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El Sacrificio del Cordero por AkiraHilar

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Notas del fanfic:

utor: Akira Hilar
Razon: Torneo de parejas “Saga de Geminis” Ronda contra Mu. Evento: ^TRIBUTO A ARLES^ *TA*
Dedicatoria: A Karin, Athena_Arianna, Ale_Chan, Kimee, Luribel, Olgamar, Itzeldeleo, Shaka121, Lestath, Maiza Herlo, Lislee, lightless_cynth, Lola, Sahasara y todas las miembros del club Santísimo Pecado Geminis x Virgo

Notas del capitulo: Saga es un vampiro que desde tiempos milenarios está en búsqueda de su mayor presa y de nuevo la ha encontrado, en sacerdote asentado en las calles frías de Londres
Estaba de nuevo. Tras las penumbras de una noche fría en Londres, el inmortal acechaba de nuevo de a la salida de aquella pequeña iglesia de arquitectura barroca, perfectamente ornamentada y cuidaba, una hermosa representación de un arte que se creía perdido. El frió helaba, la ciudad a pesar de no estar aún en invierno era acariciada por brazos de viento frio que alargaba de tanto en tanto bufidos de niebla de la boca de los mortales. Podría ser vampiro, peor el frio también calaba a sus huesos.

Aún así, se mantenía inmóvil e inclemente a lo alto del farol que iluminaba la esquina izquierda de una plaza en forma de romboide, justo cerca a la entrada de aquel edificio religioso donde un cantidad considerable de crédulos en promesas divinas caminaban luego de su lección de vida nocturna. Más el demonio aguardaba por una en especial, una que despertaba apetitos indeseados que le gustaría, por fin, dar por satisfecho. Una en particular que le removía las extrañas y le hacía sentir que su piel tan helada como las montañas de Rusia, hervía como los torrentes de magma debajo de la tierra. Una que daba vida a sus pupilas enrojecidas, inyectándole el brillo carmín de la sangre que circulaba por los torrentes de ese cuerpo de nácar, que se le antojaba, como el vino más dulce que pudieses beber sus incisivos. Y esa presa estaba por salir, en cuestión de horas.

La capa negra se camuflaba por la oscuridad de una noche donde las nubes cubrían los rastros de luna y estrella. La ciudad era oscurecida por el manto de las tinieblas inhóspitas que eran, en demasía, su mayor confort. Un halito color blanco salió de sus labios amoreteados por el frio, gruesos y agrietados de sequedad. Aún preservaba el sabor acido y metálico de la sangre fresca de una doncella que degolló al otro lado de la comuna, pero eso, lejos de satisfacerlo, le abría más el apetito. Estaba cansado, cansado de buscar jóvenes rubios para saciar los apetitos que sólo uno puede consumarlo. Pero no podía, bajo ningún concepto, acercarse a ese ente que de divino también era perverso.

Y es que no importaba cuan cercano era el color de sus dorados cabellos, o cuan blanca era el tono de su piel de marfil, cuan finas sus facciones, cuan delgados sus labios, cuan azules sus ojos. I no era él, la presa no pasaba a ser más que un aperitivo que terminaba vomitando al final de la noche, con ira, rabia y decepción. No importaba cuanto gimieran y pidieran más de su potente hombría, ni que tanto se saciara de la más roja sangre; si no era aquel idilio d su existencia, simplemente, todo tenía el sabor más banal, inverosímil, neutral… insípido.

Pero quería… ansiaba, obsesionado estaba con tan siquiera probar un roce de esas manos, probar el sabor de su sudor antes de beber con lascivia la sangre de sus venas, comerlo hasta hacerlo ver tan pálido como las estatuas de mármol que descansaba en las cámaras eclesiásticas. Si tan solo pudiera concretarlo, estaba seguro que dejaría de penar con esa maldita hambre que exasperaba su vientre inmortal. Porque nada era peor que vivir muriendo de hambre sin pasaje a la muerte.

Entonces apareció. Tras la luz del complejo que era tragada por el pase de la enorme puerta de caoba labrada, la figura de su sotana negra como la misma noche que acobijaba sus presencias, era contrastante al color de sus cabellos que dorados refulgían como hilos de oro brillantes. La santa Biblia era tomada de forma sobre protectora por sus brazos derecho, junto a su pecho a la izquierda, el cabello atado en una modesta cola. Su flequillo que jugueteaba con la nariz, sus parpados cerrados, el rubor que por el frio se asomo a sus mejillas. La vista… tentadora… deliciosa… pero… también estaba de su cuello colgando el maldito rosario que lo alejaba de su víctima. Y no, no era cualquier cruz que fuera labrada por un herrero u orfebre, ese rosario, cada cuenca, cada uno de sus elementos habían sido bañados por el mayor cazador de vampiros, hace dos milenios. Su poder protector era tal que sabía, que al mínimo contacto, su piel se calcinaría como papel ante el fuego, sin ningún tipo de excepción.

