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Se venden sueños por Nimphie

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Lo vi la primera vez que compré un sueño, en el tren elevado. Se subió en la tercera estación. Era casi un niño y yo también. Pero él debía trabajar para comer y yo regresaba de la escuela.

Caminó por el pasillo del tren arrastrando los pies, con la caja de cartón bajo el brazo. A cada persona sentada, le entregaba un sueño, una esfera brillante del tamaño de una uña. La que me dio era de color aguamarina, con pequeños destellos blancos en su interior. Era hermosa, pero se notaba que no eran sueños de buena calidad. Seguramente serían cortos y poco vívidos. La esfera tenía la etiqueta con el precio, cada sueño costaba cinco limbos.

Cuando pasó de nuevo junto a mí, le entregué el dinero y mis dedos rozaron los suyos.

—Gracias —susurró.

Aún no le había cambiado la voz. Sus ojos eran oscuros, y su cabello, de un azul claro como un cielo sin nubes. Vestía una larga camiseta ancha de color gris que le llegaba hasta las rodillas y unos vaqueros desteñidos que también le quedaban algo grandes. Se guardó el billete en el bolsillo de atrás y siguió su camino.

No le dije a mi madre que había comprado un sueño. Sabía lo que mis compañeros de escuela soñaban cuando compraban sueños y no quería que mi madre pensara eso de mí. En realidad, no tenía idea de qué quería soñar, así que cuando esa noche en mi cama, después de cenar, me tragué la pequeña esfera aguamarina, dejé que el sueño actuara por sí mismo y me mostrara lo que se le antojara. Me arrebujé entre las sábanas… y dormí…

No obstante, tenía que haber en mí algo de los deseos adolescentes de mis compañeros, porque soñé con uno de los muchachos del último curso.

Estábamos en una discoteca y bailábamos muy juntos, rodeados de gente. Él me tomaba de la cintura y danzábamos al ritmo de la música, con las luces multicolores girando a nuestro alrededor como una lluvia de estrellas. Él tenía puesta una camiseta blanca que relucía en su pecho como un cometa y en medio de los chispazos de luz, podía ver su sonrisa, sus dientes perfectos. Veía sus brazos torneados acercándome más a su cuerpo y la seductora curva de su cintura cuando la camiseta se le levantaba en medio de la danza. Vi su ombligo y el elástico de su ropa interior… y lo siguiente que sentí fue la gelatinosa, tibia y húmeda sensación de sus labios contra los míos.

Desperté con el calzoncillo húmedo y el corazón en la garganta. Había sido fabuloso. Sabía que en las tiendas del centro habría podido conseguir un sueño de mejor calidad: uno donde se escuchara la música, donde habría podido oler el perfume del muchacho, incluso alguno donde habría podido dominar mi voluntad para tomarlo de la mano y arrastrarlo a un rincón más oscuro y cómodo… Pero era un adolescente y me conformaba con poco. Además, no tenía el dinero suficiente para uno de esos sueños de ricos.

Al otro día, saqué otros cinco limbos de mis ahorros y le compré otro sueño al chico de cabello azul. Me reconoció y me dirigió una pequeña sonrisa que le devolví, algo avergonzado. Quizá se imaginaba que había tenido sueños eróticos.

Sin embargo, la segunda noche no soñé con hombres. Me encontraba en una especie de acantilado y debajo de mí veía el océano. En el horizonte rojo, unas enormes aves se perdían entre la neblina. Entonces, me arrojé al agua… y antes de que pudiera sumergirme, remonté vuelo. Volé a toda velocidad sobre la superficie del océano, incluso sentí el agua acariciarme los dedos de los pies desnudos…

Desperté fascinado y extremadamente relajado. No me decepcioné por no haber soñado otra vez con el chico del último curso. A su manera, el volar también había sido un sueño muy satisfactorio.

Meses más tarde, mi madre se quedó sin empleo y tardó varios meses más en conseguir uno nuevo. Tuve que dejar de comprar sueños para ahorrar los cinco limbos. El chico de pelo azul me entregaba brillantes esferas azules, verdes, rojas, fucsias… y yo tenía que devolvérselas porque no tenía dinero para pagárselas. Me contemplaba con curiosidad, quizá preguntándose si había tenido pesadillas o sueños desagradables.

Cuando entré en el último curso, conseguí un empleo de fin de semana en una tienda de hamburguesas y volví a tener los cinco limbos de los sueños.

