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Vitamina G por Marbius

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Ficción a tal grado que Marbius casi ve elefantes rosas. Casi.

Notas del capitulo:

Despedida, nuevo inicio, sandwiches.

Epílogo “In medias res”

               

                —Así que… —Se remolineó con incomodidad en su asiento Gustav. En sus manos, los restos de una servilleta de papel que en la última media hora o incluso más tiempo, había estrujado hasta volver añicos—. Es el fin, no quiero verte más.

                Decirlo en voz alta fue más sencillo de lo que se planteó que sería en un inicio. Dos meses de retrasar su decisión se desbocaron, una vez restado el tiempo que su café tomó en enfriarse, en siete palabras que resumieron la verdad de aquella relación: “No era él, no iban a durar”. Otras siete palabras que su acompañante comprendió sin necesidad de que fueran dichas porque venían casi integradas de manera tácita en las anteriores.

                Asintió con lentitud. Lo veía venir. Decir que no, era engañarse y por encima de todo lo que él aborrecía, se encontraba mentirse a sí mismo. De lo único que pecaba era el haber saboreado su dulce hasta el final, aún a sabiendas de que aquello no tenía el final rosa de cuento de hadas. Tampoco era que lo hubiera pedido; Gustav no era suyo.

Con todo, se lamentó la pérdida. Los chasquidos de su boca fueron la única prueba física visible; bajo la mesa, sus nudillos crujieron conforme los huesos cedían a la presión aplicada. Él los oyó con exquisito placer y Gustav hizo lo propio pensando en pedir la cuenta para de verdad poner punto final a la reunión. Quería irse mientras todo permaneciera lo más quieto posible.

—Así que el niño se decidió por fin –dijo de pronto el hombre mayor. De la cajetilla de cigarros que apenas llegar había dejado sobre la mesa, extrajo uno. Lo encendió en movimientos rápidos que nada estilaban de excesivo amaneramiento para terminar resoplando humo por encima del resto de sus consumiciones. Su café, intacto tanto como el de Gustav, pasó a ser un improvisado cenicero—. Supongo que debo felicitarte por ello, Gus, pero no me salen las grandiosas palabras.

—No hagas esto –susurró el rubio—. Tú sabías en un inicio que esta relación… Que nosotros no íbamos a durar. Georg…

—Él esperó mucho, niño –resopló mandando aros de humo al aire—. No vamos a fingir que no lo veía venir, pero al menos después de seis meses juntos me debes el reprocharte un final decente. Merezco al menos eso.

—No quiero dramas. –Gustav se removió incómodo en su asiento.

—Sólo estamos hablando, ¿Está todo bien con eso? –El menor asintió tras una leve pausa—. Sólo digo que ha tardado mucho en darse cuenta. Años, incluso. No puedo decir que sé mucho al respecto, ni hacer una danza de la felicidad porque al fin se ha decidido, pero sí te deseo suerte.

A Gustav los ojos se le humedecieron un poco. La mano que se encontraba sobre la mesa se cerró en torno a la suya escasos segundos antes de dar un apretón final, una muestra de madurez que el baterista agradeció por encima de todo, y retirarse por última vez.

—La cuenta, por favor –escuchó pedir al mesero.

Los últimos dos minutos en aquella terraza al aire libre dieron fin lo mismo que la relación más larga y más seria en su corta vida: Seis meses. Él mismo lo había dicho, pero lo que se veía venir, Gustav esperaba que durase para toda la vida. Al menos así se sentía su amor por Georg y a juzgar por todo lo acontecido en años de construir una relación, en las dificultades que se les habían presentado en el camino, la espera valdría la pena.

—Vamos. –Alzando la vista, Gustav se encontró con que su acompañante le apartaba la silla y lo instaba a seguirle.

—Tomaré el taxi –dijo el menor tratando de hacer todo aquello más llevadero—. No quiero que sea una molestia.

—Gus, podremos no ser amigos después de esto, pero hoy te voy a llevar a casa.

Gustav dudó un segundo antes de asentir.

 

—Ya llegamos –dijo el hombre mayor apenas las rejas de la casa se colocaron en su visión.

Comprada para los cuatro integrantes de Tokio Hotel por parte de la disquera, la construcción era el espacio necesario que todos ellos necesitaban para no caer en asesinatos ante los más mínimos roces que la convivencia diaria daba. El departamento estaba bien cuando todavía eran adolescentes, pero una vez que los gemelos cumplieron la mayoría de edad y en vista de que el mejor modo de controlarlos era tener un ojo encima de todos ellos, la compra de la casa con sus tres baños y medio, cuatro habitaciones y proporciones decentes, parecía el siguiente paso.