Para ninguno de la casta de vampiros que aún quedaba, era secreto del poder de tan valiosa arma legendaria heredada por generaciones. Lo que si desconocían, era quien la poseía. Muchas leyendas y videncias eran relatas al partir de la adivinación de donde, cuando y como nacería el nuevo heredero, llamado cordero, que se encargaría de cargar sobre su cuello el rosario que maldecía su inmortalidad. La arma más poderosa capaz de lastimarlos y matarlos. Sólo él conocía al dueño… y sólo él lo vigilaba, más no porque desease poner sus garras a esa legendaria y antiquísima pieza de arcillar, perlas y bronce. El quería devorar al cordero inmaculado que llevaba semejante joya en su cuello.

Y allí lo veía, caminando con ese aire condescendiente donde el mismo viento tendría que pedirle permiso antes de pasar y tocar su piel de alabastro. Un andar elegante, con su barbilla levantada en señal de dominio y control de los caminos empedrados de una Londres quizás olvidada entre tantos artificios novedosos y tecnológicos, entre la jungla de acero y concreto, bajo la ínfima y tan ambivalente cotidianidad vanidosa que los humanos vivían en ese siglo. Para él, siendo un observador de toda esa saciedad humana, era lo más banal ver a un o nacer y otro morir en un mismo día. Todo había perdido sentido, había dejado de ser entretenido para el señor del clan. Su cabello negro y erizado se crispaba ante el vaivén de un viento inclemente, mientras de un salto inhumano llegó a l otro farol, siguiendo la dirección de su máximo deseo encarnado y prohibido.

¿Cómo fue que llegó a ser lo que era?

No recordaba muy bien, después de todo, los siglos de alguna manera debieron haber erosionado los rastros de su memoria humana. Se enamorpo, eso sí lo tenía claro, de aquel que le había jurado el poder y la inmortalidad en sus manos, rubio, justamente, como aquel a quien perseguía. Dos puntos de color carmesí revelaba su ascendencia pecaminosa y unas pupilas de avellana se encargaron de robar la inocencia de un corazón que latía enamorado, enfermándolo con aspiraciones infértiles de un control total y absoluto de una humanidad condenada, ser reyes y señores, dominar la muerte. Y así fue como cayó en las garras del conde Shion D’Lemu Rian, siendo arrastrado a un precipicio donde su precio final, no fue la muerte, sino la soledad inmortal. Se convirtió en un vampiro, y a su lado sembraron terror por múltiples poblaciones, dominaron reyes y faraones, emperadores y duques… Creían tener el mundo en sus manos… hasta que… se aburrió.

La orgía dejo de saberle.

Sus besos dejaron de saberle…

El poder perdió el sentido si no era él quien gobernaba el clan.

Una revolución, una daga de oro entregada a alguien capaz de embaucarlo. La noble china se convirtió en la tumba del conde y así, Saga Gemm Idis se hizo amo y señor del clan.

Pero eso también perdió significado. Matar con sus camaradas, gemir con doncellas y donceles, orgías, guerras, todo perdía sentido. La inmortalidad se le hizo agridulce y la muerte, no una opción, para su empecinado orgullo.

Ahora estaba a sólo tres cuadras del lugar donde sabía vivía su deseada victima infructuosa. Con elegante andar se acercó hasta las portezuelas de hierro, a la altura de sus caderas, con un decorado renacentista, detalles de labrados a fuego que imprimía elegancia y aristocracia a su humilde morada de ladrillos fríos. Con un leve movimiento, un rechinar ante la apertura de la puerta se escuchó en las desoladas calles de la ciudad. Era poco más de medianoche. El, como siempre, el último en salir. Sus pasos en la losa de terracota lo llevaron hasta el pequeño escalón de granito, hasta estar frente a la puerta de madera maciza que tras sus laves se abrió en un instante. La luz se encendió, dando vitalidad a la cortina de matices naranjas del ventanal a la derecha. Y él observaba todo, desde el otro lado de la calle y oculto tras los frondosos arboles de la avenida desierta.

La casa era una construcción de dos pisos, a lo largo. Un balcón daba lugar al patio trasero de la casa, adornado por jazmines, rosas y azucenas, un jardín preciosamente cuidado. El vampiro saltó de nueva cuenta hasta el jardín, resintiendo de inmediato la cercanía a aquel lugar sagrado, pero dispuesto a soportarla. Sus caninos de nuevo eran lamidos con parsimonia premeditada, deseando sentir el sabor metálico y ardiente de aquella sangre que se le antojaba deliciosa sin haberla probado aún. Si tan sólo pudiese acercarse… lo que más deseaba en su maldita existencia era clavar sus garras de acero en el pecho níveo de aquella creatura, para luego lamer con su lengua áspera cada hilo de sangre que brotara de su piel. Oírle clamar por piedad, callando padre nuestros y avemarías con besos que clavaban colmillos al paso de sus labios. Para mudar aquellos cantos religioso por verdaderos alaridos de placer primitivo. Una macabra sonrisa se marcó en sus gruesos labios, producto de aquella infame falacia que maquinaba su mente no renovada, deseosa de marcar con sangre la carne del sacrificio.