Como yo, el chico de pelo azul había crecido, pero seguía trabajando en el tren vendiendo sueños. Una tarde, me entregó una esfera roja como un rubí y cuando se la compré intercambiamos una breve mirada. Advertí que sus ojos no eran tan oscuros como los recordaba: eran de un azul profundo, casi negro, y eran rasgados, dándole un aspecto pícaro, malicioso. Cuando parpadeó, vi sus largas pestañas azules… Y cuando me sonrió, dos hoyuelos le enmarcaron la boca.

Le entregué el dinero y me guardé el sueño en el bolsillo.

Cené a toda prisa y me fui a acostar. Era el primer sueño que tendría en casi un año y estaba ansioso. Quería soñar con algún muchacho guapo, pero también quería verme a mí y a mi madre de vacaciones en una playa de aguas turquesa. Nunca habíamos tenido dinero para irnos de vacaciones a ningún sitio.

Pero, extrañamente, soñé con el chico de pelo azul. Estábamos en el acantilado, sentados, con las piernas colgando a más de cien metro de altura de la superficie del agua. Estábamos juntos, demasiado juntos, hombro con hombro, pierna contra pierna. Comprendí que, en el sueño, éramos más que un vendedor y su cliente, más que dos amigos. Él recostó la cabeza sobre mi hombro y yo hice lo mismo. Me sentí suspirar. Él alzó la cabeza y depositó un delicado beso sobre mi hombro. Me di cuenta de que los dos estábamos sin camiseta porque su beso me erizó la piel. Sentí en mi cuerpo la brisa marina y el leve aroma a sal…

Desperté confundido, pero invadido por una sutil y acariciante tranquilidad. No entendía por qué había soñado con el chico de pelo azul y por qué había sido de ese modo, en una situación tan íntima.

Seguí trabajando en la tienda de hamburguesas y comprándole sueños, evitando sus ojos oscuros y el contacto de sus dedos tibios. Lo contemplaba alejarse entre los pasajeros y, de vez en cuando, él se giraba y me dirigía una mirada curiosa.

Mis antiguos sueños (los muchachos esbeltos y atléticos, las vacaciones, mi madre vestida con ropa bonita)… todos mis antiguos sueños fueron, lentamente, desapareciendo. Ahora solo soñaba con él.

En el acantilado, flotando sobre el mar en una barca de madera, viajando juntos en el tren elevado rumbo a ninguna parte…, en mi cama. Entre mis sábanas, deshaciéndonos en medio de caricias y besos; podía sentir el aroma de su cabello azul, un perfume entre cítrico y herbal. Otras veces podía saborear su boca: sabía siempre a chicles de menta.

Cuando lo veía en el tren, la mirada se me perdía por la delicada curva de su cuello, los pliegues de su camiseta, y la piel desnuda entre sus clavículas. Ya no evitaba su mirada ni su contacto, ansiaba verlo acercarse con su caja repleta de sueños, y una tarde, cuando le di el billete, fugazmente le acaricié la palma de la mano con el dedo. Él dio un respingo y me miró sorprendido. Se alejó sin decir nada.

Esa noche, aparecimos de nuevo en el acantilado. Él estaba sentado frente a mí, con su espalda contra mi pecho, y nuestras manos descansaban entrelazadas sobre su regazo. Yo tenía el mentón apoyado sobre su hombro, mis labios le acariciaban la piel… Entonces, oía a mi madre llamarnos desde la distancia.

Me sobresalté, ella jamás había interferido en uno de mis momentos íntimos con el chico de cabello azul. Estaba a unos metros detrás de nosotros, sentada sobre un mantel a cuadros extendido sobre la hierba. Nos levantamos y fuimos hacia ella, y los tres comimos los emparedados y bebimos el jugo de limón. Sé que conversamos, pero no pude recordar ninguna de las palabras.

Cuando me desperté y abrí los ojos, mi madre se inclinaba sobre mí y me decía que ya estaba listo el desayuno, que llegaría tarde a la escuela.

—Mamá… —le dije—. ¿Puedo traer un amigo a casa para cenar?

Ella levantó la vista de su taza y me dirigió una sonrisa divertida.

—¿Con ese amigo soñabas cuando te desperté?

Suspiré. Era mi madre, seguramente sabía hacía tiempo que su hijo compraba sueños baratos por la calle.

Cuando lo vi esa tarde en el tren, mi corazón comenzó a latir con fuerza. Había llegado el verano y toda la gente andaba con menos ropa. Él vestía una fina camiseta que dejaba al descubierto los costados de su torso y unos pantalones cortos por debajo de los muslos. Pasó junto a mí… e hizo algo que jamás había hecho: me extendió la caja y dejó que yo eligiera el sueño. Me puse nervioso. La caja estaba repleta de pequeñas esferas brillantes de todos los colores. Con la mano temblando, tomé una esfera negra y me la guardé en el bolsillo. Él recibió el dinero, susurró su “gracias” y se alejó.

