado orgulloso para aceptar que te tiene cariño – dijo pensativo.
Con esa frase en la cabeza, Zoro se volvió a dormir. Quizá era verdad. Después de todo, era cierto que, aunque él tampoco trataba con mucho cariño a Sanji, jamás permitiría que nadie tocase al caballo y saliera entero. Se prometió a sí mismo intentar tratar mejor a Sanji desde aquel día… si es que el caballo ponía algo de su parte, por supuesto.
A la mañana siguiente cuando Zoro despertó vio a Bartolomeo cocinando algo para el desayuno. Había preparado una hoguera en una zona del claro en la que no había hierba y de unos palos colgaba una pequeña cazuela en la que estaba guisando algo de carne de la que había cazado el día anterior. Zoro se desperezó y se acercó al cazador con lentitud.
-Buenos días… - recibió un gruñido de contestación. El halcón les observaba desde un árbol cercano. Miró alrededor pero de Cavendish no había rastro alguno. - ¿Dónde está Lord Cavendish?
-Se ha marchado. – contestó secamente.
-¿Al castillo?
-¿Cómo voy a saberlo? No habla mucho conmigo. Sólo soy un simple cazador, ¿recuerdas?
-Entiendo… pero se me hace extraño que una persona que puede heredar un trono se pasee a altas horas de la noche por un bosque con un enorme lobo y que casi nada más amanecer se haya marchado de nuevo.
-Eso no es lo más extraño que vas a encontrar en esta zona. Y Cavendish tiene cosas mucho más extrañas que aparecer y desaparecer de la nada. – el halcón volvió a graznar y Bartolomeo se giró hacia él, molesto - ¿¡Por qué no te vas a cazar algo por ahí!? No es muy cortés estar observándome siempre, ¿sabes? – Zoro le miraba atónito.
-¿Le entiende cuando le habla? – preguntó, fascinado.
-Más le vale. O cualquier día se convertirá en el desayuno o el almuerzo. – lo dijo mirando al halcón que se infló en el sitio acicalando sus plumas, como si hubiera herido su orgullo y él tratase de mantenerlo.
-Me recordáis a Sanji y a mí.
-Créeme, nosotros no nos parecemos en nada a vosotros, te lo garantizo… - dijo Bartolomeo con una sonrisa que parecía esconder mucho detrás de ella.
Zoro decidió que sería mucho mejor no preguntar más ni seguir tocando el tema. Sentía que había algo raro en ese cazador. Ese día siguieron por el bosque hasta que Bartolomeo se rindió. Llevaba ya varios días dando vueltas por el dichoso bosque y el cansancio empezaba a ser notable. Además, comenzaba a quedarse sin suministros y no siempre se podía encontrar cerca un río o un arroyo del que beber.
-¿Por qué quieres un venado? En esta época del año se han mudado a tierras más frías.
-Hice una especie de apuesta…. Si encontraba un venado en estas tierras durante el verano… Bueno… pasaría algo que llevo mucho tiempo deseando que ocurra.
-¿Qué es?
-Un secreto.
-Oh… ¿Y va a rendirse ya?
-Por hoy sí. Volveré a casa y descansaré sólo un par de noches. Necesito reponer agua limpia y comida. Luego volveré a salir de caza.
-¿Y si no lo encuentra en todo el verano?
-Eso es algo que no puedo contemplar. He de cazarlo y he de cazarlo pronto.
Pensando que el pequeño fugitivo que buscaba quizá se escondía en Muret, decidió acompañar al cazador hasta la villa. Pero aún estaban a un par de días de distancia. Y siempre, antes de que se pusiera el sol, ya habían parado para dormir.