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El vuelo de la mariposa por OlivierCash

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Notas del capitulo:

Este es el primer capítulo de dos, el siguiente lo publicaré la semana que viene. 

Saint Seiya pertenece y ha sido dibujado por Masami Kurumada y el Lost Canvas por Shiori Teshigori.

 

Nadie se lo había esperado, desde lo ocurrido hacia dos noches pensaron que no volverían a verlo. Aun así, a nadie le sorprendió, incluso comprendieron sus ganas de venganza. Eso si, el que él estuviera ahí esa noche era un suicidio. Ellos seguían superándolo en número, eran cinco armados con escopetas contra uno desarmado. El resultado era obvio.

 

—¿Qué haces aquí puto traidor?—preguntó con prepotencia el Jefe, tanta que ni se molestó en apuntarlo con su escopeta, de todas maneras, sus hombres ya se encargaron de hacerlo.

 

Ese hombre no se mostró asustado, al contrario, pareció estar contento, como a un niño al que le han regalado la mejor de las golosinas. Eso lo molestó, odiaba a ese puto traidor, al igual que odio a su madre y a la escoria que se tiró, lo odiaba todo de él. Por eso no le hizo ninguna gracia que le sonriera, que pareciera estar tan feliz de estar ahí, cuando debería haber estado acojonado perdido.

 

El Jefe tomó uno de los olvidados cigarros encendidos que había sobre la mesa, llevándoselo a los labios, aspirando el humo con autentico placer. Incluso se dio tiempo para recrearse en el sabor del mismo. En ese instante se giró a si mismo que de esa noche no pasaría, por fin iba a matar a esa jodida mala hierba que tantos años se le había resistido.

 

—Dispararle —no lo hicieron, sus hombres no lo hicieron y eso lo encolerizó aún más si cabe. Miró hacía esos tontos que no se atrevían a cumplir una orden tan sencilla y lo único que vio fue a esos idiotas acojonados perdidos—. ¡He dicho que disparéis! —espetó repleto de cólera.

 

—Señor —tartamudeó uno de sus hombres, sin poder quitar la vista de ese hombre que fumaba tan tranquilo. Lo miraba pálido, como si hubiera visto un fantasma—. Su mano—murmuró con autentico terror.

 

Entonces lo miró y pudo sentir como se le helaba hasta la última gota de su sangre. No, no podía ser, simplemente era imposible que ese hombre tuviera esa marca. Sus piernas temblaron, comprendió el porqué sus hombres estaban tan asustados, en ese momento él mismo se sintió aterrado. Ese hombre de pelo azul que estaba ante ellos tenía tatuado en la palma de la mano una mariposa. Una mariposa cuyo significado conocían todos los de la sala.

 

Y fue esa mariposa, lo último que vieron todo ellos, esa noche en un clan entero fue exterminado de principio a fin. Lo único que quedaron serían los niños que vieron sin comprender a esa mariposa que se posaba sobre los cadáveres de aquellos que los habían gobernado.

 

***

 

Miró sus manos, las cuales se encontrabas tapizadas de pequeñas heridas. Era una pena que no fueran sólo sus manos las que se encontraban en ese estado, todo él se encontraba lleno de arañazos, golpes y magulladuras. Además, su ropa estaba gastada y se deshacía por mil sitios.

 

Salió de su escondite, ya se había cansado de llorar, ya se había cansado de ocultarse, ya se había cansado de lamentarse. Iba a hacer algo, iba a vengarse de todos, de todos los que estuvieron involucrados en la muerte de sus padres. Empezaría por llevarles a los niños rubios y luego acabaría con su gente. El chico comenzó a andar por la superficie pedregosa de monte, debía acabar con esos niños y para ello, primero tenía que encontrarlos. Algo que no le fue difícil, sin duda esos niños eran estúpidos, acercase tanto al territorio de un clan que quería exterminarlos. Los observó escondido entre los matorrales, estaban en un rio poco profundo, sobre un camino de piedras que ellos mismos habían formado. Parecían estar intentando pescar unos peces con unos cubos de hojalata. Se fijó mejor en ellos, el mayor era un niño rubio de unos siete años acompañado por una niña, la cual era visiblemente menor, como mucho tendría cinco años.

 

Posó su mano sobre la navaja que llevaba en el bolsillo y que su madre le había regalado años atrás. Apretó el mango de la navaja, debía acabar con esos niños y así limpiar el nombre de su madre, así demostrar que ella era la mejor mujer del mundo y no una vulgar traidora. Pero, ¿y si esos niños no eran los que habían ocasionado todo ese problema? Daba igual, de todas maneras, ellos debían exterminar a los lemurianos, esos niños rubios formaba parte de una plaga que enfermaba a su montaña y con la que debían acabar. No importaba si eran o no los mismos niños. Los puntitos de sus frentes los delataban como lemurianos y eso era lo único que importaba.

 

Con esos pensamientos salió de entre los matorrales, dispuesto a acabar con la vida de los niños. Los cuales tuvieron los suficientes reflejos como para apartarse del ataque inicial de Manigoldo. Él los miró con odio, los odiaba como nunca creyó poder odiar a alguien. Y ellos le miraron sin comprender qué quería. El niño se puso delante de la niña, como protegiéndola, de poco le iba a servir.

 

—¿Qué quieres? —preguntó el niño.

 

Ese niño estaba asustado, podía observar como sus pies, en ese momento cubiertos por el agua del riachuelo, temblaban. Pero aun así, sus ojos castaños le miraban con decisión, con orgullo, con valentía. Sin embargo, él lo odiaba e iba a acabar con esa maldita mirada.

 

—¡Mataros! —exclamó mientras cargaba contra ellos, dispuesto a acuchillarlos.

