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La Flecha Negra De Eros por _Islander_

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Lo cierto era que desde su resurrección la actividad de los caballeros del Santuario de Atenea se había reducido a tareas sencillas de mantenimiento y entrenamiento (así era como los susodichos caballeros evitaban usar la palabra tedio). A pesar de que ya se encontraban en buenos términos con los Dioses del Olimpo sabían que no podían bajar la guardia, pues aún había peligros al acecho. Esperando a emerger de entre las sombras cuando la situación les fuese propicia.

Y a pesar de que Atenea hubiese insistido en que se tomaran un descanso, los caballeros insistían en seguir cumpliendo religiosamente con su labor (en especial los de oro y los de bronce).

Pero a pesar de su abnegada predisposición no les era posible hacer gala de su inquebrantable entusiasmo pues no había en aquel momento tarea alguna que ellos pudiesen realizar. Su actividad se había reducido a escoltar y ayudar a Saori en sus viajes con la fundación para ayudar a las víctimas del desastre de Poseidón junto a Julian Solo.  Por lo demás… su propio entrenamiento dentro del Santuario y el adiestramiento de nuevos aspirantes a caballeros eran sus únicas actividades. Había que admitir que su situación actual era idéntica a la que habían vivido todo el tiempo antes de la llegada de Saori y la nueva guerra Santa…

Sin embargo después de tanta lucha la sangre de los jóvenes caballeros aún hervía. Era un suplicio tener que lidiar con aquella monotonía después de haber hecho frente en batalla a los mismísimos dioses.  Pero ahora solo podían resignarse a su situación, tener paciencia, y esperar.

Uno de los caballeros de los que se podía decir que mejor llevaba aquella situación (al menos exteriormente) era Aioria de Leo. El joven y orgulloso guardián del quinto templo seguía cumpliendo con sus labores como caballero con honor. Su magnífico porte era digno de admirar incluso cuando quitaba el polvo a las antiguas reliquias de uno de los trasteros del Templo del Patriarca.

Allí se encontraba, junto a su hermano mayor. En una enorme sala atestada de extraños instrumentos llenos de polvo.

Ellos mismos, juntos con otros de sus compañeros, se había prestado voluntarios para sanear el Templo del nuevo Patriarca, Saga. Shion había delegado en él ya que, al contrario que sus discípulos, él si había aceptado la propuesta de Saori de tomarse unas vacaciones, y junto con Dhoko, que era la misma opinión, habían partido para ver mundo.

La limpieza del Templo del Patriarca fue repartida entre los voluntarios, y a Aioria y Aioros les había tocado adecentar las más recónditas salas de los subterráneos de aquel enorme edificio. Donde varios Patriarcas habían almacenado tesoros únicos durante generaciones.

Era un trabajo aburrido, si, inadecuado para un caballero, era posible, e ingrato, desde luego. Pero era una labor como otra cualquiera y debían cumplirla. Así pensaba Aioria de Leo mientras le quitaba el polvo con un paño a una especie vasija de bronce con extraños grabados. Aquel almacén en que se encontraban era tan grande y estaba tan lleno de altas vitrinas que se había perdido de vista de su hermano hacía rato. Era como un laberinto de polvorienta chatarra.

Cuando Aioria logró verse a sí mismo reflejado en la pulida superficie de aquella vasija concluyó en que ya estaba lo suficientemente limpia. La posó con cuidado en su lugar y fue a tomar el próximo objetivo que debía pasar hábiles manos para ser saneado. Una especie de caja de forma rectangular llamó su atención. Era una especie de estuche de oro, largo y estrecho. Comenzó a retirando con el paño las exageradamente gruesa capa de polvo que lo cubría, descubriendo bajo ella unos grabados. El joven Leo reconoció de inmediato la escritura cirílica de los caracteres, era griego antiguo, lengua para nada desconocida ni para Aioria ni para ningún otro caballero del templo, los cueles habían sido formados tanto en la batalla como en la cultura a la que pertenecía su orden.

-La flecha negra de Eros… -Leyó el castaño, en murmullo para sí mismo.

Incapaz de sobreponerse a su curiosidad, el joven caballero levantó la tapa del estuche. Lo cierto era que tenía un seguro y Aioria no creía poder abrirlo pero… Por alguna razón aquella caja estaba abierta. Tal vez la llave se perdió hace tiempo…

El dorado observó aquello que contenía el estuche. Era una flecha, tal y como supuso. Una flecha de color negro. La sacó del interior de su recipiente y la examinó. Por el tacto Aioria creyó que estaba hecha de metal, pero era tan liviana que no era fácil concretizar de que material estaba hecha en realidad. Aunque algo tosca para el dios del deseo era innegable que resultaba, a su manera, hermosa. Mientras la examinaba con detalle pasó su dedo por la superficie de la punta para comprobar cuan afilada estaba. No tardó en averiguar la respuesta a su duda. Con un quejido apartó el dedo de la punta. Se había cortado.

