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Partes de un Libro por clumsykitty

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Título: PARTES DE UN LIBRO

Autora: Clumsykitty

Fandom: MCU – AU (universo alterno)

Pareja: Stony

Derechos: Ja.

Advertencias: es un universo alterno, situado en años de la Segunda Guerra Mundial. No existe nada de Capitán América ni súper suero. Cero poderes o armaduras. Esta historia pertenece al #StonyFictime del grupo Multiuniverse Stony, eligiendo como temática el de bibliotecario, ávido lector como punto de partida.

 

Gracias por leerme.

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PARTES DE UN LIBRO

Cabeza

 

Otoño 1940

Brooklyn, Nueva York.

 

-¡Extra, extra, Londres sufre más bombardeos! ¡Los nazis invaden Europa del Norte! ¡Extra! ¡Los Aliados resisten!

Los chiquillos en sus pantaloncillos cortos sujetos por tirantes con camisa blanca y el típico sombrero de papel de periódico corrían por entre los Plymouth, Hudson, Oldsmobile y los relucientes Cadillac que esperaban avanzar en semáforo verde, algunos de sus conductores sacando una mano con unas monedas para comprar el diario matutino que los jovencitos iban pregonando, con noticias de la guerra en Europa que estaba escalando a niveles nunca antes vistos. Las calles de Brooklyn estaban llenas de obreros y empleados, algunos dirigiéndose al cada vez más prestigioso Manhattan con su Quinta Avenida que iba llenándose de comercios elegantes, o buscaban tomar el tranvía hacia el ferry que atravesara el Hudson rumbo a Nueva Jersey. Locales comerciales empezaban sus actividades, abriendo sus puertas, colgando sus letreros de gruesas y largas letras en gis blanco o pintadas con vinílica sobre fondo oscuro, uniéndose a las barberías, las primeras en comenzar pues todos los trabajadores hacían fila para el corte del día o el arreglo de barba.

Anthony suspiró profundo, acomodándose su desgastada gabardina negra, levantando las solapas contra la leve brisa fría de la mañana, ajustando su bufanda alrededor de su cuello como su sombrero tipo fedora, inclinándolo ligeramente al frente, cubriendo parte de su rostro mientras cruzaba la acera entre autos detenidos una vez más por el semáforo, apresurando el paso antes de que alguno de los conductores hiciera sonar su claxon por entorpecer su camino. Algunas damas le observaron, caminando apresuradas a sus trabajos que anteriormente pertenecieran a varones ahora enlistados en las filas del ejército de los Estados Unidos, marchando a tierras desconocidas con un destino incierto. Siguió su camino, metiendo sus manos en los bolsillos de su gabardina, mirando su reloj. Aún tenía tiempo de tolerancia antes de alcanzar la Biblioteca Pública de Brooklyn en donde trabajaba tiempo completo y horas extra que no le pagaban pero que las ofrecía gustoso, después de todo, no tenía más que hacer.

Saludó a uno de los trabajadores de la construcción de la nueva ala de la biblioteca, con las donaciones de la gente del barrio como uno que otro millonario, su lugar de trabajo estaba creciendo y pronto sería tan grande e importante igual que la de Washington o Boston. Estaba algo inquieto ante el cambio que pudiera repercutir en sus años de servicio como bibliotecario, pero esperaba que su jefe tomara en cuenta su labor siempre impecable al momento de hacer ajustes o bien, si la guerra al fin terminaba, de sueldos más generosos. Entró por la puerta principal que también estaba siendo ampliada, dirigiéndose a la oficina lateral donde registró su entrada, saludando a Bertie, la secretaria con gruesos lentes que terminaban en pico, bastante alegre como jocosa. Se quitó su abrigo, bufanda y fedora, dejándolos en su gancho correspondiente antes de colocarse su credencial sobre su saco.

