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Happy Birthday, Hyung [TaeTen] [NCT] por Kuromitsu

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Lee Taeyong refunfuña por enésima vez mientras su madre le dice que apure el paso y que aunque patalee no hay nada que hacer: la decisión está tomada. El de cabellos oscuros lo sabe perfectamente, pero a pesar de aquello lo intenta otra vez, con un débil puchero en los labios que no sirve de nada; por ello es que termina golpeando violentamente al salir la puerta del auto ante la situación que, como un déjà vu, se ha vuelto a repetir.

Otra casa en la que vivirían. Desde que tenía memoria que iban de casa en departamento y viceversa, a la par que su madre cambiaba de pareja y él de familia postiza. Rodando los ojos mientras su madre se asegura de retocar su maquillaje una última vez frente al espejo retrovisor, hace memoria de todos los años de infancia y ahora, de adolescencia, viviendo de aquella forma. Lo máximo que su madre ha durado con un tipo han sido unos escasos dos años, donde casi se había acostumbrado a convivir con el revoltoso hijo pequeño que aquel hombre tenía. Lástima que por culpa de una infidelidad (cómo no darse cuenta, si su madre lo había gritado a los cuatro vientos mientras le tomaba del brazo y le obligaba a salir de aquella casa a la que nunca más volvió), todo se hubiese derrumbado. Pero así eran las cosas.

 “Casualmente” Taeyong se enfrasca en la pantalla de su celular mientras caminan los pocos metros que les separan de la puerta, donde se topa con la fecha: primero de junio. Se pregunta si acaso para su cumpleaños, en un mes, estará viviendo todavía en aquella casa o lo celebrará en un motel de mala muerte (no sería la primera vez de todas formas, son los lugares que frecuentan en cada oportunidad que su madre, altanera como siempre, debe pedir una habitación para los dos ante la inexistencia de una nueva pareja que les acoja). No tiene mucho sentido quejarse y solo reza para que el nuevo hombre con el que su madre sale no sea como el último, al que había terminado por romperle la nariz ante uno de sus comentarios. Vale, sí, se había pasado tal vez con el puñetazo que le había mandado… pero es que ese tipo había sido tan desagradable que ni ganas tenía de recordarlo.

No tendría por qué haber revisado su historial web, de todas formas. Si visitaba páginas de porno gay era su problema, no de él. Tamaño escándalo se había montado por encontrar algo totalmente normal para su edad y necesidades; estaba seguro de que cualquier chico gay de casi dieciocho años hacía lo mismo. Se muerde el labio, avergonzado. Cualquier chico gay y necesitado de un poco de sexo, sí, ahí estaba siendo más sincero consigo mismo.

Resopla de mala gana cuando ve a su madre tocar el timbre de entrada a su nuevo hogar. Siempre lo mismo: la nueva pareja le saludaría con una sonrisa, intentando ser amable, pero que pronto dejaría de aparecer al darse cuenta que no caería en sus trampas, que no tenía energías para andar jugando a la familia feliz y que por tanto no cooperaría ni un ápice en formar un vínculo.

Para qué, si siempre todo se desmoronaba. 

—¿Ten? ¡Ten, cariño!

Su madre se adelanta y apretuja contra sí al muchacho que ha salido a recibirles. Taeyong se rasca la nuca, nervioso; es la primera vez que la persona que abre la puerta no es la pareja de turno de su madre. Es distinto. Le asusta.

Cuando su perfumada madre al fin deja de asfixiar al delgado joven entre sus brazos, es que puede mirarle cara a cara.

—Hola, soy Ten Chittaphon Leechaiyapornkul —sonríe—. Sé que es difícil así que solo dime Ten… ¿y tú, cómo te llamas?

El desconocido le tiende la mano con una sonrisa increíblemente blanca, como esas que Taeyong solo ha visto en comerciales de pasta dental. Acepta su mano. Su tacto es suave y cálido.

—Soy Lee Taeyong —susurra, antes de devolverle la sonrisa.

Es la primera vez en muchos años que se siente realmente emocionado por conocer a alguien nuevo.

———

Pronto se da cuenta que aquella no es la única cosa nueva y diferente de sus experiencias viviendo en casas ajenas.