Al menos hasta que la siguiente gira diera comienzo, era el lugar que todos sentían que podían  llamar un hogar.

—Gracias –dijo Gustav no muy seguro de cómo proceder. Su mano aferró la manija de la puerta, pero su cuerpo se giró en otra dirección al sentir como el hombre se acercaba con delicadeza.

Nada en sus acciones le hizo temer peligro al baterista. Cuando sus labios se unieron tras unos segundos de hesitación, le pareció tan natural que su mano buscara el rostro de él a tientas para sentir su calor una última vez. Quería recordarlo al menos por lo bueno que tuvieron.

—Ya no somos nada –susurró con un hilo de voz. El rompimiento le pareció entonces tan real; ya era definitivo con todo lo que esas palabras podían significar. Cerró los ojos para un último beso prometiéndose que en cuanto tuviera la oportunidad besaría a Georg y después de él no vendría nadie más. Pero hasta entonces, bien podía permitirse una última vez…

—Es decir adiós, niño… —Dijo como últimas palabras antes de que un estruendo se dejase oír contra el costado del vehículo—. ¡Qué demonios…! –Masculló el mayor al ver que la puerta del copiloto se abría con descuido para dar cabida tanto al frescor del exterior, como al brazo de Tom, que con el ceño fruncido, tiraba de Gustav fuera del automóvil.

—Muchas gracias por traer a nuestro ‘niño’ a casa –remedó con el apodo a Gustav, que sonrojado, no supo si la sangre se le agolpó las orejas o en las mejillas—. Estamos muy agradecidos y todo eso, pero ya se ocultó el sol y no nos gusta que ande con cualquiera por ahí. Para ti –miró con firmeza a Gustav— es hora de ducharte, ponerte el pijama e ir a la cama. Y para ti –su mandíbula se tornó rígida al contemplar al desagradable conductor— largo. ¡Largo!

Gustav se contuvo de hacer rodar sus ojos con hastío. –Sí, papá.

—Saluda a Bill de mi parte –se desquitó el hombre—. Adiós, Gus.

Cerró la puerta y en segundos salió de la vida de ambos con un rechinar de llantas que quemó manchas oscuras en el asfalto.

—Por Dios, dime que de verdad has terminado con ese imbécil –dijo Tom con una mueca del más puro fastidio—. No quiero más Bushido del necesario en nuestras vidas.

—Se ha terminado –aseguró Gustav llevándose los dedos a los labios aún húmedos, aún hinchados por un último beso. Su estómago dolió de manera extraña, no muy seguro de la causa—. ¿Georg ya llegó?

—Sí, compañero –respondió el mayor de los gemelos al pasarle un brazo por los hombros a Gustav. Ambos caminaron por el sendero que conducía a la casa en total silencio.

—No le digas a Georg que… Tú sabes. –Resopló—. No es que quiera engañarlo, pero tampoco parece adecuado decirle.

—Entiendo –cabeceó Tom en asentimiento.

Tras una leve pausa, ambos entraron a la casa.

 

Toc-toc. La puerta sonó por segunda vez, en esta ocasión un poco más fuerte y Gustav abrió los ojos para darse cuenta de que se había quedado dormido.

—Adelante –murmuró con la voz densa por el sueño. Al darse vuelta para ver quién era, encontró que estaba envuelto en una suave manta hasta los hombros y por el aroma que despedía, era Georg quien la había dejado ahí.

—Perdona si te despierto –se disculpó Bill—, pero te has perdido la cena y pensé que tendrías hambre. En brazos, una taza que por los vapores era presumiblemente chocolate y un plato plano con galletas.

—Gracias –agradeció Gustav. Se talló el rostro tratando de despertarse, pero sin mucho éxito. El bostezo que siguió a sus acciones era la prueba que necesitaba para darse cuenta de lo cansado que estaba. Apenas llegar a la casa, se había tendido a dormir lo que creía era una siesta antes de la cena y que a juzgar por la escasa luz por la ventana, se tornó en horas de sueño sin fin.

—Voy a dejarte dormir, Gus –se despidió el menor de los gemelos en la puerta. Estaba a punto de cerrar el pomo de la puerta cuando Georg hizo acto de aparición—. No te atrevas a mantenerlo despierto –advirtió al bajista con un tono que se asemejaba al de una madre regañona—, está muy cansado y necesita dormir al menos ocho horas más.

Desde su lugar, Gustav esbozó una sonrisa perezosa que le colgó de los labios y que se ensanchó con ternura cuando Georg se quitó los zapatos y en pasos cortos y veloces dado lo helado del suelo, daba un ligero salto a la cama para quedar uno tendido al lado del otro con sus rostros casi tocándose.