La moda iba cambiando pero a él le seguían agradando los trajes de tres piezas. El suyo en gris carbón tenía un elegante chaleco en rojo ladrillo con finas líneas doradas. De sus preferidos pero también de los que se tendría que despedir un día de éstos. Saludó ahora a Malcom, un joven guardia de seguridad que no había sido reclutado debido a su corta estatura. Anthony creía que era una bendición, más decirlo en voz alta ya le había ganado miradas de desprecio e incredulidad. El nacionalismo estaba en todo su esplendor. Dios bendiga a América y la guerra que estaba tragándose al mundo. Subió al tercer piso recién terminado, el aroma de la pintura aún dominaba entre los largos estantes de libros nuevos antes de alcanzar la parte de los clásicos donde él trabajaba. Un especialista en literatura inglesa clásica y haciendo ya otra en literatura moderna en la Biblioteca Central de Nueva York los fines de semana.

-Hey, Anthony, ¿cómo estás? –llamó alegre Lafayette, una asistente afroamericana de cuerpo frondoso que decorar sus peinados con flores de colores- Llegaste temprano, cariño, ¿se te quemó el café?

-Buenos días, Lafayette. Desayuné generosamente, gracias, con un buen café.

-Hum –ella le miró de arriba abajo- Te esperaré en el almuerzo, por tu madre ni se te ocurra dejarme plantada.

-Nunca haría tal cosa.

-Bueno, ya, ve a tu rincón, bibliotecario. Te espera una sorpresa.

-¿Una sorpresa?

Lafayette le guiñó un ojo, misteriosa, antes de mover ostentosamente esas gruesas caderas y desaparecer por un pasillo. El castaño entrecerró sus ojos, ajustándose su corbata. Rodó sus ojos, caminando ya a su oficina, escondida en una esquina poco iluminada entre dos altos estantes llenos a más no poder de toda clase de volúmenes selectos por sus manos. Esbozó una ligera sonrisa cuando vio una caja de mediano tamaño con los sellos postales de Los Ángeles. Finalmente había llegado su pedido sobre nuevos autores cuyos títulos aún no estaban en la biblioteca en buena parte al rechazo del director sobre adquirir literatura moderna cuyo contenido no había sido concienzudamente examinado. Una idiotez pero la neurosis de la guerra como la cacería de brujas de cualquier ideología nazi o fascista tenía a todos siempre contando sus pasos.

Más animado, buscó una navaja con qué cortar las cintas adhesivas y timbres, conteniendo la respiración al sacar los plásticos y protecciones, viendo los lomos de los encuadernados. Libros nuevos. Sacó uno de inmediato, cerrando sus ojos al acariciar la tapa de piel rozar sus hojas perfectamente cortadas y el aroma a tinta. Fue sacando cada uno de ellos, mirando la lista que le habían enviado para cotejar que fuesen todos aunque dudaba que alguien quisiera robarse un libro. Si algo había que robar, sin duda era dinero, alcohol o cigarros. Nadie quería conocimientos, a nadie le interesaba lo que mentes del pasado tuvieran que decir respecto a los conflictos armados que solamente remediaban problemas temporales pero jamás permanentes. Todos eran pragmáticos pero no reflexivos. Si no vas a detener la bala, entonces no estorbes. Un lema lleno de barbarismo y ese nacionalismo que sentía un día los metería en serios problemas.

Anthony era feliz ahí, en su pequeño rincón con sus libros. Llevaba años así y esperaba que pasaron muchos más antes de que le jubilaran. De niño había sufrido de acoso y maltrato de sus vecinos por ser más bajito, por tener un corazón que no resistía exhaustivos esfuerzos. Tapón Stark le habían apodado en aquel entonces, como le dolía ese sobrenombre. Igual que las constantes quejas y comparaciones de su padre, Howard Stark, ingeniero mecánico en la Fuerzas Aérea de los Estados Unidos, fallecido no hacía mucho, en Londres. Su padre jamás le perdonó ser débil, no estar al servicio de su país como un soldado igual que miles de jóvenes en su tiempo. Ahora sería general, comandante o algún rango de ésos. En su lugar, era un bibliotecario cuarentón como el siglo sin mayores aspiraciones que esperar un pedido de libros nuevos que leer y examinar.

