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Bajo su sombra por InuKidGakupo

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Entrevista con el vampiro no me pertenece, es obra de Anne Rice

 

NA. Está basado únicamente en los hechos del libro.

El velo plateado propio de la noche cubría los alrededores y adornaba con tonos grisáceos las frondosas copas de los árboles altos en el jardín, el viento gélido sopló contra su fría piel y pareció cobijarlo un momento, acariciarlo como manos invisibles, pasearse por sus sienes con absoluta libertad, entremezclarse entre su cabello largo y casi pudo jurar que le murmuró algunas palabras secretas en el oído, como súplicas ahogadas y arrastradas contra las paredes de su hogar. Louis disfrutó aquel mudo tacto contra su cuerpo y se jactó de la escueta tranquilidad lo más que pudo, lo que pareció durar; solo un momento, un parpadeo insignificante como lo era cada segundo consumido, uno tras otro, sin demasiado impacto, intrascendente y banal para alguien que poseía la misma eternidad entre sus venas.


Suspiró en contra de la ventisca y cerró sus párpados como simulando estar dormido, como si quisiera ser parte de la tranquilidad de aquella escena casi pintoresca, como una figura, como una silueta de piedra. Resopló con cansancio y su ceño se frunció desentonando con su rostro pálido y eternamente juvenil, sus párpados finamente cerrados se apretaron con frustración y sus manos se aferraron a la marquesina de la ventana, como ahogando de ante mano la irritación que ya se generaba en su pecho ante la premisa que se dibujó en su cabeza cuando escuchó claramente los pasos de Lestat acercándose a la puerta trasera.


Giró en su lugar y miró a sus espaldas, caminó apenas unos pasos y escuchó solo el eco de sus zapatos contra la madera antes de frenar en seco y caer en cuenta de la situación actual. Una risa femenina tronó entre las paredes de su casa española y bailó sus ojos claros entre aquella oscuridad que no le ocultaba nada, al menos no a él.


— Adelante, ponte cómoda — escuchó a Lestat hablar en susurros a la mujer que más que una invitada sería la cena para su compañero, quién soltó una risa burlesca antes de hacer sonar su tacón a prisa por la sala de estar en su dirección.


Louis giró sobre sus talones y con paso estoico pretendió escapar de las manos del rubio, quién seguramente estaba pensando en tratar de obligarlo a hacer cosas que no quería, a familiarizarse con la comida, a jugar con la presa al gato y al ratón. Buscó poder subir prontamente por la escalera de caracol y encerrarse en su alcoba un rato hasta que le diera hambre y se viera obligado a escapar por la ventana o hasta que Lestat terminara con sus juegos absurdos y sacara el que prontamente sería al cadáver de aquella mujer.


Ni siquiera él, siendo tan rápido como era, tuvo el tiempo de alejarse de Lestat y apenas había puesto un pie en el principio de la escalera la mano del otro se aferró con fuerza a su brazo, una fuerza contra la que hubiera deseado pelear pero no estaba de ánimos para entrar en una disputa cuerpo a cuerpo y tampoco era su intención llamar la atención de la chica en la otra habitación, si dialogaba con él, quizá podría convencerlo de no involucrarlo en otro de sus tontos juegos.


— Louis, ¿por qué no nos acompañas? — pidió Lestat en un tono que simuló la súplica y el mencionado giró sus ojos sobre los del rubio, quién un momento le regaló una sonrisa ladina, incitadora, pero totalmente tranquila, como pocas veces podía encontrar en él.


— Acaba con ella, no quiero cruzar palabras con esa mujer si al final voy a tener que comerla... si la vas a hacer llorar — protestó y sacudió su brazo para tratar de hacerlo desistir de involucrarlo, pero al contrario de eso, Lestat se aferró con más fuerza y de un saltó cargado de gracia y habilidad pasó de él hasta quedar de pie en la escalera, un peldaño más arriba, cerrándole el paso.


— No, no, no será eso esta noche, Louis, es algo... mucho mejor — sonrió con elocuencia y movió su cabeza de un lado a otro, provocativo ante su idea, tratando de lanzar el misterio como carnada para hacer nacer en su interlocutor la curiosidad, ese que solo lo veía con los ojos entornados y acusadores, dudando de cada palabra que decía Lestat, como la mayoría de veces, podía ser una mentira o solo alguna elaborada trampa.


— ¿Algo mucho mejor? ¿Qué tan terrible tendría que ser para que a ti te parezca mejor que tu gusto por la muerte? — bramó con disgusto y trató de pasar de él, por supuesto, Lestat se había plantado como piedra y apenas Louis intentó cruzarlo él interpuso su brazo, rodeándolo y regresándolo a su posición inicial de un empujón más suave de lo que esperó.


— Louis, no entiendes a qué me refiero todavía, aunque es obvio considerando lo sensible que eres... pero, ven, vamos, déjame mostrarte de qué hablo — lo tomó de la mano y bajó rápidamente el último par de escalones llevándose a Louis a rastras con él, quién vio inútil la resistencia y se dejó hacer por el otro, después de todo, siempre era así, desde el principio hasta ahora, aún en su tranquilidad doméstica, Lestat tenía el poder de convencimiento a la fuerza, como si solo necesitara tirar de esa correa hipotética que había atado a su cuello desde el día en que lo conoció.


— Solo... — murmuró Louis y apretó los labios cuando Lestat giró el cuello a él y volvió a sonreírle con las mejillas coloreadas, era evidente que había bebido a más de uno aquella noche, y Louis odió internamente aquella gula irracional que Lestat siempre portaba y lo convertía en ese monstruo que solo se dedicaba a matar y matar. — Si va a morir, que sea rápido, ¿sí? — rogó absurdamente y Lestat rodó los ojos, fastidiado con su actitud de "muerte misericordiosa", pero terminó por asentir, como un falso juramento, como una promesa vacía que le soltaba, como si fuera un niño y tuviera que decir mentiras piadosas para hacerlo callar y tranquilizar. E incluso, aunque Louis sabía que no era cierto, se sintió seguro con aquella afirmación y apretó un momento de regresó la mano cálida de Lestat, quién lo guiaba con paso calmado a la recepción.


— No es solo comida, Louis, no hoy — rió divertido y se quedó quieto en la entrada de la antesala que estaba apenas alumbrada por una vela larga al centro de una mesa tallada finalmente, alguna reliquia que Lestat había conseguido en sus compras ridículamente caras para satisfacer sus deseos de lujos mundanos.


La mujer yacía sobre el sillón forrado de hilos de seda y Louis la contempló a la distancia con perfecta claridad. Dormitaba sobre el brazo de aquel fino mueble y su cabeza bailaba torpemente cuando caía dormida y despertaba en brevedad, intentando mantener sus ojos abiertos apenas, la ebriedad era clara y el olor a alcohol inundó la nariz de los dos vampiros, uno lo disfrutó, el otro arrugó el entrecejo y se giró a su acompañante con un reclamo silencioso y tan predecible que hizo a Lestat gruñir con algo de fastidio por la reiteración.


— Tranquilo, ya lo verás — Lestat palmeó a Louis antes de dar dos grandes zancadas a la mujer y tomar asiento presurosamente en el sillón más próximo, invitando a Louis con una señal de la cabeza a hacer lo mismo al lado de la dama que no tenía la impresión de estar despierta, y si lo estaba, seguro que no siquiera tenía idea de dónde estaba postrada.


