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Final del Juego por kakashiruka

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Sin importar la hora, ni lo que estuviera haciendo; siempre era así.

 

Apenas sintiera un mínimo sonido, inclusive el más manso de sus ronquidos, le eran audibles, y aun estando en distintas habitaciones, se dirigía donde él.

 

El tiempo había jugado tanto con ambos que ya ni recordaba cuál fuera el motivo que les soldara en un principio.

 

Ni el mal humor de quien siempre llegaba solo a dormir, como si no quisiera ver al otro, causó en otros tiempos un distanciamiento como ese. En realidad, si lo hizo, y por bastantes meses, es más, años, pero de algún modo a Javier no le habían ganado tales cosas la batalla de querer estar junto a ese ser tan arisco.

 

Compartían una casa. Javier trabajaba en una habitación no muy cercana a la de él. Y aunque le doliera la falta de saludos al llegar del otro, no dudaba en hacer lo de siempre en el instante que sentía su ronquido. Tal como rejuvenecer y recordar esos tiempos en donde las heridas no existían, aquel periodo en donde no había días en los cuales se ausentara un saludo. Pero a la vez no. Era tan fría la habitación. Y de a momentos creía en que ésta poseía mayor calor sin él.

 

Ese día, como siempre, le escuchaba. Resonaban en la soledad sus ronquidos, esos con los cuales le jugaba bromas al desayuno, o que simplemente, mientras dormía, interrumpía cerrando aquellas fosas con sus dedos. Éste hecho gatillaba el juego. Quizás el juego más horrible que le hicieran a Javier. Un juego que lo revivía durante las noches y lo asesinaba durante el desayuno.

 

En parte aun le eran innegables sus culpas del pasado.

 

 

 

 

Encontré novia

 

Bastaron horas para que le abandonara.

 

Lo peor fue que Javier jamás fue en su búsqueda, ni siquiera cuando su supuesta boda se cancelara por un fortuito misterioso.

 

Le alegró esto último cuando lo supo. Sólo que no esperaba volver topárselo en un día de lluvia. Martes.

 

Llovía a cantaros, y el viento le había quitado el paraguas. Quizás la peor lluvia del periodo. Las calles del centro de la ciudad se hallaban inundadas, pero por suerte había logrado arrancar de aquellas. Lo malo era que a Joan se le empapaba hasta la ropa interior. Casi le hacía gracia escuchar el rechine de sus zapatos al caminar por la vereda.

 

Y así fue como el milagro ocurrió. Pese a tener los cabellos impregnados al rostro a causa del agua, fue reconocido por Javier.

 

Javier iba con su paraguas negro, un abrigo gris y una maleta de cuero. Fue innegable la sorpresa al verlo. No le había visto desde que le contara lo de su novia. ¿Cómo entablar conversación con un ser que desapareció al conocer a una chica? ¿Cómo abrazar el recuerdo de alguien que te olvidó?

 

Por razones obvias la culpa le apuntaba fijo a su ser, pero también, y de alguna rara manera, podría ser el momento en que el azar se pusiera a su favor y dejara enmendar a Javier una parte de sus errores.

 

—Necesitas secarte – pronunció Javier, sin cubrirlo aún con su paraguas.

 

—No te preocupes, tienes que hacer — replicó al instante Joan sin mirarlo a los ojos.

 

El orgullo los consumía a ambos, pero más al de la maleta. Se le desfiguraba el rostro buscando alguna forma de contrariar las irónicas palabras, pero su consciencia se encargaba de lo contrario, cerrándole la boca.

 

—No te he visto en años – intentó entablar nuevamente Javier.

 

—Debe ser mi culpa.

 

Sabía por experiencia que su ironía no causaba efectos malignos en Javier, por el contrario, siempre le robaba una sonrisa con sus tontas palabras. Me desesperas, contrariaba siempre Javier en su juventud ante la actitud férrea de Joan, para luego emular una sonrisa y revolver sus cabellos con ligera fuerza.

 

Y eso le agradaba.

 

Sentía como las gotas le seguían explotando sobre la cabeza, y las punzadas atacaban sobre su corazón.