Allí en el jardín entonces, luego de una hora, lo vio encender la luz tenue azulada de su habitación. Con parsimonia abrió los portales de vidrio que iban hacía el balcón, danzado entonces las suaves cortinas celestes con el viento frio de la noche. Una bata negra cubría el cuerpo, dejándole ver además del rosario que aún colgaba, el pecho trabajado y en espera de unas manos que lo lacerasen. El vampiro escondido en la sombras sintió de nueva cuenta su sangre hervir como torrentes de la lava más incandescente partiendo y destruyendo piedras en el camino. La vista deliciosa de esa bata que se movía al viento a su vez, le revelaba como un maldito martirio las piernas gruesas y desnudas de su pecado.

La saliva brotaba por su comisura. Un hambre primitiva que engullía sus entrañas y quemaba, como el ácido que hace contacto con cualquier material inflamable. Acida, como la sensación que sentía al ver como aquel se recostaba cómodamente en el diván descansando en el balcón, y aquella bata se abría sinuosamente por la curvaturas de sus perfectas piernas, dándole la oportunidad, si se acercarse, de ver aún más allá. Noche tras noches era lo mismo… noche tras noche sólo él podía ver esa piel vetada para los demás, y no podía tocarla… el maldito destino de nuevo le cruzaba a su presa para no poder comerla, llenándole de un hambre incapaz de saciarse en años.

Mordió entonces sus labios con los caninos, brotando sangre fría que no le daba ningún sabor particular. Deseando probar, probar ese cuello de cisne y clavar sus dientes hasta absorber la última gota de sangre.

Más no podía…

Y eso se seguiría repitiendo, siglo a siglo.

Cansado ya de esconderse y verlo en las penumbras, el ente de la oscuridad decidió salir de la sombra para presentarse, saltando hasta su techo, moviéndose de forma gatuna hasta ponerse sobre él, a un metro prudencial de distancia. Y ya desde allí, el poder del rosario se hacía sentir y le crispaba cada poro de su piel. Los ojos azules como zafiros de coste mayor se afianzaron en su expresión, le vieron reconociéndolo al instante. No había temor, algo a lo que estaba acostumbrado desde tiempos inmemoriales. De nuevo esos zafiros lo miraban como si ya supieran que vendría y eso, le molestaba en demasía.

--Esta vez tardaste menos, Saga--dedos de marfil que cerraron con marcado movimiento el libro que hojeaba entre sus manos. Luego quitaron los lentes de montura negra para darle paso a sólo el brillo natural de dos iris color cielos--. Debo asumir que al paso de los siglos tu hambre se incrementa paulatinamente.

--Maldito mortal…--siseó el animal de la noche, enfurecido al verse manipulado. Los ojos de rojo se tiñeron de la más pura sangre luciendo amenazante, mientras cabellos de negra noche se alzaban ante el poder de su dinastía, como lobo que busca hacerse temer. Más él, no le temería--. Hasta cuando reencarnaras--más que una pregunta, un reproche ronco lleno de aliento de sangre fresca.

--¿Deseas que deje de hacerlo?

Una interrogante provocativa, con una mirada que controladora le manifestaba que estaba seguro, el juego no acabaría, hasta llevarlo a las últimas consecuencia. El vampiro le gruñó con furia, mostrándole los alargados incisivos que deseaban, con frenesí, clavarse en su despejado cuello. Como respuesta, el rubio se recostó de forma perezosa al diván, dejando la carne de su cuello preparada y lista para ser conquistada, apartando sus hilos dorados, una provocación, evidente…

Ante semejante invitación, el demonio tembló de ira contenida, rugiendo como bestia al verse vilmente incitado, sabiendo que no había manera de cumplir semejante desafío.

--Cuando pueda ponerte mis garras, Shaka, ¡no habrá perdón divino para tu alma!

--Saga… Saga, si tanto deseas comer, ¿porque no vienes por tu presa?--provocarlo era, al parecer, un deleite pecaminoso para el sacerdote--. ¿De qué vale la eternidad si no puedes obtener lo que realmente quieres?