Su nueva familia postiza es tailandesa. Lo nota apenas el primer día, cuando la pareja de su madre habla con Ten de forma fluida en un idioma que no comprende y que suena muy rápido y agudo, pero que de cierta forma no le molesta, al contrario. Hasta tiene ganas de pedir prestado un diccionario de la biblioteca escolar o de apuntarse a una clase de idiomas para poder entender. Desecha la idea a las pocas horas, no es tan necesario porque Ten —sin que nadie se lo indique— suele traducir las palabras de un idioma a otro.

Y es lindo ver cómo se queda a veces minutos trabado en una oración en particular, levantando la vista hacia el techo y mordiéndose el labio inferior por la desesperación. Es divertido cuando termina traduciendo hacia el tercer idioma que maneja, el inglés, y se da una palmada en el rostro porque nadie en casa entiende aquel lenguaje aparte de él. Y nuevamente es lindo  porque después de la frustración, una sonrisa aparece en su rostro cuando ve que los demás han entendido.

Es la primera vez también que tiene que compartir con otro adolescente en la misma casa. Ten tiene diecisiete años cumplidos apenas unos meses atrás por lo que, a pesar de que mantengan la misma edad momentáneamente, siempre escucha su voz emocionada llamándole “hyung”  en cada momento del día.

“Hyung, ¿me ayudas con esto?”

“Hyung, tengo hambre…”

“Hyung, hyung, hyung”

Taeyong se encuentra a sí mismo sonriendo cada vez que esa voz corta el silencio del ambiente, y no tarda en ayudar a Ten en lo que sea que necesite. Perfecciona sus habilidades de cocina para alimentar al menor quien, a pesar de que no lo parezca, es una persona llena de apetito que no tiene problemas en comer porciones gigantescas de comida en un santiamén. Le ayuda con las palabras en coreano que no entiende, y le corrige la pronunciación cuando el mismo Ten se lo pide con nerviosismo. Comienza a estudiar más arduamente para enseñarle matemáticas al de cabellos negros, la asignatura donde pareciera que todo está escrito en chino porque el tailandés no entiende ni un poco, pero que aun así lo intenta arduamente. Desarrolla la paciencia que creyó agotada después de tantos años de decepciones y movimientos imprevisibles.

Se siente más feliz de lo que se ha sentido en años, y al mismo tiempo, más contrariado de lo que ha experimentado jamás en su vida.

No son pocos los momentos del día en que se pilla a sí mismo observando a Ten y las cosas que hace durante el transcurso de las horas. Al principio intenta controlarse y simplemente encerrarse en su habitación, pero es imposible; la tentación le persigue a tal punto que deja de intentar contenerse y busca, entusiasmado, cada oportunidad que tiene de observar al tailandés. Cuando debe agacharse a levantar algo del suelo es cuando lo disfruta más, porque es imposible no notarlo incluso a pesar de la molesta ropa: Ten tiene un trasero de los dioses y lo único que quiere es agarrarlo entre sus manos, palpar esa deliciosa superficie, mandarle una palmada que le arranque un suspiro, robarle un mordisco, marcar su territorio.

En ocasiones hasta deja caer cosas a propósito solo para tener una mejor vista de esa zona prohibida. Lo disfruta tanto que le asusta a sí mismo.

Se pregunta cómo serán esos labios de aspecto tan tentador, que se curvan a menudo en la sonrisa más linda que haya visto en otro ser humano. O cómo será su voz transformada en gemidos, si acaso sonará fuerte y aguda o si serán pequeños jadeos los que saldrán de su garganta. No se cuestiona el porqué de esos pensamientos, ni lo ha hecho los días anteriores, porque desde el primer momento en que estrechó su mano le ha quedado más que claro: lo desea. Lo desea más de lo que jamás ha deseado a nadie.

Pero se siente contrariado. Ten no parece darse cuenta de lo mucho que le queda mirando, o de la tentación tan grande que supone para él. Y tal vez es por eso que lo ve actuando de forma menos precavida, más inesperada, más atractiva.

Como cuando lo ve haciendo estiramientos en cualquier punto de la casa —porque para su fortuna o maldición, no sabe ya, el tailandés pertenece a una academia de gimnasia artística y debe practicar en todo momento—, extendiéndose tanto que pareciera que sus extremidades estuviesen hechas de goma, y le termina por dar pensamientos que preferiría no tener.