— ¿Qué quieres qué haga? Ni siquiera puede mantenerse en pie, incluso dudo en que nos escuche — Lestat se encogió de hombros y agitó una mano en el aire, restándole importancia al estado de la chica antes de moverse a un cajón próximo y sacar dos copas de cristal que depositó en la mesa baja, haciéndolas sonar al golpearlas suavemente entre ellas para luego resonar en la madera.


Louis soltó un suspiro al saber que las copas eran para ellos y significaba sangre, significaba muerte y probablemente, una ocasionada por él. Lestat sonrió divertido ante el gesto lleno de anticipada culpa y desagrado de Louis por haber dejado clara la idea de que al final de todo el acto, la beberían, ¿y cómo no hacerlo? Eso sería renegar en contra de su propia naturaleza.


— Antes de comenzar, ¿Dónde está Claudia? — movió sus hábiles ojos por el alrededor, como si la niña se ocultara maliciosa entre los muebles o las cortinas de su hogar. Louis levantó una ceja ante aquella cuestión fuera de lugar y negó suavemente, un tanto incrédulo con la aparente ignorancia de Lestat, como si este hubiera olvidado las actividades y rutinas que se vivían ahí.


— No ha regresado, salió a... — cortó sus palabras y frunció los labios, Lestat rió duro ante aquella información y también complacido con lo débil y absurdo que era Louis, tan cobarde que ni siquiera se atrevía a decir aquella palabra relacionada a aquella niña, como si el hecho de que fuera una pequeña asesina fuese una ilusión, como si Claudia no fuera una vampira, un monstruo, un asesino, como ellos dos.


— Perfecto, perfecto... — Lestat aplaudió por reflejo ante aquel hecho y Louis tensó el rostro en ambigüedad, en el pensamiento que floreció en su mente y le dijo que todo aquello estaba planeando con tanta pulcritud que solo estaba tratando de confirmar lo que se sobra ya sabía. — Así está mucho mejor, realmente, no me gustaría que estuviera presente — agregó en voz baja, casi para sí mismo pero Louis lo escuchó como si lo gritara justo en su oído.


¿Qué, en el mundo, sería lo suficientemente bajo y aterrador para que el mismo Lestat pidiera la ausencia de Claudia para poder mostrarle sin restricciones lo que tenía bajo la manga en esa ocasión? Lamentó ese hecho y rogó en su cabeza para que la niña apareciera, esa que a veces también buscaba sus momentos de soledad y vagaba en su cacería en las primeras horas de la noche, un hábito que había aprendido muy bien de Lestat, quién precisamente, había parecido regresar a casa más temprano de lo habitual. Lestat sonrió ampliamente y recargó su cabeza en el sofá, topó un momento con la madera en la cabecera del mueble pero ni siquiera se inmutó, solo mostró sus dientes blancos y parejos en esa sonrisa que todo ocultaba y luego, bailando de nuevo su cuello sobre sus hombros, miró a Louis y le guiñó un ojo, con toda la coquetería que portaba siempre aquel hombre, con toda la saña y la burla que hicieron al azabache enfadar en brevedad, cansado ya de ese preámbulo mortal y la tentación de su propia sed que pedía a gritos desgarrar el cuello de la mujer tendida a su lado.


— Adelante — dijo Lestat al notar su ansiedad y extendió una mano a la dama, como quién ofrece un platillo a un invitado, le daba entrada a que la poseyera, a sabiendas de que no sería así, al menos no con esa rapidez, no sin que pasara por sus juegos y demás insistencias.


— ¿Cuál es el punto de esto? Dijiste que no la traías para beberla — el rubio asintió y movió la comisura de sus labios para sonreír ladino y dejar ver uno de esos colmillos asesinos.


— Sí, pero dar uno o dos tragos no hará diferencia, es más, sería bastante enriquecedor para empezar — las cejas de Louis se tensaron y arquearon en cuestión, en miedo que se filtró en sus orbes claros y llenaron a Lestat de incitación, casi como si pudiera probarlos.


— No entiendo — soltó luego de unos segundos de contemplación donde no hacían más que mirarse a los ojos, uno en interrogante, otro en mera burla y reto que lo divertía, como cada vez que se trataba de alguna nueva y oscura experiencia para Louis.


— Déjame darte una pista — se levantó de su lugar y anduvo a la muchacha que ya dormía en aquella sala.


La cargó un momento, el suficiente para acostarla sobre aquel lugar y luego, con toda la violencia y desconsideración, haló el vestido y rasgó la tela del escote dejando al descubierto los senos bien formados y voluptuosos de la chica, quién gimió y luchó por mantenerse despierta, fracasando grandemente y dejando su lánguido cuerpo suelto a la brevedad, sin ninguna especie de resistencia.


Louis giró el rostro a un lado, como si estuviera avergonzado o la simple idea de la desnudez le causara tanto pudor que no podía mantener los ojos sobre aquel joven cuerpo femenino, pero era en realidad que ahora comprendía la idea de Lestat y no había podido mirar a aquella mujer sin sentir dolor y compasión por ella. Lestat rió complacido ante su reacción y se mantuvo de rodillas al lado de la dama, terminado de retirar el resto de su mullida prenda y dejando frente a sus ojos la desnudez total de aquella señorita de remarcadas curvas, una que se revolvió en su sitio en protesta muda, tocada por el viento fino de la ventana que rozaba su cálida y humana piel, casi igual de seductora que como había sido con Louis momentos atrás.


— No — dictaminó, rotundo, poniéndose tenso en su sitio y mirando con desdén a Lestat que paseaba sus dedos por el vientre de la muchacha, como si su mano caminara sobre aquel lienzo hecho de seda, hecho de piel. — Somos... asesinos... pero, no somos... esto— enfatizó y señaló con la punta de su dedo la escena que ya se desfiguraba y se tornaba peligrosa y enferma, absoluta y totalmente bizarra.


¿Somos?  — preguntó Lestat y se echó a reír de una forma tan cínica que le dejó en claro que posiblemente Lestat lo había hecho infinidad de veces con sus víctimas, y si era sincero, en realidad, no estaba en absoluto sorprendido.


— Sea lo que sea que quieras que haga, no lo haré, diviértete solo, si así te parece — se puso de pie para tratar de marcharse de ahí y que se esfumaran esas náuseas que no eran más que viejos reflejos y recuerdos sobre lo pestilente que el acto en sí le parecía.


Lestat lo detuvo por supuesto y lo obligó a sentarse una vez más, sosteniéndolo de los hombros y dejándole ver de nuevo esa sonrisa que hasta le figuró que era sincera, amistosa, una que lo sobrecogió y lo doblegó a quedarse nuevamente en su lugar.


— Louis, ¿Acaso nunca lo has pensado? — el aludido chasqueó la lengua y quitó su rostro a un lado. La sexualidad mientras estaba vivo había sido tan escasa que siquiera dudaba que hubiera sucedido algo que se asemejara a la intimidad, y luego de morir, aquel deseo carnal propio de la humanidad se habían esfumado, había ennegrecido y se había marchitado, no representaba nada, no significaba nada, no tenía valor a menos que aquella otra persona involucrada tuviera algo más atractivo, su mente, su mirada, como Babette, algo que le inspirara la admiración a su ser. Y aun así... — Vamos, ¿Por qué luces tan indignado? no me digas qué no lo has intentado — Lestat se sonrió malicioso y paseó su mano por el hombro de Louis, acarició su cabeza un momento y luego apretó un mechón entre sus finos dedos. — No me digas qué no, Louis, ¿Acaso no has corrido por ahí buscando alguna presa rápida y... terminas... tentado? — Louis se tensó ante su mirada y Lestat acarició su cabello, marcando apenas un ritmo irregular entre los mechones de Louis que ya preveía lo que diría. — No has frenado tus pasos frente a una ventana entre abierta y has contemplando con ojos ansiosos el cuerpo de alguna señorita desnudándose en su habitación, y has quedado perplejo cuando ella posó frente a ti con solo un camisón de seda blanca y se peinó su largo y fino cabello con sus dedos, y aquella dulce melodía que salió de sus labios le hizo sentir a tu corazón latir y entraste sigiloso por la ventana y... lo intentaste... — Louis levantó la mano y sujeto con toda su sobrenatural fuerza la muñeca de Lestat, quién cerró la boca al instante y lanzó sus ojos a Louis, retador.


