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Luz verde por Pandora

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Notas del capitulo:

Notas iniciales de Pandora: Basado en el cuento homónimo de Pedro José Llosa, del libro ‘’Abofeteando un cadáver’’

 

 

 

 

Luz Verde

 

 

 

Saliste temprano de la disquera esa noche. Tatsuha te había plantado y el hombre del sombrero había presionado tanto sobre aquella nueva y horrible canción que detestabas que terminaste por huir despavorido con Kumagoro bajo el brazo, montarte en tu convertible, encender la radio a todo volumen y adiós a tus responsabilidades.

 

El semáforo cambió a rojo y te lamentaste, el aire despeinando tus cabellos debido a la velocidad desmedida con la cual conducías, te agradaba, tener que detenerte en esa aburrida y solitaria autopista te irritaba.

 

El motor ronroneó con suavidad y las llantas rodaron por última vez antes de que tu adorado auto se paralizara. Pestañeaste con pereza ya casi era hora de tu siesta diaria y aún seguías varado ahí. Encendiste un cigarrillo que se mimetizaba entre los dulces que llevabas en la cajuela, hacía años que prometiste dejarlo, incluso Noriko creía que lo habías hecho, pero uno de vez en cuando no hacía daño.

 

Estiraste los dedos y estabas a punto de cambiar la estación de radio cuando tus ojos chocaron con los de él. ¿Cuántos años tendría? ¿diez? ¿nueve? . Sus piernas flacas y débiles se doblaban contra su pecho encogidas. Tal vez 11 por la amargura.

 

El cabello rosado que caía por su rostro algo largo y sucio llamó poderosamente tu atención: jamás habías visto ese color. Los ojos violetas que sobresalían de la carita triste y resignada le daban un aspecto angelical, lo primero que pensaste fue que ese tono tan exótico no podía pertenecerle a un mendigo.

 

Pero sus ropas rotas y desgastadas se encargaron de afirmarte lo contrario. El alzó el rostro y te contempló por apenas unos segundos, y lo primero que pudiste leer en aquellos ojos: hambre. Él volvió a agachar la carita que reposaba entre sus dos manitos cuando el semáforo se volvió verde y te viste obligado a arrancar, perturbado.

 

 

.*.*.*:

 

 

Volviste a verlo el segundo día, y el tercero, y el cuarto. Siempre estaba ahí sentado en aquella polvorienta acera, con la mano extendida esperando recibir quizás alguna moneda, con la mueca triste de un cachorro callejero.

 

Ahora ya no te disgustaba tener que detenerte, incluso esperabas impaciente todo el día a que llegara el momento en que el semáforo cambiaba de color.

 

El quinto día te bajaste del auto, quitaste los lentes oscuros y le mostraste un rostro en el cual podía confiar, con aquella sonrisa que delataba que eras demasiado joven para ser adulto, pero demasiado viejo para ser un niño.

 

‘’Kumagoro quiere saber si vas a comer con él’’ le dijiste, sacando al conejo afelpado de entre tus ropas, él te miró con aquel rostro inocente de ‘’no he roto un plato’’ rió de manera tímida, como si temiese molestarte con aquello y asintió con suavidad ‘’sube al auto’’, extendiste la mano pero él no la tomó, le habían dicho que no se fuera con extraños y menos aún que se alejara de la acera cuando era de noche.

 

Su pancita sonó y te aprovechaste de aquello ‘’Kumagoro no te puede dar dinero pero te puede invitar una hamburguesa’’ De pronto sentiste sobre tus dedos su manito suave que parecía perderse entre la tuya.

 

Lo condujiste hasta el auto en el cual se sentó con confianza, le diste a Kumagoro y lo posó sobre su regazo como si de un bebé se tratase, fue cuando notaste por su mirada que era quizás el primero muñeco que tocaba.

 

Lo llevaste al fast food más alejado de la ruta. Compraste la hamburguesa que se devoró en dos bocados y le dijiste que seguirías alimentándolo a diario si prometía esperarte siempre en aquella acera, justo al lado del semáforo.

 

Esa misma noche, encerrado entre las cuatro paredes del baño y con la mano bañada en semen admitiste aquello que tanto te había torturado: te gustaba.

 

 Y lo mismo fue repitiéndose día tras día: te detenías en el semáforo, el subía a tu auto y le comprabas una hamburguesa, pronto dejaron de ocupar las mesas del fast food, tan solo sacabas la cabeza por la ventana que ahora llevaba lunas polarizadas para ordenar la comida, y luego detenías el auto en algún descampado para contemplarlo mientras comía.

 

Despejó tu duda con un par de palabras ‘’tengo 10’’ te dijo, aunque parecía más pequeño ya estaba cursando la primaria. Era huérfano de padre y madre pero tenía dos hermanas mayores. Una era sirvienta y a veces le alcanzaba algo de ropa o las sobras de la comida, la otra era novia de un chulo cualquiera y la veía una vez por semana. No tenía casa, dormía en la calle y cuando podía y le permitían en algún albergue.

 

Algo comenzó a cambiar dentro de ti. Sus pantaloncitos que dejaban a la vista las piernas te parecieron demasiado largos, tu querías ver más. Y fue de pronto que una tarde te atreviste.

 

Tu mano temblorosa se coló bajo los pantaloncitos mientras él masticaba, bien concentrado en el sol que se ocultaba en el horizonte, en los rayos amarillentos que se colaban por la luna delantera. Apartaste con los dedos el calzoncillo y palpaste por primera vez aquel pedacito de carne que nisiquiera se desarrollaba aún. Lo acariciaste con urgencia sin muchas fuerzas para que no se asustara, él parecía no alterarse mientras bordeabas su abertura con las yemas, excitándote con la calidez y humedad de aquella piel tan joven.

