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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Volvemos a publicar, ahora será semanal. 

El amor es el sentimiento más atroz que puede generar el corazón humano. Miente quien diga que amar es hermoso. Amar es morir, odiarse a sí mismo y odiar a otros.

Es morir de mil maneras en un solo minuto. Es ser asesinado y suicidarse a la vez. Es aferrarte a tu verdugo para que clave su puñal en tu corazón tantas veces como quiera. Es caer en un completo olvido de sí mismo porque otro llena tus pensamientos. Es dejar la propia existencia a un lado del camino, y seguir como un poseso los pasos de quien significa más que tu vida.

Es odiarse a sí mismo por no ser capaz de hacer tuyo al otro. Por no merecerlo, por no ser más digno de él. Y es odiar, sin duda. Es desear destrozar a cualquiera que parezca cercano a quien amas e intente ocupar un lugar en su corazón. Es quemarse al fragor de los celos, hasta por verle respirando junto a alguien más.

Amar tiene ese aspecto de oscuridad porque se necesita poseer y ser poseído. Cuando no es correspondido, se convierte en angustia, en dolor, en un renegar de la vida porque cada palpitar duele.

Amar también implica un riesgo. El riesgo de ser juzgado por quienes te rodean, si consideran que, por tu amor, no encajas con su manera de entender el mundo. El riesgo a padecer la intolerancia, la maledicencia e incluso la violencia de los que no están dispuestos a aceptar algo que no encaja en sus estrechos e hipócritas esquemas morales. El riesgo de ser un paria y quedarte aislado, viendo cómo se alejan los que considerabas familia.

En resumen, amar es dejar todo por una persona y dejar tu vida en sus manos. Es entregarte a ti mismo para ganar, a cambio, un cúmulo mayor de preocupaciones, temores y sufrimientos. Porque hasta lo más insignificante que le ocurre a quien amas es trascendental para ti.

Vives constantemente preocupado por esa persona. Sus palabras y gestos se vuelven tan importantes, que hasta lo más pequeño que hace y lo más superfluo que dice se convierte en una ola que arrasa tu cordura. Su enfermedad, sus problemas, sus lágrimas, todo lo que le ocurre, lo que piensa, siente y dice te afecta, te conmociona, te impacta. Estás atrapado por férreas cadenas y no tienes intención de liberarte.

Eso es amar... a cualquier persona. Sin embargo, amar a Maurice es todo eso multiplicado hasta lo intolerable. Si amar es sujetar una rosa, clavándose sus espinas en la palma, amar a Maurice es abrazar un sarmiento.

¿Cómo mover una montaña? ¿Cómo ablandar el granito? ¿Cómo hacer que te ame alguien que es la encarnación de un ideal, que parece un ángel incapaz de sentir pasión humana, que según toda evidencia, no se siente atraído por ti, y ve tu cuerpo con una indiferencia que aterra?

Amar a Maurice significó dejar que él fuera mi centro, mi sol, mi razón de vivir. El problema es que él resultó inabarcable, como agua de mar que se cuela entre los dedos cuando tratas de atraparla.

También implicó correr el riesgo de ser condenado por otros, para quienes dos hombres siendo amantes era como mínimo un pecado. Soportar que nuestros propios parientes se convirtieran en nuestros jueces y ejecutores, que nos quedáramos sin un lugar en este mundo.

Dicho esto, se puede concluir que amar es una locura y amar a Maurice un disparate. No obstante, aún falta algo por considerar.

Amar a otro es exponerse a ser engañado. Es temer que, en el fondo, sus palabras y promesas sean vanas; es dormir con la sospecha bajo la almohada. En cambio, amar a Maurice es saber a ciencia cierta que nunca seré engañado, que me dirá la verdad aunque nos duela. Que hará todo lo posible y luchará contra todo para hacerme feliz. Que dará su vida por mí sin dudarlo. Amar es una agonía ciertamente, mas ser amado por Maurice es una redención.

Así que, poniendo todo en la balanza, amar a Maurice ha sido y será siempre una agonía que ha valido cada gota de sangre que ha derramado mi atormentado corazón. Y este amor me ha hecho pleno. Me impulsó a ser lo mejor que podía ser; a cultivar todas mis potencialidades hasta llegar a ser alguien completo, un ser humano capaz de pararse erguido ante cualquier dificultad y dar un paso adelante. Este amor no me ha regalado la felicidad, me ayudó a engendrarla.

