Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

El Talismán por Steel Mermaid

[Reviews - 5]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Disclaimer: Los personajes no me pertenecen sino a Hidekaz Himaruya.

Advertencias: Universo Alterno; uso de nombres humanos. Contexto de Historia Moderna (siglos XVI - XVII), Guerra Anglo-Española

Pareja: Inglaterra/España (en ese orden).

EL TALISMÁN

I

I was like a fallen angel, prisoner of my freedom

La taberna está abierta. Su luz amarilla se proyecta hacia las calles del puerto como un abanico extendido en colores cálidos. Cuánto ha extrañado esas luces naranjas reflejadas sobre las olas, alteradas por la furiosa marea, aquella que ya lo extraña, como una mujer enamorada del más insensible de los hombres. El mar y su brisa salada que reseca la piel y le quema en el inmenso vacío azul replicado del cielo ocupa gran parte de su corazón, son lo que mueve su espíritu aventurero que aparece y desaparece en el horizonte, pero también ama los puertos y sus inagotables riquezas. El ron, las mujeres, echar a volar la consciencia como si pudiera hacerse a voluntad y sucumbir a los más sucios placeres de la carne, con las piernas de una mujer enredadas en su cintura o una jarra colmada de ron que le escoce la garganta, haciéndolo gritar de plena satisfacción. No podría llevar otra vida, y se siente orgulloso de ser el esclavo más fiel de sus propias pasiones.

Arthur y sus hombres acaban de tocar puerto hace apenas unas horas después de rodear las costas del Caribe, evitando a los despiadados holandeses y a los fruncidos franceses, porque nunca se sabe con ellos. Con quienes sí se sabe a ciencia cierta es con los españoles. Están hasta el cuello con Flandes (además del Flandes indiano, según las malas lenguas) y la obsesión de su monarca por la acumulación de piedras preciosas no conducirán al reino de Castilla y Aragón a ninguna parte salvo a la inminente derrota y a su erradicación del mapa de los vencedores de ese basto mundo. La grandeza de España sería historia y Arthur se siente orgulloso de su nación al pensar en que gracias a hombres como él, Inglaterra será lo que será. Aunque él no contribuya a ese propósito directamente, pero mentiría si dijera que no disfruta de asaltar barcos españoles, más que cualquier otro.

Y al estar frente a la taberna favorita de su tripulación (y la suya propia), Arthur sonríe al entrar ruidosamente junto a sus hombres, que se apropian del lugar como si les perteneciera desde siempre, tomando las jarras de ron y la cintura de las mujeres, mientras ríen eufóricos de felicidad por volver a tocar tierra. El tabernero, un retirado marinero holandés, mira al capitán con una amenaza claramente dibujada en sus pupilas.

—Atrévanse a no responderme por alguna pérdida y acabarás perdiendo tu ojo bueno, sucio pirata inglés.

Arthur sonríe con sorna y recibe la jarra que una de las mujeres le ofrece. Le gusta que lo miren de manera gatuna, que a veces le sonrían. Es como si lo extrañaran. De seguro es porque es un excelente amante.

—Tranquilo, Govert— dice dándole un largo y sonoro trago al ron, de suave color acaramelado—. Esta vez hubo buen botín. Esos ineptos españoles son cada vez más fáciles de saquear.

Arthur bebe completamente el ron, ofreciéndole luego la jarra a Govert para que la vuelva a llenar. El holandés no recibe la jarra de vuelta, en lugar de eso, lo mira de manera hostil y amenazante.

—Hombre, te he dicho que hoy vengo bien premiado—se apresura a responder Arthur fingiendo estar ofendido—. Voy a pagarte bien.

—Eso espero, Kirkland—dice Govert, sin dejar de clavarle la mirada y le vuelve a llenar la jarra.