Su madre se había mudado a Georgia, luego de la muerte de Howard. Le escribía con regularidad pero se distanciaban cada vez más. Ella no entendía por qué su único hijo no podía contraer matrimonio, darle nietos con que llenar su vacío. Anthony prefería ahorrarse las explicaciones incómodas, desilusionar una vez más a su madre con un hombre que no era bien visto porque en cuanto abría la boca, las damas cambiaban de opinión respecto a él. Las mujeres buscaban un hombre que apoyara la guerra, fuerte, decidido y caballeroso. Quizá tenía las dos últimas características más apoyar la guerra nunca, estaba en contra por las muertes que estaba cobrando, el racismo y discriminación que se disparaban igual que la inflación que azotaba a la población pero enriquecía a los poderosos como los banqueros o políticos. Tenía una visión de las cosas, más allá del tiempo presente pero no era una cualidad que conquistara una futura esposa.

Y a eso se aunaba su sueldo, no era generoso, suficiente para vivir solo en un departamento allá en el barrio de Williamsburg. El tiempo pasaba y no se hacía más joven. Tampoco que le interesara mucho, se preguntaba por qué a las mujeres no se les educaba con la misma puntualidad que los hombres en cuestiones de filosofía, ciencias exactas o modernismo. Parecían más muñequitas de aparador que solamente debían saber lo suficiente de la vida antes de que un hombre las atrapara y dejara para siempre encerradas en una casa de los suburbios con hijos que cuidar, cenas que ofrecer a los vecinos, zapatos que presumir a las amigas y bailes a los que asistir. Ideas tan ortodoxas no tenían cabida en Brooklyn o en el mundo. Lo más importante era acabar con los nazis, derrotar a Hitler y de paso, soñar con las películas de Hollywood que prometían felicidad luego de la tormenta. Bueno, la tormenta de Anthony ya llevaba más de una década sobre él.

-¿Otra vez fantaseando? –Lafayette le hizo respingar al hablar tan escandalosamente tras él.

-Es de muy mala educación interrumpir las reflexiones de un hombre.

-Reflexiones, mi madre que en su santa gloria esté, sabrá de reflexiones. El jefe quiere que vayas al salón de lectura.

-¿Ahora?

-Te dije que no llegaras tan temprano, se acostumbran y luego están con el cuco tras de ti.

-Iré –resopló el castaño, dejando el libro en sus manos sobre la mesa desordenada.

-No se te olvide lo del almuerzo.

-No le fallaré a mi chica favorita.

-El Padre en el Cielo te escuche –rió Lafayette- Anda, anda.

Se preguntó qué cosa tendría que hacer en el salón de lectura. Recientemente, gracias a las ampliaciones de la biblioteca, habían comenzado con el programa de lectura en voz alta para ancianos discapacitados y niños que aún no sabían leer. Anthony dirigía ese programa, teniendo sus horas de atención a un grupo de chiquillos que esperaban leer otra aventura de Sherlock Holmes, o de unas nobles aunque serias ancianas que preferían los pasajes de Dante. Tantos gustos como libros, se decía el castaño al tomar la perilla de la puerta y entrar, aclarándose la garganta con una mano pasando rápidamente por sus cabellos algo rebeldes, igual que con su barba alrededor de su mentón. Caprichos que tampoco iban con la moda. Se quedó quieto al ver sentado en una de las sillas a un hombre, joven, con ropas que gritaban cuánto dinero le sobraba igual que sus lustrosos zapatos.

-¿Señor Stark? –preguntó el misterioso hombre con los ojos azules más enigmáticos que Anthony hubiera visto en alguien.

-Sí, am… -tosió otro poco- Anthony Edward Stark, bibliotecario y especialista…

-En literatura inglesa. Sí, me lo dijo su jefe.

-¿Puedo hacer algo por usted, señor…?

-Steven Grant Rogers. Llámeme Steven, por favor.

-Señor Rogers –el castaño arqueó una ceja- No ha respondido a mi pregunta.

