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Incluso así... por LeliUechan

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Notas del fanfic:

... 

Notas del capitulo:

Espero que les guste. 

Cigarras. Era el solo sonido que en esa noche se extendía por las calles desoladas. Una noche inexorable y cruelmente igual, idéntica a todas las anteriores y, seguramente, a las siguientes…dolorosa demasiado para alguien como ella.

Contuvo sus lentos y desganados pasos un instante para aspirar hondo un poco de lo que serían los primeros respiros del sereno nocturno. Hay ocasiones en las que todos debemos detenernos a eso, a respirar, a suspirar, a enfriar la mente, el alma, el corazón, a dar otra vía de escape a esas lágrimas que no queremos dejar salir. A verificar si el alma sigue en el cuerpo, o si se ha lanzado a un abismo menos oscuro cansada ya de tantos llantos sin sentido e incertidumbres injustificadas. Ya hastiada, bajó la cabeza con una tímida sonrisa que no quiso formar, burlándose sin ganas de sus pensamientos.

Volvió a aspirar.

La bocanada de aire húmedo  le supo demasiado limpia. Era increíble como la nostalgia de la noche lograba tragarse todo, hasta el empalagoso olor de todo el azúcar que la rodeaba en ese reino acaramelado. Pero tarde o temprano las tormentas terminan, pensó llevándose una palma al pecho, incluso cuando son del corazón, incluso cuando nadie más la ve...incluso así. Apartó pesadamente la mano de ese lugar de su anatomía que, creía ella, se quebraría con otro suspiro de lágrimas, llevándola a su nuca. Enredó sus largos dedos en sus cabellos oscuros, casi tanto como la noche que mellaba ahora mismo sus esperanzas y anhelos. Directamente comenzó a reír con ganas, unas ganas atroces que no sabía de dónde salían en ese momento, cuando los minutos se le hacían milenios y sus labios habían olvidado los planos para formar una sonrisa.

Renovó su paso. El castillo estaba cerca y ahogarse en autocompasiones le serviría de poco.

Marceline, flotando en la más profunda indecisión, tenía sus pupilas estáticas, totalmente congeladas sobre los ventanales del castillo. Hacía tiempo que las luces habían abandonado los salones, dejando a las tinieblas y la penumbra vagar plenamente por los pasillos de la melosa construcción. Los guardias no se percibían  ni cercanos a las puertas de galleta, y los que permanecían en sus puestos dormitaban con toda confianza. Después de todo ¿quién en ese buen reino querría hacer daño a nadie dentro de las dulces paredes? ¿Quién querría husmear en el castillo aprovechándose de la confidencialidad de la noche? ¿Quién querría entrar cuando la princesa, su bondadosa gobernante, se encontraba entre las sábanas de su lecho tranquila y plácidamente? Ella, sin dudas, no sería la autora de tal hazaña.

Aún así, cuando cada célula suya se reñía con el más grande caos, la cobardía no le parecía la suficiente justificación cuando quería verla. La necesitaba a ella como al aire para respirar.

Pero ¿Cómo se habían afiliado a su cuerpo esas emociones tan intensas por esa excéntrica princesa? ¿Hacía cuánto llevaba escondiendo esos padecimientos que, unas veces, le resultaban tan dulces y le hacían sentir tan plena, mientras que otras, la obligaban a tragarse tantos llantos y penas como los que no recordaba haber padecido?, ni en sus mil años sobre este estropeado mundo del que había visto tantas caras, y no todas amables ni sinceras. Ella, quien reconocía a su propia personalidad como embustera, era capaz de brindar ayuda a cualquiera que la precisara, escondiendo tras su belleza de cabellos azabaches y sonrisas inocentes sus intenciones envenenadas y podridas. Ese milenio compartiendo el mundo solo con su naturaleza ególatra y de escrúpulos nulos, la llevó a ser dueña de un pasado no muy orgulloso, uno que, ahora que retrocedía en sus memorias, era más sucio de lo que recordaba. Mucho más.

Mil años es mucho tiempo, se excusó en su mente como si hablara para todo aquel al que hizo daño, aunque nadie podía oírla.

Pensó esto y mil cosas más, mil cosas por las que se odió como nunca, mil cosas sin mucho sentido, casi sin pies ni cabeza, pero que para un inmortal eran tan crueles e hirientes como la tortura misma; mil cosas que la hicieron querer recular, saltar por la ventana por la que se había escabullido momentos atrás, situada a un escaso medio metro por encima de su cabeza, en una pared de la habitación de aquella chica que tantas confusiones y alegrías regalaba a su monocroma y gris existencia. La habitación donde aquella bella princesa dueña de sus ilusiones se mantenía en sueños y se negaba a despertar.