Arthur es sin duda un hombre temerario. Se sabe de memoria las rutas comerciales de los españoles a las Indias, es el pirata más temido de Europa porque su espada no tiembla si no ha de hacerse su voluntad. Ha asaltado más barcos españoles que cualquier corsario de la reina y su vida entera la juró al mar, él hará con ella lo que le plazca. Y aunque ame los océanos, también los respeta: es el mejor navegante de los reinos que se disputan por el absoluto control, pero también es el peor nadador de todo el mundo conocido. Y tal cual se presenta frente a la inmensidad del manto azul que cubre la tierra, lo hace con el holandés, que teniendo el porte con el que fue bendecido, bien podría partirle todos los huesos a Arthur sin dificultad y sin fruncir el ceño.

Govert lo conoce hace muchos años, desde que Arthur era un muchachito aprendiz de Scott Kirkland, su hermano mayor, quien desgraciadamente murió como rehén en una bodega maloliente y apestada de ratas de un barco de piratas franceses, el Fleur de Lys. Govert lo recuerda porque en sus tiempos de marinero, su navío y el de Arthur hicieron trizas juntos la nave francesa, engullida sin remedio por el Atlántico. Pero el éxito de ese asalto no resultó ser gratis. Unos minutos antes, el Fleur de Lys y el Bartholomew, la nave inglesa, habían impactado por sus costados, quedando ambas proas como si fueran una. Arthur Kirkland llevaba esperando años por ese momento, preparándose como marinero y alimentando su sed de venganza hasta convertirse en capitán al ser el segundo al mando después de Scott, y retó a ese siútico francés a que se atreviera a poner un pie en su barco. El capitán Francis Bonnefoy no titubeó. Saltó a la cubierta del Bartholomew y enfrentó su espada con la de Arthur. Su abrigo celeste se movía graciosamente a su alrededor, como si estuviera dedicándole una pieza de baile y no queriendo ensartarle la espada en el pecho. Finalmente, la gracia de su pieza terminó por derrotar a Arthur, y apuntándolo con la espada hacia el cuello, en un rápido movimiento y sin que el inglés se percatara de cómo, rasgó profundamente la cara de Arthur, desde la frente hasta la mejilla derecha, haciéndole perder su ojo para siempre.

Arthur rugía como una bestia por el dolor, la herida le ardía como mil demonios. Francis reía victorioso mientras volvía a envainar su espada, pero su felicidad no duró mucho más cuando otro de los hermanos Kirkland, Haydn, coló de canto la espada muy cerca de su garganta. Francis levantó las manos rindiéndose, tampoco era como si rendirse le significara tanto peso en el orgullo. Haydn le ordenó a Francis que movieran su barco, y éste le hizo un gesto a su maestre. El Fleur de Lys se alejó del Bartholomew, y por su otro costado apareció, casi emergiendo desde el corazón del mar, el Aanvaller, la nave holandesa. Haydn volteó violentamente al capitán francés y le susurró al oído, amenazante, que si se atrevía a desviar la mirada del espectáculo que iba a presenciar, iba a perder mucho más de lo que Arthur había perdido hacía unos minutos.

Los ingleses y holandeses atacaron. El bombardeo fue absoluto, una lluvia de astillas de madera y restos de nave decoraron el escenario. Arthur, con su mano empapada de sangre aún en su herida, reía desquiciado al presenciar cómo el Fleur de Lys se partía en dos para luego ser absorbido por el manto azul, junto con su venganza hecha y el cuerpo de su hermano.

Decidieron que dejarían a Francis en una isla olvidada de Dios en el Caribe, que el sol y el hambre se encargaran de él. Arthur aún se pregunta si la rana habría podido regresar a su sucia tierra o habría muerto ya.

Es por ese episodio que Govert y Arthur han tenido contacto hasta ese momento, en una relación que éste considera no una amistad, sino una gratitud. Y a Govert no le molesta aquello mientras Arthur venga con buenas monedas de oro para malgastar en su taberna, llenarse el estómago de ron hasta hartarse y follar con cuanta ramera quisiera. Y aunque a Govert no le guste admitirlo, siente una cierta satisfacción al ver el parche negro de Arthur que censura su herida. No porque Arthur sufrió la pérdida de su ojo, sino porque es eso lo que lo hace recordar sus días de marinero. A veces los extraña, pero prefiere que se mantengan allí, en su memoria. Recuerda también que luego le cauterizaron la herida a Arthur a fuego puro. El pirata gritaba tanto, que Govert escuchaba sus gritos en su propio barco. La voz era estridente, como los truenos. La cicatriz que le dejaron no resultó ser tan espantosa como todos esperaban: una rugosidad rosada que atravesaba casi la mitad de su cara, con su párpado derecho eternamente cerrado, y su globo ocular reventado por dentro, pero sano.