Que tal vez, esa flexibilidad sea útil en cierto tipo de actividades.

Y que le gustaría comprobarlo de primera mano.

O como cuando le ve pasar del baño a su dormitorio con el cabello mojado cayéndole sobre la frente, el torso a la vista y con apenas una toalla envuelta alrededor de sus caderas como única protección de la completa desnudez.

Lo mucho que le encantaría verlo así, frágil, al descubierto.

Sin embargo, la razón por la que se siente más contrariado es porque se supone que ambos deben actuar como hermanos. A lo menos, como hermanastros: así lo recalca su madre cada vez que están a solas. Que debe poner al fin un poco de su parte para que el cuadro de la familia perfecta quede perfecto para los vecinos y el círculo social en el que estaban envueltos, porque el padre de Ten era la persona que había buscado inútilmente todos esos años. Que esta vez, era para siempre.

Taeyong no sabe cuántas veces ha escuchado ya esa frase saliendo de los rojos labios pintados de su madre, pero ya ni siquiera se molesta en pretender que le cree. Solo se encoge de hombros y le deja con las palabras en la boca, encerrándose en su habitación tal como hace cuando está enojado.

Pero ahora no lo está. Simplemente, está preocupado. Y aunque no lo quiera admitir, tiene miedo.

Si su madre tiene la grandiosa idea de romper con el padre de Ten antes de que sea el primero de julio, entonces no podrá ver al sonriente tailandés cantándole el feliz cumpleaños, tal como quiere desde que escuchó su voz de terciopelo a través de la puerta, mientras se estaba bañando. No podrá pasar su cumpleaños con la única persona con la que le interesa disfrutar y celebrar, y sería una verdadera lástima.

Pero si su madre habla en serio —por primera vez en su vida—, la cosa no se pondría mejor, al contrario. Tendría que empezar a ver a Ten como un hermanastro, como un hermano y… no, no podría hacerlo.

¿Cómo, si lo único que piensa cuando le ve es en devorarlo y follárselo?

———

Primero de julio. Tal vez en otras circunstancias su cumpleaños podría ser una excelente fecha para beber… en compañía de algún conocido de diecinueve, porque con dieciocho todavía no tiene la facultad para ir y pedir un trago en un bar, tal como ha fantaseado los últimos años. No es como si tuviese necesidad —jamás ha ingerido una gota de alcohol en su vida—, pero la curiosidad es fuerte y le llama con su voz seductora para ir a emborracharse.

Porque de todas formas su vida va en picada.

En el instituto de nuevo se ha metido en una pelea. No es una persona conflictiva y él más que nadie lo sabe, pero no puede soportar la forma despectiva en la que se dirigen a otros. El resultado: un par de suspensiones y una expulsión hace un par de años. Con las continuas mudanzas no había sido difícil el encontrar un instituto nuevo, y su madre —ocupada como estaba en mantener su aspecto más que en ver qué comerían al día siguiente— ni en un millón de años le reprendería, por lo que por ese lado no tenía problemas. Prácticamente podría agarrarse en peleas todos los días y aun así no tendría conflictos con su madre, pero el asunto es que Lee Taeyong está aburrido de meterse en problemas debido a otras personas.

Mas no pudo evitarlo cuando unos abusones tomaron a un chico de cabellos negros y le golpearon frente a sus narices.

Sabe perfectamente la verdadera razón detrás de haber defendido a un chico a quien ni siquiera conocía, porque difería mucho de las ocasiones anteriores, donde solo había sido buena voluntad. Es que el chico, con ese cabello negro y esa altura le había recordado en ese instante a Ten y por lo mismo no pudo aguantarse antes de involucrarse en la pelea. Por suerte, salió victorioso.

Pero en esos instantes claro que el miedo le invadió por completo; incluso después de comprobar una y mil veces que ese chico no se llamaba Ten y que de cerca no se parecía en nada al tailandés; a pesar de recordar que Ten probablemente se encontraba en esos momentos en su instituto de artes, varios kilómetros lejos de allí: asustado era poco para describir la sensación que experimentó en esos segundos.