Hoy debía ser distinto, se lo había prometido a sí misma, aunque en el pasado lo hubiese hecho infinitas veces, esta noche era diferente. ¿Cuál podía ser el peor escenario, el peor de los casos? ¿un rechazo? ¿Que se burlase de su amor por ella? Ya no importaba, soportar un corazón roto sería millones de veces más digno que llorar como una idiota por su constante martirio porque llorar siempre sería lo mismo, llorar. Era momento de enfrentarse con la verdad, fuera la que fuera.

Aspiró lento.

Llevó  ambas palmas a su pulcro rostro.

Cubrió sus ojos, hinchando el pecho.

Devolvió el aire.

Sonrió, pintando una sonrisa optimista que no sería capaz de borrar.

Comenzó a levantarse del suelo frío en el que se había mantenido sentada hasta el momento, lento, sin prisas ni ansias. Sus actos no se regían por adrenalina del momento ni por impulsos, solo era eso, no tenía prisa.

Caminaba hacia la cama a no más de diez pasos de ella; mirándolo todo, viendo a todos lados con lentos movimientos de cuello, admirando los delirios químicos plasmados en hojas de papel esparcidas  por el suelo, las fórmulas matemáticas que ella no lograría comprender ni en otros mil años, dibujadas en cualquier lado, tubos de ensayo colocados deliciosamente sobre la mesa, objetos y artilugios que una mente tan insulsa como la suya no alcanzaría ni a imaginar su utilidad, por obvia que fuera.

Llegó a un lado de la cama, que casi podría llamarse de matrimonio, al opuesto del que dormía la dulce chica a la que dedicó una mirada cargada de emociones más dulces aún. También vio, con cierto mimo brillándole en los ojos, como un hilillo de saliva se escurría por los labios rosados de la durmiente. Sonrío.

Se acercó cuanto le faltaba para arrodillarse sobre la sábana rosa pálido que cubría el espacio libre en el suave lecho,  lentamente, con la única ambición de la cercanía juntó su rostro a aquel, para ella tan precioso, que descansaba sobre la almohada.

Sus alientos se mezclaron, sus cabellos azabaches resbalaron por ambos lados de su cabeza para formar una cortina oscura que las separaba aún más del mundo, dándole una visión todavía más íntima. Quedó con la mente embotada en los latidos ajenos que creía escuchar, cuando en realidad eran los suyos propios. Admiraba el largo de sus pestañas, el color de sus mejillas, lo lento de su respiración, los ligeros frunces de ceño con los que, a veces, le hacía creer que despertaría. Deleitándose con  el perfume de sus bucles rosas que, aún estando a más de dos palmas de lejanía, lograba hacerla estremecer y querer llorar sin saber por qué.

Así permaneció, sin saber cuánto tiempo exactamente, disfrutando de la presencia tan codiciada como ajena.
Soñolienta, maldijo el hecho de tal desinhibición, al asomarse por la ventana abierta los primeros rumores del sol matutino.

Sin pensar en lo que vendría, ya que realmente no le importaba, ya que nada podría ser peor que la incertidumbre, ya que todo lo que ella pensaba que se lo impedía, acababa de diluirse con el rocío de ese despertar. Sin más mediaciones y con lentitud, levantó las sábanas de suave tacto, deslizándose bajo estas, y abrazó fuerte, pero delicadamente a aquella persona que no sabía si al despertar le correspondería, si la querría tanto como hacía ella, pero a la que no soltaría así el mundo se le viniese encima y los mares amenazara con borrarla del plano existencial, porque así se había vuleto su amor de un momento a otro: atrevido, profundo, desafiante.

La chica de cabellos rosas fruncía sus ojos todavía cerrados, sintiendo como su comodidad era asaltada por el resplandor del Astro Rey. Separó sus parpados vagamente, notando la ventana que cerró al dormir y debía seguir de ese modo, ahora irremediablemente abierta.

Diez, quince, veinte segundos pasó aún saboreando los retazos del reciente sueño que se negaba en abandonar su cuerpo y removiéndose ligeramente sobre el colchón hasta que la dulce chica advirtió en unos brazos sutiles rodeándola y suave respiración cercana a su cuero cabelludo.

Una respiración que naturalmente supo reconocer.

  
« Porque tarde o temprano las tormentas terminan, incluso cuando son del corazón, incluso cuando nadie más la ve...incluso así

-Marceline

Notas finales:

Me encantaría saber que les pareció... 


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