Otro rugido animal, primitivo, en garganta que se tensaba como cadenas de hierro al rojo vivo. Se reincorporo entre las tejas del techo cobrizo, para caminar por la pared aferrando sus afiladas garras y terminar sentándose con sus piernas abiertas y flexionadas sobre el hierro del balcón. Acercarse más seria peligroso. El rubio se levantó un tanto del diván, subiendo su pierna derecha que quedó al desnudo, cuando la bata de satén perezosa cayó hasta sus pies. La vista de aquel muslo prominente y largo, con vellos perfectamente controlado y dorados, hizo llenar de gula a los deseos más recónditos de su alma inmortal, mirándole con verdadero hambre, enviándole con sus ojos teñidos de sangre los malditos deseos que tenía de clavar sus colmillos a esa piel.

--Lo haces a propósito--una afirmación, que ya le había destinado cuantiosas veces siglos atrás. El rubio se sonrió beatíficamente.

--En efecto--recostó su cabeza a la rodilla en alto, dejando que sus cabellos con rapidez cayeran a un lado, un ángulo con dejo provocativo e incitante que le hablaba de sus más incógnitas intenciones--. Es un verdadero deleite tener a un vampiro tan hambriento de mi sangre y lo mejor--agregó con una sonrisa demoledora--, capaz de seguirme por los siglos para volver a encontrarme.

--Shaka…--jadeó roncamente, deseoso de lanzarse a su víctima, olvidarlo todo, su inmortalidad, su orgullo, enlodarse con el sabor de su sangre apetitosa mientras hartaba de sus carnes--. Si tanto deseas… quítate el rosario…

--¿Para qué?--replicó el rubio, poniéndose de pie, acercándose con presteza frialdad en un andar ondulante, asfixiante ante la vista del señor de la noche--. Todo en la vida es intercambio equivalente. Ciertamente los alquimistas tienen algo de verdad en sus escritos--extendió su mano blanca en un espacio prudencial, mostrándole la palma de su mano derecha--. Todo en la vida tiene un precio. Conoces cual es el precio de mi cuerpo, Saga--el demonio extendió la suya hasta aquella palma sintiendo inmediatamente el espacio donde chispas de poderes sobrenaturales se gestaban entre ellos. No había forma de acercarse, como polos iguales se repelían produciendo una intensa quemadura en su mano, un picazón en la mano del sacerdote, mientras tercos, luchaban por tocarse.

--¡¡¡ARGHHH!!!--gruñó por el dolor, terminando aquel contacto imposibilitado. Su piel quemada se reestructuró en segundos

--Saga…--escondió su palma por un momento en la bata, mirándolo con compasión--. Tu inmortalidad por saciar tu hambre de siglos. Me parece una oferta tentadora--penetró a su habitación, dejando la puerta abierta. Luego de segundos meditándolo se acercó un poco a las puertas de vidrio viendo como el rubio tomó un platillo de porcelana.

De repente, el penetrante olor de sangre aceleró sus sentidos. Un hilillo del rojo elixir de vida cayó al suelo de mármol de la habitación y algunas gotas fueron dejadas marcadas sobre el plato en sus manos. El sacerdote volteó, con mirada fija, deslumbrante, mostrando la pequeña incisión en su dedo índice que dejaba brotar la roja sangre. Los ánimos de la bestia se alebrestaron, sus ojos se dilataron de forma espantosa, mientras sus colmillos orgullosos crecían mostrando sus afiladas puntas brillantes, denotando cuanto deseaban, cuanto el hambre lo amenazaba. Todo el cuadro para el párroco fue observado sin el mínimo indicio de temor, por el contrario, sonriéndose triunfal al haber obtenido la reacción que esperaba.

Con pasmosa frialdad llevó su mano con el hilillo de sangre a su labio, lamiendo con descarada provocación, creando en el inmortal, espasmos premeditados del deleite que sería probar aquella deliciosa sangre, esa piel de marfil, esa mano, sus dedos, boca, lengua, cuerpo…

De esa manera terminó llevando su índice a su boca, chupando con deleite, mientras los zafiros como piedra de hechizos le brillaban de forma lujuriosa.

--Maldito padre…--siseó el vampiro con los ánimos encendido, queriendo acercarse pero temiendo a ese poder legendario que reposaba en el cuello del rubio--. ¡¡¡MALDITO!!!

Y una sonrisa celestial se mofó de su infortunio.

Con pasos orquestados de nuevo el santo caminó hacía el inmundo, quien de inmediato se alejó hasta quedar en donde debió quedarse, el techo de tejas de la casa, justo arriba del balcón. Dejó el religioso el plato encima del mástil derecho y devolvió una última mirada triunfal al vampiro.

--No será hoy, o mañana… quizás ni siquiera en este siglo--le comentó, con su mirada atestada de placer--, pero te aseguro, Saga Gemm Idis, que me darás tu preciada inmortalidad… Buenas noches, conde.

Cerró la puerta.

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