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Beyond gold and silver por kuroshassy

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Notas del fanfic:

Kuroshitsuji y Tod (Musical Elisabeth) 

Notas del capitulo:

Logré finalizar el primer capítulo de una idea que tanto estaba molestando a mi cabeza. Espero te guste a ti, lector, y mandes un comentario para saber si debería continuarla ¡Gracias por leer! 

CAPITULO 1

 

 

Los relucientes ojos de Charles Grey observaban al conde con la misma curiosidad y regocijo propio de quien compraba algo nuevo para un niño, y esperaba su reacción entusiasta ante el obsequio; esa mañana el regalo se trataba del pulcro sobre real sellado por la misma reina Victoria y, todavía cerrado, protector de un nuevo mensaje al noble del mal como era llamado entre los aristócratas.

Ciel Phantomhive retrocedió sobre sus propios pasos, cruzando junto al leal mayordomo hasta alcanzar el  escritorio de roble donde había estado trabajando horas atrás. Podía sentir las miradas allí presentes puestas sobre cada mínimo gesto, los inútiles esfuerzos por analizar qué estaba pensando realmente o si se sentía emocionado ante una nueva misión. Lo cierto era que Ciel estaba realizando grandes esfuerzos para no abrirla allí mismo; Sebastian, conocedor del comportamiento de su amo, extendió con cortesía la mano enguantada hacia la puerta mientras esbozaba una sonrisa automática. Claramente molesto Charles inclinó el cuerpo hasta reverenciarse y seguidamente, indicar a su compañero Phillip que ambos podían macharse. De espaldas a ellos Ciel escuchó un claro "Aburrido" pronunciado por alguno de los señores Grey, pero prefirió no darle importancia ni molestarse a proporcionarles entretenimiento. Aún en su posición y los grandes favores realizados a la reina, eran muchos los que todavía osaban observarle con suficiencia. Por suerte, meditó el conde, la gran mayoría ya se encontraban bajo tierra.

 

—  ¿Desea que traiga el té, joven amo? — Preguntó Sebastian una vez hubo cerrado la puerta.

 

Ciel movió la mano diestra con desinterés mientras dejaba caer su pequeño cuerpo sobre el asiento. En mitad del escritorio aquella carta parecía casi brillar por cuenta propia, buscando atención, tentándole. Finalmente y mucho más emocionado que antes, se encargó de romper él mismo el lateral usando un abrecartas posicionado sobre varios libros relacionados con contabilidad. Cuando extrajo su correspondencia Sebastian ya había adoptado una posición cercana, aparentemente tranquilo o incluso desinteresado, pero de sobra conocía el conde su propia curiosidad ante los asuntos humanos. Tal vez, siendo otra situación más cotidiana, se habría regodeado en tal comportamiento, pero simulando cualquier objeto hipnótico nada más vislumbrar la elegante caligrafía del papel todo el entorno pasó a desaparecer para adentrarle hacia los oscuros pasadizos de la concentración. Tras él, Sebastian arqueó una ceja.

 

"Mi querido niño ¿Cómo has pasado las vacaciones? Lo cierto es que he estado bastante preocupada por ti desde ese terrible episodio en Alemania. No podría perdonarme nunca si algo llega a pasarte allí, rodeado de tierras extrañas, perdido… Pero oh, no me has decepcionado, como siempre llegaste resplandeciente e incluso acompañado por una dama encantadora. Me encantaría disfrutar de vuestra compañía de nuevo.

Desgraciadamente esta carta no sólo está dedicada para expresar mis deseos, sino explicar un extraño problema que lleva aterrando Londres y sin duda, termina arrebatándome el sueño cada noche. Ya son siete los suicidios sucedidos a lo largo de la ciudad y aunque está catalogado como algo tétrico, pero común, mi intuición me dice que algo más debe estar escondiéndose ¿Cierto, pequeño? La mente puede resultar influenciable, y apenas una línea separa el asesinato del suicidio.

Espero noticias pronto. No olvides visitarme.

Con cariño:

 

Victoria

 

  

Como quien escapaba de una bestia, Ciel soltó mentalmente agotado la carta sobre el escritorio para así terminar al completo recostado. Solía causarle dicho efecto posiblemente, porque muchos misterios parecían no tener resolución y meditarlo le empujaba al desespero. Mucho antes de poder decir nada, sintió un peso procedente de la enguantada mano del mayordomo sobre el amplio respaldo cuando decidió colocarse tras él. Al hacerlo, formó un impenetrable muro, privándole de la luz solar resplandeciente al otro lado del despacho.

Meditabundo Ciel observó aquella demoníaca sombra proyectada sobre el suelo aterciopelado antes de hablar:

 

— Marcharemos al anochecer, quiero solucionar esto lo antes posible. Primero nos pondremos en contacto con Scotland Yard para saber qué información tienen al respecto… Puede resultar útil cualquier cosa: hora de los suicidios, forma… — Suspirando, alzó dos dedos para frotarse el repentinamente molesto parche. — Quiero conocer incluso los entornos más frecuentados por las víctimas días antes de fallecer.

