Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

El “Engeorgio” de 19,95€ por Marbius

[Reviews - 1]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Disclaimer: Sólo me pertenece la trama y las (posibles) risas que tengan de leer esta historia.

Para C-chan, a quien le prometí crack y... le di esto.

Notas del capitulo:

Advertencias extras: Humor del malo, dildos (jugar con ellos, sentarse en ellos, menciones a penetración simultánea con uno...), algunas palabrotas, ver porno, algo de lesbianas y en general crack.

El “Engeorgio” de 19,95€

 

A modo de regalo (y vaya regalo de lo más inesperado que resultó), Georg sorprendió a todos sus amigos y familiares en pleno día del amor y la amistad con idénticas cajas para todos en el mismo papel de embalar y moño de idéntico color. Alguien preguntó si acaso no se confundía con cuál regalo era para quién, pero Georg sólo respondió que “una vez que los abrieran, comprenderían por qué no era necesario personalizar más los obsequios”, todo con una sonrisita ladina que provocó reacciones diversas.

Por encontrarse los cuatro juntos trabajando en el que sería su próximo disco de estudio, a Gustav y a los gemelos les tocó recibir la caja en el mismo día y a la misma hora, igual que a varios miembros del estudio de grabación y hasta el anciano portero que atendía en la entrada. Todos y cada uno de ellos sumamente extrañados por tan repentina muestra de afecto que hesitaron en revisar su contenido.

—Oh, casi me apuesto a que es uno de esos regalos broma en los que levantas la tapa y te estrellan un pastel en la cara, ¿a que sí? —Preguntó Bill, pero Georg denegó esa sugerencia.

—Noup. Es algo más… íntimo. Y en tu caso me atrevo a decir que te vendrá de maravilla para controlar el mal genio. Falta te hacía uno, me lo apuesto.

—¿Mariguana medicinal importada de Ámsterdam? —Trató de adivinar Tom, sacudiendo la caja que tenía las proporciones de una de zapatos y maravillado porque a pesar de no sobrepasar el medio kilo, se sentía bastante sólida.

—Pues con lo de Ámsterdam has dado en el clavo, pero… Bah, sólo ábranla y ya, o se los arruinaré con un pistas —dijo Georg cruzado de brazos y con un brillo especial en los ojos que Gustav sólo le había conocido de primera mano cuando estaba por cobrarse rencillas pasadas.

—Vale, yo seré el primero —se lanzó Gustav al ruedo arrancando el moño, desgarrando el papel y rompiendo la cinta con la que estaba cerrada la tapa de la caja. Si esa era la venganza de Georg porque la semana pasada le había dado un café con sal en lugar de azúcar, estaba listo para expiar sus culpas y volver a caer en su gracia. A la espera de toparse con una serpiente, un nido de cucarachas o algo igualmente asqueroso o terrorífico que se le equiparara y que le hiciera chillar como niñita, Gustav levantó la tapa despacio, y en lugar de todo lo anterior, se asombró cuando sólo encontró la caja rellena hasta el tope de bolitas de unicel de las que se usaban en embalajes de objetos delicados—. ¿Y esto qué?

—Era para que no se dañara, por supuesto —señaló Georg lo obvio—. Así venían desde fábrica, así que me limité a ponerles un lindo papel de regalo y ya está.

Por lo bajo Tom repitió “lindo, seguro…” en su tonó más irónico, porque el envoltorio era en tonos rosa con rojo, plagado de grandes corazones y un cupido semidesnudo con medio derrière de fuera, que más que lindo era casi obsceno y cursilón en una terrible oferta de dos por uno.

—Esto no me da buena espina —masculló Gustav entre dientes, y como quien mete la mano a un tanque de tiburones, introdujo los dedos en la caja a la espera de toparse con una trampa para ratones que le fracturara las falanges, o algo por el estilo. Pero como era de esperarse a esa situación que se salía de lo normal, lo que encontró entre las bolas de unicel no fue nada que él hubiera supuesto antes—. ¿Qué demonios…?