Al menos ya estaba en casa. Solo por mera costumbre —Ten solía salir más temprano que él del instituto, y casi siempre se encontraba en su habitación para cuando él volvía del suyo—, Taeyong abre la boca para gritar su nombre.

En vez de eso, se queda estático.

—Oh, hola.

La persona que le ha hablado apenas en un murmullo desde las escaleras es totalmente desconocida para él. Es tan alto que fácilmente podría tocar el techo de alzar la mano, pero no lo hace. En cambio hace una pequeña reverencia.

—Soy amigo de Ten pero ya me voy. Siento las molestias.

Y así sin más se va, mochila al hombro, por la puerta que ha quedado abierta después de que Taeyong entrase por ella. No alcanza a hacer nada, está demasiado sorprendido para siquiera decir algo.

—¡Espera, Johnny hyung! ¡Ayúdame con esto antes de que te vayas, por favor! ¡Hyung!

La voz de Ten le saca de su sorpresa y se siente repentinamente lleno de interrogantes sin respuesta. El tailandés no trae gente a casa —al igual que él y el resto de la familia—, por tanto es primera vez que se topa con alguien ajeno en plenas escaleras. Otra interrogante le hace temblar de rabia, miedo, y algo más que no sabe identificar: es que tal vez no es la primera vez que viene a casa. Tal vez Ten ya había invitado antes a ese “Johnny”. Punto aparte es que no le gusta que le haya llamado hyung a ese tipo; es solamente aceptable cuando se lo dice a él, a Taeyong.

Y finalmente, otra de las preguntas que flotan en su cabeza es que al parecer, Ten no se ha dado cuenta que su amigo ya ha partido rumbo hacia quién sabe dónde, y que en la casa solo quedan los dos.

Sube los escalones con lentitud, nervioso, con el corazón latiendo tan fuerte que bien podría escucharlo media cuadra a la redonda.

—Gracias al cielo que volviste, es que sé que he sido una molestia pero… ¿tú crees que realmente es una buena idea para sorprender a mi hyung?

A punto está de sufrir un problema cardíaco debido a lo rápido que va su corazón. ¿Ha oído bien? ¿Su hyung? ¿Suyo?

Si no está hablando de él, piensa Taeyong, entonces que le parta un rayo aquí y ahora.

—¿Qué pasa si no le gusta? ¿Si termino por darle asco? —se acerca, tembloroso, hacia la puerta entreabierta del cuarto de Ten. Debido al ángulo no le puede ver, de seguro está tendido en su cama—. Tal vez es una locura y… maldita sea, Johnny hyung, ayúdame con la cinta. No para de caerse.

Como si se tratase de una orden para él, Taeyong empuja la puerta y entra. Ten está sentado allí, con un enorme lazo entre sus manos que intenta infructuosamente colocar en su cabello, de espaldas a él. El espejo de cuerpo entero que tiene el tailandés en un costado de la habitación refleja entonces su presencia, y Ten lanza un pequeño grito ahogado antes de voltear.

—Hyung…

Ríe por la sorpresa desmedida de Ten, y ríe también por el lazo ridículamente enorme que mantiene en su cabeza, como una mala imitación de Minnie Mouse.

—¿Y ese lazo? ¿Para qué es? —suelta en tono un tanto filoso. Tal vez sigue un poco molesto porque el menor tenía a otro hombre en su cuarto, es una posibilidad, no quiere pensar en ello de todas formas—. Deberías estar haciendo algo más productivo antes que algo como eso, como la prueba de matemáticas que tienes anotada acá —señala al calendario de pared con reproche, pero al no ver una sonrisa por parte de Ten deja salir una frase en tono de broma, con la esperanza de hacerle reír—. O deberías estar haciendo mi regalo, después de todo es mi cumpleaños, ¿no?

Ni siquiera su madre le saludó al irse por la mañana. El padre de Ten por su parte estaba de viaje de negocios y no regresaría hasta la semana siguiente. En el instituto nadie se acordó —ni tampoco quería que lo hicieran de todas formas—, por lo que el primer y único saludo que esperaba era el de Ten.

En vez de sonreír, el tailandés baja la cabeza. Taeyong nota un pequeño color carmín en sus mejillas.

