Él siempre bajaba, con el consentimiento de su «madre» o no. Había aprendido varios idiomas, varias costumbres y por sobre todo, varios estados de ánimo. Desde el primer momento había sentido curiosidad por ese mundo diferente al de él, un mundo lleno de sonidos, colores, olores y sabores; que él desconocía.

También de peligros.

También de sentimientos.

La primera vez que se conocieron, ‘él’ estaba sentado frente a un gran árbol, con los pies descalzos y sus manos jugueteando con la hierba. Por su parte, el otro le miraba con cuchillo en mano. Se había escapado de su tienda, en busca de acción para sopesar el aburrimiento. Claro, nunca pensó que se encontraría de frente con el mismísimo espíritu del bosque el cual su madre había insistido tantas veces para hacerle creer que era real.

Estaba justo frente a él.

Caminaron en dirección al otro, escrutándose con la mirada, intentando averiguar algo sobre el otro.

—¿Quién eres? —Preguntó temeroso, nervioso y con un trabe en su lengua. El otro le miró apacible, serio, más no enojado. Caminó adentrándose aún más en el arroyo y antes de desvanecerse, aportó con la voz más suave que pudo haber escuchado.

—Soy el hijo de la Luna.

Cuenta la leyenda, que cuando lloraba, su madre menguaba para apaciguar su dolor. Justo como aquella noche que le acogió en sus brazos después de ser abandonado.

Y se llenaba completamente, cuando él estaba feliz. Justo como aquella noche, que conoció aquellos ojos negros.

Un Gitano, igual que su padre.