Despacio extrajo de la caja lo que en inicio creyó que era una vela en chillón color verde moco y que seguro brillaba en la oscuridad, pero que una vez que tuvo al alcance de sus ojos miopes, comprobó que era más bien un…

—¡¿Estás de broma?! —Exclamó Tom, que no había parpadeado ni una vez y fue el primero en sumar uno más uno y descubrir de qué se trataba el chiste de Georg a sus costillas.

—¡Tadán! —Hizo Georg una fluorita en el aire—. ¿A que es una monada?

—Uhm… —Gustav analizó lo que tenía en la mano pero seguía sin encontrarle forma, en cambio que Bill recibió la primicia por parte de su gemelo como un susurro al oído y se soltó a reír con una carcajada.

—¿Todavía no sabes qué es, Gus? —Le chanceó Tom, y el baterista consideró rascarse el cráneo como el simio ignorante que era.

—Parece un… gusano de caramelo —dijo al cabo de unos segundos, y las carcajadas de Bill aumentaron en estruendo.

—Puedes metértelo a la boca si quieres —comentó Georg con las comisuras de los labios alzadas, pero por lo demás de lo más relajado—, pero antes te recomendaría lavarlo bien antes y después de cada uso. Vaya uno a saber dónde haya estado antes o qué tan higiénico sea.

Al baterista arqueó las cejas, y listo para averiguar por qué de pronto se había convertido en la burla de sus compañeros de banda, terminó de romper la cinta de embalaje que rodeaba el cirio-caramelo-macana en uno. Apenas terminó, sus facciones se transformaron en un poema épico.

—¡Qué carajos…!

—¿Te gusta? —Preguntó Georg como si nada—. Es un modelo del Engeorgio en todo su esplendor.

—¿El Giorgio qué? —Inquirió Tom con una media mueca de incredulidad—. ¿Como el tipo ese de Armani?

—Nah, que va. No seas ignorante. —Como respuesta gráfica, Georg se señaló la entrepierna con el dedo índice y chulería—. El Engeorgio, ya saben, mi amiguito de toda la vida, compañero de parrandas y cómplice de aventuras triple x. O mejor dicho, mi graaaan amigo, porque como podrán comprobar por sus regalos, de pequeño no tiene ni el nombre.

Las carcajadas de Bill se volvieron incontrolables, y fue necesario que Tom le diera unas palmaditas en la espalda una vez logró recobrar la cordura y se preparó para recibir la tan esperada explicación que Georg les iba a dar.

—Bueno —empezó éste—, hace un par de meses entré a un baño público en un restaurante de Berlín. Lo normal, estaba yo ahí parado haciendo mis asuntos sin molestar a nadie y pensando en la inmortalidad del cangrejo, cuando de pronto este tipo que se paró a mi lado y con pinta de extranjero se asoma a ver en mi urinal y de la nada me dice que tiene una propuesta de negocios para mí.

—Ew —declaró Bill—. ¿Esta historia tuya termina en prostitución o…?

—No, aunque en un principio pensé lo mismo. La cuestión es que me aseguró que tenía el pene más hermoso y con potencial que hubiera visto en mucho tiempo. Yo no soy de piedra, también tengo mi vanidad y punto débil por los halagos, y antes de que pudiera reaccionar, me dio su tarjeta y se presentó como un fabricante de juguetes sexuales de Holanda que de casualidad estaba en la ciudad de paso. Les daré la versión corta: Una cosa llevó a la otra-…

—¡¿Y se acostaron?! —Saltó Tom a la conclusión que usualmente sería la descabellada, pero que con Georg y sus regalos inapropiados de pronto ya no lo parecía más.

—No, pero lo acompañé a su habitación de hotel y-…

—¡¿Lo hicieron salvajemente contra la pared?! —Volvió a la carga el mayor de los gemelos, así que Gustav le pegó con su Engeorgio en la mollera para hacerlo callar.

—Shhh, que quiero saber cómo sigue esa historia —le ordenó guardar silencio.