 

Minutos más tarde estacionabas el auto en algún motel de cuarta, cubriendo su figurita con tu chaqueta para que nadie lo mirara, con los lentes negros puestos y tu gorra, temeroso de que alguien te descubriera.

 

Le dijiste que se bañara, que le ibas a dar ropa y lo ayudarías a secarse. Cuando salió apenas lo reconociste, estaba limpio y mojado, aún más hermoso, envuelto en la toalla blanca que parecía comérselo. Lo tendiste sobre la cama, extendiendo la toalla, observando su cuerpo desnudo en todo su esplendor, sus pezones rosados que parecían llamar a gritos a tu boca.

 

Separaste sus piernas con una mano, con la otra abriste el cierre y bajaste tus pantalones, te colocaste sobre él sin aplastarlo y entraste con un suave empujón en aquel cuerpo que tanto habías deseado. Él no dijo nada, no se movió, no gritó.

 

Te molestó entonces darte cuenta de algo: no habías sido el primero, ni el segundo, tal vez ni el tercero. La suavidad con la que iniciaste menguó un poco, embestías con necesidad y él movía sus caderas y apretaba con sus muslos tu cintura, como quien sabe lo que debe y tiene que hacer. Te perdías en sus ojitos violetas que te miraban tranquilos y solo dejaste de observarlos cuando tu semen se perdió en su interior y debiste cerrar los ojos por la intensidad del orgasmo.

 

Se quedaron quietos sobre la cama, el te sonrió en un gesto tierno y lo ayudaste a vestirse como a modo de disculpa.

 

Pronto la diferencia de tamaño entre sus cuerpos dejó de ponerte nervioso.

 

Los encuentros se volvieron diarios, cambiabas de motel a menudo y comenzaste a darle algunas monedas después del acto. Él estaba feliz, abrazaba tu cintura y decía ‘’gracias’’ con su carita angelical que solo provocaba que te sintieras aún más hijo de puta.

 

Le enseñaste las poses, como debía chupar y besar, lo que debía hacer para complacerte. Sin darte cuenta lo introducías en un vicio sin salida, ahora él relacionaba el dinero con la carne.

 

Tendías tu cuerpo al lado del suyo y lo acariciabas en el vientre, en el cuello, en cada pequeña esquina donde tus manos cabían. Le contaste que eras cantante, que tenías pareja, que tu jefe era tu mejor amigo y que te irritaba. Él se quedaba tranquilo, escuchando todo o pretendiendo escucharte, si lo hacía o no, poco te importaba, te perdías en el calor que manaba de su cuerpo y en el agradable sentimiento de que alguien te escuchara.

 

En el fondo sólo tú eras conciente de lo que ocurría, sabías perfectamente que no había lugar para su ‘’relación’’ fuera de aquella habitación de motel, que cuando cruzabas el umbral de la puerta no eras más que un enfermo y él tu víctima.

 

Alquilaste un departamento en un barrio alejado, solo tenía una cama, lo llevabas ahí y se quedaban largas horas, hasta que te decía sin hablar que era tarde  y entonces lo dejabas nuevamente en el lugar al cual pertenecía: la acera.

 

A veces dabas vueltas en la cama, imaginando que podría ser que algún día no lo vieras más bajo el semáforo, que tal vez se te adelantaba el anónimo que también lo abusaba y terminaría por llevárselo lejos.

 

Jamás le preguntaste su nombre, no por el hecho de que no te importara, tan solo lo obviaste, y él no hablaba mucho.

 

 

.*.*.*.

 

 

‘’¿Puedo quedarme aquí?, solo para dormir’’ te dijo  una noche, después de que saliste de su apretado interior con un chasquido. Te irritó, sabías perfectamente que eso era imposible porque acabarían por descubrirte.

 

Le soltaste excusas absurdas, argumentando que el departamento era muy grande y él muy niño para vivir aún solo. Él asintió obediente y silencioso como siempre, se despidieron con un beso profundo, tu ya te habías encargado de enseñarle cómo.

 

 

.*.*.*.

 

 

La luz del semáforo cambió.

 

Él no estaba ahí en la vereda, y no lo estuvo ni al día siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente.

 

Después de tres semanas te convenciste: él no regresaría.

 

Pero tú seguirías frecuentando aquel lugar. Dejaste a Tatsuha y los lujos de tu casa grande para mudarte al departamento que habías alquilado para ambos.

 

De pie junto al armario vació que nunca utilizaron observabas la cama, y lo imaginabas ahí sentado, mirándote con sus dulces ojitos violetas  y su lacio pelito rosado, lo único que lograba resaltar entre los pobres como él.

 

Recorrías la habitación contándole todo lo que habías hecho durante el día, contándole nuevamente sobre Tohma.

 

Le repetías una y otra vez que ahora sí podía mudarse al departamento que antes le habías negado, que ya no te pondrías lentes oscuros para caminar con él, que le ibas a comprar lo que quisiera, que llenarías el lugar de muebles para que pudiera vivir contento, que le regalarías a Kumagoro y una TV para que pudiese verte cantar y que saldrías a buscarlo día a día por la calle, y por cada semáforo y admitirías que lo necesitabas, que ibas a disculparte.

 

Y él, movía su cabecita imaginaria, con la carita de ‘’no he roto un plato’’, sonriente.

 

Por la noche te echaste a llorar y le gritaste que lo amabas y que no descansarías hasta encontrarlo. Pero lo que más te dolió fue admitir una cosa: la criatura se había convertido en tu obsesión.

 

 

Notas finales:

 

 

 

Notas finales de Pandora: =D…Espero que te guste Sakuma ^^


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