 

Entonces, alguien lo agarró por la muñeca, fue un agarré fuerte, tanto como para detenerlo. Miró a la persona que lo había parado, ni siquiera lo había visto llegar, ni siquiera había notado su presencia. Desvió su mirada hacía la cara de esa imponente figura, esperando encontrarse a un joven en la plenitud de su fuerza, mas, para su sorpresa, se encontró con un anciano de ojos calmados y pelo largo más blanco que las nubes de un día soleado.

Los niños se calmaron, mirando con una sonrisa hacía el hombre que los acababa de salvar. El chico de pelo azul no tuvo ninguna duda, ese hombre estaba con los rubios, tenía las marcas de los lemurianos en vez de cejas.

 

—¿Por que un joven ha intentado matar a dos críos aún más pequeños? —no estaba enfadado, ese hombre no estaba enfadado y eso fue lo que más lo aterró, su calma. Porque si era capaz de mantener la calma en un momento como ese, significaba que no lo consideraba un peligro.

 

—¡Porqué son lemurianos y mi misión es matarlos! —contestó, forcejeando en busca de una libertad imposible. Ese hombre le podía.

 

—Los tuyos no envían a niños a por nosotros —dijo el anciano—. ¿Por qué quisiste matarlos?—insistió.

 

De pronto, sintió algo que en su vida había sentido, al mirar a ese hombre notó una calma infinita y una calidez sin fronteras. Como si pudiera contarle cualquier cosa sin temer.

 

—¡Los odio!, odio a esos niños —admitió, mirando a los niños, el de ojos castaños le sostuvo la mirada y eso sólo logró que su odio por él aumentara—. Mi madre esta muerta por su culpa.

 

El agarre finalizó, el hombre lo había soltado. Lo miró con incredulidad, ¿acaso ese hombre había decidido que ya no valía la pena continuar hablando con él? ¿Acaso ese hombre iba a matarlo? Como ellos hacían con los suyos, él estaba dispuesto a matar a esos niños, así que si lo mataba, no sentiría rencor alguno contra ese anciano. Pero no paso nada de eso, el hombre se giró, mirando fijamente a los niños. Mientras, él se quedó ahí, con la navaja aún en la mano, podría usarla, podría ir contra ellos, pero no se atrevió, porque no era rival para ese hombre.

 

—¿Ves? Lo que te contamos de la mujer que no nos disparó era verdad—habló la niña consternada.

 

Habían sido ellos, era la confirmación que le faltaba. Delante suyo, se encontraban los causantes de la muerte de su madre y él ni siquiera se atrevía a acabar con ellos y cumplir su venganza. Apretó la mano con la que sostenía la navaja, era un cobarde indigno de ser hijo de sus padres. Si no hubiera dudado, si los hubiera matado sin más, ese hombre no habría aparecido, no habría tenido tiempo para llegar a salvarlos. O eso pensó para consolarse de su cobardía.

 

—Os he dicho mil veces que no debéis alejaros tanto —les reprochó el hombre, mientras que su voz fue apacible, sus ojos rebosaban reproche. Los niños agacharon la cabeza asustados—. Mirad lo que habéis logrado —dijo, señalando al de chico de pelo azul, quien no supo dónde meterse.

 

—Fue culpa mía —soltó el niño avergonzado—. No volveremos a alejarnos...

 

—Más os vale —concluyó el anciano—. De todas maneras, será Hakurei quien decida vuestro castigo —así dio por finalizada esa conversación.

 

Los niños se limitaron a asentir cabizbajos. El hombre dirigió su mirada de nuevo hacía el chico de pelo azul, a quien miró con calma, toda la furia que lo había invadido mientras le echaba la bronca a los niños, se había esfumado.

 

—Ven con nosotros —esas palabras sonaron más a orden que a propuesta—. Los tuyos no te aceptan por lo que hizo tu madre, a los nuestros le da igual de que clan seas mientras no nos metas en problemas.

 

Eso no podía estar pasando, era imposible. Aquella plaga que debía eliminar, aquel grupo le estaba proponiendo cobijo. No, era imposible, debían ser enemigos, ese hombre debía matarlo.

 

—Quería matarnos —comentó el niño, a quien parecía no hacerle demasiada gracia esa propuesta.

 

—Si, pero no lo hizo, por lo que mientras siga tranquilo, puede estar con nosotros —el anciano lo miró—. No creas que lo hago por ti, lo hago por tu madre. Ella mostró piedad hacía los nuestros, así que mi manera de devolverle el favor, es cuidar de su hijo.

 

Quiso gritar que no, que eso sólo estropearía aun más si cabe el nombre de su madre. Sin embargo, esas personas le estaban ofreciendo ayuda, ese hombre le estaba aceptando por algo que hizo su madre. Mientras que los suyos, la habían matado por eso mismo. Los suyos lo habían despreciado por lo que ella hizo, lo habían repudiado después de perdonarle la vida. Y si a él le habían perdonado la vida, fue sólo porque su madre lo suplicó. Su padre no había tenido la misma suerte.

 

Asintió, ni él se dio cuenta de lo que estaba haciendo, pero aceptó.

 

—¿Cómo te llamas? —preguntó el anciano.

 

—Manigoldo —murmuró, aun sin poder creerse nada de lo que estaba ocurriendo.

 

***

La quinta vez que fallo estrepitosamente en subirse a ese árbol, le propinó al inocente árbol una patada tan fuerte, que logró hacerse daño a si mismo.

 

—¡Mierda! —exclamó dolido mientras se agachó para cerciorarse de que no se había hecho nada grabe en el pie.

 

—Siempre has sido malísimo escalando —comentó una voz a sus espaldas.

 

Él se giró para mirar a ese niño rubio, quien en sus doce años, continuaba pareciendo una niña. Bueno, realmente hacía ya tiempo que había dejado de parecer minimamente una niña, pero le sabía tan mal ese tipos de comentarios que no podía no hacérselos. Mas, en ese momento estaba demasiado ocupado cerciorándose de que no se había roto el pie como para prestarle atención a ese niñato, e incluso como para meterse con él.