—Pues como decía —prosiguió Georg sin empacho—, en su habitación me mostró sus materiales de trabajo. A cambio yo le volví a sacar el Engeorgio, y en menos de veinte minutos tenía lista la pasta y el yeso. No me pregunten por el proceso exacto, pero en tiempo récord me mostró un molde idéntico al de mi pene, y me aseguró que lo iba a vender en su tienda y me pagaría una modesta comisión por ser su modelo y musa. Es apenas un 5% del precio total, lo que me da algo así como un euro por cada uno que se vende, pero hey, no hago esto por dinero, sino por amor al arte. Ya sé que no es una segunda carrera ideal, y que tal vez pequé de confiado, pero fue divertido y no me arrepiento de nada.

—A ver —levantó Tom ambas manos al aire—, ¿lo que quieres decir es que ese monstruoso pene de silicona que nos has regalo este San Valentín es una réplica exacta del tuyo?

—Exactamente —afirmó Georg—. Anno lleva más de mil piezas vendidas en su tienda, y en la página de internet es casi el doble. Ahora con este cargamento que le pedí yo para San Valentín seguro que estamos un poco más cerca de la meta de tres mil piezas.

—¿Ano? —Repitió Bill el nombre—. ¿Me estás diciendo que tu socio se llama Ano, como el orificio del culo? ¿Y con ese nombre le enseñaste tu pene así como si nada?

—Idiota, no —puso Georg los ojos en blanco—, es Anno —recalcó la consonante—, con doble n. Un nombre del todo tradicional en su país de origen, así que cero burlas.

—Me vale un pepino si se llama Anno, Prepuccio o Glandé —gruñó Gustav—, lo importante aquí es que nos expliques por qué carajos nos han regalado uno de tus…

—Se llaman dildos —dijo Georg, y a cambio Gustav le pegó con él.

—¡Al diablo con los nombres!

—Oye —se apresuró Tom a abrir su caja de regalo y extraer el suyo en electrizante color azul—, ¿en verdad le has obsequiado uno de estos a cada conocido tuyo?

—Espero que sí, que nadie se me haya olvidado o será una ofensa difícil de olvidar.

—Ofensa es regalar esto, pero bue… —Masculló Bill, extrayendo el suyo de la caja y comprobando que era de color morado—. Menos mal que tuviste la prevención de personalizarlos, o podrían habérsenos confundido en el autobús de la gira.

—Precisamente por eso-… —Dijo Georg de lo más ufano por su gran idea, pero Bill le cortó la oración.

—Estaba siendo sarcástico. Ni de loco viajaré por Europa con esto, y mucho menos lo transportaré en avión, a saber que me toque ser de esos a los que les revisen la maleta y encuentren… esto. Joder, la vergüenza que eso sería.

—Ah, ok —aceptó Georg desilusionado el desaire.

—Y cuando dices que le has dado uno de tus Engeorgio a todos —tragó Gustav saliva por las posibilidades—, ¿te referías a todos?

—Hasta a mi madre, por si es a ella a quien tienes en mente —dijo Georg sin el menor asomo de vergüenza en sus facciones—. Incluso me mandó un mensaje agradeciéndome el detalle y prometiendo ponerlo en la sala, enseguida de algunos de nuestros premios de MTV. Según ella, le merecen el honor.

—Por Dios santo —siseó Bill, en contraste a Tom, que pasó a ser quien se atacaba de la risa y al que le costaba respirar sin ahogarse.

Gustav por su parte observó con mayor detenimiento su regalo y se cuestionó su nivel de paciencia, porque se debatía entre dar gracias y decir que justo eso era lo que quería, o sólo resignarse y ya.

—¿A que es una monada? —Corroboró Georg con él su opinión, y Gustav tuvo que admitir que a pesar del nuevo nivel de turbación que habían alcanzado como amigos, también era muy de su estilo y estaba… bien. Bien a secas.

—Lo guardaré con afecto, gracias —dijo Gustav, y ahí quedó su historia chusca del día de San Valentín de ese año, o al menos creyó eso él.

El destino (cabrón como nunca) y la necesidad (terrible cuando atacaba) ya le demostrarían lo contrario.

