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Hanami [YuTae] [NCT] por Kuromitsu

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El sonido de la fotocopiadora se convirtió en un murmullo. Las hojas seguían pasando sin parar, al igual que los días; el viernes llegaría pronto y con eso el pago a su casero por el mes atrasado de renta sería algo inevitable. Resopló, viendo parte de sus últimos ahorros yéndose en páginas llenas de tinta que de nada sirvieron, porque llevaba toda la semana corriendo de un puesto a otro solo para recibir negativa tras otra.

Al igual que de nada sirvió modificar su ruta durante tantos días para hacerla coincidir con el parque, pues el chico que tanto le llamó la atención no se encontró allí en ningún momento. Dudó por unos instantes si acaso fue siquiera real o no; tal vez, era un recuerdo empañado a consecuencia del sueño y el cansancio acumulado en sus jóvenes huesos. Tal vez no.

Las dudas, sin embargo, duraron poco. El tiempo apremió, y después de tender los billetes correspondientes al encargado del bazar salió nuevamente al exterior, el que lucía pintado por colores anaranjados que se iban apagando de a poco. Las luces de las tiendas, en cambio, comenzaron a zumbar como si de una verdadera colmena se tratara, ocultadas solo por el ruido de las personas que transitaban a esas horas por el distrito comercial. Después de repasar mentalmente la ruta a seguir emprendió el rumbo por una de las vías cercanas, currículums en mano; mas, al torcer frente a un callejón y mirar por cosas del azar a su interior, las fotocopias se desparramaron en el húmedo piso, ensuciándose en un instante.

Lo estaban forcejeando. Un tipo inusualmente grande lo estaba arrastrando hacia uno de los recintos del oscuro callejón, alejado de la luz del atardecer. Aun así, lo vio: la expresión de pánico en sus antes dulces e inocentes ojos, y la manera en que trataba zafarse inútilmente de la fuerza en que lo llevaban a un lugar que no quería.

Era aquel chico.

—¡Suéltalo!

No fue su arremetida lo que hizo que lo soltaran. Supo de inmediato, por los desorbitados ojos del tipo, que su grito había alertado a los transeúntes y que una vez hecho aquello sus posibilidades de huida se reducían básicamente a cero. Corrió, pero fue en vano: justo cuando estaba a punto de tomarle por el cuello y darle un puñetazo a su ya deformemente horrible cara, le vio lanzar al piso al chico que antes tenía agarrado por la fuerza, y antes de ser capaz de detenerle el recinto al cual se dirigía resonó al ser cerrado tras los apurados pasos del tipejo. De nada sirvió que pateara y golpeara la puerta; el tintineo del cerrojo echándose le advirtió que era completamente inútil. Dejó salir un grito de exasperación, con el pie derecho adolorido. Dándose la vuelta, advirtió que el chico que tan solo segundos atrás forcejeaba por su vida ahora permanecía en el piso, silencioso.

—¡¿Estás bien?! —agachándose, de forma inconsciente posó su mano sobre el hombro del chico cabizbajo. No respondió—. ¡¿Por qué no gritaste por ayuda?! ¡¿Te das cuenta que estuviste a punto de ser metido a la fuerza a quién sabe dónde?! ¡¡Mierda, al menos di algo!!

Mutismo total. El sonido de la calle pareció apagarse, y no solo porque muy probablemente más de alguno de los transeúntes estaba mirando la escena que se desarrollaba entre los dos. Fue porque un sonido, apenas un murmullo, comenzó a levantarse lentamente entre los otros ruidos existentes, opacándolos por completo. Lo reconoció de inmediato, sin embargo, fue necesario el ladear su cabeza un poco para lograr ver al fin los ojos del desconocido y confirmar lo que sus oídos le indicaba.

Una coloración violácea adornaba uno de sus párpados cerrados. Y sollozaba.

De donde venía, los hombres no lloraban. Se lo había enseñado su madre; reforzado su padre con la estricta disciplina impuesta en sus duros años de adolescencia; comprobado sus amigos del instituto al permanecer siempre con una sonrisa en sus rostros. Por lo mismo fue que ninguna lágrima se derramó por sus mejillas en el momento en que tuvo que enterrar a su querida progenitora ni cuando, tan solo meses después, tuvo que hacer lo mismo con el antes jefe de hogar. No lloró, pese al dolor ardiente en su pecho en ambas ocasiones. Ninguno de los dos lo habría querido.

Pero a pesar de todo lo que la vida le había enseñado, ahí tenía a un desconocido que había transformado su impoluta cara en algo surcado por lágrimas inagotables, gruesas, que resbalaron por su nariz y fueron a parar al piso.

Su padre no habría estado orgulloso de lo que hizo a continuación, al igual que tampoco lo estuvo en el momento en que le contó, con la angustia acumulada en la garganta, que era gay.

Pero él estaba muerto. Ahora manejaba su propia vida.

Por eso, y porque realmente necesitaba hacerlo, sostuvo al chico entre sus brazos y lo atrajo hacia sí. La inicial reticencia de su cuerpo se disipó en un instante y se quedó allí, acariciándole la oscura cabellera a un desconocido al que ni siquiera había podido dirigirle la palabra en un principio por lo mucho que su belleza era capaz de abrumarle. Sin necesidad de mirar por el rabillo del ojo supo que probablemente más de alguna persona seguía mirándoles, pero cuando al fin se separaron y vio en aquella dirección ya nadie lo estaba haciendo.

Cuando volvió a fijarse en el rostro de la persona que tenía al frente, notó que sus lagrimales ya estaban secos. Lo único que quedó como evidencia de su llanto fue el rastro dejado por las gotas de agua salada, haciendo brillar su piel.

Eso, y la voz débil que formó tres palabras.

—Gracias, Nakamoto Yuta.

No reparó tanto en la pronunciación extraña, casi dificultosa con la cual el desconocido había dicho aquella corta frase. Tampoco en lo grave de su voz, ni en la trémula sonrisa que afloró a sus labios a pesar del ojo morado que lucía más que doloroso.

 

Lo único que pudo pensar, con los escalofríos remeciéndole la piel fue en que, ¿cómo rayos sabía aquel chico su nombre?  

 


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