 

—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó—. Se me da bien trepar a los árboles.

 

—No.

 

Se quedaron en silencio con un ambiente en el cual la tensión casi se podía cortar con un cuchillo. Aun con los años que habían transcurrido desde ese día, seguían sin llevarse bien. Al principio el rubio intentó estar de buenas con Manigoldo, pero este lo rechazó completamente y en repetidas ocasiones. Siempre que miraba a ese niño, por muy tranquilo y amable que pudiera parecer, lo único que le venía a la mente era que ese mismo chaval era el culpable de la muerte de sus padres. Incluso Sage intentó lograr que su relación mejorando, obviamente, falló estrepitosamente. Pero, por lo menos ya podían estar juntos y no acabar recurriendo a una pelea física como antaño. Peleas empezadas en la grandísima mayoría de los casos, por Manigoldo.

A lo largo de los años, consiguió integrarse en ese pequeño clan de lemurianos, formando parte de ellos. El comienzo fue complicado, los otros lo miraban con recelo, pero Sage era su Líder y no pudieron llevar la contraría a esa decisión. Eso, sumado al apoyo de Hakurei, el hermano gemelo de Sage y abuelo del rubio, consiguió que se pudiera quedar en ese clan.

 

El rubio lo miró con resignación y se dispuso a irse, como siempre. Siempre era él el que huía, el que decidía dar por zanjadas las discusiones. Y Manigoldo no lo soportaba, quería seguir con la riña, quería que viera lo que había provocado por querer pescar unos malditos peces. Ansiaba que notara cómo le había arruinado la vida. Por todo eso, en vez de dejarlo marchar, lo agarró fuertemente del antebrazo, reteniéndolo.

 

—¿Qué quieres ahora? —preguntó el de ojos castaños, intentando tomarse el asunto con filosofía.

 

—Nada en particular —respondió Manigoldo con un tono que indicaba totalmente lo contrario.

 

Shion forcejeó para soltarse del agarre, pero Manigoldo no le dejó escapar, provocando que el rubio se pusiera nervioso.

 

—¿Qué quieres? —preguntó un poco alterado.

 

—Nada —repitió.

 

Miró fijamente a Shion, quien en seguida desvió la mirada. Era una estupidez, pero a nada que lo observara directamente, no tardaba en desviar la mirada dirigiéndola hacía cualquier otro lugar. Y cuando lo hacía su tamaño parecía disminuir. Al igual que en ese momento.

 

—¿Por qué eres incapaz de mirarme a los ojos?

 

—¡Eso no es de tu incumbencia!—sentenció el niño alterado. Volvió a intentar alejarse de él, pero no le dejó—. Dejame —pidió.

 

—Si me dices porque eres incapaz de mirarme a los ojos, te soltaré.

 

Sinceramente, dudaba que el niño le respondiera a algo como eso por el simple hecho de soltarse.

 

—Porque tus ojos son como los de tu madre —contestó avergonzado.

 

Efectivamente, lo soltó. Dirigió su mirada a ese niño que le rehuía la mirada acuosa, parecía estar a punto de llorar. Pese a todo lo que le había dicho, con todo lo que le había hecho, jamás le vio llorar o estar a punto de ello. Sencillamente levantaba la cabeza con orgullo y lo soportaba o se enfadaba, pero nunca le mostró debilidad.

 

—¿La recuerdas? —murmuró Manigoldo, aun sorprendido.

 

—Me acuerdo de ella cada uno de los días de mi vida —admitió Shion, procurando sonar lo suficientemente fuerte, procurando mantener su orgullo intacto—. ¿Es que acaso piensas, que eres el único que lo pasó mal por lo que ocurrió? —preguntó, visiblemente dolido y enfadado—. Cada maldito día me preguntó porqué no me mato y me arrepiento de que la mataran a ella.

 

El de pelo azul miró a ese niño incrédulo, después de tantos años, era la primera vez que admitía delante suyo como se sentía. Siempre había pensado que esos hechos no resultaron demasiado importantes para él, nunca los mencionaba, nunca pareció sentir nada al respecto. Por eso su odio hacía él aumento, porque no pareció sentirse culpable por lo que había hecho.

 

—¿Es qué te crees que necesito tu ayuda para sentirme culpable por la muerte de tus padres?

 

—Sí, lo pensaba.

 

Esa fue la primera vez que Manigoldo le habló a ese niño con calma. Esa fue la primera vez en la que fue Manigoldo quien dio por finiquitada la discusión. Sin mediar palabra, se marchó dejando al rubio sólo. Y una vez que estuvo lejos, pudo escuchar el llanto de un niño que cuando era muy pequeño cometió un error, un inocente error que le perseguiría durante toda su vida.

 

Esa fue la primera vez que atisbó algo bueno en la persona que tantos años llevaba odiando.

 

***

 

Hay momentos en la vida de uno que decide reír por no llorar. Él estaba en mitad de uno de esos momentos, riendo, riendo como no lo había hecho nunca, como si le hubieran contado el chiste más divertido del mundo. Era una pena que el chiste en verdad no tuviera gracia, que los golpes dolieran, que las torturas no fueran pasajeras, que la sangre se escurriera entre sus dientes y se escapara por sus heridas. Era una pena el estar tumbado sobre tu propia sangre encima del asqueroso suelo de una repugnante cabaña.

 

Y aun así, se negó a mostrar el dolor que sentía, nunca les daría ese gusto, aguantaría todo lo que le hicieran con tal de negarles ese macabro placer. Por ello se rió, por eso reía a carcajadas en vez de llorar, consiguiendo la frustración de ese grupo de gilipollas que no sabían ni dar dos pasos sin que su jefe les explicara como se hacía.