***

Volviendo a aquellos días, poner nombre y apellido a mis sentimientos complicó mi existencia. ¿Qué iba a hacer ahora que sabía que amaba otro hombre? Esto desafiaba todo, absolutamente todo, lo que me habían inculcado desde que tenía uso de razón. La sodomía nunca fue algo que se alabara en mi entorno, quien se atreviera a tener “favoritos” siempre terminaba siendo condenado por la sociedad. No importaba si se trataba del mismísimo hermano de Luis XIV, todos acabarían señalándolo con repugnancia y burla en sus rostros.

Sin embargo, más que todas las implicaciones morales y religiosas que mi amor podía tener, lo que me atormentaba principalmente era la certeza de que para Maurice yo era un amigo, uno muy querido, sí, pero sólo un amigo. Y, sobre todo, que él también consideraba, según palabras de Raffaele, una aberración el que dos hombres fueran amantes.

Me había enamorado de un hombre. Un hombre tan inflexible en sus convicciones e inamovible en sus decisiones, que no me quedaban muchas esperanzas de ser correspondido. Mi amor me llevaba por el camino del sufrimiento, pero no podía volver sobre mis pasos. Maurice ya era la persona más importante en mi vida, por quien estaba dispuesto a darlo todo y a quien deseaba con la intensidad de las llamas del infierno.

Mis sentimientos me causaban tal angustia que intenté quedarme encerrado en mi habitación. Inventé la mala excusa de estar enfermo y el resultado fue todo lo contrario a lo que quería. Maurice se preocupó, insistió en llamar al doctor y quiso quedarse a mi lado todo el día y toda la noche. Yo no podía creer mi suerte, por supuesto que me alegraba que se interesara tanto por mí. Pero tenerle a mi lado, tocando mí frente a cada momento, instándome a meterme en la cama, era más de lo que podía soportar.

Él me atraía hasta la locura. Cada gesto suyo era para mí adorable. La forma en que se movía, el sonido de su voz, la hermosura de su rostro, la calidez de su corazón. Su cuerpo, su olor, su piel..., todo, amaba todo con un amor ardiente, anhelante, posesivo. Y, a cada instante, más irracional.

No podía tenerle cerca, a solas en la misma habitación, enfocado en mí, girando a mí alrededor. Necesitaba alejarlo antes de hacer algo que delatara mis sentimientos y arruinara nuestra relación. Me negué a ver al doctor, aseguré no necesitar sus cuidados y, como seguía insistiendo, perdí la paciencia.

—¡Maurice, lo único que necesito es estar solo! —exclamé sin pensar.

Él se quedó callado y quieto al fin. Por su expresión, se podría decir que le había golpeado

—Entiendo —dijo sin poder disimular el efecto de mis palabras—. Me iré, entonces.

—Gracias, no te preocupes por mí. Estoy bien, sólo un poco cansado.

Salió de la habitación, cabizbajo. Temí haberle herido, mas no fui tras él para aclarar el malentendido; necesitaba realmente alejarme de él para calmarme. No se trataba sólo del enloquecido palpitar de mi corazón o del sudor nervioso que empezaba a destilar por todo mi cuerpo; el verdadero problema era esa dureza dolorosa, ese impulso salvaje, ese fuego interno queriendo salir para apoderarme de él y hacerlo mío.

Pasaron varios días en los que continué con mi rutina de ermitaño. Apenas salía para las comidas. Luego, decidí comer en mi habitación para evitar esos interminables diálogos, en los que todos insistían en preguntar qué me ocurría y yo no hacía más que contestar evasivas.

Pedí a Asmun que trajera mi comida a mi habitación y fui tajante al indicar que no quería ver a nadie y menos al doctor. Maurice apenas se atrevía a preguntar tras mi puerta si ya estaba mejor. La mayor parte del tiempo me mantenía bajo llave porque temía que él entrara, y que al verlo, se desatara una tormenta dentro de mí.

Finalmente, estando yo encogido en un sillón, contemplando el cielo tras una de las ventanas, mi puerta se abrió de repente. Era Raffaele que había puesto en práctica sus habilidades de ladrón, esta vez de manera efectiva. Me levanté indignado, él no se inmutó, se me echó encima y, a empujones, me obligó a sentarme de nuevo.

—¡Maldito desgraciado! —rugió—. ¿Qué pretendes preocupando a Maurice de esta forma? ¿Quieres que vuelva a enfermarse? Llevo dos días escuchándolo hablar de ti, preguntándose si estás enfermo por tu zambullida en el lago o si estás disgustado por algo que te dijo. Ya hasta ha perdido el apetito. ¡Si vuelve enfermar, voy a hacer que desees no haber nacido!