— ¿Cómo te has atrevido a seguirme? — soltó furioso entre sus dientes apretados pero el rubio sencillamente volvió a reír con toda esa ironía tan irritable. — ¡¿Por qué lo hiciste?! — reclamó en su inutilidad y volvió a ponerse de pie, enfrentando a Lestat quién por supuesto no dudaría en participar en una pelea física, pero no se miró molesto, más bien, pareció aburrido con su reclamación.


— Solamente tenía curiosidad... — dijo, satírico, como si fuera cualquier cosa y retrocedió medio paso para contemplar mejor a Louis y para echar también un vistazo rápido a la mujer. — Curiosidad, Louis, la misma que tú tuviste esa noche... y es algo, bastante... natural, incluso para seres como nosotros, ¿no? — volvió a grandes pasos a estar frente a la chica y Louis tembló en su lugar, impotente y lleno de rabia. Lestat lo había seguido sin que lo supiera en su cacería dolorosa y piadosa y ahora le restregaba su desliz, ese único que había tenido luego de tantos años siendo lo que era, y justamente, Lestat tenía que estar detrás de él, burlándose y entrometiéndose como siempre.


— Yo... — comenzó, mareado por su propio recuerdo de hacía unos días y dudó de sí mismo un segundo, ante la mirada pasiva de su interlocutor. — Yo no lo hice... — Lestat rió y negó, pasando de un saltó la mesa ratona del centro y tomando lugar de nuevo en un sillón, totalmente cómodo.


— Ya sé que no pudiste, Louis, estaba ahí — reiteró su espionaje y curvó sus labios ante el enfado disfrazado de su acompañante, que lo miró, expectante. — Sencillamente, al segundo que la tuviste entre tus brazos, bebiste de ella, te alimentaste… eventual e inevitablemente, la mataste. —  expresó sin peso o carga y saboreó sus labios, como si recordar la escena le diera alguna clase de deseo medidamente oculto. — Es precisamente por eso que estamos aquí, que ella está aquí — volvió a extender su brazo a la dama que seguía dormida y tiritaba entre sueños por el frío que la acogía en su desnudez.


— ¿Y qué quieres? ¿Ahora vas a pretender enseñarme cómo hacerlo? — Lestat se cubrió la boca un momento antes de reír, como si de pronto tuviera modales o consideración al momento de su burla.


— Hasta parece que tienes sentido del humor, Louis — se encogió de hombros en su sitio y suspiró, colocó uno de esos escasos y fugaces rostros serios y miró con desinterés a la chica, sin la más mínima perversión, era como si incluso no estuviera ahí postrada. — No voy a enseñarte cómo hacerlo, pero si quiero que lo intentes, aquí y ahora, con ella... — apuntó su dedo al sofá y luego giró sus ojos a Louis, llevando su propio fino y largo dedo a sí mismo, tocando su pecho. — Y yo aquí... — Louis torció su rostro hasta que se deformó y no pareció él mismo.


Era terror, asco, furia, irracionalidad, todo se juntaba y se disparaba a Lestat marcándolo, quemándolo, y este solo gruñó suavemente ante la indisposición de Louis quién retrocedió a la brevedad e hizo amago de abandonar la habitación de inmediato, escapar de esa locura y dejar los ojos brillantes de Lestat atrás, perdidos en su locura, en su propia oscuridad. Fue frenado nuevamente pero esta vez los brazos de Lestat hicieron más que detener su andar y lo arrojó de vuelta al sillón, donde azotó estrepitoso y luego tuvo a Lestat enfrente, en un instante, inmovilizándolo.


— Solo te pido que lo intentes, ni siquiera lo tienes que hacer de verdad — gritó Lestat en la cara de Louis como manifiesto y este se petrificó de nuevo, sin entender el punto, sorprendido por la desesperación que de pronto pareció bañarlo, como si el acorralado fuera Lestat y no él. — Vamos, ven, mira...


Tomó ambas manos de Louis entre las suyas propias y lo guió por el cuerpo de la mujer, este se dejó hacer y palpó al mismo tiempo, con sus dedos entrelazados, la silueta femenina, deslizó sus yemas tan sensibles sobre la piel caramelo y Lestat frenó las caricias sobre los senos de ella, soltando las manos de Louis, quien mantuvo su agarre en ese lugar, mirando perplejo la escena, sintiendo su ritmo cardíaco acelerarse por la cercanía con aquella humana, por querer sentir sobre su boca su sangre, su sabor.


— ¿Estás excitado? — preguntó en un susurro sobre su oído y se arrodilló, mirando a Louis un momento antes de clavar su vista en uno de los senos, antes de llevar su boca a ese lugar y colgarse a uno de los pezones color rosa, donde lamió, donde pareció beber la nada, como la desesperación de un niño sentado en el regazo de su madre.


Louis acarició uno de los senos de la mujer, fijando sus ojos en la lengua de Lestat que seguía pegada a aquel botón rosáceo de la chica que se retorcía bajo su tacto. Imitó, como un tonto, como el cómplice estúpido que siempre había sido, aquel acto. Bajó el rostro y pegó su boca al seno contrario de la chica y lo lamió completamente, jugó con él, hizo todo lo que Lestat le decía que hiciera en sus instrucciones silenciosas, hizo todo lo que le exigió con aquella fuerte mirada. Y luego paró.


— ¿Qué sientes, Louis? — preguntó y lo miró a esa distancia, ambos pegados al pecho de la mujer.


— Que quiero beber de su cuello — le dijo, sincero, como era él, como siempre había sido, incluso si se trataba de Lestat.


— Sí… yo también — se sonrió y giró sus ojos al rostro de la chica, quien seguía con los ojos entrecerrados, luchando aun por querer despertar. — Ven… continua — su voz susurrante e igualmente gélida le pareció a Louis que se confundía con el viento, que era tan suave como un cascabeleo que le sonó irreal, le pareció que había sido su propio pensamiento.


Lestat volvió a tomar las manos de Louis y lo empujó sobre la chica, hasta que quedó recostado sobre esta, entre el compás de sus piernas abiertas y sueltas. Louis tragó fuertemente cuando tuvo el rostro de aquella mujer sobre puesto al suyo y la besó crudamente, frío, distante, y aun así, su corazón se aceleró, su agitación se hizo evidente y su respiración comenzó a entrecortarse, la asió hacia su pecho y restregó su mejilla contra su piel, la quiso poseer genuinamente, en todo sentido, como el hombre que era, o que había sido.


Pero ni siquiera hubo la más mínima posibilidad de intento, de un segundo a otro, se vio a sí mismo pegado a su cuello, bebiendo de este sin control y jactándose de su sabor, mareado con lo cálido de la sangre y del latir de su corazón que golpeaba fuertemente su cuerpo. Lestat rió secamente ante la escena y Louis pareció sorprendido, como si hubiera olvidado el hecho de que él estaba ahí.


