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Hanami [YuTae] [NCT] por Kuromitsu

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Los pétalos caían en verdaderos torbellinos por sobre su cabeza, siguiendo el natural curso del viento que, inclemente, las removía forzosamente de las ramas de los cerezos dispuestos en el asoleado y concurrido parque. La temporada de hanami estaba comenzando en Osaka.

Aunque nada de la belleza a su alrededor le importó a Nakamoto Yuta; no tuvo ni tiempo ni tampoco las energías como para prestarle atención a algo tan nimio como aquello. Respirando agitadamente, pasó por sobre una de las tantas mantas de picnic apostadas en el verde césped, y ahogó un grito cuando sin querer su tobillo fue a dar contra el camioncito de juguete de un mocoso.

—¡No dejes tus cosas tiradas por ahí, joder! —vociferó. Los ojos del pequeño se empañaron y tuvo que taparse los oídos cuando se echó a llorar, mas, no detuvo su apurada carrera.

Sus largas zancadas disminuyeron el trecho restante hasta el puente que lucía imponente en medio del lugar, ayudando a comunicar ambas zonas del parque que permanecían divididas por un río de aguas cristalinas. Tenía que llegar al otro lado. Las carpetas bajo su brazo llenas de currículums a ser entregados en diferentes tiendas y el rugido constante de su estómago vacío le apremiaron a ello. Al ver fugazmente su reflejo en el agua (el cabello castaño cayendo desordenado sobre sus ojos, la mueca de preocupación marcada a hierro vivo en las comisuras caídas de sus labios, y el ceño fruncido fácilmente adivinable por debajo del flequillo) bufó, molesto.

El mal humor no era algo inherente a su rutina diaria cuando tan solo iba al instituto, estudiaba, y luego llegaba a casa a atiborrarse con una buena sopa caliente para después caer rendido en su cómoda cama hasta el otro día. Aquellos tiempos fáciles eran lejanos ya.

Con veintitrés años y la certeza de no contar con dinero suficiente para terminar el mes, estar de malas era tan solo una consecuencia natural. Necesitaba apresurarse, encontrar un trabajo, pagar el lugar donde vivía para no ser echado a la calle. Y rápido.

Al llegar al final del puente, más cerca de la estación de metro a la que necesitaba llegar y que representaba el único motivo por el cual debía pasar forzosamente por las áreas verdes, uno de los tantos pétalos de cerezo cayó en su flequillo. Sacudió la cabeza, pero el pequeño trocito de flor siguió allí, como si estuviera molestándole a propósito. Para cuando al fin —después de infructuosos intentos— logró que se desprendiera, inconscientemente siguió su trayectoria con la mirada y le vio flotar unos metros a la derecha, hasta el lecho del río.

Aquella fue la primera vez que le vio.

Podría haber hecho algo completamente diferente desde el principio, como no tomar aquel atajo y haber llegado a la estación de metro a través de las calles aledañas. Tal vez ni siquiera haberse dirigido a aquel lugar: tan solo tender sus currículums a las tiendas más cercanas a su asfixiante departamento, esperando que algún trabajo de medio tiempo estuviera disponible. El pétalo tal vez jamás habría caído en su cabello y, por lo mismo, no habría tenido que mirar en aquella dirección.

Pero sucedió. Las cosas terminaron siendo de aquella manera. Y lo que sus ojos vieron fue a un chico, no, más bien un hombre con cara de inocente juventud sentado a las orillas de la corriente de agua, metiendo las manos por completo en la superficie y removiéndola, formando remolinos con ayuda de sus delgados dedos. El cabello de color azabache, la piel traslúcida como el papel y la sonrisa blanca, juguetona; casi como si fuera uno de los personajes de los libros de manga que solía coleccionar cuando pequeño. Era demasiado llamativo contra el fondo que, de pronto, pareció soso en comparación.

No supo cuándo fue el momento exacto en que su pila de fotocopias pasó a segundo plano, pero sí notó el instante en el cual tuvo que recordar el por qué estaba allí y, sin demorar más, corrió hasta llegar al final del parque e internarse en las profundidades del transporte subterráneo. En el atestado vagón del metro, de cara a las puertas reflectantes, su propia mirada le perturbó.

Porque el desconocido le había devuelto la mirada en un instante dado, dejándole sin aliento: esos ojos brillantes y risueños tenían la misma dulzura que él mismo había perdido en algún momento de su niñez. Ahora, lo único que quedaba era un hombre ojeroso, cansado; un Yuta a quien ya no reconocía. El reflejo lo decía así.

Pero esperó que, tal vez, aquel bello chico no se hubiera fijado en sus múltiples imperfecciones.

Y que estuviera en el mismo lugar al día siguiente.


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