 

—Maldito traidor —escupió el Jefe y también aquel que ocupaba el primer puesto en su lista de personas a las que odiaba—. Te pegas años desaparecido y resulta que estabas con esos sucios lemurianos —dijo con autentico asco—. Ya veo que la traición es algo que va en los genes.

 

Rió, en verdad esa sarta de patrañas le hizo mucho gracia, si, era un traidor, había traicionado a esos mamones que mataron a su madre por sentir piedad. Así que no se sintió nada mal por ser un traidor. Por lo menos era un traidor con principios y el estar con los lemurianos fue lo mejor que le pudo haber pasado en su vida.

 

Escupió sangre a las limpias botas de ese mamón, quien le dio una buena patada en la cara. Dolió como los mil demonios, pero ya daba igual. Total, pronto estaría muerto.

 

—Si, soy un traidor, he vivido con los lemurianos y no me arrepiento de nada, porque he sido un millón de veces más feliz que si hubiera vivido con unos hijos de puta como vosotros.

 

Otro golpe. Y pensar que hace años quiso volver con ellos, y pensar que durante tanto tiempo se creyó sus mentiras. Mas, ya habían pasado demasiadas cosas desde eso, ya no creía que los lemurianos eran una plaga que había que exterminar porque mataban a la montaña, porque acababan con sus viviendas, porque querían matarlos. En verdad, para los lemurianos, esas personas sólo eran unos asesinos que los perseguían sin ningún motivo. Ellos nunca les habían hecho nada y aun así, los querían muertos. Los lemurianos sólo querían vivir tranquilos, pero no iban a permitir que acabaran con los suyos.

 

—¡Dejate de estupideces! —exclamó el Jefe a la vez que le propinó otro golpe, esa vez en el pecho—. Los lemurianos son simples parásitos que han de ser exterminados antes de que acaben con nosotros, por ello estamos aquí, por ello existimos, ¡porqué nuestra misión es erradicarlos!

 

Ya tardaba en venir con esas vacías palabras que una vez tomó como ciertas, sin embargo, con el transcurso de los años se dio cuenta de cuantos errores tenían. Según sus creencias su existencia consistía en la erradicación de los lemurianos y en torno a eso vivían. En la actualidad, el vivir por el simple hecho de acabar con alguien sólo por existir le resultaba una estupidez. O al menos, él no quería vivir sólo para dedicarse a acabar con un clan.

 

—Pues si existimos para eso somos horribles en nuestro trabajo, porque ellos conocen muchísimo mejor la montaña y nos evitan de maravilla —su voz era cada vez más débil y su visión más borrosa—. Si ellos realmente quisieran acabar con nosotros, lo habrían hecho hace ya demasiado tiempo.

 

Los lemurianos tenían muchos trucos y si se lo hubieran planteado, los podrían haber vencido. Si no lo hicieron, fue porque no ansiaban un derramamiento de sangre, algo que consideraban inútil.

 

—Esa es nuestra prueba, vencer a seres malignos que pueden con nosotros, que nos superan —más golpes llegaron y su consciencia comenzó a esfumarse—. En la otra vida seremos recompensados por nuestros sacrificios en esta.

 

No lo escuchaba, en un momento dado fue incapaz de concentrarse, todo era tan borroso, tan irreal, tan sin sentido. Se había pasado toda su infancia escuchando lo mismo tantas que veces, las suficientes como para llegar a creérselas, pero ya no, ya no lo creería. Intentó volver a prestarle atención y de algo pudo enterarse, lo suficiente como para llevarle la contraría. Sabía que todo lo que le dijera sería inútil, que no cambiaría nada. Que los miembros del clan seguirían pensando lo mismo respecto a los lemurianos, pero, por lo menos él se quedaría más tranquilo consigo mismo. Estaba seguro que no tardarían en rematarlo, siempre era así, cuando veían que no sacarían nada del rehén, cuando ya lo habían forzado y aun así callaba. Lo asesinaban.

 

Sin embargo, el golpe de gracia nunca llegó.

 

—Te mantendremos vivo, para que tus queridos lemurianos vengan a rescatarte y podamos acabar con algunos. Por lo menos así habrás servido para algo —explicó el Jefe, mirándole como si fuera superior a él.

 

—No vendrán, ellos no son de los que vienen.

 

Desde que fue atrapado por ellos, fue consciente de que los lemurianos no vendrían a salvarlo. No podían permitírselo, porque provocarían un derramamiento de sangre que llevaban tiempo intentado evitar. Y aun así le jodió y mucho, quería seguir viviendo, quería meterle a ese hombre su propia escopeta por el culo, quería demostrarles a esos subnormales, que estaban equivocados y que se debía dejar de mierdas raras, para sencillamente vivir un poco más. Quería continuar pasando sus tardes escuchando a Sage hablar, discutiendo con Hakurei, picando a Yuzuriha, riéndose de Tokusa y jugando con Atla. Quería volver a ver a Shion sonriendo, quería ver a Shion. Estaba condenado y cuando vieran que su vida no valía nada, lo matarían, como a sus padres. ¿Shion lo lloraría? Ojalá que no, no le gustaba ver a Shion llorar.

 

—¡Esos monstruos!—espetó el Jefe sorprendido—. ¿Acaso abandonan a los suyos como si fueran sucias alimañas?

 

Ni siquiera iba a malgastar saliva hablando con ese tonto. De todas maneras, tenía la certeza de que probarían a ver si decía la verdad y cuando estuviera confirmado, acabarían con su vida sin más.

 

—Los lemurianos son muchas cosas, pero te aseguro que no son monstruos.

 

***

 

Miró su borroso reflejo en ese pequeño riachuelo, por esa zona los ríos eran muy pequeños, tanto que de un sencillo salto se podían cruzar; sumado a una profundidad escasa, tanto que esos ríos cubrían poco más que los pies. Los cientos de piedras que descansaban en su interior se podían observar sin ningún problema y sus aguan eran frías, mucho. Nunca había peces en esa zona del rio, por lo que le contaron, más abajo en el rio si que se podían pescar pequeños peces.

