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Huellitas - Haikyuu - Oikawa por Sickactress

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Notas del fanfic:

El Oneshot trata sobre las reflexiones de un cachorro llamado Oikawa, que atraviesa una serie de conflictos existenciales a causa de un trauma engendrado desde su nacimiento. El cachorro es enviado a una tienda de mascotas donde reflexionará sobre las conductas humanas, experimentará otros tipos de miedos y creará sentimientos positivos, todo desde el punto de vista de un cachorro. Lo que hace especial, tal vez, éste Oneshot es la intensidad con la que se expresan las emociones y lo que se desea es que el lector sienta el sufrimiento o la alegría del personaje protagonisa, en este caso, Oikawa. Espero que les guste.

 

Este Oneshot va dedicado a mi hermana menor, a las mascotas en las tiendas de mascotas, a los animales criados en cautiverio y a los perros de pelea.

Notas del capitulo:

Aquí dividiré el capitulo en dos partes, ya que me resulta un poco más sencillo espaciar los parrafos; además de que les dará un descanso puesto que la lectura es algo extensa :3 En wattpad, por otro lado, publiqué este Oneshot en una sóla parte, dado a las normas del concurso. Todo lo demás sigue exactamente igual.  

¡Cachorritos! Para muchos, el disfrute visual se encontraba en lo tiernos que se veían al nacer; para otros, el disfrute se encontraba dentro del juego. Perros de pelea. Como muchos angelitos desafortunados, Oikawa nació bajo la luz de una lámpara, en la profundidad de un sótano, sin la menor idea de lo que le esperaba el destino. Perteneciente a una camada de labradores, ciego y sin colmillos, a este bebé le sonreía un futuro cruel en el que apostarían a su suerte, en su edad adulta, si relucía lo suficientemente bravo para ganar sus contiendas. Sí, a este dulce cachorrito la pelea de perros le esperaba con ansias en su siguiente año de vida… ¿o tal vez no…?

 

Luego de crecer en la oscuridad de un sótano, oyendo los desgarradores alaridos de los perros que subían… cuando muy de vez en cuando pocos volvían, Oikawa fue rescatado y decomisado por la policía. Siendo aún un cachorro de poco más de un mes de edad, el pequeño labrador de pelaje color caramelo vio por primera vez la luz del día cuando fue separado de su madre y de sus hermanos debido a la conmoción del momento. Oikawa sólo lamentó no haber tenido el suficiente coraje para regresar con su familia; golpear el suelo y correr en dirección a ella…

 

Cuando Oikawa fue trasladado a una tienda de mascotas, supo que sus días siempre serían grises hasta que la tristeza consumiera por completo su quebrantado corazón. Solía relamer el vidrio de su vitrina para matar el tiempo, e ignoraba a los niños con un pesimismo insuperable. Cabe decir que su primera semana en la tienda de mascotas le apeteció eterna, aun cuando el pecoso asistente del jefe lo cuidara, lo sostuviera en sus brazos para animarle y le llenara de promesas.  

 

“Algún día tendrás una familia, lo sé.”

 

Días pasaron y pronto Oikawa cumplió los dos meses. A su alrededor pequeños cachorros, peces, gatitos, hámsters, todos recibían con entusiasmo la gran oportunidad de ser adoptados… todos menos él, igual de pesimista desde que llegó, con la única diferencia de que ahora vivía de muy mal humor. Cuando el pecoso de cabellos verdes se asomó a su vitrina, con una cándida sonrisa en los labios, encontró a Oikawa, como siempre, apoyado de lomo en una de las esquinas de su vitrina, dentro de su zona de confort relamiendo lo que parecía ser su lugar favorito.

 

– Es hora del baño – sonrió el joven muchacho, el único al que Oikawa permitía que le pusiera las manos encima. Claro que no en su pancita… Oikawa odiaba que acariciaran su pancita.

 

Cuando Oikawa regresó de su hora del baño, muy perfumado y menos malhumorado porque en serio le encantaba jugar con ese patito de hule, se arrancó el lazo rojo de su cuello y regresó a su esquina favorita, a retomar las lamidas en el vidrio de su vitrina. Cuando se apoyó de lomo a ésta, sentándose como todo un ser humano, exponiendo su regordeta barriguita y extendiendo sus cortas patitas, se percató de algo inusual en su lado del mostrador. Lo que a su parecer era un diminuto y esponjoso juguete para morder, estaba en la vitrina vacía de al lado. Con esfuerzo, Oikawa se puso en sus cuatro patitas y se dirigió a él hasta donde la transparente barrera le dio cabida. Sin poder saltar por encima de ella, se resignó a contemplar esa esponjosa pelotita de color negro, imaginando que jugaba con ella y que chillaba igual que su patito de hule.

 

Las horas transcurrieron con total naturalidad en la tienda de mascotas, tan monótonas y lentas como siempre. Sin embargo, para sorpresa de un par de intrépidos hámsters, que continuamente se escabullían de los niños para evitar ser comprados, Oikawa permaneció inmóvil; mucho más de lo que podría considerarse normal para un cachorro tan pequeño. Con su diminuta lengüita de perro y las patitas adheridas a la vitrina, Oikawa, aún ensimismado en esa felpuda pelotita de color negro, permaneció la tarde entera relamiendo el lado erróneo de su vitrina hasta la hora del almuerzo. El asistente de la tienda, por supuesto, tuvo que incitar a Oikawa a la hora de la comida; desviando la atención del cachorro, de la vitrina del costado, para que pudiese aliviar un hambre voraz. Fue sencillo.