 

—  Como ordene, señor. — La voz del mayordomo surgió serena mientras inclinaba respetuoso parte del cuerpo. —  Prepararé todo lo necesario y enviaré llamar al carruaje. Debería descansar hasta entonces, se le ve ligeramente decaído, más pálido, la humedad abunda en Londres y no resultará beneficioso para su asma.

 

Al escucharlo, Ciel no pudo evitar torcer una sonrisa sádica, apoyando un brazo sobre el costado del sillón y así, descansar la barbilla contra su propia mano de forma desinteresada.

 

—  Descuida, demonio, yo no voy a suicidarme debido al estrés.

 

Sus palabras parecieron recaer sobre él con más peso del que habría gustado, pues inmediatamente sintió los párpados terriblemente torpes. La propuesta de dormir hasta marchar resultó tentadora, pero sorprendiéndole Sebastian hizo girar el sillón gracias al agarre para dejarle cara a cara. Primero, la luz cegó su visión casi de un modo doloroso, pero cuando el esbelto cuerpo del hombre se reclinó hacia él volviendo a brindarle oscuridad, Ciel pudo apreciar a la perfección un brillo rojizo en los ojos de su mayordomo, quien mantenía el rostro peligrosamente cerca del propio. Invadir el espacio privado de los demás era una mala costumbre que poseía.

Aún así, denotó algo diferente, tal vez el aura lúgubre de Sebastian al contemplarle con fijeza, o el delicado agarre sobre la barbilla del conde que creó al este intentar deshacer aquel momento incómodo. Sin poder evitarlo, Ciel se encontró a si mismo completamente anclado al sitio con los brazos estáticos, preparado para escapar de algún momento a otro.

 

—  No subestime a la muerte, joven amo. — Susurró. Su voz más ronca y profunda le arrancó un estremecimiento; casi había sentido esta acariciándole la espina dorsal. Tras detener sus palabras varios segundos, continuó, pasando el pulgar enguantado sobre los labios del conde mientras continuaba aproximándose. — Puede resultar terrible, pero extremadamente tentadora. Aún así sería un desperdicio si se suicidara, nosotros…

 

— Lo sé, Sebastian. — Durante unos instantes, el único parpado visible del conde se cerró para después  abrirse con tal determinación que  sin quererlo, provocó al mayordomo un ligero desconcierto. — Nosotros  tenemos un contrato y mi alma será tuya cuando todo esto finalice. Cuando hayan pagado los indeseados culpables de mis penurias. La muerte todavía está muy lejos, demonio, no lo olvido tan fácilmente.

 

Lentamente los largos dedos del sirviente fueron deslizándose hasta terminar soltándole, borrando aquel instante donde la tentación se encontraba a escasos centímetros y nuevamente,  recuperando la postura original propia en quien a primera vista no poseía autoridad alguna sobre el conde. Más que satisfecho, Sebastian sonrió hasta casi cerrar los ojos completamente con pura empatía. No podía evitar sentir admiración hacia aquel camaleónico modo en que un niño decidía adoptar el papel de vengador. Su fiereza se  ganaba el respeto del mayordomo, pero también torturaba su apetito siempre vivo. Conteniendo hábil las ansias de capturar al enclenque cuerpo casi engullido por un asiento demasiado grande para Ciel, llevó una mano hacia el propio torso con respeto.

 

—  Me tranquiliza saberlo.

 

—  Ahora márchate. — Renovado en energías y osadía, aferró ambas manos sobre el escritorio para voltear el asiento y así  guardar la carta en su respectivo sobre. — No quiero que me molestes hasta tenerlo todo listo.

 

Quedando tras la mirada del joven conde, Sebastian enturbió los ojos durante unos instantes tan rápidos, que ni él mismo fue consciente; desde donde se encontraba no podía mirar más allá el fornido respaldo del sillón. Sólo gracias al característico olor de Ciel este ejercía presencia. Obediente,  finalmente realizó una pronunciada reverencia:

 

—  Como usted desee, mi señor.

 

 

* * * * * * * * * * * * * *

 

 

Los colores bailaban danzas macabras entorno a la putrefacta celda de Ciel. Allí arrodillado, exhausto tanto física como  mentalmente, le resultaba complicado reconocer alguna forma definida más allá del rojo, negro y amarillo, resultando similares a un cuenco con pintura revuelta, pero todavía sin mezclar. Por el contario las voces resonaban claras, tal vez demasiado para lo que habría deseado; guturales risas extraídas del inframundo. Presa de la angustia el conde alzó sus pequeñas manos buscando cubrirse los oídos y cerrar los ojos, pero aún así, aquellas carcajadas continuaron torturándole.