 

La comida llevaba tiempo escaseando y por ello pensó en su tierna inocencia que si pescaba algo rio abajo, sería de ayuda. Podría demostrar que ya no era un niño. Sabía que no podía seguir el rio, pues llegaría hasta esos señores malvados que los buscaban para acabar con ellos. Por eso vivían en lugares tan altos y de difícil acceso, porque esos humanos eran incapaces de llegar hasta ahí. Esos hombres desconocían la montaña, mientras que los lemurianos la conocían mejor que la palma de su mano. Por lo que moverse por ella era algo increíblemente sencillo incluso para un niño de siete años.

 

Nunca debería haberlo hecho, porque, puede que te hayan contado muchas historias sobre algo. Él había oído hablar mucho sobre esos hombres, pero le resultaban simples cuentos, como si no existieran de verdad. Que tan equivocado estaba, ese clan existía y eran tal como las historias contaban, incluso peores, porque eran reales.

 

Y un miembro de ese clan que ansiaba su extinción se mudó a vivir con ellos.

 

Le resultaba imposible mirar a ese chico de pelo azul a la cara, era igual a su madre, la mujer que le había perdonado la vida, la mujer que murió por perdonarle la vida a él y a su hermana Yuzuriha. Él era el culpable de la muerte de esa mujer. Mas, seguía sin comprender porqué esa mujer le había perdonado la vida sabiendo lo que podría pasarle. Miró al hijo de esa mujer de refilón, buscando en él una respuesta que no encontró. Lo único que vio fue odio, odio dirigido hacia él.

 

Cuando vio que el chico lo miró, desvió la mirada, dirigiéndola al rio. Llevaba dos meses con ellos y siempre que mantenían una conversación, acababan mal, especialmente él.

 

—¿Qué miras? —preguntó el chico, buscando pelea.

 

—El rio —murmuró.

 

—¿Es qué quieres pescar? —su voz se escuchó más cerca, estaba acercándose.

 

—No hay peces en esta parte del rio.

 

Lo empujó al frío rio, él se quedó sentado, notando como las piedras más pequeñas se movían debajo suyo. Sintió la fría agua del rio a su alrededor y aun así, se quedó quieto. Quería gritarle a ese imbécil, quería gritarle muchas cosas. No lo hizo, porque todo eso era culpa suya.

 

—Ahora hay un merluzo.

 

Hakurei llegó antes de que la cosa fuera a peor, pero Shion pudo ver como el odio de Manigoldo hacía él, aumento. Parecía haber comprendido que su madre murió porque a un niño se le ocurrió ir a pescar a un lugar donde tenía prohibido ir en busca de comida para los suyos.

 

Si, podría haber tenido buenas intenciones, pero eso ya daba igual.

 

***

 

Si tuviera que decidir entre una de las tareas que menos le gustaba hacer, el lavar la ropa estaría sin lugar a dudas, en alguna de las primeras posiciones. Las tareas del hogar se las repartían los miembros que vivían en su casa, que en ese momento eran Sage, Hakurei, Yuzuriha, Tokusa, Atla y Manigoldo. Ese día a él le había tocado lavar la ropa, así que ahí se encontraba, en ese poco profundo rio limpiando la ropa dentro del agua congelada. Por culpa de esto último, sus manos se tiñeron de rojo, era molesta, pero ya hacía tiempo que se acostumbró a eso.

 

Por lo menos le sirvió para relajarse y pensar en otros asuntos. No se podía quitar de la mente aquello que había ocurrido esa mañana y eso que ansiaba poder hacerlo. Era algo sencillamente imposible, tan irreal. Aumento la presión del jabón sobre la ropa, pagando sus frustraciones con la inocente ropa que debía lavar.

 

—¿Qué ha hecho la ropa para que la tortures de esa manera?

 

—La estoy lavando a fondo, no torturándola —corrigió.

 

El de pelo azul asintió, sin quitarle ojo, estaba de pie sobre una gran piedra que se encontraba incrustada en la tierra que había junto al rio. El aire balanceaba los cabellos de ambos de una manera agradable, rompiendo con el silencio de la mañana y moviendo lentamente las blancas nubes, logrando así que el lugar donde se encontraba cambiara de sombra a soleado cada poco tiempo.

 

—Creo que la ropa no opina lo mismo —le echó una ojeada a la ropa—. ¿Verdad ropa?

 

—No sé que me preocupa más, que le hables a la ropa o que pienses que va a responderte —dijo el adolescente con desdén.

 

No era su día y eso que era temprano. No sólo era que le tocara realizar esa labor que tanto odiaba, o que a primerísima hora hubiera tenido una discusión muy acalorada con Hakurei. Todo era por culpa que aquello que cierta persona le había dicho y que no, no podía ir en serio, porque era absolutamente imposible.

 

—¡Oh vaya! ¡Qué sorpresa! —exclamó Manigoldo en un tono muy exagerado anticipando alguno de sus comentarios habituales— ¡Te ha bajado la regla!—Shion dejó de lavar para poder dedicarle toda su atención a la mirada de odio que le echó—. No me mires con esa cara, con trece años ya era hora de que te viniera.

 

—¡Te he dicho mil veces que no soy una chica!—exclamó molesto.

 

Odiaba cuando lo comparaba con una chica, o más bien odiaba que se metiera con él, independientemente de la manera que empleara para esa labor. Se levantó para plantarle cara, que siendo que Manigoldo le sacaba una cabeza, contribuía a que su presencia frente al de ojos morados no fuera muy intimidante. Pero prefería eso que quedarse callado.