Se separó de la chica unos momentos después y la dejó respirando en su agonía. Limpió su pulcra boca con el dorso de su mano y se irguió en su lugar, sentándose y bajando el rostro, como si tuviera que estar avergonzado. Lestat, con la calma e indiferencia que solo él podía, tomó las copas de cristal y tras realizar un breve corte en la muñeca a aquella moribunda mujer, sirvió a ambos de aquel líquido cálido y vital, deslizando uno para Louis y llevando el suyo hasta su boca, bebiendo tranquilo, tal vez incluso algo reflexivo.


— Ah… ¿qué es esto? — murmuró Louis y sacudió la cabeza, Lestat, que lo había observado atentamente los segundos desde que se separó de la dama, sonrió victorioso y de un movimiento volvió a saltar la mesa y se agazapó en el otro sofá, en medio de Louis y el cuerpo que se enfriaba de aquella mujer.


— Es el vino — dijo como respuesta a una pregunta que no había sido dicha y levantó la copa de sangre para enfatizar. Louis se sujetó las sienes y miró de soslayo a Lestat, dejándole ver sus orbes confundidas y extrañadas. — Te sientes mareado, ¿no? — preguntó más como una afirmación. — Es por el vino, ella estaba demasiado alcoholizada… y la sangre que bebiste, bueno… entenderás — se encogió de hombros y bebió él mismo hasta el fondo de su copa, girándose a Louis con diversión en el rostro, y Louis, con extrañeza y miedo, mirando aquellos ojos de un cazador sobre de sí, sintió la claridad de todo eso, aquello también había sido parte de su plan.


— ¿Por qué me hiciste beber de ella? — soltó, disgustado, pasando sus manos por su rostro como si de alguna manera pudiera frenar el mareo suave que parecía agitarlo en su pensamiento.


— Oh, Louis, yo no te dije que la bebieras — el aludido frunció en desazón al saber que era verdad, pero Lestat se mantuvo serio, al contrario de la burla e incluso reclamos que esperaba de él, pues de sobra sabía que el cazador solitario jamás compartía su comida. — Pero lo hiciste, Louis, cediste a tu naturaleza y no pudiste evitarlo, tu hambre, tu deseo asesino, fue más fuerte que tú — recitó una de sus cátedras más frecuentes sobre lo que era su naturaleza de vampiro, pero a Louis le pareció que arrastraba algo más entre sus letras, una idea que se asomaba de entre sus labios mentirosos, deslizándose por su lengua bípeda como la de una serpiente.


— Odio esta sensación — murmuró más para sí mismo que para su acompañante y levantó la mano rechazado la copa de sangre que Lestat le ofreció silenciosamente.


— ¿Por eso siempre omites a los vagos y ebrios bufones de los callejones? — Louis le miró con desagrado por el rabillo del ojo y Lestat se engrandeció, pues aquella afirmación dicha no era otra cosa más que información que había sacado espiando a Louis en sus cacerías por las noches.


— Como sea... — murmuró Louis evitando una pelea del tipo que fuera y giró el rostro a un lado, no quería dejarle ver a Lestat la ligereza que estaba embargando de a poco su conciencia.


— ¿Sabes, Louis? — comenzó Lestat y llevó la copa de cristal destinada en un principio para su acompañante a su propia boca, acariciando un momento la sangre con sus labios antes de dar un trago suave. — Me pasa lo mismo, cada vez — murmuró casi con indiferencia, con normalidad, como si no llevara en sus aras un secreto íntimo de sí mismo.


Louis le miró en su perplejidad y no estuvo seguro de que fuera Lestat el hombre sentado a su lado, ese que jamás decía nada sobre de sí mismo, pensamientos, hechos, mucho menos fracasos o miedos. Este notó la duda en su acompañante y se sonrió apenas un momento antes de dejar su copa en la mesa baja y mirar a la mujer con el mismo grado de frialdad que ahora ella tenía en su cuerpo finalmente desfallecido y desparramado sobre el mueble de terciopelo rojo.


— ¿A dónde quieres llegar? — preguntó Louis y sintió su propia lengua atorada y lenta dentro de su boca por la pesadez del alcohol aun borboteando dentro de sus venas, abrumador.


— El objetivo de nuestra naturaleza... — comenzó Lestat y Louis frunció los labios, pensando que había olvidado su pregunta e iba a empezar a soltar más cosas sobre matar y el hecho fehaciente de su voluntad como vampiro. — Es matar. Cuando lo hacemos, cuando bebemos de sus cuerpos, encontramos la felicidad, la despreocupación, la excitación, el anhelo, la pasión... la lujuria... todo eso yace dentro de nuestras venas, en la sangre que obtenemos a través de nuestras manos... a través de nuestros dientes... — Louis asintió, como concediéndole la razón obligadamente a su pensamiento para no hacerlo enojar.


Lestat finalmente despegó sus ojos del cuerpo frío y mirando a otro lado, como si le diese de un momento a otro repulsión lo que tenía delante, la movió con su mano cubierta por un pañuelo por un costado. El cuerpo se deslizó sin prisa por el sillón y azotó sin trascendencia contra el suelo, casi como si hubiera sido calculada yacía ahora sobre sus prendas finas y ahora inútiles desparpajadas por el piso elegante de madera. Lestat colocó un rostro grato cuando notó con gusto que la sangre que había goteado por accidente había sido atrapada por el vestido claro de la ahora muerta y no había manchado su lujoso y caro piso. Louis, al lado, miró con desagrado la escena, miró con ese miedo disfrazado que siempre había tenido por Lestat a pesar de llevar juntos tantos años, más de los que siquiera pudiera notar.


— Les asesino — continuó con su cortada confesión mientras seguía con sus ojos juntos a las gotas carmesí sobre la tela blanca. —O mueren fácilmente bajo mi tacto, bajo mi fuerza — su cuello finalmente volvió a Louis, mirándolo esta vez directo a la cara, en su cercanía, provocándole el temblor propio de la intimidación.


— Estamos condenados — recitó Louis en un tono tan bajo que pareció un hilo de su mente, confirmando que lo había dicho cuando miró los hombros de Louis sacudirse en una tenue burla.


— O es que no lo estamos intentando correctamente — contradijo, pasando su mano por los hombros de Louis y agitándolo brevemente, como si quisiera hacerlo reaccionar, pero al tiempo, fue tan suave que no hubiera sacado a nadie de su letargo, como si hubiera sido una caricia demencial.


— Lestat... — comenzó Louis pero a la brevedad calló. El aludido le colocó un dedo sobre los labios y siseó como un cascabel indicando calma.


— No empieces con tus cosas sentimentalistas, Louis — recargó la cabeza en el respaldo y con la punta de sus dedos trazo suaves toques en el hombro del azabache. — No me interesa hacerlo, en realidad, creo que es más divertido solo comerlos, como las presas que son, como el depredador superior que soy... — pausó y sintió sus labios temblar, efecto lento de la sangre llena de alcohol que había bebido apenas de aquella damisela. — Pero soy curioso, Louis, ya me conoces... — se encogió de hombros nuevamente y miró a Louis, como esperando una respuesta.


— ¿Y qué harás entonces? ¿Tendrás relaciones con cadáveres? ¿Irás en contra de tus deseos de devorar? Es absurdo, Lestat, todo esto — se giró un poco para mirarlo al rostro, pegándose sin desearlo mucho a él, más sencillamente guiado por el mareo de su cabeza. — ¿Por qué me lo dices? ¿Para qué la trajiste? Ya no somos humanos, no dependemos ni necesitamos de eso. Además, la única persona con la que puedo estar que no me dan ganas de engullir...