Saqué la esfera del bolsillo y la contemplé con el ceño fruncido. Entonces, la levanté en el aire y advertí que en realidad no era negra: era de un azul muy, muy oscuro. Como sus ojos.

Bajé en la estación terminal y me senté en un banco junto a la expendedora de boletos. Aguardaba. Personas salían de los trenes y entraban apresuradamente a ellos para conseguir un asiento y no tener que viajar de pie. Vendedores de golosinas y baratijas se turnaban por los vagones.

Por fin, cuando comenzaba a anochecer, él salió del último tren. Se lo veía algo cansado y desanimado. Quizá no hubiese logrado vender lo suficiente. Fue al encuentro de un grupo de vendedores y tras charlar un rato con ellos, advirtió mi presencia junto a la expendedora de boletos. Me puse de pie y él, tras dudar un instante, comenzó a acercarse a mí.

—Hola —lo saludé.

—Hola… —respondió él, dubitativo—.  ¿Quieres… cambiar el sueño?

Parpadeé.

—Oh, no… No. Solo… ¿Tienes algo que hacer ahora?

Nos devolvimos la mirada. Él sorprendido; yo, entre incómodo y avergonzado.

—Me llamo Anker —le dije, extendiéndole la mano.

Fuimos a una pequeña tienda de helados y compré dos paletas de chocolate. Caminamos un poco y él me contó que trabajaba desde los siete años vendiendo sueños en los trenes para ayudar a su familia. Los conseguía a bajo costo en una fábrica que estaba del otro lado de la ciudad. Eran sueños que no pasaban el testeo de calidad porque no eran lo suficientemente vívidos o carecían de las todas sensaciones que ofrecían una experiencia satisfactoria.

—A mí siempre me han parecido geniales —le dije.

Subimos las escalinatas del parque que estaba frente a la terminal y nos sentamos sobre la hierba. Desde allí teníamos una vista perfecta de la ciudad. Los autos yendo a toda velocidad a través de las calles, las naves hiriendo el cielo como cuchillos, los rieles del tren elevado como una serpiente sobre nuestras cabezas.

—Cuando dejaste de comprarme hace un tiempo pensé que te habías aburrido de soñar.

Le conté las dificultades económicas que habíamos pasado y él me oyó en silencio.

—¿Qué sueles soñar? —me preguntó después de un rato.

Sonreí. Alcé la cabeza y mis ojos se perdieron por la serpiente que era el camino del tren elevado.

—Últimamente siempre sueño contigo —le declaré sin mirarlo—. ¿Y tú? ¿Con qué sueñas?

Vi sus manos acariciar la hierba.

—No utilizo los sueños, debo venderlos.

Me contemplaba con sus cejas azules levemente fruncidas y un rubor encendiéndole las mejillas. Me acerqué a él.

—¿Y si pudieras soñar…? —susurré—. ¿Con qué soñarías…?

Sentí su aliento a menta cuando mi boca se acercó a la suya; por entre el aleteo de mis pestañas, lo vi cerrar los ojos. Sus labios eran suaves y con delicadeza los separé con la lengua para profundizar el beso, para invadirme de esas sensaciones tan limitadas que me ofrecían los sueños. Él me besaba en respuesta y me atreví a rodearlo con los brazos para acercarlo a mí. Un sonido agudo vibró en su garganta cuando le acaricié la piel desnuda por debajo de la camiseta.

Nuestras bocas se separaron y suspiramos al mismo tiempo.

—Si pudiera soñar… —dijo sobre mis labios, con una pequeña sonrisa—. Soñaría contigo todas las noches.

Tomamos un autobús. Y a pesar de que nos sentamos en el fondo, apartados de los demás pasajeros, el sonido de nuestros besos en medio del silencio nocturno hacía que de vez en cuando las personas voltearan la cabeza.

—¡Búsquense un hotel! —nos gritó alguien cuando nos bajamos.

Nos tomamos de la mano, muertos de risa.

Llegamos a mi casa casi a la madrugada. Mi madre estaba furiosa, pero cuando lo vio junto a mí, su enojo se calmó. Apoyó las manos en sus hombros y lo besó en la mejilla, y cuando lo hizo vi en su gesto una inconfundible pincelada de ternura y felicidad.

—Él es Diriem —le dije—, el chico de mis sueños.

 

 

 

Notas finales:

Muchas gracias por leer!!! Te invito a visitar mi blog: http://nimphie.blogspot.com :)


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