 

—Con la cara de niña que tienes me cuesta creerme —continuó Manigoldo, haciéndose el desentendido—. Además, nunca he comprobado que fueras chico —dejó caer como quien no quiere la cosa con el único objetivo de meterse con él.

 

—¡Si tantas dudas tienes te dejo que me veas desnudo!

 

Esa consternación pillo por sorpresa al de pelo azul, en su vida se le habría ocurrido que Shion le respondería algo como. Posiblemente, por esa razón, le costó tanto responder a eso. Tenía que ser por eso.

 

—No… gracias… —respondió un tanto cortado y desviando un poco la mirada de esos ojos castaños que lo miraban teñidos de rabia.

 

—Espera— murmuró Shion sorprendido—. Has tenido que pensarlo… ¿ibas a contestar que sí?—preguntó el menor asustando y escandalizado.

 

O más que asustado, se sintió sorprendido. Miró a Manigoldo, quien tenía un ligero rubor en las mejillas, él intentó no darle vueltas al asunto. Porque ese sonrojo, esa reacción, no podía ser porque Manigoldo pensara de él de esa manera, era absolutamente imposible por tantas y tantas razones. Como que mató a su madre.

 

—¡Por supuesto que no! —exclamó, recuperando su prepotencia, eso sí, el sonrojo se mantuvo—. Es que no me esperaba que me contestaras eso—se defendió.

 

Asintió lentamente a esas palabras, sí, tenían sentido. Manigoldo era el que solía soltar las burradas o los comentarios dirigidos a molestar a la gente, el que le hubieran seguido la corriente debió desconcertarlo. Sin duda, era eso, sólo que el sonrojo le había hecho malinterpretar la situación.

 

—Manigoldo —habló Shion, con un tono totalmente distinto, mucho más melancólico. Quería hablar con él sobre otra cosa aprovechando que estaban solos—. ¿Aún me odias? —preguntó, mirándolo con los ojos tristes.

 

Manigoldo observó el suelo sin decir nada y Shion notó como algo se le rompía dentro. Algo que se reparó por completo cuando el de ojos morados lo abrazo. Nunca lo había abrazado, ni siquiera supo si decía corresponder el abrazo, se quedó ahí, dejándose abrazar y sin saber cómo actuar. Fue un abrazo cálido, tanto que el sentir que esa calidez provenía de Manigoldo le resulto casi imposible. Y le hizo preguntarse si un abrazo de la madre del de pelo azul habría sido tan cálido. O sencillamente se preguntó si el abrazo de una madre habría sido cálido, de todas manera, él nunca pudo conocer a la suya. Sin embargo, supo que un abrazo de esa difunta mujer, le habría resultado muy diferente de lo que le estaba resultando ese. Ojalá pudiera ser eterno.

 

—Ya no te odio —aseguró Manigoldo. Colocó su mano sobre la cabeza de Shion y sus dedos se perdieron entre un mar revuelto de cientos de cabellos rubios—. Desde que lo hablamos… he conseguido perdonarte.

 

Con la acción de Manigoldo, la distancia entre ellos se redujo aun más y Shion se agachó un pelín para que su cabeza quedara apoyada sobre el pecho de Manigoldo. Escuchó el corazón del otro, que latía a mil por hora, a lo mejor le seguía costando estar cerca de él, pese a haber dejado de odiarle. El fin del odio, no equivalía al perdón, era un paso hacía eso, mas no lo mismo.

 

—Si lo hubiéramos hablado antes… si lo hubiéramos hablado hace años ¿podríamos habernos llevado bien mucho antes?—preguntó, con añoranza de ese pasado alternativo en el que desde hacia años podía estar como en ese momento. Agarró la ropa de Manigoldo, deseando que no se fuera, que todo siguiera así—. Ojalá no hubiera sido tan idiotas y hubiéramos hablado antes.

 

—Si… ojalá.

 

***

Estaba cómo, la verdad es que le gustaba poder estar tumbado sobre las mullidas mantas sin tener nada mejor que hacer. A veces era agradable disfrutar de hacer nada. Las sombras alargadas del anochecer se asomaban por la ventana, estirando los pocos muebles que tenían en su simple choza de piedra. El viento soplaba fuera, podía oír su rumor, siempre podía oír el rumor del viento.

 

Una mariposa entró, una diminuta mariposa de color lila que le resultó simpática y no le quitó ojo, porque a esa altitud en la montaña apenas había mariposas. Se quedó quieto, intentando que la mariposa se acercara hasta él para poder verla mejor. Algo que ocurrió, pues esa pequeña mariposa se posó sobre la mano que tenía frente a su cara. Ella movió sus patas y alas, él no sabía porqué las mariposas hacían eso, aunque a decir verdad, casi no sabía nada mariposas.

 

Ese color lila le recordó a los ojos de aquella extraña mujer que había conocido el día anterior. Tenía unos ojos bonitos, de un color que nunca había visto en los ojos de alguien. Fue un encuentro extraño que no conseguía quitarse de la cabeza. Aunque según Sage y Hakurei, no había sido más que un producto de su imaginación. Sin embargo, él sabía que había ocurrido de verdad.

 

—Aleja a ese bicho de ti— habló Hakurei.

 

Había estado tan absorto en sus pensamientos, que ni había escuchado a su abuelo entrar. La mariposa siguió sobre su mano, por lo que él sólo movió sus ojos. Si bien no pudo ver al anciano, estaba a sus espaldas. Lo siguiente que hizo el anciano fue llegar hasta él y mover la mano cerca de la mariposa para que esta se fuera volando, para su disgusto. Se incorporó un poco precipitadamente, para encontrarse a su abuelo sentado a su lado sobre las mantas, con las piernas cruzadas.

 

—¿Por qué has hecho eso?— preguntó, no con enfado, sino más bien con pereza.

 

Por muy pocas mariposas que hubiera visto en su vida, fue consciente de el desagrado que despertaban esos apacibles insectos en su abuelo.