-¿Cómo puede estar esto tan afilado? –Se preguntó a sí mismo, mientras se llevaba a la boca su sangrante dedo.

Debían haber pasado decenas de años desde que alguien abriese esa caja ¿Cómo pudo mantenerse intacto el filo de aquella arma con el deterioro del paso del tiempo y la humedad de aquel lugar? Bueno,  si en verdad pertenecía a un dios no era descabellado. Esos fueron los últimos pensamientos de Aioria antes de perder el conocimiento y caer sonoramente sobre la pila de objetos que había estado limpiando.

 

Aioria abrió los ojos con dificultad, pero la luz que se filtraba por la ventana casi le obligó a volver a cerrarlos. Tenía un fuerte dolor de cabeza.

-¿Airoia? ¿Estás despierto?

Reconoció de inmediato la voz de su hermano. Giró la cabeza para encontrarse con la figura de Aioros, sentado en una silla junto a la cama. Parecía muy preocupado.

-¿Dónde estoy? –Preguntó Aioria, aún algo aturdido-. ¿Qué me ha pasado?

-¿No lo recuerdas? –Eso pareció preocupar aún más al mayor-. Estás en tu templo. Estábamos limpiando uno de los almacenes del Templo del Patriarca, oí un fuerte ruido y fui a ver qué pasaba. Entonces te encontré tirado en el suelo, sin conocimiento.

-¿Ah, sí?

Aquello no tenía sentido para Aioria, el no recordaba haber perdido el conocimiento.

-Te traje hasta aquí y Saga y Afrodita te examinaron. Dijeron que solo fue un desmayo. ¿Has desayunado bien hoy?

-Supongo.

-También tenías un corte en un dedo –apuntó Aioros. Aioria se miró la mano derecha. Tenía el pulgar vendado-. ¿Es posible que te marearas con la sangre?

-No digas tonterías –se molestó el menor-. Como si no estuviésemos acostumbrados a ver sangre.

-Está bien, está bien –se disculpaba Aioros, con una risita-. Solo estaba preocupado. Desmayarse de una forma tan repentina… ¿Cómo te sientes ahora?

-Me duele la cabeza.

-Bueno, te daré algo para el dolor. Pero mejor primero comerás algo. ¿Puedes levantarte?

-Claro que sí –rezongó Arioa. No le gustaba que su hermano lo tratase como un crío. Y desde que regresaran a la vida era algo que el mayor había tomado casi por costumbre.

-Perfecto –Aioros se levantó de la silla-. Empezaré a preparar la comida. Tú mientras descansa un poco más.

Cuando Aioros abandonó la habitación Aioria se quedó rememorando lo ocurrido. Recordaba haber estado limpiando todos aquellos extraños y polvorientos objetos en aquel enorme almacén del Templo del Patriarca. Recordaba aquel estuche de oro que llamó su atención. Recordaba aquella flecha y recordaba como la examinó. Incluso recordaba el corte que se hizo con su afilada punta. Pero lo siguiente que recordó fue despertarse donde estaba, en su habitación. Tal vez era cierto y no fue más que un desmayo pero… ¿Por qué? Dudaba que fuese por haberse hecho sangrar un poco. Y había desayunado en condiciones. Es más, ni siquiera recordaba haberse sentido extraño en todo el día.

Dio largo suspiro. No tenía sentido darle más vueltas. Fue un simple desmayo, pudo ocurrirle a cualquiera. 

 

Ambos hermanos comían en la concina del Templo de Leo. Aioros estaba muy concretado en su comida, pero no puedo evitar sentir una mirada fija en él.

Alzó la mirada y se encontró con su hermano, que lo miraba fijamente, mientras masticaba muy despacio lo que tenía en la boca. A pesar de estar ambos mirándose fijamente, Aioria parecía no reaccionar. Simplemente le miraba, tan fija como distraídamente, mientras su boca se movía muy lentamente.

-¿Aioria…?

Al escuchar la voz de su hermano el menor pareció reaccionar.

-¿Sí?

-¿Te ocurre algo?

-No.

Y con esa sencilla respuesta Aioria volvió a fijar la atención en su plato. Aioros lo observó unos segundos y terminó haciendo lo mismo. No paso mucho tiempo hasta que el Caballero de Sagitario volvió a sentir aquella mirada fija en él. Alzó la vista y volvió a toparse con el mismo panorama de momentos antes. Su hermano tenía la mirada fija en él. Parecía hipnotizado.