La cercanía le dio confianza al mayor, que tras escasos segundos de escrutinio en los ojos de Gustav, besó sus labios al principio con ternura y después con un poco más de pasión conforme lo tendía en su espalda y posaba su propio peso encima.

—No te imaginas cuánto he esperado para que este momento llegara –balbuceó Gustav al sentir las manos tibias de Georg remover su camiseta. Sus ojos se empañaron incapaces de creer que aquello era el comienzo de lo que venía deseando de años atrás.

Porque desde entonces, Georg era la persona que Gustav más amaba…

Pasar por todo aquello, incluyendo una historia ya contada, un final que al fin estaba al alcance de sus manos y sólo era posible tras todo lo acontecido en meses anteriores.

Terminar su relación con Bushido y empezar una nueva con Georg no era sino el principio de su nueva vida, pero más que nada, mientras se mecían rítmicamente en la pequeña burbuja de calor que hacían a su alrededor, no era sino el epílogo de su sufrimiento.

Ya era hora de vivir el cuento de hadas que tanto merecían desde siempre.

 

—Ughhh –gruñó Gustav con la cabeza dando tumbos.

Un mes después de su rompimiento con Bushido, se encontró extendiendo los brazos en búsqueda de un apoyo por el estrecho pasillo del autobús de la gira, no pudiendo evitar pensar que entre todos los viajes que había tenido con la banda, aquel era definitivamente el peor por una gran diferencia. Su cabeza lo decía a gritos a juzgar por el mareo que se cargaba y su estómago lo afirmaba repetidas veces de la peor manera.

Por eso, tambaleándose rumbo al baño, Gustav no cesaba de maldecir la suerte que le tocaba. Achacaba su malestar matutino a una parada de madrugada en una gasolinera que colindaba entre Alemania y Polonia, pues juraba que los sándwiches de paté con huevo aderezados por su cuenta con mermelada de frambuesa, eran la causa de que de pronto su mundo diera vueltas como loco.

Casi.

De rodillas contra el duro linóleo, dando rienda suelta a sus náuseas y lo que ellas conllevaban como consecuencia, no pudo sino sentir un antojo por repetir dicho platillo.

A las siete de la mañana cualquiera habría de pensar que era asqueroso, pero en vista de que su estómago gruñía con hambre –por no hablar de las amenazas que su intestino grueso hacía en torno a comerse el delgado sino ingería algo lo antes posible- y que sobraba un poco, Gustav se limitó a vomitar todo lo que el cuerpo le pidió para lavarse los dientes e ir a la pequeña cocina.

Una más de las maravillas que el nuevo año traía, aparte del primer aniversario con Georg-un mes de completa felicidad si cabía decir- era la partición de los miembros de la banda en dos autobuses. Ahora que sólo estaban Georg y él sobre el mismo vehículo, no podía sino sentir que vivía una luna de miel sobre ruedas a lo largo de diversos países europeos y que bien podría ser la envidia de una pareja normal de recién casados.

Aún con malestar matutino, aquello no lo cambiaba por nada del mundo.

Convencido entonces de que la vida contaba con un cielo tan azul como el que discurría por la ventanilla, mordisqueó los bordes de su sándwich sin darse cuenta que Georg, pese a su normal personalidad dada a dormir hasta tarde o hasta que requiriera despertar, lo contemplaba con la misma adoración.

Sin mediar palabras porque entre ellos dos un vínculo fuerte existía, se sentaba a su lado tras servirse una taza de café para darle un beso de buenos días que nada tenía que envidiar a los que habitualmente se intercambiaban en cualquier otro momento.

—¿Puedo? –Preguntó el mayor con un ligero puchero señalando el sándwich. Gustav se lo tendió y el bajista le dio una mordidita de la que se arrepintió—. ¡Puaj! Sabe a… —Sacó la lengua con disgusto. Acabó con su café en cuestión de segundos para eliminarse el sabor agridulce de la boca.

—Para mí está bien –olisqueó Gustav el emparedado—, tampoco huele mal.

—Pero sabe a rayos, Gus. Ugh, no me sorprendería si me enfermo del estómago por esa mordida.

—Lo dudo –desdeñó el baterista con un agitar de su mano a pesar de la ligera opresión que sintió en el pecho. Ciertamente del todo bien no podía caer si le había provocado vomitar tan temprano en la mañana, pero su sabor hacía que valiera la pena—. A mí sí me gusta… –habló más para sí que para el bajista, quien decidió que lo suyo era cereal con fruta y leche muy helada. Besó a Gustav una última vez antes de servirse su propio desayuno.

Por eso, no apreció las cejas fruncidas de Gustav quien no muy seguro de qué pensar, dejó su emparedado sobre la mesa para mirarlo con culpa.

 

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