— Soy yo... — completó la idea en un murmullo sugerente sobre Louis y este sintió su respiración golpearle el cuello y llegar a su rostro. Retrocedió por mera reacción pero Lestat le sujetó del hombro con fuerza lastimera y lo detuvo dentro de sus brazos en un agarre posesivo del que se vio imposible de librar. — Esperaba que lo entendieras, Louis — murmuró en el mismo tono apenas audible y miró a esa distancia los ojos llenos de miedo y duda del otro, con tanta confusión que lo provocaron y llevaron cerca de la excitación, esa adrenalina satisfactoria que sentía cuando acorralaba hábilmente alguna de sus presas.


— Sí, eres tú. Y Claudia, por supuesto — la mencionó para tratar de aligerar el tono tan centrado y personal en el que se sintió acorralado. Recibió una negativa inmediata de Lestat y volvió a ser golpeado por el aliento cálido del rubio, que dejaba entre sus labios asomar sus afiliados dientes.


—Deja a la chiquilla fuera de esto — con sus habilidosas manos apretó más a Louis y este temió, como si estuviera en un abrazo mortal, esos de los que tanto repartían noche a noche a algunos desconocidos.


— ¿Qué insinúas, Lestat? ¿Qué quieres? — preguntó con impaciencia, agobiado por la cercanía y por la propia imaginación que le susurraba ideas que le sonaban a tonterías, a absurdeces.


— Louis, tan inocente — pegó su mejilla contra la de su compañero y restregó su rostro, como un pequeño felino en busca de una caricia de su amo.


Louis, sobrecogido por la situación, extasiado aún por haber comido y mareado por el alcohol, correspondió la caricia con la desesperación de un desahuciado. Cerró los ojos y sintió sobre su oído la respiración de Lestat como un bello cascabel que le erizaba la piel, y sus dedos, que lo apretaban por la espalda, dejaron de hacerlo y pronto fue él quien parecía buscar los brazos y la caricia del rubio, quién lo sostenía y pegaba aún su rostro al del otro en busca de su caricia insulsa.


— Mírame, Louis, mírame y dime qué no tenemos un vínculo — le murmuró sobre el rostro, pegado a su oreja en tono grueso y seductor, le acarició los brazos con lentitud desgarradora y luego apretó las mejillas de Louis y lo obligó a separarse, para que lo mirara a los ojos, para envenenarlo esta vez a través de sus orbes, para enredarlo y hundirlo en sus pozas de mentiras y conveniencias.


— No sé — tartamudeó y sintió de nuevo esa pesadez en todo el cuerpo, el mareo, estaba envenenado por el alcohol y ahora luchaba torpemente contra los efectos.


Quiso quitar sus ojos de Lestat, hacerse a un lado e ir a dormir un poco, caminar o perderse, alejarse lo más que pudiera de él y su lengua pegajosa, pero por supuesto, el rubio se lo impidió y se vio a sí mismo sujetándose de él con desesperación, incluso si no sentía que caía, era un vértigo similar, uno generado por la premisa que ahí se cernía alrededor de su cuello, que trepaba en su cuerpo. Lestat no soltó sus mejillas, al contrario, movió sus pulgares y lo acarició, le miró quizá como nunca lo había hecho, con admiración, con cariño, aunque quizá fuera aparentado, aunque fuesen caricia rotas, aun así, logró tocarlo.


— Yo te hice lo que eres, Louis — le susurró, como muchas otras veces soltó esas palabras, aunque esta vez, no hubo reclamó en su voz, más bien, una especie de nublosa epifanía. — En tus venas corre mi sangre... eres una extensión de mí, Louis, estamos unidos — le aseguró y recorrió con sus ojos de gato cada hendidura y curvatura de su rostro.


— ¿Lo estamos? — preguntó y desconoció su propia voz, o se ignoró, no estaba seguro. Movió sus propios ojos sobre Lestat, recorrió con ellos su belleza en esa juventud infinita que lo hacía parecer un muñeco hecho de fina piedra, una figura de un ángel que podría colgarse en el campanario de una catedral. Le pareció que era precioso, nuevamente, como cuando lo conoció y se le asemejó a un ángel, a una pequeña llamarada de piel blanca que le robaba el aliento con sus ojos como lámparas parecidas a la luna.


— Lo estamos — le respondió Lestat bajito y a Louis se le enchinó la piel, lo sintió como un ronroneo sobre su pecho y de pronto tuvo la idea de que si se alejaba demasiado, moriría de frío.


Louis se sonrió pero no sintió sus propias mejillas hacerlo, se sentía en una nube, como humo contra el viento. Estaba ebrio, y a pesar de que no duraba demasiado el efecto y tampoco era tan fuerte como habría sido siendo un mortal, estaba dudando gravemente de su juicio, de la situación y de su pensamiento. No pudo, sin embargo, rechazar las manos de Lestat que le desabrocharon la camisa y le arrancaron a un lado el chaleco verde claro, añadiéndolo al suelo junto con lo innecesario.


— Lestat… ¿qué vas a hacer? — movió sus propias manos y sujetó entre sus palmas las mejillas pálidas y marcadas del otro hombre, quien detuvo sus movimientos impacientes por quitarle la ropa y se vio obligado a mantenerle la mirada, esa que rogaba una explicación, pero que también destilaba la misma excitación que él.


— Vamos, Louis, hagámoslo. ¿Qué dices? — usó ese tono suave que siempre ocupaba cuando se ponía simpático y le pedía que lo acompañara a algún lugar. Miró en sus ojos bañados por la bruma gris de la embriaguez una súplica casi aniñada que lo enterneció, que lo llevó en contra de sí y lo doblegó como el pedazo de papel que era.


— Sí — le dijo, apenas moviendo los labios, como cuando Lestat insistía en ir a ver Macbeth, escuchar el opera, un concierto de orquesta o visitar el puerto y deseaba su compañía. Aceptaba como cada vez que Lestat presidía de su presencia, así, a veces e inesperadamente, cuando le convenía, cuando estaba de humor, cuando él quería y demandaba y Louis sencillamente no tenía más opción. Con Lestat, era como si jamás existieran opciones más allá de lo que él siempre le pedía.


— Bien… — Lestat le sonrió y corrió sus manos para sujetar las de Louis, apretándolo y dejándole ver una caricia desvanecida entre sus palmas apretadas, entre los dedos que se deslizaron para entrelazarse. Louis miró su sonrisa ladina, esa que le miró dedicar a un sinfín de mujeres y que nunca había visto dirigida a él, y ahora, se mostraba tan irreal, como una fantasía, como un fantasma. Y él estaba irremediablemente atrapado en medio de la curvatura de su juego.


Lestat se levantó lentamente, con precaución, como si hacerlo demasiado rápido o brusco haría a Louis despertar de su ensoñación y se arrepentiría, con el temor de que saldría volando por alguna de las ventanas como si estuviera hecho de hojarasca y no pudiera volver a capturarlo, convencerlo de llegar hasta el final. Miró encantado cuando Louis le imitó y le sujetó las manos con un temblor que Lestat no entendió completamente, pero si le fascinó, lo llenó de esa arrogancia maldita y lo motivó a moverse rápido, a llegar a la punta de aquella travesía que pretendía.


— Ven — le indicó con su voz de ángel en ese cuerpo maldito y se giró sobre sus pasos para andar de vuelta a la otra habitación, llevando de nueva cuenta a rastras a Louis a sus espaldas, anclado a su mano y sin un pensamiento claro sobre su conciencia.