-Ah –el ojiazul sonrió, bajando su rostro- Me han dicho que tiene un programa de lectura en voz alta.

-Sí.

-Y que usted es quien hace la mayoría de esas lecturas.

-No le engañaron.

-¿Sería tan amable de ofrecerme una demostración?

Anthony le miró de arriba abajo, confundido. No era la clase de gente que necesitara que alguien le leyera y seguramente ya conocía toda la colección de Brooklyn si tenía el dinero que su traje de saco cruzado con solapas modernas decía que poseía. Pero también podía ser uno de esos benefactores que no deseaba que sus preciosos dólares se fuesen a Europa bajo promesa de recibirlos con creces, prefiriendo ocuparlos en donaciones que además les perdonaran impuestos. Dejando a un lado tantos pensamientos que no iban a ayudarle, se adelantó, agradeciendo que ese ricachón no se hubiera levantado a ofrecerle la mano. Tanto precioso aislamiento le había hecho reacio al contacto humano, pocas veces –las muy necesarias- ofrecía su mano o brazo a alguna dama en desgracia. Fue hacia uno de los estantes donde estaba su actual colección, eligiendo entonces un libro que le hizo sonreír, apostando por la cultura de aquel rubio ojiazul.

-Bien –tomó aire, sentándose en una mesa diferente, abriendo su libro- Leeré un pasaje como usted desea, Señor Rogers.

-Soy todo oídos.

El castaño arqueó una ceja, pero negó, bajando su vista a su lectura que comenzó.

-…”Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bulldogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!...”

Los cantos de Maldoror le parecieron el juego adecuado para el dandi frente a él, levantando su mirada en espera de su reacción. Una lectura algo exótica, irreverente de párrafos que atacaban el sentido humano al dejarlo completamente desnudo en su verdadera naturaleza. Palabras difíciles de digerir a menos que se tuviera una comprensión amplia de la sociedad, su historia y un buen acervo de las maneras del hombre moderno. Sin embargo, el rubio no pareció inmutarse, con sus ojos fijos en él tanto tiempo que le inquietó, cerrando de golpe el libro para distraer su atención, levantándose a dejarlo en su lugar, dándole la espalda a Rogers sin percatarse de su amplia sonrisa.

-¿Y bien, Señor Rogers?

-Tiene una hermosa voz para la lectura, Señor Stark.

-Gracias, por eso tenemos este programa que esperamos crezca con el tiempo.

-Lo hará. Dígame, ¿tiene libre esta sala por las tardes?

-Luego del horario de oficinas, sí.

-Excelente, entonces comenzaremos mañana.

-¿Comenzar…? –Anthony se volvió a él, extrañado.

Quejas, preguntas o inquietudes enmudecieron cuando el rubio se puso de pie, sacando de su abrigo un objeto que armó con destreza. Un bastón de invidente. El castaño contuvo su aliento, sintiendo que las mejillas le ardieron por la vergüenza de no haberse percatado antes de ese detalle.

-Será mi lector, Señor Stark, pero tengo un pequeño capricho por la voz que sustituye a mis ojos. Me gusta que sepan de lo que leen, no que lean por ganarse el dinero.

-Yo… Señor Rogers…

-Hasta mañana, Señor Stark.

Sin necesidad de ayuda, únicamente guiándose por su bastón, aquel misterioso hombre salió. Anthony tardó en reaccionar, saliendo después a toda prisa, murmurándose cosas al no haber ofrecido asistencia o preguntado si necesitaba algo más. Definitivamente el rodearse de libros le habían absorbido sus modales. Bajó lo más rápido que pudo pero el Señor Rogers ya tomaba su Cadillac último modelo frente a la biblioteca, con su chofer cerrando la portezuela antes de rodear el frente y tomar el volante. Bertie estaba también afuera, obviamente atraída por aquel varón que era atractivo como muy rico, más desconocido para alguien como el castaño quien chasqueó su lengua en frustración por no haberse despedido de la manera correcta. La secretaria se volvió a él, dando de brinquitos a punto de tirar sus lentes de no ser por la cadena que estaba fija a éstos.