Pero ese incidente no fue suficiente como para arruinar la reputación de Arthur. Los franceses lo respetan tanto o más que antes, pero luego de haber hecho trizas la nave más imponente de toda Francia y haber abandonado a su capitán en una isla, ahora, además de respetarlo, le temen. Y eso sí que es razón suficiente para pensar que valió la pena, aunque aún le duela haber perdido a Scott. Ni aunque todos los reinos de Europa le teman, ni tener al mismísimo Felipe II rogando por su vida frente a su espada, se compararía con volver a ver a su hermano mayor sólo una última vez.

Y los recuerdos lo golpean de pronto, como si hubieran despertado después de un largo y profundo sueño, amontonándose en su cabeza y volviendo nostálgica su mirada.

—Creo que nunca lo hice antes—Comienza a decir Arthur de pronto, deseando que Govert lo escuche aunque no eleve el volumen de su voz—pero… Gracias, Govert.

El holandés lo mira como si el pirata tuerto hubiera dicho que se folló a la Virgen.

—No te ayudé a destruir la Armada francesa porque me caigas bien—Responde apresuradamente en tono seco mientras limpia con un trapo las jarras—. Necesitaba dinero.

Arthur ríe estruendosamente y su risa parece ser tan siniestra que todos los marineros del lugar enmudecen por un segundo.

—Como digas—Le da el amén—. Me alegra verte de nuevo.

Govert no dice nada, y frunce el ceño porque no está acostumbrado a eso, ni Arthur tampoco, ni el lugar es el indicado como para agradecer por algo que ocurrió hace casi dos años. Sin embargo, no le disgusta que reconozcan de vez en cuando sus buenos dotes de marinero, aunque ya estén oxidados.

—Y bien—dice Arthur de pronto, tomando un taburete alto para sentarse y borrando la nostalgia de sus ojos, dándole el paso a la codicia permanente—¿Cuál es la novedad hoy? —Gira hacia el frente de la taberna dándole la espalda a Govert—¿Algún ejemplar de mujer de la India o China?

Govert hace una mueca parecida a una media sonrisa mientras Arthur sigue bebiendo, con las piernas cruzadas.

—Un ejemplar, sí. De España.

A Arthur se le iluminó la mirada de emoción. Una emoción peculiar. Ya se preguntaba hasta qué punto estaba obsesionado con los españoles.

—¿Será morena? —Se cuestiona Arthur, sonriendo—¿O quizá rubia?

—Moreno—Responde Govert sin ningún interés en la conversación. Arthur prefiere pensar que escuchó mal.

—¿Será de ojos cafés? ¿Amarillos? —Traga un sorbo de ron.

—Verdes—Continúa contestando el holandés ya casi exasperado.

—Espero que sea de pechos grandes—Ríe Arthur.

—De qué mierda hablas, Kirkland—Dice Govert entre cabreado y divertido.

Arthur vuelve su mirada esmeralda hacia los profundos mares del holandés, y sus gestos se tornan en una complicidad extraña.

—De qué mierda hablas tú, maldito tulipán—Ríe nervioso, frunciendo el ceño haciendo que sus enormes cejas rubias casi se toquen.

—De que la puta novedad de hoy no es una española; es un español, pedazo de imbécil. El mar te ha idiotizado cada vez más.

Arthur casi se cae de su taburete de la impresión. ¿Un hombre? Él no tocó puerto para follarse a un hombre, para eso puede tomar a cualquiera de su sucia tripulación y sacarse las ganas, si es que las tuviera.

—Ahora sí que estás jodido, Govert.

—Si no quieres verlo, puedes irte bien a la mierda. La puerta es ancha.