Corrieron de prisa por la casa y a Louis le dio la impresión de que era un pequeño insecto, adelante, Lestat brillaba como estela y dejaba sumido el alrededor en la oscuridad. Miró su cabello curvo y dorado moverse peligroso frente a él y esa mirada traviesa que le dedicaba cuando giraba el cuello brevemente para mirarlo, como asegurándose de que siguiera atrás. A su mente le vinieron las noches que regresaban a casa luego de mirar alguna obra y canturreaban las líneas de los amantes, las decían a gritos por las calles, uno en respuesta del otro y luego caían en risas juguetonas que apenas le parecía que duraban un segundo antes de volver al gris. Y temió, como todas esas veces, que luego del brillante presente la oscuridad volviera a cernirse entre los dos, que lo ahogara nuevamente.


Pero no hubo tiempo para pensarlo demasiado, Louis apenas entendió cuando la madera se cerró a sus espaldas y el seguro tronó en la puerta haciendo eco en la habitación. Giró los ojos por el cuarto que le pertenecía a Lestat y sintió un vacío en el abdomen, uno que no pudo reconocer, o más bien, distinguir, hacía tantos años que había muerto que se había olvidado de que podía seguir sintiendo, al menos con esa intensidad ante una expectante y fascinante idea, prohibida y maldita, pecaminosa y sucia, pútrida, como ellos ya lo estaban.


Lestat no necesitó decir nada, apenas movió las almohadas excesivas al suelo y aseguró las ventanas, volvió a Louis, que permanecía petrificado en la entrada. Lo sujetó por los brazos y lo guió con ansiedad y con malicia, con una risa que ya llevaba calcada la burla incluso si estaba fuera de lugar en ese momento. Y Louis caminó, enceguecido, como un condenado avanza a su fatídica muerte sin la más mínima protesta.


El rubio lo empujó suavemente hacia atrás cuando estuvieron al borde de la cama y Louis se sentó sin resistencia sobre la superficie que sonó con la madera suavemente. Lestat, cargado de la experiencia que tenía en todos esos años, subió las rodillas sobre la cama, una a cada lado del cuerpo de Louis y quedo a horcajadas sobre este, quien le miró con ansiedad y presura, moviendo sus manos fuera de su propia conciencia hasta aferrarse a la cintura de Lestat con más fuerza de la que pensó.


— Sí… — dijo Lestat ante ese gesto, ante la brusquedad, ante la naturaleza vampírica que se sintió azotar contra sus venas, entre ambos, como un llamado inconsciente que rogaba la colisión de sus cuerpos.


Lestat rodeó por los hombros a Louis y se pegó más, hasta que no hubo un centímetro de distancia y un corazón latía a la par del otro, como si fueran un mismo pecho ardiendo en el deseo. Se miraron a los ojos a esa casi nula distancia y se consumieron en el ardiente de sus respiraciones, de su agitado aliento que se filtraba de sus labios entre abiertos y ansiosos, relamidos y sedosos, aunque pálidos, coloreados suavemente por la sangre burbujeando debajo de esa delgada piel.


Lestat fue quien cortó la distancia y abrió la boca para iniciar un beso desprolijo y desordenado. Y fueron quizá los dientes de ambos los que colisionaron primero, esos colmillos idénticos y blancos que asomaban de sus fauces de hierro, después, la suavidad de la boca y la sed de las lenguas buscando el calor y el placer, el contacto íntimo y deseado, el cobijo cálido y acolchonado, un abrazo en un beso, una chispa en medio de la oscuridad.


Lestat, desesperado e impaciente como era, terminó de desgarrar la camisa de Louis y le desnudó el torso, andando senderos agresivos por esa piel de porcelana, pálida y tersa, suave y ligeramente cálida. Movió sus labios, ahora hambrientos de piel y no de sangre, fuera de aquel arrebatador beso y los encaminó por el rostro de Louis y este disfrutó con los ojos cerrados de la sensación de esas acolchonadas caricias sobre sus mejillas y su frente, su nariz, su barbilla y enloqueció cuando su respiración volvió a tocar su oído y luego deslizó su agitación por todo lo largo de su cuello.


Louis no pudo soportar más esa sensación sin ser partícipe y de un momento a otro él mismo usó su fuerza y su habilidad para despoja a Lestat de sus finas prendas, las rasgó todas sin miramientos y Lestat rugió en su oído totalmente complacido y extasiado por el nulo tacto, por el ruido de la tela haciéndose jirones, por los dedos gruesos y feroces que apretaron su cintura y su cadera, que lo recorrieron por las piernas y lo palparon con una agresividad que no esperaba de alguien tan tranquilo como era Louis, que lo hicieron llenarse de fuerza y grandeza ante la correspondencia y volvió prontamente su rostro para posar sus labios finos en el contrario y besar apasionado.


Fue cuando se separó que notó en los ojos de Louis la claridad, la interrogativa y la extrañeza, la lucidez de su recuperada conciencia. Temió que pasado el efecto del alcohol volviera a su perpetua y aburrida postura al respecto de todo y maldijo no haber sido demasiado rápido para orillarlo a un punto donde no hubiera retorno e incluso sobrio no tuviera más opción que quedarse con él.


Las manos de Louis, que lo habían acariciando con desfachatez y urgencia, se detuvieron apenas rozando la curvatura de su espalda y apretó la quijada anticipándose a un prematuro fin, a sus protestas y quejidos, a sus llantos sin lágrimas sobre su dolor en la inquietante y vacía letanía de su inmoralidad.


Pero no hubo nada de eso.


En los ojos de Louis hubo algo cercano a la compasión, o lástima, Lestat no sabía entender ese sentimiento que brotó desde el fondo de sus pupilas extintas, como humo, como bruma, como espuma de mar que revoloteaba y lo cubría, lo ocultaba con su suavidad como las alas de una mariposa, como el manto de una virgen. Lestat no reconoció el amor. Y Louis, en sus pensamientos calmos ahora y desprovistos ya del velo nubloso de la confusión pudo mirar a Lestat con devoción, como quién mira al cielo y encuentra a Dios.


Y esta vez recorrió con sus manos titubeantes aquel cuerpo andrógino y perfilado, le acarició como si fuera de cristal y se le asemejó a la estatua de algún santo detrás de la vitrina de una iglesia. Lestat le parecía entonces que sería el que adornaría la más grande vitrina sobre la repisa principal, su rostro de ojos cerrados sería apreciado en el fondo del oratorio y la gente debería reclinarse a él, a su magnificencia. Él mismo tuvo el impulso de ponerse de rodillas y rezar sin rezos a ese que no era un santo, que estaba en el sentido opuesto de ser Dios.


¿Por qué? Se preguntó mientras movía sus manos cautelosas como ríos fríos sobre los brazos desnudos de Lestat hasta llegar a su rostro, y detuvo sus ojos en sus facciones mirando fijamente el borde de sus labios, donde se vio necesitado de acariciarlos, como si fuese un pecado no hacerlo, como si fuese a morir y su vida dependiera de ello. ¿Por qué? Se repitió en su fuero interno y pegó su oído al pecho huesudo del rubio donde pudo escuchar a través de la piel blanca que marcaba cada vena azulada, que le dejaba contar sus costillas sin el más mínimo esfuerzo.