Es la primera vez que lo ve sonrojarse. Entiende algo repentinamente.

—¿Lo estabas haciendo? —se acerca pero Ten desvía la vista nuevamente—. Me refiero a mi regalo… ¿me estabas haciendo uno? ¿Para eso es el lazo?

Asiente y Taeyong se siente en las nubes. Busca con la mirada por todo el cuarto pero no ve nada remotamente parecido a algo festivo, nada envuelto en algún brillante papel de colores, absolutamente nada. Su boca se transforma en un puchero.

—¿Dónde está? —inquiere.

—Acá —las manos de Ten están entrelazadas la una con la otra. Taeyong le mira, confuso, ¿acaso es un anillo? ¿Alguna cadenita? El agarre entre sus manos parece muy apretado como para contener algo más grande que eso.

Sea lo que sea lo recibirá feliz. Porque proviene de él, de Ten, de su tentación más grande.

Del chico de la sonrisa más encantadora que hubiese conocido jamás.

—¿Dónde? —se sienta a su lado y le toma las manos, intentando separarlas. Lo logra.

Entre ellas no hay nada. Taeyong no alcanza a preguntar siquiera una cosa antes que esas mismas palmas le sostengan el rostro, y se ve obligado a mirar los ojos de Ten. Su mirada le da escalofríos.

—Aquí.

El férreo agarre de Ten le impulsa hacia adelante y Taeyong no alcanza siquiera a cerrar sus ojos cuando sus labios se encuentran en un intempestivo beso. Su corazón se salta un latido. Las suaves yemas del menor se deslizan desde su mandíbula hasta llegar a su cuello y luego siente los brazos de Ten aferrándose a él, como si fuese a caerse en cualquier momento, como pidiéndole que le sostenga antes de desfallecer.

Apenas tarda un par de segundos en caer en cuenta que el tailandés le ha besado y justo cuando el mismo comienza a separarse debido a la nula reacción en los labios de Taeyong, es que se hace consciente que realmente está sucediendo y que no está soñando, como en esos vergonzosos sueños húmedos que a pesar de su edad ha vuelto a tener. Todos y cada uno con Ten, por supuesto.

Entonces se lanza a sus labios y le envuelve en un nuevo beso, en uno más demandante, donde no tiene miedo de introducir su lengua hasta probar cada rincón de esa boca que tantas veces ha querido probar y que ahora disfruta, extasiado. Las uñas de Ten se le entierran en la espalda.

—Hyung, hyung…

Los jadeos que entre besos salen de los suaves labios de Ten le vuelven loco. Deja de atender la boca del menor para probar la piel de su cuello, con un ligero perfume que no hace más que impulsarle a seguir disfrutando de esa tersa superficie. Antes de lograr pensar correctamente, lo toma por los hombros y le empuja contra la cama, para acto seguido subirse a su cuerpo y fundirle en un abrazo, sin dejar de besar y morder sus labios en ningún momento. El lazo, anteriormente sobre el cabello de Ten, termina por caer fuera de la cama.

—La cinta…

Taeyong le interrumpe con un beso antes de sonreírle, juntando sus narices en un leve roce.

—Ya la recogeré, por ahora quiero disfrutar de mi regalo.

Ten le regala otra de sus sonrisas y se juntan en un nuevo beso, más suave, con la seguridad de que no es un espejismo y lo están viviendo; que podrían perfectamente darse todo el tiempo del mundo para involucrarse en un juego donde las palabras sobran.

Y eso es lo que hacen aquella tarde, probando la piel del contrario, desnudándose en la quietud de la casa, reclamando suaves mordiscos y lanzando suspiros ahogados que terminan muriendo entre adictivos besos. Taeyong aprovecha de divertirse al fin con esas nalgas que tanto había querido probar y hunde sus dedos en ellas, sacándole suspiros a Ten.

Cuando sus pieles finalmente se encuentran y Taeyong ingresa al cuerpo del menor, se siente a punto de morir allí mismo de la felicidad. Ten le araña la espalda, y por ello el contrario intenta calmarle con innumerables besos sobre sus labios, su nariz, sus párpados.

—Tranquilo, no te haré daño —le asegura una y otra vez.