A Govert no parece importarle si la atracción novedosa de la taberna es una mujer, un hombre o un cerdo, mientras las monedas de oro se mantengan en flujo constante. Además, ni aunque se tratase de un lobo marino, los piratas pagarán por tener una buena jarra de ron y prostitutas dispuestas a satisfacerlos. Y en realidad, también está expectante. Ha escuchado de todas partes que ese español ha cautivado a hombres y mujeres con su baile, sin duda es un buen negocio. Y Govert tiene muy buen ojo para los negocios, como orgulloso holandés.

Arthur chistó la lengua, frustrado. Igual le intrigaba, así que no se movió de allí. Además, los españoles podían ser muy malos navegantes (según él) pero en algo debían ser expertos, y se le ocurrió que quizá en los bailes podría estar su fuerte. Tampoco es que la idea le haya entusiasmado más de lo esperado.

Cuán equivocado estaba.

Cuando bebió el último sorbo de ron (aún estaba cuerdo después de dos jarras, la juventud le sentaba bien), apareció la novedad de esa noche. Era como si las fuerzas del universo hubieran confabulado para llevar a ese bailarín justo a la taberna de Govert el mismísimo día que Arthur y su tripulación tocaban puerto. Bueno, si es que existían tales cosas como el destino. Arthur creía que sí, porque de lo contrario, jamás hubiera sido posible para él, un pirata aventurero y esclavo de sí mismo, conocer la maravilla que se deslizaba unos cuantos metros delante de él, adueñándose de todo, con paso firme y furioso y sonrisa de conquistador. Estaba tan sorprendido y ensimismado que no fue capaz de separar la jarra de sus labios, ocultando el gesto codicioso de su boca tras ésta, que se dibujó solo, sin autorización de su cordura o su corazón.

La guitarra (española) sonó, entonces. Sus cuerdas tensadas vibraron insistentes. Arthur no sabía de dónde venían exactamente esos sonidos, pero conocer la ubicación exacta del instrumento no lo distrajo. Manos blancas y tensas, jamás tostadas por el sol. Mirada verde gélida, fija en la figura masculina, permanentemente, insistente. Estaba siendo atrapado. Y no quería ser liberado.

Tiene el semblante tranquilo, pero su expresión detonaba una pasión que Arthur percibió incluso pese a la distancia que había entre ambos. Todas las luces se encienden, destellan más de lo normal, lo encandilan y se deslizan entre los collares de las mujeres, los pendientes, las piedrecitas que fingen elegancia en los vestidos reveladores.

El bailarín no tiene abiertos sus ojos. Su ceño está ligeramente fruncido, parece conocer perfectamente el espacio.  Cuánto tiempo llevará bailando así, se preguntaba Arthur, paseando insistentemente su mirada eyectada de deseo en la silueta sostenida sobre un pie, con brazos contraídos y giros insistentes. Los hombres y las prostitutas aplaudían, la guitarra seguía invadiendo cada sentido del pirata inglés, pero más agresivo era el golpeteo de los tacones de las botas del bailarín español contra el suelo de madera, insistente y violento, jugueteando con cada una de sus sensaciones.

Y en pasos insistentes y violentos también se acercaba y se alejaba de Arthur, como si supiera lo que le estaba provocando, como si pudiera oler su deseo. Juraba escuchar su voz, intentaba imaginarla. A torso cubierto por la camisa blanca, Arthur vislumbró expectante cada detalle de la piel morena que no era censurada, tostada por el sol, cálida como la brisa de las costas del Caribe en un día de verano. Esa calidez que percibía con el frío verde de su mirada lo estaba quemando. Era una tibieza que se moría por percibir con sus manos, su boca, con cada trozo de su maltraído y corrompido corazón.

El bailarín tenía una figura extraordinaria, era demasiada belleza concentrada, jamás conocida por él. La cintura ceñida a un manto rojo que dejaba ver la curva sutil que Arthur se moría por apretar entre sus dedos, marcada a fuego para siempre. Se sentía deambulando, era como un errante, y deseó vagar para siempre por toda esa cálida piel, la belleza de cada relieve, cada textura, aroma y color.