Lestat abrió los ojos con sorpresa ante el abrazo que más que mortal, que más que bañado con lujuria, rozaba lo desgarrador, lo sentimental, era como la fe de un desesperanzado. Louis volvió a levantar la mirada a Lestat y le dejó ver sus ojos brillosos, como si quisiera llorar y estos se mancharon del rojo de su sangre. Y Lestat temió, temió a esa mirada de ruego y de súplica silenciosa, temió al brillo de un cachorro que se reencontraba con su madre y se aferraba a su regazo con vehemencia.


Soledad. Louis era un solitario abandonado por su Dios, abandonado por el amor y por la compañía y por los sentimientos humanos. Louis era un ser atormentado que sufría en su perpetuidad, y era, dentro de su soledad inmortal un desdichado. Y esa soledad que siempre lo arrastraba a la locura era la cruz que lo afligía. Y Lestat, sin pensarlo y sin desearlo, le estaba estirando los brazos y fingía pretender sacarlo de aquel lago, de esa soledad, de esa tristeza.


Lestat, con sus actos, se estaba imponiendo como una iglesia a un creyente y Louis corría desesperado a él y se aferraba como un tronco flotante en el diluvio causado por la mano de Dios. Y Louis lo entendió también, con esa misma claridad, y fue consciente de que estaba teniendo una revelación de la que no se había dado cuenta. De un hecho fehaciente del que había tratado de escapar.


Estaban unidos, lo estaban, de verdad.


Y Lestat debió salir de entre sus brazos y hacerlo a un lado, decirle que había arruinado su juego con sus estupideces humanas y que no podía cobijar en él su fe, y que no podía mirarlo como lo hacía, y que no podía dejar de temerle porque él era su esclavo y él su amo y no existía nada más. Quiso jalar los hilos invisibles de Louis, ese títere de cartón que mojaba y secaba cuando quería, quiso bailar con él y ponerlo fuera, porque no quería que lo encontrara vulnerable, porque no quería sentirse como una madre, o un amante, porque no quería corresponder esa mirada afligida y que notara que estaba secretamente aterrado de la soledad y era ahí, con él, donde encontraba la paz.


Louis acarició sus mejillas y recorrió con sus pulgares esas cejas claras, casi transparentes, movió sus dedos a su cabello rubio y ondulado y desató aquel cordón negro en su pequeña atadura. El cabello dorado como hilos de oro brilló en su libertad y Louis tuvo la impresión de que miraba nuevamente al sol en esa llamarada inerte sobre su cabeza.


Y Lestat, en contra de su necio raciocinio acarició también el rostro masculino de Louis y en su boca entre cerrada murmuró palabras sin sentido que morían en la distancia, golpeando los labios de Louis, como si este engullera sus palabras, sus protestas y sus miedos. Lo besó, nuevamente, como si estuviera ebrio o fuera de sí. Lo besó con la misma necesidad de sentirse a salvo, lo poseyó en un beso, lo hizo suyo de forma tan egoísta y radical, de la forma absurda e insistente como cada vez que lograba obligarlo a quedarse a su lado.


Pero esta vez Louis no quería huir.


Giró sobre la cama con el cuerpo delgado y desnudo de Lestat entre sus brazos y lo recostó sobre las sábanas blancas; y le pareció que era una pintura inmaculada, una sinfonía, una virgen, la misma figura de Dios hecha boceto sobre la tela de seda, hecho de carne y hueso. Su cabello de hebras doradas se extendió como tinta por las almohadas del fondo y Louis hundió la nariz en su cabellera, inhalando, como un adicto, como deseando que fueran llamas y pudiera consumirse en ellas, morir ahí. Lestat se revolvió debajo de él, buscando profundizar, buscando librar su deseo de sentirlo seguro a su lado y acarició su barbilla con sus uñas largas, buscando que lo besara.


Y lo hizo, una, dos, tres e incontables veces, como si bebieran, como si comieran, como si fuera tan normal y necesario como respirar, como si estuviera grabado en sus venas. Louis quitó su propia ropa torpemente en su nerviosismo y se postró desnudo ante el otro, que vibraba, que brillaba sin hacerlo, que le miraba con sus ojos verdes y se le asemejaban al cielo. Al mar, al infinito, a las estrellas sobre el horizonte... al mismo infierno.


¿Por qué? Preguntó redundante su mente la misma duda que él ya conocía la respuesta pero que seguía picando en las paredes de su pensamiento como un eco tortuoso que lo distraía vagamente de la hoguera en la que yacía en ese instante, en el averno de fuego verde y sábanas claras, en rocas ardientes hechas de piel blanca.


Rozó su piel y unió sus cuerpos en la brevedad, en la efusiva de un abrazo, sin ser lo suficientemente fuerte para contenerse, para no usar sus propias manos malditas de garras monstruosas y manchar ese retrato perfecto que se tendía a su disposición, en ese, en el otro monstruo: Lestat de Lioncourt.


Hundió su cuerpo entre sus piernas, se apresuró a indagar en su intimidad, entre su blanda y suave complejidad de su cuerpo muerto, y este, tan flexible y siempre joven, sin un rastro de lesiones, le dio paso a Louis a través de sus entrañas, y tras un gruñido gutural fueron uno solo, como el sol y las cenizas. Lestat abrazó a Louis fuertemente cuando su cuerpo tembló bajo su furia, bajo su vaivén, bajo la fricción de dos hojas marchitas hechas de finas piedras preciosas.


Lestat. Su compañero, la persona que llevaba más tiempo conociendo, viviendo, respirando a su lado y existiendo. Lestat, el juez y el verdugo, el hombre que lo conocía íntimamente, ese del que reconocía hasta el más mínimo ruido. Y a veces, en las noches largas y oscurecidas, lo pensaba todo el tiempo, o a veces perdido en su penumbra no lo recordaba en absoluto, pero siempre estaba ahí, como si fuese una condición de su existencia, como si no hubiera otra forma de vivir, no sin él. Lestat, el reflejo de su ser, como el cielo nocturno pintado idéntico en el profundo mar, unidos al fondo del firmamento, como si fueran uno, como si se mirasen a los ojos uno sobre el otro. Cómo estaban ellos dos en ese instante, como lo sentía moverse a su ritmo, respirar su aliento, gemir en la lujuria y la pasión con cada caricia lasciva que depositaba sobre su cuerpo.


Lestat clavó sus dientes sobre su hombro en una suave mordida que lo hizo gemir, que lo motivó a llevar él mismo sus dientes blancos a Lestat y morder con la misma suavidad sobre su piel de porcelana, dejando una fina marca de la punta de sus colmillos, rasgada y manchada de rojo que apenas escurría sobre su clavícula como un fino diamante carmín.


Y entonces sintió el recuerdo vívido del momento en que Lestat le regaló la muerte y le quitó la vida, que lo hipnotizó, que lo arrastró a su existencia maldita, que lo ató a su lado, que lo conectó con él. Y de nuevo sobre sus oídos sensibles escuchó el golpeteo de su corazón, detrás de este, como siguiendo apenas el ritmo, el corazón de Lestat sonaba como un eco ahogado, como un tambor, como si estuviera dentro de su propio pecho, grabado dentro de su pensamiento.


Ahí, en la epifanía de lo imposible y la excitación, en el ensueño de aquella fantasía, en la pasión generada y la agitación de su corazón, se sintió vivo. Se sintió humano. Más humano de lo que se hubiera sentido jamás cuando lo fue. Y a su vez, toda su adrenalina y sentido propio de un vampiro se agitó en su pecho y se sintió alejado de la mortalidad, incluso de la inmortalidad, se sintió en la divinidad inesperada, en la cúspide de la razón, en el oasis definitivo que existía únicamente entre sus brazos, entre sus labios que eran la puerta a la blasfemia, al cielo, a la gloria y la condena.