 

Al llegar ambos a esa casa – que ahora compartían –, que, si bien no era enorme, sí lo era para un solitario y ermitaño hombre. Se miraron, como si esperaran aquello que tiempo jamás le concediera, o que sus mismos orgullos nunca cedieron para con el otro. Sus miradas se fijaban en la sala de estar. Joan formaba una aureola de humedad en la alfombra con el agua que destilaba. Javier por minutos estuvo quieto sin saber cómo ayudar por miedo a recibir una hostilidad de la contraparte. Tras unos segundos atinó a encender la chimenea.

 

—Ven y calienta un poco tu cuerpo. Iré a buscarte una toalla y ropa.

 

—Prefiero andar desnudo, siempre has tenido mal gusto.

 

—Creo que no sería conveniente, no quiero verte las bolas — respondió Javier con una suave risa.

 

Por ese mismo tipo de bromas nunca estaba seguro si declarársele. Y quizás a causa de ello a Joan le daba terror ser lastimado. Pero ¿Qué clase de amigos, que se pelean bastante, siguen dañándose y pasando por alto cosas que los seres normales no harían?

 

Cómo no olvidar las tardes de lluvias, que pasaban horas junto a sus tazas de chocolate caliente, que luego serían licor, y jugando con juegos de mesa. Riendo de la necedad de la vida, criticando el rumbo del planeta, sufriendo y discutiendo por tratar cambiar el mundo. Y el mundo sigue igual.

 

Cuando Javier trajo las toallas y la ropa seca, le dejó cambiarse solo, mientras iba a hacer algo de beber.

 

Al desprenderse de la ropa húmeda, las sonrisas ocupaban el rostro de Joan. Quería llorar. Pero meramente fue recostándose en la alfombra de frete a la chimenea, como abrazando una duda, qué significaba el ser salvado en un día de lluvia por Javier. Quizá siente culpa, o tal vez son solo los restos de una fortuita amistad.

 

Se quedó dos días seguidos en esa casa. Al cabo de una semana ya se encontraban viviendo bajo el mismo techo. Javier lo justificó mediante el exceso de espacio que le daba dicho lugar. A Joan le sobraban los motivos.

 

 

 

 

Pero esa noche, meses después de continuar viviendo juntos y volver a esa rutina, que, si bien era más fría que la anterior, le hacía sentir pleno. Sintió nuevamente esos ronquidos. Ronquidos hipnóticos que le llamaban a abandonar lo que hacía.

 

Caminó con tranquilidad por los pasillos, acariciando las murallas con las yemas de sus dedos, mientras deambulaba a su destino. Sus pasos estrepitaban en el silencio. Llegando a la puerta del dormitorio de Joan, tomó la manilla con su mano. Se detuvo un segundo para dar un pesado suspiro, uno que le desprendiera de la razón, y abriéndola con cuidado, tal como lo hacía para despertarle de sus profundas siestas. Se sentó a su lado, a una orilla de la cama.

 

Se veía bien, como si algo le cuidara del desgaste del tiempo. La piel de Joan seguía tan blanca como en su adolescencia, y el tenue rosa de sus mejillas mantenía la dicha de la juventud. Curioso. Su corazón reforzado de acero parecía indefenso ahí. Seguro el conjuro de sus ronquidos estrepitó tan fuerte en su tozudo pecho que el blindaje se hallaba debilitado. Javier no pudo más que emular una sonrisa ante tal ofrenda de paz.

 

Pese a ser un acto raro, y algo acosador, permanecía su estrategia para ver ese misterio que se haría presente en segundos, ese misterio que se producía todos los días a esa misma exacta hora. Si fuera un juego, o no, no importaba, en realidad si fuera una maldita y desalmada broma de él, volvería cada noche a escondidas a ser víctima del acto solaz. Lo apremiaba por intentar condenarlo al olvido; y le creía una condena justa.

 

La mano del durmiente se acercó a la de Javier y ambas se fusionaron en un enlazamiento mutuo. En un instante el frio de la habitación se desvaneció, su cuerpo bombeó sangre otra vez. Se sintió adolescente. Se sintió vivo.

 

Ahí viene.

 

—Solo deseo estar con Javier. Aunque es un idiota.

 

Entonces, por primera vez, los ojos amortajados por los párpados despertaron para acabar con el juego. La maldición se había terminado. La culpa fue hallada absuelta. Un juego que durara años de mentiras y apariencias, de trampas y misterios sin resolver, llegaba a su fin.

 

Final del juego.

 

 


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