 Solo cuando el agarre en su espalda se libera un poco es que se atreve a moverse, pero una vez que comienza no hay nada que pueda pararle. Es que el cuerpo de Ten resulta ser tan, tan adictivo, y los gemidos que salen de su garganta son como música para sus oídos.

Una música que solo él es capaz de oír, y que nadie más tiene derecho a hacerlo.

Pero entonces, recuerda. Recuerda a ese hombre tan alto que estaba en la escalera y no puede evitar sentirse celoso.

—¿Quién era ese tal “Johnny”? —pregunta, mientras toma el miembro de Ten entre sus manos y le masturba de forma rápida. Una sonrisa se forma en su rostro cuando escucha un gemido más fuerte que antes.

—Es… —no puede responder debido a que Taeyong se entierra más fuerte y más hondo en su cuerpo, pero lo vuelve a intentar, con las mejillas arreboladas debido a lo vergonzoso de la situación—. Un amigo, me alentó a que siguiera mis convicciones.

—¿Y cuáles eran esas convicciones? —cuestiona antes de lamer el lóbulo de su oreja. Le oye suspirar.

—Tú.

Se separa de él apenas unos centímetros para mirarle fijamente. Sus ojos, tan cautivadores como la primera vez que le vio, no mienten.

—¿Desde cuándo? —se limita a preguntar en un susurro. Quiere moverse dentro del interior del tailandés, pero antes necesita respuestas.

Y entonces Ten le sonríe antes de lamerse el labio inferior.

—Desde que nos conoci-

No le deja  decir más antes de besarle con ímpetu y volver a hacerle el amor, con más fuerzas, con más deseo. No falta mucho para que lleguen al orgasmo y Ten es el primero en hacerlo, manchando las mantas y la mano de Taeyong. Aquello le calienta más y por lo mismo no demora en acompañar al tailandés, corriéndose dentro del condón que por suerte llevaba en caso de emergencia dentro de la billetera (y que jamás se había sentido tan aliviado de llevar consigo, ni siquiera en la única fiesta en la disco gay a la que asistió, ilegalmente, meses atrás). No podría mancillar el cuerpo del menor, ni de broma.

Cuando sale de su interior y Ten se apoya en su hombro para recuperar el aliento perdido por la agotante sesión de sexo, es que Taeyong se arma de valor y logra decir las palabras que quería desde hace tanto.

—Yo también, desde que te conocí que tenía ganas de hacer algo como esto contigo —sacude la cabeza en forma de negación. No es exactamente aquello, pero le da vergüenza admitirlo. Suspirando, al fin logra confesar la frase que se mantenía grabada en su mente—. Es que yo… te quiero, Ten. Aunque llevemos tan poco conociéndonos, te quiero.

Podría hablar todo el día de lo mucho que le gusta verlo por las mañanas, vestido con una camiseta y pantalones viejos que le confieren un aire tan soñador. O lo mucho que le gusta escucharle reír cuando en los fines de semana se quedan mirando televisión juntos, cambiando a los programas de comedia porque sabe que son sus favoritos. O lo mucho que le fascina acompañarle a la academia de gimnasia artística, aunque deba esperarle toda una hora afuera del recinto con el calor del verano, porque sabe lo importante que es para él que alguien esté allí para apoyarle.

Podría hablar de eso y mil cosas más, pero solo se limita a enterrar sus labios en los sedosos cabellos negros del menor, quien despliega una sonrisa contagiosa.

—Ya sabía que me querías.

Se le corta el aliento. La sonrisa de Ten se vuelve pícara antes de soltar una pequeña risita.

—¿Cómo…?

—No me habría arriesgado de no haber sido así, ¿no crees? —responde, cerrando los ojos.

—Pero… —enarca una ceja—. De haberlo sabido no habrías tenido tanto miedo… ¿verdad? No habrías necesitado de la ayuda de ese tal Johnny.

Cuando Ten abre los ojos en sorpresa y un nuevo color carmín colorea sus mejillas, es que sabe que está en lo cierto. Pero prefiere no molestarle por aquel asunto y simplemente le envuelve en un nuevo beso, disfrutando del contacto de sus labios y sus cuerpos desnudos.

Porque Ten es el mejor regalo que podría haber pedido jamás.