 

—Nunca tengas una mariposa cerca con tanta calma —respondió tajante, aunque al notar como su nieto lo miraba un poco aburrido, decidió poner un poco de su parte. Hakurei agarró a Shion para incorporarlo y sentarlo sobre sus piernas. Shion sonrió complacido ante eso, le encantaba cuando su abuelo lo cargaba en brazos, porque siempre acaban jugando y jugar con su abuelo era divertido— Escuchame Shion y escuchame con atención —le pidió, a lo que el niño asintió con curiosidad—. Las mariposas son seres de mal fario.

 

—Pensaba que tú no creías en esas cosas—cortó el niño

 

—Y no creo en esa clase de historias, eso es algo que tu bien sabes —comentó con una pequeña sonrisa—. Pero en este caso, no me hace falta creerlo, sé que es verdad Shion. Las mariposas son criaturas de mal fario, que traen la tristeza y la muerte —se quedó un poco callado, como recordando algo. Shion supuso que estaba pensando en Avenir, pero no dijo nada—. No quiero que te pase nada malo Shion, por eso procura no acercarte demasiado a las mariposas.

 

Levantó su cabeza a la vez que la echaba hacía atrás buscando a su abuelo. La verdad era que no lo comprendía del todo, pero si su abuelo se lo pedía así, se mantendría alejado de las mariposas.

 

—No te preocupes, yo no me desharé en el aire—comentó el niño con una pequeña sonrisas.

 

No se dijeron mucho más, sólo se quedaron ahí sentados viendo como las sombras se alargaban más y más, llevándose con ellas toda la luz. El niño miró a la ventana en cuya repisa continuaba esa mariposa lila, que por culpa de la oscuridad en ese momento era morada. Ese color morado le resultó bastante bonito.

 

***

 

No, no podía estar pasando, era una pesadilla, si, seguro que era una pesadilla y de un momento a otro despertaría sobresaltado en su cuarto. Entonces, correría hacía la habitación de sus padres y dejaría caer que había tenido una pesadilla, de tal manera que para alguien de su edad no resultara humillante. Entonces, su madre se levantaría primero, seguida por su padre e irían a tomarse algo a la cocina. Luego, comenzarían a contarse cuentos e historias, para pasar el rato durante horas. Hasta que las primeras luces de la mañana se colaran disimuladamente por la ventana, avisándoles que si quería dormir, debían aprovechar e irse inmediatamente a la cama.

 

Habría sido perfecto, todo habría sido como siempre que tenía una pesadilla.

 

Pero no era una pesadilla, estaba pasando de verdad.

 

Y eso fue más aterrador que cualquier pesadilla que hubiera tenido jamás.

 

Las hierbas amarillentas, convertidas en paja por el inusual calor que había echo, ya no eran amarillas, eran rojas. Del mismo rojo que tenía la sangre de su padre. Quien yacía muerto sobre la hierba, le habían dado un tiro en la cabeza, él nunca podrá saber la razón de su propia muerte. Entonces la vio, vio a esa extraña mariposa oscura que se posaba sobre el cadáver de su padre, ajena a todo lo que estaba ocurriendo.

 

Eso no podía estar pasando.

 

En frente estaba su madre, sentada sobre sus rodillas, repleta de golpes y aun así, tan digna como siempre. Miraba con la cabeza en alto, en ningún momento agachó la cabeza, ni siquiera cuando le dieron el tiro a su padre. Sus lagrimas se escapaban disimuladamente por su sucio rostro, pero sus ojos morados seguían mirando con prepotencia. No les permitiría ver ni un atisbo de miedo a aquellos que la mantenían sujeta y que le apuntaban con su escopeta.

 

El Jefe caminó hacia él con paso firme, como si todo lo que le rodeara fuera propiedad suya, incluso ellos mismos. Le miró directamente a los ojos, pero no dijo nada, sencillamente le dio la espalda a ese niñato que varios de sus hombres tenían bien sujetos y con unas escopetas apuntándole, no le resultaba ninguna amenaza. Observó a la mujer de cabello azul que aun con todo, lo desafiaba con sus ojos morados.

 

—¿Por qué has matado a mi marido? —preguntó con odio, para sorpresa de todos. Nadie le hablaba así a ese hombre, nadie tenía el valor como para hacerlo.

 

—Porque tu no mataste a quien deberías haber dado muerte en tu guardia de hace dos días —respondió sonriente, disfrutando de la cara de la mujer, disfrutando del miedo del hijo de esa maldita mujer.

 

No, no podía estar pasando, su madre era una gran pistolera con una puntería formidable. Era leal a los suyos, debía estar equivocado, por mucho que su madre le plantara cara a esos hombres, no podía haber traicionado a los suyos. No podía haber dejado con vida a un lemuriano, nadie en su sano juicio la haría.

 

—¡Eran unos niños! —se defendió la mujer—. Eran dos jodidos críos.

 

—Si, dos niños rubios que no llegarían a los diez años —corroboró el Jefe—. Pero eran lemurianos y nuestra misión es acabar con ellos —recordó, mirando a esa mujer con odio.

 

—Sólo eran niños.

 

—Pero esos niños crecerán e irán en nuestra contra.

 

—Nunca he visto a un lemuriano atacarnos sin ningún motivo.

 

Todo eso no podía estar pasando, su madre no podía ser una traidora, su madre no podía haber perdonado la vida a dos alimañas. Su madre no podía morir por eso, sólo estaba pasando un mal momento. Los habían sacado a rastras de su casa, los habían golpeado, se habían reído de ellos, todo eso sin decirles porqué lo hacían. Acababan de matar a su marido delante de sus narices, era normal que le llevara la contraria al Jefe, estaba enfada y con razón.

 

Pero no podía ser una traidora.

 

No podía haberlos traicionado.

 

No podía haberle traicionado.