 

Antes de finalizar el catorce de febrero de ese mismo año, Gustav y Bianca dieron la gran noticia de que iban a ser padres, y para ello se auxiliaron de la cuenta de Instagram del baterista y de un bella fotografía que Bill, en sus intentos de ser artístico y moderno, les tomó siguiendo un concepto que ya había visto antes en Pinterest y que juraba y perjuraba que era de lo más in en tendencias actuales.

In o Out como en terminología de béisbol, deporte que por cierto no le podía interesar menos, a Gustav le dio igual hasta que contempló el producto final y él y Bianca le dieron el visto bueno para que fuera su declaración oficial de ‘Hola, mundo, somos los Schäfer y ¡estamos embarazados!’ que le dio la vuelta al fandom en tiempo récord.

Meses después resultó curiosa la coincidencia entre el regalo de Georg y que precisamente ese día hubiera sido el seleccionado por Bianca para dar la primicia de su primogénito, aunque Gustav más bien la definió como elegida por el destino, porque la relación entre uno y otro evento acabó por ser tan intrínseca una de la otra que hasta llegó a encontrarle la gracia.

Casi.

 

El primero en caer bajo los encantos del Engeorgio fue Bill. Desesperado, primaveral y no tan inocente Bill, que después de casi seis meses sin siquiera un ligue temporal que le saciara la comezón interna que amenazaba con convertirlo en un adolescente calenturiento del cual tanto se jactaba de no ser más, regresó una noche de juerga a su casa en Los Ángeles, y fastidiado de que sus intentos de conseguirse compañía para la velada no habían rendido los frutos que él se había pronosticado con sus pantalones ajustado y camiseta con escote bajo, tomó la drástica decisión de rebuscar en su arsenal de juguetes sexuales uno que le supliera al menos uno de los tantos vacíos que sentía en el cuerpo.

Que si al menos no iba a saciar el hueco que sentía en el pecho, bien podía llenarse otro de manera por demás poco ortodoxa…

Sin pantalones y con dos dedos en su interior tratando de dilatarse lo antes posible, Bill metió su mano libre en el buró de noche donde guardaba su colección dildos de silicona y cristal, y ya fuera por azar o el destino, sus dedos se ciñeron alrededor del Engeorgio del que ya hasta se había olvidado ser dueño.

Bill lo sopesó. Elaboró una lista de pros y contras. Se cuestionó cuánta de su dignidad se iría en ese simple acto. Se prometió llevarse ese secreto a la tumba. Mandó al cuerno su orgullo. Y en un último gesto, se encogió de hombros y le dio el uso para el que estaba fabricado…

Sus gritos atrajeron a Tom, quien para nada se esperaba el cuadro con el que Bill le recibió apenas abrió la puerta de una patada heroica, a la espera de encontrar a su gemelo siendo apuñalado por un maniaco asesino, porque sólo así justificaba él semejantes ruidos, gemidos y jadeos, seguidos de gritos agudos y expresiones de “¡Oh por Dios, Dios mío santo, ay, joderrr!” que le hicieron temer lo peor por su bienestar.

En su lugar, Bill estaba de cuatro patas, o mejor dicho en tres, porque con una mano sostenía el Engeorgio y lo presionaba dentro de su trasero a un ritmo demencial y acorde a su mantra de “¡Más, más, másss!” que fue con el que Tom lo sorprendió.

—¡Bill! —Rezongó Tom, llevándose las manos al corazón que amenazaba con salírsele del pecho vía garganta—. ¡¿Pero qué demonios…?!

Bill siguió en lo suyo sin inmutarse. En lo que a Bill respectaba, se encontraba más allá de la línea que la cordura, el decoro y el pudor habían trazado para él. En otra día, con otro juguete, quizá se habría muerto de un sofoco, y en su acta de defunción habrían puesto ‘ataque cardíaco’ para ahorrarse el entrar en aclaraciones que mancharan su gran nombre, pero con el Engeorgio haciendo maravillas contra su próstata, lo único a lo que atinó fue a correrse con la potencia de una manguera de bombero, y su único testigo (aunque no por voluntad propia) fue Tom, quien por poco se fue para atrás del síncope que le dio.