———

Taeyong se desanuda el nudo de la corbata apenas al entrar al departamento. La reunión con los directivos ha ido difícil y lo único que quiere a esas alturas es darse un baño antes de ir a dormir.

Sin embargo, un aroma interrumpe sus pensamientos. Y acto seguido, una voz.

—¡Feliz cumpleaños, hyung!

Ten sostiene un pastel de fragantes fresas y Taeyong lo sabe de inmediato: lo ha hecho con sus propias manos. Se nota por la forma poco prolija en la que están dispuestas las fresas en el pastel, o en cómo la crema en ciertos lados se acumula mientras que en otros deja ver el bizcocho que se encuentra debajo, o en cómo las letras que deletrean “Feliz cumpleaños, Taeyong” están temblorosas y poco legibles.

Y todo el estrés del día en la oficina desaparece en ese mismo instante, justo antes de soplar las velas y escuchar los aplausos emocionados de su pareja.

Su madre había terminado por romper con el padre de Ten apenas un par de semanas después de aquel encuentro —que por cierto, se había repetido varias ocasiones después—, por lo que había tenido que mudarse hasta un nuevo motel de mala muerte con ella.

O eso hizo hasta que terminó el instituto. Al mes siguiente ya estaba viviendo por su cuenta gracias a lo que ganaba en la empresa en la que todavía trabajaba, donde le habían contratado de pura suerte (o tal vez porque su tío era uno de los gerentes; sí, definitivamente era por eso).

Tampoco era tan precisa aquella información de irse a vivir por su cuenta; más específicamente, se había ido a vivir con Ten. El tailandés le había dicho que sí sin dudar ni un segundo, y desde entonces que convivían juntos.

Sin más dramas por parte de su madre, solo recibiendo y entregando amor hacia la única persona que más le importaba: así habían sido los últimos cinco años a su lado. Aunque dentro de todo tendría que agradecerle a su madre al menos en alguna ocasión por darle una oportunidad tan buena después de años viviendo de casa en casa.

Sin aquello, no habría conocido jamás a Ten.

—Ten, no es necesario que me sigas llamando hyung, de verdad —insiste con una sonrisa. Nota la ropa de su pareja y le mira con desconfianza—. ¿Vas al estudio?

—Sí, la academia de los niños pequeños empieza en una hora —le ve morderse el labio inferior con culpabilidad—. Lo siento, hyung, de verdad quiero quedarme…

—Trabajo es trabajo, lo entiendo —responde con sinceridad. Está orgulloso de él y se lo ha dicho muchas veces, porque ha pasado de ser el estudiante al profesor de gimnasia artística y todos se pelean por conseguir horas privadas de enseñanza con él. No podría estar más orgulloso, para ser sincero—. Pero cuando vuelva…

 —S-sí —tartamudea, y Taeyong lo encuentra adorable. Se siente afortunado porque le ha confirmado aquello que desea tanto.

No es ni siquiera necesario que pronuncie las palabras mágicas: “el lazo”.

Taeyong espera ansiosamente cada cumpleaños por ese motivo: Ten se coloca sobre los cabellos una cinta tal como la primera vez, sacándole una sonrisa amplia en cada oportunidad y guiando la acción hacia una sesión de sexo que siempre era inolvidable.

Pero aquel juego del lazo gusta específicamente por un motivo. Porque cada año lo ve allí, sonriendo con las mejillas arreboladas, con un cada vez más perfecto lazo sobre la cabeza y cae en cuenta que es un total afortunado por tener a Ten a su lado.

Como regalo de cumpleaños, como regalo de navidad, todo el día y todos los días.

—Oye… —le susurra el tailandés cuando Taeyong le quita el pastel para dejarlo sobre la mesa y le envuelve en besos juguetones—. Debo ir…

—Te amo —susurra antes de besarle con suavidad.

Su sonrisa ilumina su rostro.

—Yo también te amo, hyung. Feliz cumpleaños.

Definitivamente es afortunado porque Ten le ama también, y eso es más de lo que puede pedir.  

 

 

Notas finales:

Espero que les haya gustado este oneshot, en conmemoración por el cumpleaños de nuestro queridísimo Lee Taeyong <)

Un comentario no estaría de más, ah (?) <3

¡Nos vemos en otra historia!

 


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