Caminó a pasos alargados hacia Arthur otra vez, moviendo de un lado a otro sus manos, sosteniendo una especie de capote con ellas. Ocultaba su rostro tras él, su pecho curtido… y sus ojos. Cada vez que quedaba frente a Arthur, la tela rojiza le censuraba los ojos. Y eso lo exasperaba en demasía. Eran movimientos tan rápidos que dejaban entrever poco a poco sus encantos, servidos a ser imaginados por la mente más perversa o el corazón más noble. Arthur podía ser ambas cosas por lo deslumbrante que ese hombre le resultaba, encandilarlo como un caballero y ultrajarlo como un pirata.

Por eso, aún quería ver lo que sus párpados protegían.

El bailarín alzó sus manos hacia el cielo y lanzó la tela tras de él. Tenía los ojos cerrados aún. Uno, dos, tres giros. La elegancia acompañándolo permanentemente, el deseo de Arthur impregnándose en su piel. Y los abrió, desprotegió sus ojos de la codicia y la pasión. Arthur los vio, chocó con ellos estrepitosamente y cayó en el manto del hechizo sin remedio.

 Separó la jarra de sus labios, no parpadeó, no se movió, y sólo lo admiró.

Qué más podría hacer. El silencio se adueñó de todo, su mirada brilló como un talismán, como los ojos del español, equivalente, y Arthur no fue capaz de defenderse. Estaba perdido, mientras él seguía jugueteando, travieso, como si no entendiera nada, escabulléndose entre la música y los aplausos, alejándose de Arthur y sus codiciosas manos.

No fue capaz de alcanzarlo.

Cuando su baile terminó, la guitarra rasgó su agonizante sonido junto con la garganta de quien cantaba, un marinero español, quizá, por el idioma.

Y el bailarín hincó la rodilla en el piso, ante Arthur, con la cabeza reverenciada y la coleta fina de su cabello marrón resbalando traviesa por su hombro, como si sólo le agradeciera su atención a él. Todos aplaudieron, pero Arthur no fue capaz. No quería aplaudir, no quería gritar, quería tomarlo y asirlo contra él, siempre resguardado bajo su hechizo.

El español levantó la mirada y enfrentó al inglés. Lo cegaba con sus ojos, con la sonrisa que aún le enseñaba. Era demasiado, y lo entendió: el destello no venía del oro que traía consigo, de los tesoros arrebatados y sustraídos, no venía de las llamas que creaban la luz, las joyas de las mujeres y sus encantos. Venía de él, de sus ojos verdes y traviesos, de sus dientes blancos; perfectos, de su piel mediterránea y su cabello desordenado, enlazado en cinta roja arrebatándole el salvajismo. Él era el destello, la joya más preciada y que más anhelaba poseer, cuya protección buscaría y obtendría al precio que fuere.

Ese talismán debía ser suyo.

Notas finales:

¡Hola! Si has llegado hasta aquí, ¡Gracias!

No hay mucho que aclarar aquí, realmente. Los países estrella en navegación eran los mencionados aquí: Inglaterra, España, Holanda y Francia, que eran expertos en llevarse mal.

La historia no será muy larga, y bueno, nuestro Arthur se llevará una sorpresita (no) grata más adelante... jajajá.

Flandes era una problemática terrible para España en aquel tiempo. Había una guerra un poco tediosa de explicar, pero si quieren saber más, les recomiendo el libro del historiador inglés Geoffrey Parker, titulado El Ejército de Flandes y el Camino Español, es un libro muy bueno. El autor ama España y a Felipe II, extraño siendo inglés... las sorpresas de la vida. Por otro lado el Flandes Indiano era el apodo que le daban a Chile en la época de la Guerra de Arauco. Tan complicado era el panorama con los araucanos que llegaron a apodarlo así. Por eso Arthur se burla, jeje.

Felipe II es el monarca español de aquel momento.

Los nombres de los barcos me los inventé. Fleur de Lys es "Flor de Lis" en francés, Bartholomew es "Bartolomeo" (soy tan original) y Anvaller es "Atacante" en holandés (Shingeki no Kyojin... cofcof).

En fin, espero les haya gustado. ¡Gracias, otra vez, por leer mis delirios históricos y fangirlísticos!

¿Reviews?


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).