 

—¡Esta enfada! —exclamó Manigoldo, aguantándose el miedo. —¡No puede hablar en serio!—el Jefe lo miró—. No puede… hablar el serio—murmuró, diciéndoselo más a si mismo que a los demás.

 

El Jefe no medió palabra, sencillamente se acercó hasta estar en frente de ese adolescente que tuvo que levantar la cabeza para ver esa figura horrible a contraluz. Junto a la que volaba de forma errática la mariposa que anteriormente había estado posada sobre el cadáver de su padre. Levantó su arma y le puso el cañón de la escopeta entre ceja y ceja.

 

—Tu madre es una traidora —habló el hombre, tan tranquilo, sin levantar nada la voz. Ese hombre nunca le había dado tanto miedo, nunca le había parecido un monstruo. Su cuerpo comenzó a temblar, sus ojos empezaron amenazar con dejar escapar las lagrimas que tanto rato llevaba conteniendo. No, no podía ser, no podía morir así—. Y por eso vosotros tres vais a morir.

 

Iba a morir, iba a morir, no quería morir, no quería dejar de vivir. De verdad que no quería, él lo único que ansiaba era vivir, quería vivir, quería estar vivo. Quería conocer el mundo, quería continuar vivo. No quería reunirse con su padre, no, todavía no, quería vivir y cuando él muriera, después de muchos años, entonces quería volver a ver a su padre en la otra vida y contarle las apasionantes aventuras que había vivido.

 

Quería vivir.

 

—¡Detente! —exclamó su madre, mostrando por primera vez desesperación—. ¡Qué yo sea una traidora no significa que mi familia lo sea! ¡No sabían nada!

 

El hombre la miró complacido, por fin había descubierto el talón de Aquiles de aquella temible mujer. Le resultó decepcionante que fuera algo tan simple como su amor por su hijo. Pero menos daba una piedra. Por lo que apretó el gatillo, dispuesto a volarle la cabeza a Manigoldo.

 

—No lo mates —pidió la mujer, muy desesperada—. Por favor… no lo mates—eso sonó a suplica, así que el hombre se giró, mirando a la mujer como si le acabara de dar el mejor regalo del mundo, por lo que ella continuó hablando—. Es sólo un niño, matame a mí, fui yo quien cometió el crimen, no él.

 

A decir verdad, no podría decir si el hombre se quedó ahí, callado y dándole vueltas al asunto durante horas o sólo unos minutos. De lo que si que estaba seguro, era de que le pareció que lo que transcurrieron, no fueron ni segundos ni minutos, sino años enteros. Años enteros durante los cuales el vuelo de la mariposa se ralentizó. Entonces, el hombre miró a la mujer contento, había obtenido lo que ansiaba de ella, que le suplicara. Así que apartó el arma de Manigoldo y se la dirigió a su madre.

 

—Muy bien, tú mueres y el vive.

 

Ella suspiró con calma, mientras Manigoldo lo miró sin poder creárselo. No, nada de lo ocurrido podía ser real.

 

—Dame tu palabra —suplicó.

 

—Te doy mi palabra de que dejaré a tu hijo con vida.

 

Y ella sonrió complacida y aliviada por esas palabras, luego, le dirigió una mirada a Manigoldo. No fue una mirada de miedo o arrepentimiento, fue una mirada de esperanza, de satisfacción, de felicidad. La mariposa se posó sobre el pelo azul de esa mujer, como si fuera un adorno para el pelo, se veía tan radiante. Ella lo miraba sonriente, al contrario que él, quien ya llevaba un rato llorando como si tuviera seis años, pero le daba igual. Tuvo la sensación de que su madre iba a decirle algo. Él tenía tantas cosas que decirle, ¿qué se le dice a alguien que quieres y que va a morir delante de tus ojos? Nunca conoció la respuesta, antes de que pudieran decirse una palabra sonó un disparo, la mariposa alzó el vuelo y sus recuerdos se volvieron borrosos.

 

De pronto la realidad se difuminó y la claridad desapareció. Nada tenía sentido, como todo lo ocurrido en ese día. Nada podía ser real. No supo cuanto tiempo estuvo ahí, inmóvil y llorando. En otro momento habría sido orgullo, habría insultado a alguien, no les habría permitido ver sus lagrimas. Pero acaban de matar a su padres y él estaba vivo, todo el mundo tiene un limite. Lo peor de todo, fue ese pequeño alivio de sentirse vivo, de no haber sido él el muerto. Fue espantoso, en su vida se había sentido tan mal consigo mismo. No era afortunado, ni en broma. Escuchó la voz del hombre que acababa de matar a sus padres, lo desterró, hasta que pudiera demostrar que no era un traidor. Era una bonita manera de dejarlo morir sin matarlo directamente.

 

Ese día no llovía, hacía un maldito Sol que contrastaba con sus sentimientos. Las horas pasaron, incluso puede que los días, nadie movió los cadáveres de sus padres. Él lo hizo, con piedras cavó las tumbas, con sus manos, con sus pies, con lo que pudo removió la seca tierra para darles en muerte la misma dignidad con la que vivieron. Al acabar sus manos estaban destrozadas, pero poco le importaba ya. Miró la tierra removida, sus padres descasarían ahí por siempre.

 

Entonces llegó el ¿y ahora qué?. Se sentó frente a las tumbas de sus padres pensando en eso, sólo en eso. Con la única compañía de esa mariposa que se encontraba posada sobre la tierra batida de las tumbas de sus padres. Entonces llegó la respuesta, se vengaría, mataría a los niños que mataron a sus padres. Llevaría los cuerpos y demostraría que no era un traidor, luego lo readmitirían y se ganaría sus confianzas. Hasta que un día mataría al cerdo que mató a sus padres.

 

Se fue decidido, sin mirar atrás, mientras sus lagrimas le entorpecieron el camino.


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