-¡Dios Santo! ¡Señor Stark! ¡No lo puedo creer!

-¿Qué es lo que no puedes creer, Bertie?

-¡El Señor Rogers estuvo aquí!

-¿Lo conoces? –preguntó más por animar a la secretaria que otra cosa.

-Por supuesto, bueno, él no me conoce, no en ése sentido… en fin, es bastante popular.

-Sabes que me salto la sección de sociales en los periódicos.

-Ah, Señor Stark, mal por usted. Es importante, también es cultura.

-Pero ibas a decirme quién es él.

-¡Oh, sí! –Bertie aplaudió discretamente- Es uno de los jóvenes millonarios de Manhattan, hijo de un industrial y la hija de un embajador. Ambos murieron en un accidente aéreo, su avioneta se desplomó.

-Una horrible tragedia. ¿Tiene poco?

-No, que va. Fue cuando era un niño pequeño, él iba en esa avioneta, pero sobrevivió aunque el choque le dejó así, ciego.

-Entiendo…

-Pero eso no le ha impedido sobresalir en su mundo –sonrió coqueta la mujer- Y es soltero más que codiciado por las chicas adineradas de Nueva York y otros estados, me supongo.

-Estás muy bien enterada, Bertie.

-Y me enteraré de lo que me haga falta ahora que viene a la biblioteca, ¿porque vendrá, cierto?

-Sí.

-¡Oh, Jesús y María! ¡Tengo que contárselo a mis amigas! ¡Hasta luego, Señor Stark!

Éste sacudió su cabeza, dejando que la eufórica secretaria regresara a su oficina, prefiriendo volver dentro con muchas ideas en la cabeza. Los libros en Braille no tenían la gama de colección que se pudiera desear, en buena medida porque las personas invidentes eran, en su mayoría, de la clase media baja y baja cuyos ingresos siempre estaban pensados para el día a día y no para comprar colecciones de libros. Así que ese hombre debía estar ansioso por aprender, y teniendo el capital suficiente, se podía dar el lujo de un narrador privado como él. Ya lo veía en su mente, un trato con el director de la biblioteca a cambio de sus servicios, por eso la prueba de lectura. Deseó que al menos en alguna parte de esa transacción hubiera una recompensa monetaria con su nombre escrito, no le vendría mal. Ahora tenía que ensayar, no iba a dejar en entredicha la reputación de su biblioteca ni de Brooklyn. Eran tan buenos como Manhattan y sus élites.

-¿Qué quería el dandi? –le preguntó Lafayette en el almuerzo, ambos sentados en la orilla de una fuente pública cercana a la biblioteca, con sus alimentos en sus regazos.

-Leer.

-Pero Bertie, Dios Padre qué mujer tan chillona, dice que es ciego.

-Así es. Yo seré sus ojos.

-¿Irás a su oficina o cómo…?

-No, él vendrá a la biblioteca después de los horarios de servicios.

-Vaya. Un ricachón de Manhattan pisando Brooklyn.

-Si Alemania consiguió arrebatarle Polonia a los aliados, con mayor razón alguien con dinero por montones puede darle color a este barrio.

-Para color estoy yo, señor bibliotecario –bufó ofendida Lafayette, picando del almuerzo de Anthony, haciendo muecas después- Mi madre en las alturas, ¿cómo puedes comer eso?

-No tiene nada de malo.

-Sabe horrible. Presta, te doy del mío, por eso estás tan compacto si comes así.

-Se llama ensalada y es de las últimas novedades…

-A mí me importa un reverendo cuerno si Teddy Roosevelt decreta las ensaladas comida nacional. Les falta consistencia.

-Y me supongo que esta carne en salsa lo tiene.

-Mueve esa mandíbula, bibliotecario, te quiero ver alimentarte sanamente.