-En serio, Aioria ¿Te pasa algo?

-Tienes unos ojos muy bonitos…

Aioros enarcó una ceja.

-¿Perdona?

-¡¿Qué?! –Saltó de repente Aioria, como si acabase de despertarse de un profundo sueño.

-¿Qué dices ahora de mis ojos?

Aioros lo miraba entre confuso y extrañado. Por su parte, Aioria, había enrojecido notablemente. Ni él mismo entendía que le había pasado.

-Esto… pues… -el pobre Leo no sabía que decir-. Solo he dicho que tiene unos ojos bonitos. Siempre te estás quejando de que no soy amable –protestó ahora, viendo la excusa perfecta-. Y ahora que hago un comentario positivo sobre ti pones esa cara.

-Tenemos los ojos igual…

-¡Y por eso son bonitos! –Concluyó el menor, volviendo a centrarse en su comida y dando así por finalizado aquel extraño paréntesis.

-¿Estás seguro de que no te diste un golpe en la cabeza cuando te desmayaste? –Al ver que como respuesta solo obtuvo una fulminante mirada por parte de su hermano, el arquero prefirió no ahondar más en el asunto-. Vale, no he dicho nada.

 

Cuando terminaron de comer recogieron y limpiaron entre los dos, tras lo cual Aioros se marchó. Por su puesto no sin antes insistir un poco más con su preocupación por la salud de su cada vez más molesto hermano.

Aioria necesitaba distraerse un poco de todo lo sucedido en las últimas horas, asique decidió bajar al Coliseo a entrenar un poco por su cuenta. Los entrenamientos solían hacerlos juntos por la mañanas, por lo que, seguramente, el Coliseo estuviese vacío en aquellos momentos.

Su hermano le había aconsejado que descansara el resto del día… Pero aquello solo le había dado más ganas de ir a entrenar. Él no era ningún crío y estaba perfectamente.

Cuando salió de su templo se encontró con Milo, que justo en ese momento se disponía a cruzarlo.

-Vaya, buenas tardes, Aioria –saludó el Caballero de Escorpio, con una sonrisa-. Justo ahora venía a verte.

Aioria pensó que aquella sencilla sonrisa que exhibía su compañero en esos momentos era la más hermosa y maravillosa que jamás había visto. Todo el rostro de Milo era perfecto. Y aquel perfecto cuerpo…

-¿Aioria?

El Caballero de Leo regresó al mundo real ante el llamado su compañero, que mostraba preocupación en su rostro al ver como el castaño parecía haberse quedado paralizado in situ. Cuando Aioria fue consciente donde estaba, y peor, de lo que había estado pensando, dio un bote, ante la sorpresa del peliazul.

-¡Por todos los dioses! –Gritó.

-¿Pero qué es lo que te pasa? –Milo parecía cada vez más alarmado.

-Nada… yo… -el castaño carraspeó y trató de recuperar las compostura-. Discúlpame. Buenas tardes, Milo ¿Querías algo?

-Pues oí le que te paso en el Templo del Patriarca y vine a ver como estabas.

-Oh… Bien, pues… Te lo agradezco. Pero estoy bien. Solo fue un desmayo.

-Me alegra oír eso –dijo el peliazul, recobrando la sonrisa-. Por cierto ¿Ibas a algún sitio?

-Sí, me disponía a bajar al Coliseo a entrenar un poco.

-¡Buena idea! ¿Quieres que te acompañe? Se entrena mejor con un rival.

-¡Claro! –accedió el castaño, de buena gana.

Y juntos bajaron hasta el Coliseo, donde se enzarzaron en un amistoso combate de entrenamiento.

 Llevaban aproximadamente una hora de ininterrumpidos movimientos cuando el calor comenzó a hacerse insoportable. Ya era bien entrado el mes de Mayo, y en aquel día en particular el sol golpeaba con fuerza. Los dos sudorosos y jadeantes contrincantes se observaban el uno al otro, manteniéndose en guardia. Pero pronto Milo bajó las manos y le hizo a Aioria un gesto de pausa.

-Un momento –pidió el peliauzl, con una sonrisa-. Hace mucho calor, voy a quitarme la camiseta.

Y así lo hizo. Con un movimiento que a Aioria se le antojó digno de un anuncio de colonia para hombres el Caballero de Escorpio dejó al descubierto aquel bronceado y perfectamente esculpido torso. El sudor del entrenamiento hacía relucir aquella estampa de Adonis. Aioria no podía apartar la mirada de aquellos bíceps.

-¿Tú no tienes calor?

La voz que emitía aquella idílica visión le sacó de su ensimismamiento, y por unos segundos Aioria recordó quien era, donde estaba y con quien estaba.