 

¿Dónde estoy?

 

Sin necesidad de usar palabras para realizar dicha cuestión inmediatamente recibió una respuesta. Había grabado con fuego en las mazmorras de su memoria aquel lugar: frío, dedicado a poner fin, pero también marcar un inicio. Recuperando pequeños hilos de cordura se aferró a los barrotes usando la poca fuerza que poseía, como quien bajo el agua nadaba buscando el preciado oxígeno.

Aquella imagen poseía similitudes con sus recuerdos, aunque al fijarse Ciel descubrió claras diferencias: no existían espectadores ni escenario más allá de la jaula, su cuerpo estaba limpio, intacto, cubriéndole su piel lechosa el mismo vestuario al completo impoluto. Sin duda destacaba con aquel entorno mugriento y húmedo. Presa de la consternación decidió gritar,  quedando el bramido silenciado por las risas tan rápido que incluso dudó de haberlo hecho realmente. Como si hubiese sido golpeado en el pecho, se dejó caer hacia atrás sentado sobre sus propios tobillos ¿Qué clase de recuerdo era aquel? Al menos, cuando podía memorizar a los antiguos captores rememoraba un odio ardiente. Allí sólo tenía la soledad.

Justo cuando pensaba llenarse los pulmones de aire y gritar, algo comenzó a cobrar forma desde la lejanía: primero apenas era una masa negra, alargada, pero mientras continuaba avanzando entre el revuelo rojizo esta terminó formando extremidades, cabeza y una esbelta figura. Aquella cosa estaba aproximándose hacia él con la excéntrica elegancia de un actor al pisar el escenario.

Sin tiempo que perder Ciel se arrastró hasta poder colar un pequeño brazo entre los metales, extendiendo en su silenciosa llamada cada dedo, deseando tocarle. Estaba jadeando y el olor putrefacción abrasaba las entrañas del conde, pero incluso rozando tal grado de mediocridad continuó reclamando su esperado toque.

 

—  Sebastian…

 

A pesar del murmullo, no se escuchó. Poco le importó conociendo lo que llegaba después. En los recuerdos, el demonio aparecía ofreciéndole poder a cambio de su alma, liberándole de toda condena: simplemente debía esperar. Frente a los azules ojos del niño aquella figura en cambio pareció ignorar durante unos segundos tal gesto. Ciel temió verle marchar, pero al fin como tanto anhelaba su mano fue acogida entre las del ser.

Eran dedos largos y pálidos, del blanco más puro y suavidad extrema. Sus uñas, bien cuidadas y redondeadas casi parecían ser de mármol mientras que el aroma procedente de estas resultaba dulce, tremendamente tentador. Esas manos no eran de Sebastian. Todavía anclado en el suelo y con las mejillas rozando los barrotes, deslizó su mirada por los brazos desconocidos, apreciando una elegante camisa blanca adentrándose en la oscuridad, varios mechones largos y rubios cayendo sobre su torso hasta casi rozarle los costados. Aunque intentó ver más allá, el sujeto terminó inclinándose sobre Ciel privándole toda visión. Sintió su cariñosa risa próxima al oído. Los sonidos externos habían desaparecido al igual que cualquier tonalidad diferente a blanco y negro. Algo en él le indicó precaución, temor, pero a la par una tremenda tranquilidad casi paradisíaca. Rindiéndose a su olor y tacto, el joven cerró los ojos.

 

—  Mi dulce niño…  Pronto, muy pronto estaremos juntos y te rendirás a mí.

 

Para Ciel aquella voz tenía toques dorados y enigmáticos.

 

Dos insistentes golpes procedentes de la puerta le despertaron con tal brusquedad que temió caerse del asiento. Los cabellos del conde, completamente despeinados, no hicieron justicia al resto de su arrugado atuendo cuando intentó mantener cierta dignidad. No podía creer que el sueño terminara venciéndole y más, prácticamente recostado sobre un escritorio como si se tratase de cualquier estudiante rebelde.

Carraspeando hizo pasar a Sebasatian cuando todavía estaba limpiándose los labios húmedos. Si este notó su estado, prefirió no decir nada, aunque visible era la burla centelleante de sus ojos astutos.

 

—  Ya está todo listo, joven amo. — Dijo de forma sosegada. Inconscientemente Ciel frunció el ceño, pensativo. Al contrario que el hombre de sus sueños, si debía clasificar  la tonalidad vocal del mayordomo en colores, era pura plata: fría, clara, hermosa. Ante su silencio, Sebastian se dispuso a avanzar.

 

—  Marchemos entonces. — Respondió al fin, alzándose completamente ajeno al propio aspecto.

 

Cuando pasó con el porte casi real junto a su sirviente, este no pudo evitar reír entre dientes contra la mano enguantada antes de seguirle. 


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