—¡Síiiiiii! —Se desplomó Bill bocabajo y lánguido de extremidades, el Engeorgio todavía en su sitio y bien afianzado con sus veinticinco centímetros de longitud y una base de tres pulgadas de diámetro que apenas sobresalía de entre los glúteos de Bill y que se podría haber perdido en los recónditos rincones de su anatomía de no ser porque contaba con un mecanismo específicamente diseñado para ahorrarse esos viajes de humillación a la sala de emergencias.

Agarrándose a la pared, Tom dio dos pasos tambaleantes dentro de la habitación y cayó de rodillas.

—Bill…

—Oh, Tomi —exhaló el menor de los gemelos con los ojos pesados y una sonrisa perezosa en labios—. Ha sido… espectacular. Nunca antes había vivido una experiencia como ésta.

—¡Pero…! —Tom se ahogó con su propia saliva, y fue necesario que tosiera un par de veces antes de recuperar la capacidad del habla—. ¿Qué no es ese el dildo que Georg nos regaló en San Valentín?

—Sí, ¿y qué? —Cuestionó Bill. Gruñendo guturalmente, rodó de lado y sin importarle su desnudez o que en el pecho llevaba un poco de su semen, se extrajo el Engeorgio sin tapujo alguno, apenas un gemido cuando en toda su gloriosa longitud le recorrió las entrañas con maestría.

Tom abrió grandes los ojos una vez que el molde apareció en su campo de visión, pues si bien lo recordaba en sus proporciones exageradas, una cosa era el recuerdo de casi dos meses atrás, y otro muy diferente la realidad de volverlo a contemplar, húmedo de lubricante entre otros fluidos, y de nueva cuenta corroborar que Georg estaba tan bien equipado como un semental en época de celo.

—¿Todo eso te… entró? —Preguntó con una vocecita, y Bill asintió con una sonrisa que nada tenía que envidiarle a la del gato Cheshire.

—Todo —recalcó con golpes de lengua contra los dientes—, cada centímetro. Hasta el fooondo.

Tom contuvo un hipido, pero fue en vano. En ironías que tiene la vida, un susto de ese calibre le había desatado contracciones involuntarias en el diafragma, pero él no estaba para prestarles atención.

—Joder, ¡hic!, Bill. ¿En qué, ¡hic!, estabas pensando, ¡hic!, cuando sacaste esa aberración, ¡hic!, de la naturaleza y, ¡hic!, te la metiste por el culo, ¡hic!?

Bill terminó de girarse hasta quedar de espaldas y contemplando el techo raso. —No sé, no me importó. Estaba lo suficientemente desesperado como para pasarme toda lógica por el culo. Jajá, ¿te das cuenta?, ¡por el culo! Ay, qué gracioso soy.

—¿Te das cuenta que es como si, ¡hic!, Georg te hubiera cogido? —Prosiguió Tom, más alterado por esa noción que por la amplia capacidad de los esfínteres de su gemelo, que por regla de tres, implicaba que él también era capaz de semejante proeza, y no era precisamente un logro del cual presumir en un ficticio currículo.

«Ja, mi curri-culo», se rió él de su mal chiste, igual de malo que el de Bill, pero se forzó a mantener el ceño fruncido para no perder su autoridad ante su gemelo.

—¿Y? Nadie tiene por qué enterarse —dijo Bill, extendiendo el brazo a su mesa de noche y agarrando de ahí dos cigarros y el mechero—. Ahora es nuestro secreto, y mientras lo mantengamos así, no habrá nada de qué preocuparnos.

En acuerdo tácito de así cumplirlo, Tom se fue a sentar en una esquina del colchón y aceptó de Bill uno de los cigarrillos. En silencio fumaron por un par de minutos hasta que a Tom se le fue del todo el hipo y Bill pudo enfocar las pupilas dilatadas sin parecer que en lugar de nicotina lo que se había fumado era un gran y gordo churro de maría.

—Tienes que probarlo, Tomi —sentenció Bill sin ambages—. Incluso si no es tu rollo, tienes que hacerlo.

—¿Tener de ‘tienes que probar esa pizza vegetariana’ o tener de ‘tienes que respirar oxígeno para vivir’? —Pidió clarificación éste, y Bill se la dio a su manera.