Quise gritarle que era su culpa por haber quitado la confortable venda que había tenido ante mis ojos; por haberme hecho consciente de mis propios sentimientos. Pero eso hubiera sido muy inmaduro de mi parte y él sin duda se hubiera burlado.

—No puedo estar cerca de Maurice —reconocí—. Cada vez que lo veo, pierdo el control.

—¡Deja de ser tan llorón! Tienes que ser más fuerte. Sigue mi ejemplo, soporto estoicamente que Miguel me destroce cada día.

—Seguir tu ejemplo es lo último que quiero hacer. Lo que más temo es que él y yo terminemos odiándonos el uno al otro como ustedes.

—¡No seas imbécil! —exclamó indignado—. Miguel y yo podemos estar mal ahora, pero fuimos muy felices juntos por varios años.

—Y ahora, van a ser el resto de sus vidas unos desgraciados. No creo que exista algo más patético.

—¡Al menos, nosotros estuvimos juntos! —Rafael estaba evidentemente molesto y las palabras le salían a tropel—. Nos hicimos el amor cuántas veces quisimos, vivimos momentos entrañables. Tú, en cambio, nunca vas a poder poner una mano encima de mi cándido primo.

—¡Ya lo sé! Lárgate de una vez.

—Déjame decirte algo más: Maurice fue mío… —siseó aquellas palabras con tanta saña que sentí que las estaba clavando en mi vientre—. Sí, como lo oyes, las únicas noches en las que se ha estremecido de placer las ha pasado entre mis brazos. Esos hermosos labios fueron míos y dejé mi huella en su inmaculada piel. Cosa que tú, mi buen amigo, nunca vas a poder hacer. ¿Dime quién es el patético ahora?

—¡Mientes! —grité, mientras lo agarraba por los hombros—. ¡Lo que dices es imposible!

—Pregúntale si quieres —declaró con una sonrisa triunfante que me exasperó por completo.

Obedecí en el acto. Solté al muy cretino para salir de la habitación. Estaba decidido a preguntarle a Maurice si todo aquello era cierto. Raffaele trató de detenerme, lo empujé y me dirigí al salón de música, donde podía escuchar que alguien practicaba una pieza en el piano. Allí se encontraba mi amigo solo, Miguel había salido a visitar a su madre otra vez.

Entré como una tormenta, llevando a Raffaele prácticamente colgado de mi brazo, tratando de impedir que siguiera avanzando. Maurice se sobresaltó al vernos.

—Vassili, detente —insistió Raffaele—, es mejor que dejes las cosas así.

Volví a hacerlo a un lado y encaré a Maurice. Estaba ciego, furioso y aterrado. Los celos suelen sacar lo peor de mí y, en aquel momento, ni siquiera me sentía humano.

—Maurice, respóndeme con sinceridad, ¿tú y Raffaele hicieron el amor?

Así de simple lo dije. Quisiera retroceder el tiempo y advertirme de que hay cosas que es mejor no saber, que iba a complicarlo todo… Aunque estoy seguro que no había poder en la tierra que pudiese detenerme de hacer aquella pregunta.

Y no era sólo eso lo que quería saber, tenía el corazón lleno de incógnitas: ¿Es verdad que te estremeciste en sus brazos? ¿Te gustaron sus besos? ¿Por qué demonios te acostaste con él? ¿Aún sientes algo cuando él te abraza? ¿Por qué parece que no sientes nada cuando yo te abrazo? ¿Puedo hacerte el amor también? Pero tenía miedo de las respuestas.

Maurice no pareció entender la pregunta hasta un minuto después. Entonces, miró a su primo, furioso.

—¿Por qué le has contado semejante cosa? —le recriminó.

Sentí que me partían en dos, ¡era verdad! Maurice podía haberlo negado, pero no lo hizo, quizá ni se le ocurrió mentir. Él nunca entendió lo que sus palabras eran capaces de causar.

—Bebí un poco y se me fue la lengua —se excusó Raffaele—, perdona.

—¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Necio! —exclamó cada vez más enojado, mientras golpeaba a su primo repetidas veces—. ¿Qué va a pensar Vassili ahora? Esas cosas no se cuentan.

—No te preocupes, Vassili no se va a escandalizar por eso. Además, fue un juego de…

No dejé que Raffaele terminará de hablar. Mi furia estalló. Lo aferré con ambas manos del cuello y lo empujé hasta la pared. Entonces, descargué contra su rostro una oleada continua de puñetazos.

Maurice quiso detenerme, lo empujé sin pensar. Asmun entró al escuchar el escándalo y también trató inútilmente de intervenir. Yo no escuchaba razones, no sentía el dolor en mi mano, no veía el rostro de Raffaele ensangrentado ni me daba cuenta de que mis golpes habían alcanzado a alguien más.