-Eh… Sí, claro –contestó, algo comedido.

Por suerte el calor y el esfuerzo les había hecho enrojecer a ambos por lo que el rubor de Aioria pasó inadvertido.

Ahora fue el turno de Aioria de despojarse de su humedecida prenda y dejar que la fresca brisa primaveral acariciase su bien formado tórax. Aunque, lejos de sentir alivio, Aioria sintió aún más calor al verse al descubierto junto con su compañero. No entendía nada de lo que estaba pasando, pero algo en su interior había comenzado a gritarlo desde algún lugar muy lejano que aquello era algo peligroso. Pero… ¿Porqué?

-¿Continuamos?

De nuevo la sugerente y embelesadora voz de Milo le hizo volver de su mundo interno.

-Como tú quieras… -contestó el castaño, como un cachorrito hipnotizado.

-¿Eh?

-¡¿Qué?! –Aioria agitó fuertemente la cabeza-. Que… ¡Que si! ¡Continuemos!

Y se lanzó sobre Milo, intentando con todas su fuerzas centrarse en el combate y dejar de lado aquellos extraños pensamientos y esas confusas sensaciones.

Algo sorprendido por aquella repentina acometida, Milo trató de defenderse lo más rápido que pudo. Así se reanudó aquel, supuestamente, amistoso combate de entrenamiento. Lo cierto era que Aioria parecía atacar en serio en esos momentos.

Milo no dijo nada, aunque le parecía cada vez más extraña la fiereza con la que su compañero arremetía contra él.

Con un rápido movimiento Milo esquivó uno de los puñetazos de Aioria, tomó su brazo y le rodeó, situándose tras él e inmovilizándolo.  Al sentir la suave piel del torso de Milo sobre su espalda y sus fuertes manos agarrando el suyo propio Aioria sintió un fuerte mareo. 

-¡Te tengo! –Dijo Milo, en tono triunfante.

No supo porqué pero Aioria se vio muy tentado de contestarle: “sí, soy todo tuyo”. Aterrado, trató de dejar su mente en blanco y salir de aquella situación. Casi sin pensarlo hizo acopio de todas sus fuerzas y, clavando sus pies en el suelo, tomó fuerte impulso hacia atrás. Aquello tomó a Milo por sorpresa. Ambos caballeros cayeron hacia atrás con violencia. Rodaron por el suelo hasta detenerse a varios metros.

Aioria abrió los ojos al escuchar las carcajadas de Milo y sentir una ligeras sacudidas. Cuando fue consciente de su posición pronto volvió a sentir ganas de desmayarse. Estaba tumbado boca abajo sobre Milo, con su cara pegada al pecho de su compañero. Milo reía sin parar.

-Pero Aioria ¿A que ha venido eso? –Seguía riendo Milo.

-Pues… yo… -Aioria alzó la cabeza, encontrándose con el rostro de Milo, tumbado boca arriba bajo él, muy, muy cerca del suyo-. Lo siento… -y no pudieron salir más palabras de su boca.

Milo dejó de reír, pero su sonrisa no desapareció. Ambos se miraban fijamente a los ojos. Apenas unos milímetros separaban sus rostros. Aioria podía sentir la respiración de compañero en su propia piel…

De pronto Milo, mostrando una malévola sonrisa, le tomó por los brazos y le hizo rodar, quedando ahora encima de un mudo y acongojado Aioria. El Caballero de Escorpio soltó una nueva carcajada de triunfo.

-¡Te tengo otra vez!

Milo reía, pletórica por aquella victoria. Mientras Aioria, bajo él, se sentía cada vez más mareado. Presa de sensaciones que no entendía y tratando de refrenar impulsos de los más extraño.

De nuevo el silencio. Ambos volvían a mirarse fijamente a los ojos. Milo lucía una amplia sonrisa en su rostro, el gesto de Aioria era indescifrable.

El pobre Leo tuvo la sensación de que el rostro de Milo acortaba ligeramente la ya muy corta distancia que los separaba, pero entonces se puso en pie.

-Ha sido muy divertido –dijo, sin dejar de sonreír de aquella manera que Aioria no podía evitar catalogar de encantadora.

Le tendió una mano a Aioria para ayudarlo a levantarse. Este la aceptó.

Milo recogió su camiseta y comenzó a caminar.

-Bien, vayamos a las duchas –dijo, mientras atravesaba la arena hacía una de las puertas bajo las gradas.

Aioria tragó saliva, con dificultad, mientras veía alejarse aquella figura perfecta.

-¿Las… duchas…?

Notas finales:

Espero que os haya llamado la atención. Gracias por leer!


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