—Tener de ‘tienes que meterte tu Engeorgio en el culo o jamás sabrás lo que es experimentar el mejor puto orgasmo de tu jodida vida’.

—Oh.

Bill exhaló una cortina de humo. —Ve por tu Engeorgio y te enseñaré sus virtudes.

—No sé si tú y yo estamos listos para cruzar esa línea —murmuró Tom.

—Te puedo prestar el mío. Claro que primero habría que lavarlo y ayer comí chili con carne y seguro le quedó un poco de sabor, pero-…

—Vale, ya vengo.

En exactos treinta segundos, Tom estaba de vuelta con su dildo en llamativo tono azul que los dos tan bien recordaban. Tal vez estaban por compartir una experiencia que ni entre gemelos estaba bien vista, pero ya qué. Si algo había aprendido Tom en todos esos años era que sí Bill le garantizaba que algo era bueno, significaba que era lo mejor en el universo conocido y no podía dejarlo pasar.

—Bien, ¿y ahora qué?

—Pantalones fuera. Calzoncillos también. Ponte en cuatro y yo te prepararé.

—¿No es un poco…? —Tom paladeó un par de adjetivos hasta dar con el correcto—. Ya sabes, raro. Hasta para nosotros esto es ir más allá de lo aceptable.

—Cállate. Menos charla y más acción —le guió Bill a la postura que antes ocupaba él y le remató con una nalgada fuerte y sonora que hizo a Tom chillar como colegiala virgen a punto dejarse entregar a los bajos instintos de sus genitales.

En tiempo récord Bill lo preparó, y Tom apenas si tuvo tiempo de aspirar aire cuando Bill colocó la punta del Engeorgio contra su abertura y empujó en un torpe movimiento que rápido le hizo comprobar por qué su gemelo siempre adoptaba el papel pasivo en una relación.

—¡Me cago en la…! ¡AHHH! —Resopló Tom entre dientes, con las piernas de gelatina y el estómago ardiendo con fuego del averno, porque sólo así se explicaba la sensación tan placentera que le recorrió de pies a cabeza y le hizo ver galaxias enteras en sus párpados cerrados.

—Te lo dije —fue el dictamen de Bill, que sujetó el dildo desde la base y lo retiró despacio… y lo volvió a introducir… y repitió esos movimientos hasta que Tom paró de quejarse y rogarle que se detuviera, y en su lugar pasó a suplicarle que aumentara el ritmo o moriría sin llegar a conocer el Nirvana prometido. A partir de ahí sus palabras se volvieron incomprensibles, y pasó de cobarde a probar algo nuevo, a una bestia en celo que deseaba ser poseída con la fuerza de una taladradora.

Bill chasqueó la lengua, pero así cumplió la petición de su gemelo en proseguir, y antes de la marca de los cinco minutos, Tom se corrió mordiendo una almohada y con las sábanas apretadas en puños a cada lado de su cabeza. El chorro de semen que salió de su cuerpo se igualó al de Bill, y al desplomarse sobre el colchón, Tom soltó un quejido al caer sobre el punto húmedo que le quedó a la altura del esternón.

—Wow… —Exclamó a duras penas, al borde de la inconsciencia, pues casi se podría decir que había pasado por una experiencia extracorporal y todos los orgasmos que había tenido hasta ese punto en su vida, palidecían en comparación al que acababa de experimentar.

—Sí, wow… —Se recostó Bill sobre él, y lo abrazó por la espalda sin que la desnudez o el contacto directo molestara a ninguno de los.

—¿Y ahora qué? —Inquirió Tom—. ¿Esto nos convierte en gays, en las perras de Georg, o en un par de pervertidos transgresores de toda regla de ética y moral?

Bill se lo meditó, y tras depositarle un beso detrás de la oreja dio su veredicto. —Un poco de las tres, supongo… Aunque sigo sin encontrar ni una pizca de atracción por Georg, al menos no la misma que siento por su molde de silicón. A él lo quiero como amigo, pero a su pene… Eso es otro asunto, y como no voy a comprar el cerdo por sus cien gramos de chorizo... Podemos decir que bastará con nuestros Engeorgios, sin meter a Georg de por medio.