Su cuerpo tembló y un segundo después el de Lestat se sacudió también en agitadas convulsiones contra su cuerpo. Apretó las sábanas bajo sus palmas y Lestat hundió las uñas largas y afiladas sobre su piel, hubo un rugido animalesco, salvaje, impropio y desgarrador, fue tan fuerte como un relámpago en el cielo y estrepitoso como el gruñido de un león. No supieron quién de los dos lo hizo, tal vez ambos, tal vez lo imaginaron y sus cuerpos habían chispeado con sonidos propios por el roce constante de sus pieles.


No supieron sí era esa la cúspide y el final de sus actos, pues más bien, les hizo sentir que era el principio, que era el crujir de la puerta al paraíso. Pero sus cuerpos protestaron de inmediato luego de aquella descarga inesperada y se sintieron cansados, agotados a un punto que desconocían en su condición vampírica, incluso humana, si se atrevía a decir.


Louis se acomodó a un lado de Lestat y antes de que hubiera alguna palabra o una sensación incómoda que los trajera de vuelta a una realidad, antes de que la soledad e indiferencia los ahogara de nuevo y sus cerebros cayeran en cuenta de lo que acababan de hacer y se rechazaran o reclamaran como hacían, se interpuso ante la continuidad del tiempo y la eventualidad de una distancia entre los dos.


Se abrazó a Lestat en su compartida desnudez, lo rodeó con arrebato por la cintura y hundió su cabeza en el espacio de su cuello un momento. Lo acogió en su pecho como si fuera frágil y necesitara de su protección. Lo besó sobre la frente y los pómulos ahora fríos y depositó sobre sus labios de rosa un casto beso antes de quedarse quieto en un prolongado abrazo, en uno que hubiera querido extender la eternidad.


Tuvo la idea de moverse en la habitación y arrastrarse hasta el ataúd abierto de Lestat que descansaba en la orilla de la cama en su perpetua inercia sobre el suelo, llegar hasta ahí y recostarse, y recostar a Lestat sobre su cuerpo, y cerrar los ojos y entrelazar sus dedos y respirar su aliento y no sentirse solo nunca más. Y no tener miedo. Y no dudar.


Lestat se quedó envuelto en ese abrazo que era una caricia sostenida, que le hizo imaginar que se sentía cálido y no frío como los cadáveres andantes que eran. Apretó los ojos contra la piel de Louis y este lo apisonó con insistencia, casi como si quisiera ahogarlo, asfixiarlo, acabar con él y con su vida misma a la vez.


Y pareció que sucedía la eternidad como un hecho, como una evidencia en el tiempo suspendido que no tenía un retroceso y no avanzaba a ningún lugar. Y fue, en realidad, el parpadeante y efímero tintineo de una estrella en lo alto, y fue un suspiro, y fue el revoloteo de las pestañas claras como las alas agitadas de un ave, fue quizá su imaginación tener el cuerpo de ese arcángel, de ese demonio, pegado al suyo, y fue una ilusión sentir su rostro de querubín juntar los labios para darle un efímero e igualmente inexistente doloroso beso en la clavícula. Fue, transparente y etéreo como todo lo demás, irreal la forma en que se quedó impasible y le dio la impresión de que ya no respiraba, de que era un muñeco de nieve con ojos de jade sobre un rostro calmo que no hubiera podido reconocer jamás.


Y lo fue.


Y no fue nada.


Se vio a sí mismo siendo empujado lejos y a Lestat levantarse de su lecho con una renovada fuerza y furia en los ojos rabiosos que lucieron rojos. Y sus labios se fruncieron en su clásico gesto disgustado y se paró firme, dedicándole un rostro que se asemejan a un reclamo, o al desprecio, al asco, a lo contrario a lo que acababan de hacer, a la normalidad que existía entre los dos.


— Vete — le rugió con su voz ácida pero Louis no se inmutó, se quedó quieto, mirándole desde la orilla de la cama con esos ojos perdidos que le rogaban.


Lestat apartó la mirada y siseó una maldición, y Louis miró todo como un cristal haciéndose añicos sobre el suelo, la ilusión, las ganas de sostener su cuerpo, las ganas de volver a él e implorarle de rodillas que no lo hiciera a un lado, que no lo dejara de nuevo en su sufrimiento y en su soledad, que estaba ahogando y necesitaba su mentira, que le gustaba el sabor de su veneno en su paladar. Pero los trozos hipotéticos de vidrio se esparcieron por sus pies y lo cortaron como hielo.


— ¡Vete! — repitió Lestat eufórico y sus ojos que le habían mirado con cariño ni siquiera se dignaron a virar en su dirección.


Entonces Louis rió, rozando lo satírico, rozando la burla a sí mismo y lo insípido, la absurdez de la situación. Se sintió como el desesperado y abandonado que era, como el solitario y dolido hombre que había rasguñado con ilusión una idea estúpida, una idea que era irracional. Una idea que para él tenía un peso y para Lestat era un tonto juego.


Y se mofó de sí mismo una vez más en otra corta risa, de lo patético que se sintió. ¿Y cómo no sentirse así? ¿Cómo se había atrevido a pensar que ese egoísta maldito podía mirarle de otra forma que no fuera una burla, que no fuera un esclavo, que no fuera una necesidad obligada porque no sabía estar solo?


Porque era a ese que necesitaba, pero que no quería.


Louis era para Lestat el tonto manipulable, el títere, el vasallo, su perro, un condenado que llevaba a rastras jalando de su correa invisible, un alma muerta, simplemente no era nada, ni nadie, no más que un pobre tonto que vivía siempre bajo su sombra. Bajo la silueta de su tiranía, bajo los ojos de lámparas de fuego que lo reducían a las cenizas. Y se había burlado de él.


Y todo eso había sido quizá parte de un sueño guiado a una pesadilla, después de todo, era Lestat de quién se trataba, Lestat, él y miradas de pasión ¿cómo podría ser eso siquiera posible? Probablemente, había sido su imaginación.


Le dedicó una última mirada silenciosa e imploró en contra de su voluntad una vez más, sin palabras, en un suspiro que cortó en el aire y pareció ser ignorado por Lestat que ahora le daba la espalda.


Sin levantar nada de sí, partió sobre sus pasos y sus pies descalzos resonaron en el piso de madera fuera de la habitación, fuera del pasillo y de las escaleras. Quería escapar, quiso que lo guiaran en alguna dirección donde no tuviera que soportarse él mismo. Quiso andar al fin del mundo, al infierno, porque dolía demasiado donde ahora estaba.


En el eco silencioso de la casa, el sonido de las pisadas eufóricas de Lestat se escucharon resonando impacientes en círculos iracundos. Luego, tras el sonido de la ventana abriéndose y azotándose, Louis supo que se había marchado enloquecido y que no volvería por el resto de la noche.


Supo también que iba a asesinar a muchos en las próximas horas, como venganza, como siempre hacía cuando se mostraban vulnerable, como era su naturaleza maldita y su infinita pelea en un círculo incansable de venganza contra la muerte y contra la vida.


Contra de sí mismo.


Contra él.


Y supo, tristemente, que no volvería a él.

Notas finales:

NA. Tal vez lo deje así, como un one shot, tal vez caiga en la tentación y lo continúe porque siento que en un punto da para más. No lo sé.


En fin, amo a Lestat y quería expresar a través de los ojos de Louis mi amor por él y la forma casi divina en la que se me parece.


Gracias si alguien llegó hasta aquí, saludos! :)


 


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