Fue el mismo Raffaele quien puso fin a aquella escena. Él me había dejado hacer sin oponer resistencia hasta que me empujó, haciéndome retroceder. Luego, me lanzó al suelo con un único puñetazo, que se sintió como una roca impactando en mi rostro.

—¡Mira lo que has hecho! —gritó, imponente—. ¡Maurice está sangrando!

Efectivamente, yo lo había golpeado en la cara cuando intentaba detenerme. Un hilo de sangre que le salía de la boca testimoniaba mi fechoría. También le había hecho daño a Asmun, quien no dejaba de frotarse un brazo. Me sentí morir y toda mi furia se fue convirtiendo en remordimiento.

Lo que siguió fue una gran confusión y mi silencio. Maurice preguntaba qué había ocurrido para que yo, su intachable amigo, me hubiera convertido en un salvaje. Raffaele se echó toda la culpa, dijo que sus bromas pesadas me habían llevado a perder los estribos. No lo convenció por lo que siguió demandando saber la razón.

—Escucha, Maurice, deja que Vassili y yo arreglemos nuestras diferencias conversando a solas —le pidió Raffaele.

—¡De ninguna manera! Además, tenemos que ver tus heridas. Mira cómo tienes el rostro y le has reventado la nariz a Vassili... ¡Asmun, ve por el doctor de inmediato! —El muchacho salió en el acto.

—¡No, no quiero ver al doctor! —grité, perdiendo la compostura, si es que me quedaba alguna—. No quiero ver a nadie.

Salí del salón para encerrarme en mi habitación. No logré cerrar mi puerta antes de que Maurice llegara para impedírmelo. Tuve que soportar su interrogatorio, aferrándome a los brazos del sillón en el que me refugié, para contenerme y no dejar salir los sentimientos que me abrumaban.

—¿Esta pelea ha sido por lo que te dijo? —preguntó, al final, arrodillándose ante mí para mirarme a la cara. Cuando vi la sangre aun ensuciando su rostro, me odié más a mí mismo—. No juzgues mal a Raffaele. Éramos niños que no sabíamos lo que hacíamos, él no me hizo ningún daño.

—¿De verdad te… te hizo eso?

—Para los dos era un juego. Lamento si te parece algo horrible. El padre Petisco dijo que no pensara en eso como un pecado, porque no lo habíamos hecho con pleno conocimiento ni malicia. Obviamente, lo dijo para tranquilizarme, pero cuando crecí y entendí la situación, pasé por muchos remordimientos y escrúpulos. Entiendo que muestres tal repugnancia.

—No, no es eso… —¿Cómo explicarle que lo que sentía era envidia y celos?

—No quiero que tú y Raffaele se lleven mal de nuevo, ya tengo bastante con su guerra con Miguel.

—No te preocupes, no volveré a pelear con él. Ni pienso volver a preguntarte sobre ese asunto. Perdóname por todo lo que acabo de hacer.

—Vassili, no hay nada que perdonar, pero en verdad, me has sorprendido. Raffaele también. Recibió tantos de tus golpes sin responder…

—Porque, en parte, me los merecía… —Escuchamos a Raffaele decir desde la puerta, el maldito nos había estado espiando—. Claro que cuando le vi golpearte no se lo perdoné. Déjame ver tu herida, Maurice.

Entró con paso firme, como el dueño del palacio que era y levantó a su primo, sujetándolo del antebrazo. Le examinó el rostro con expresión severa.

—Hay que curarte el labio —dijo sin ocultar su enojo. Luego, le sujetó el rostro con sus dos manos y depositó un rápido beso sobre la herida en su boca. Maurice no se alejó a tiempo, y yo estuve cerca de gritar—. Con eso sanarás más rápido.

—¡No es el mejor momento para estos juegos! —reclamó Maurice.

—Vassili ya sabe a qué atenerse conmigo. Soy un juguetón empedernido —contestó en un tono desafiante—. Y si quiere, también puedo besarle en la nariz para que se cure más pronto. En mi caso, mi precioso primo, bastarán unos cuantos besos tuyos para dejar mi rostro como nuevo.

—¡Impertinente! —gruñí, deseando alejarlo de Maurice. Pero estaba seguro de que, si me levantaba de la silla, él iba a hacerme sentar con otro terrible puñetazo. Lo veía en su postura y en el fuego asesino que tenía en los ojos.

—Vamos, Vassili, demuestra que puedes dejar atrás la razón de nuestra pelea, la cual no tiene nada que ver con Maurice, ¿verdad?