—Ya, yo igual —confesó Tom—. Carajo… Tantos años negando los rumores que nos vinculaban como gemelos incestuosos y mira nada más con qué caímos y qué tan bajo.

—Bah —desdeñó Bill sus acusaciones—. Técnicamente no hicimos nada. Tú con tu Engeorgio, yo con el mío, y el resto fue… asistencia mecánica.

—Pero… —Estuvo a punto Tom de señalar que seguían desnudos, él con su trasero al aire y Bill con su pene muy cerca de la base del Engeorgio que todavía llevaba dentro y que a la menor sacudida le presionaba deliciosamente contra la próstata, y eso no podía ser normal, ¿o sí?

—Tom, basta —dijo Bill, volviéndolo a besar, esta vez en la nuca—. No le des tantas vueltas o acabarás creyendo que te lo montaste con Georg y pidiéndole perdón o algo igual de humillante. Si tanto te mortifica, sólo olvidemos que pasó y ya está.

Tom enrojeció hasta la raíz del cabello, y desde su posición privilegiada Bill se dio cuenta de ello.

—No creo que pueda —admitió el mayor de los gemelos—. Tampoco creo que quiera…

—Mmm, estamos en las mismas —murmuró Bill—, y como seguro eso nos mantendrá desvelados… ¿Por qué no aprovechamos las horas y volvemos a usar nuestros Engeorgios?

Con una lista larga como diccionario y remordimientos que le daban dentelladas en la consciencia, Tom estuvo a punto de negarse y pedir un boleto que lo llevara a la montaña más alta y lanzarse desde ahí al vacío, pero pudo más su deseo que la culpa. Y en esa decisión tuvo mucho que ver Bill, quien serpenteó con una de sus manos por la piel de Tom y no perdió tiempo en sujetar la base del Engeorgio azul de Tom y moverle de adelante hacia atrás…

—Ven acá, cabrón…

En cuestión de segundos Bill había sacado el suyo de entre las sábanas, y con ayuda de Tom y un poco más de lubricante, logró que volviera al sitio donde pertenecería y de donde prometía jamás volverlo a privar.

Seguro no la más cuerda de sus ideas, y todavía les quedaría pendiente el enfrentarse a la realidad del día siguiente una vez que hubieran llegado al límite de sus fuerzas, pero mientras tanto bien podrían disfrutar y ayudarse mutuamente en conseguir un par de orgasmos que les retorcieran hasta las entrañas y que los dejaran mustios, deshidratados y al borde del colapso.

Con ello en mente, Bill y Tom hicieron nota mental de sin falta, apenas recobraran la cordura, buscar en esa página de internet en donde se vendían los Engeorgio, tanto la sección de comentarios para recomendarlo como el mejor dildo del mercado y darle la máxima calificación, como el área de ventas, pues planeaban comprarse otros dos Engeorgios más, y si era posible, una pieza doble de la que pudieran sacar provecho al mismo tiempo. Tom había visto un video tiempo atrás en una página porno de dudosa reputación, y por la descripción por demás erótica con la que le describió a Bill lo genial que sería estar unidos por el mismo Engeorgio y bamboleándose al unísono de un único ritmo, no necesitó de más para convencerlo de que un dildo de dos cabezas era lo que más les hacía falta en el mundo para convertir su relación de gemelos en una de siameses que desde siempre se habían creído que eran.

Firmes en su resolución, las siguientes horas se les fueron en gemidos, embestidas y éxtasis de tal calibre que poco faltó para que la vida se les fuera en orgasmos cada vez más potentes, y al final, con el sol amenazando en salir por el horizonte y adoloridos pero satisfechos, Bill y Tom pasaron a meterse bajo las mantas y a hacer entre ellos un pacto de volverlo a llevar a cabo en la menor brevedad, porque una noche como esa, merecía no una, ni dos o tres, sino un número infinito de repeticiones.

Después, el agotamiento, el desmayo y la inconsciencia.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).