Los dos amigos rieron, terminando su almuerzo para ir a comprar aquella cosa tan llamativa que eran las paletas de helado, pese a la temporada seguían vendiéndose por sus sabores coloridos, misteriosamente transformados a unos patrióticos pero que encantaban a chicos y grandes. Anthony había visto las primeras paletas de niño, pero jamás pudo probar una pues sus padres consideraron que era un lujo que no se podían dar, además de ser peligroso para su salud infantil. La resistencia a los cambios e innovaciones, pensaba el castaño, igual que el telégrafo, la luz eléctrica o el reciente teléfono. Lafayette era adicta a las paletas, cual niña pequeña siempre se tomaba su tiempo para saborearla, del brazo de su viejo amigo, caminando de regreso hacia la biblioteca con los paseantes vespertinos llenando las calles con parejas, la mayoría soldados recién enlistados y una joven de peinado a la moda con sonrisa carmesí.

Cada vez era más usual ver grupos de mujeres, comprando o simplemente pasando el rato. Los tiempos que Anthony conoció de amas de casa habían dado un giro de 180 grados con la guerra, haciendo que las féminas tuviesen que adoptar roles hasta en ese entonces masculinos para sostener la precaria economía estadounidense que buscaba recuperarse de la horripilante Depresión por la que casi murió un grueso de la población. El nacionalismo que hoy se respiraba en el ambiente se había aprovechado de aquella situación para florecer, no solo en Estados Unidos sino en el resto del mundo. Uno de los motivos de la guerra, que aparentemente la gente con poder no fue capaz de prever o bien se hizo de ojos cerrados. Lafayette escuchaba siempre atenta las explicaciones del castaño respecto al tema, dando sus irreverentes opiniones después que sacaban sonrisas al bibliotecario. Ambos detestaban al Führer pero por razones distintas al resto, era por haber ordenado la quema de libros.

-Hay algo que no me queda claro, señor bibliotecario.

-¿Por qué no detuvieron a Hitler en las elecciones del partido?

-No, que va. Los europeos están locos y ya.

-¿Entonces qué es?

-¿Cómo dio ese rubiecito millonario contigo?

-Olvidas que la gloriosa Biblioteca Pública de Brooklyn es de las contadas instituciones públicas que prestan el servicio de atención a la comunidad, como es la lectura en voz alta.

-Jesús y sus apóstoles, que suenas como anuncio de radio.

-Hay varios lectores reconocidos en el país –asintió el castaño- Pero la mayoría están en la Costa Oeste y no creo que el Señor Rogers desee viajar tanto.

-¿Y los de este lado?

-Oye, Lafayette, ¿estás olvidando mi premio del año pasado?

-¿Ésa cosa del patronato?

-Tengo mi licencia como lector y certificado como experto en narrativa.

-¿Ósea que el dandi pidió la sección amarilla y te buscó así nada más?

-Supongo que visitó a los otros lectores antes que a mí.

-Me acuerda al cuento ése que le leías a mi Layla, de la princesa sobre los colchones y la aguja. Aaahh, si mi hija hubiese sido más prudente...

-Le enseñaste bien, pero no eres dueña de sus decisiones, Lafayette. ¿Por qué te interesa tanto ese tal Señor Rogers?

-Será porque Bertie no cierra el pico desde que lo vio. Lo tengo entre ceja y ceja.

Anthony rió discreto, llegando ya a la biblioteca. –Seguro que lo veremos una semana con mucho, la gente con dinero se aburre pronto.

-Mientras nos deje un cheque, por mí que ni venga.

-Lafayette…

-Ya. Nos vemos a la salida, le prometiste a mi Rhodey que hoy cenarías con nosotros y por Cristo en la cruz que te arrastro de tu agujero, lleno de libros más que alimentos, si no te presentas. No estuve levantada tan de madrugada para rellenar las codornices.

-¿Codornices?

La mujer le apuntó con un dedo haciendo un puchero. –Estás advertido, señor bibliotecario.

-Ni Juno es tan temible como tú, Lafayette. Nos vemos entonces a la salida, estaré…

-Con tus libros, ya sé. Hasta entonces, cariño.

 

 


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