—Cierto… —murmuré siguiéndole la corriente—. Ha sido por una estupidez que es mejor olvidar.

—¿Qué estupidez? —inquirió Maurice, nada convencido con nuestra mala actuación.

—Te lo contaremos luego —le aseguró Raffaele, mientras lo empujaba hacia la puerta—. Por lo pronto, ve a asegurarte de que Asmun ha ido por el doctor y encarga a un sirviente que nos traiga algo con qué asearnos. ¡Ah, y limpia tu linda cara por favor!, me dan ganas de aplastar a alguien cuando te veo así.

—No voy a dejarte solo con Vassili.

—Necesito que lo hagas, él y yo tenemos que hacer las paces. Confía en mí, no volveremos a pelear jamás. ¿Verdad, Vassili?

Asentí, Maurice todavía dudó. Raffaele siguió jurando que no me haría nada. Como no logró convencerlo, lo arrastró fuera de la habitación y cerró la puerta en su cara para luego pasar la llave. No se hicieron esperar las protestas de mi amigo y sus golpes a la puerta.

—¡Qué terco es! —se quejó Raffaele—. Aclaremos nuestro asunto rápido para que él no se haga daño en sus lindas manos.

—¡No hay nada que aclarar! —le grité—. Ya sé que Maurice ha sido tuyo y…

Con la misma velocidad y fuerza con que me había vapuleado antes, cubrió con su enorme mano mi boca, empujando hasta hacer que me golpeara la cabeza contra el respaldo. Colocó su rodilla entre mis piernas para apoyarse en el sillón y ponerse sobre mí, y me obligó a echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a la cara. Me aterré ante su expresión de furia.

—¡Si lo que quieres es que Maurice descubra lo que sientes por él, estás haciéndolo muy bien!

Sus palabras me mordieron y enseguida dejé de forcejear. Entonces, liberó mi rostro y se alejó.

—Si él llega a saber lo que sientes, no se lo va a tomar muy bien. Créeme, él nunca aprobó mi relación con Miguel. Te recomiendo que disimules mejor. Ahora, hagamos las paces. Recuerda que, en este momento, soy el único apoyo que tienes.

—Prefiero estar solo.

—Por mí, encantado de dejarte morir de melancolía en esta habitación. Pero Maurice se preocupa por ti, así que compórtate como un hombre y muestra tu mejor sonrisa ante él.

Dicho esto, fue a abrir la puerta. Maurice entró furioso y me preguntó si su primo me había seguido importunando, yo juré que habíamos hecho las paces. Raffaele se echó en mi cama, declarando que esperaría ahí al doctor. Maurice se acercó a él y, con insólita calma, presionó con su dedo el abultado párpado de su primo. Éste aulló de dolor y atrapó su mano para que le dejara en paz.

—¡No seas cruel, Maurice! —chilló Raffaele—. ¿Por qué no vas a retorcerle la nariz a Vassili también?

—¿Te duele mucho? —El tono dejaba ver su preocupación.

—Por supuesto. Y no sólo ahí. Vassili fue muy generoso, repartiendo golpes en toda mi cara.

Me hundí en el sillón aun más, al pensar en que él me había derribado con un solo golpe. Un puñetazo que todavía podía sentir aplastándome en el centro de mi rostro.

—Te pido perdón en nombre de Vassili —suplicó Maurice—, por favor no tomes más represalias.

—Si me curas a besos, lo perdonaré.

—Eres imposible… —dijo, lanzando un suspiro cansado, y salió de la habitación. Raffaele soltó una carcajada llena de malicia.

Al poco rato, mi amigo volvió a entrar con un sirviente que traía agua fresca y paños para limpiar nuestras heridas.

Cuando llegó Claudie, se burló de nuestras caras. Nos recetó, en primer lugar, “buena suerte” para que los morados e hinchazones desaparecieran pronto. Casi llegué a odiarlo por eso. También nos preparó unos aceites que aliviaron el dolor.

Quiso saber la razón de nuestra pelea y Maurice volvió al ataque; al parecer, no lo habíamos convencido con nuestras explicaciones. Raffaele era un excelente mentiroso, pero yo no podía decir nada coherente para seguirle la corriente.

Afortunadamente, Miguel regresó al Palacio y, lógicamente, quiso enterarse de todo. Entonces, Raffaele le contestó con un “no es asunto tuyo” que hizo estallar una fiera batalla. Maurice debió olvidarse de mi pelea para evitar que, ahora, fuera Miguel quien terminara dándose de puñetazos contra su impertinente primo. Aunque suene irónico, pude tener algo de tranquilidad gracias al caos que crearon esos dos.

Continuará…

           


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