 

– Tranquilo, tranquilo… – El asistente palpó con suma suavidad el lomo de Oikawa, cuando el ávido cachorro regurgitó algo de sus blandas croquetas, suspirando una cálida sonrisa al verlo sumergir de nuevo el hocico en su plato, apoyándose únicamente en sus dos patitas delanteras.

 

Cuando Oikawa terminó de comer, empinándose en sus dos patitas porque quería comer un poco más de la cuenta, recordó el inalcanzable juguete que había dejado de lado en su hora del almuerzo. El vidrio de la vitrina, envuelta con la calidez de la luz del atardecer, ahora tenía pequeños trozos de comida para cachorros mientras Oikawa volvía a relamerla. Entonces se detuvo de improviso, preguntándose a sí mismo el por qué estaba relamiendo ese lado de la vitrina y no el habitual en el otro extremo de ésta, como si el mero recuerdo de antes se hubiese desvanecido de su frágil mente de bebé; motivando que un par de hámsters escapistas inclinaran sus cabecitas, muy confundidos.

 

Jiip, jiip… ¿crees que ese cachorro es tonto? – masculló Hanamaki, un hámster que adoraba el  lazo rosa alrededor de su cuello. Lo llevaba puesto, siempre – Yo pienso que sí es tonto, jiip, jiip.  

 

Pienso que se enterará tarde o temprano – dijo Matsukawa, un hámster característico por el pronunciado color negro de sus orejitas. Sólo las orejitas  –, jiip… ¿jiip…? ¿Por qué el “jiip, jiip”?  

 

No lo sé, me gusta – respondió, abasteciendo sus mejillas de hámster con abundantes semillas de girasol, ambos, sin poder ignorar al pequeño cachorro que antes les fue tan indiferente – Jiip.

 

Para Oikawa, los días soleados que entibiaban el pavimento de las avenidas y abastecían de luz la tienda de mascotas durante el día, no era más que eso: un ente poderoso que brindaba calor y seguridad desde los cielos. Su radiante abundancia, sin embargo, no era reconocida por él. Los días para éste cachorro aislado de su camada, desmotivado y malhumorado, no eran más grises gracias a la intervención del único ser humano que tuvo el placer de ganarse su entera confianza. O bueno… tal vez sólo un poco de su entera confianza. A partir de ahora lo tendría muy vigilado.

 

El pecoso asistente de cabellos verdes siempre conservaba su patito de hule después de cada baño, ¿no es así?; eso generaría un sentimiento revolucionario en cualquier perro dependiente y receloso de sus juguetes. Y es que Oikawa, desde su acogida en la penitenciaría… digo… tienda de mascotas, nunca se distrajo de relamer su lado habitual de la vitrina por nada. Por-nada. Oikawa no quería ni imaginar qué sucedería, si su cuidador también quisiera tomar la potestad del felpudo juguete del que tanto se había encariñado y que, por alguna extraña razón, ahora se encontraba encima de una acolchonada camita igual a la suya, protegido bajo la templada luz de una lámpara ¿Cómo llegó ahí?

 

Sí es tonto – confirmo Matsukawa mientras se acicalaba el pelaje, con sus pequeñas manitas de roedor –, pero al menos recordó lo que estaba haciendo – dijo, desconcentrando a Hanamaki mientras corría en la rueda giratoria, causando que su pequeño amigo rotara y rotara y rotara…

 

Los refunfuñones chirridos de Hanamaki, tan agudos y escandalosos, atravesaron la vitrina de Oikawa y penetraron en sus pequeñas y sensibles orejitas, impacientándolo considerablemente. El cachorro de piel acaramelada, por segunda vez en su corta vida, abandonó su zona de confort de un salto y, en un furioso acto deliberado, empinándose en sus dos patitas traseras, apoyando las delanteras en el cristal de su vitrina, enderezó su regordete cuerpecito. Cuando Matsukawa por fin pudo desenmarañar el lazo rosa que se le había enganchado a Hanamaki en la rueda giratoria, el silencio de la tienda de mascotas se vio interrumpida por los primeros ladridos de un malhumorado cachorrito. La pelotita… se inmutó.

 

¿Qué crees que esté diciéndonos? – indagó Hanamaki, sosteniendo su receloso lazo rosa entre sus dientecitos, admirando además la tierna y enorgullecida sonrisa del asistente de la tienda.

 

Creo que tiene sed – avaló Matsukawa, con el otro extremo del lazo roza entre sus dientecitos.

 

Cuando la transición del atardecer oscureció el cielo y las luces de la tienda de mascotas tuvieron que apagarse al final de la jornada laboral, un regordete cachorro yacía adormitando en su cama cuando, de repente, alguien acarició su pancita. Oikawa, recio a que lo acariciaran en su pancita, porque odiaba que lo acariciaran en su pancita, y nadie además que él podía acariciar su pancita, aunque no alcanzaba a hacerlo por su cuenta de cualquier forma, levantó su cabecita de cachorro y agudizó su sentido del oído. Cuando entonces… se entumeció al sentir unos suaves ronroneos por encima de su piel y al percibir que un pedacito de oscuridad se había apegado a él.

 

Oikawa, un tanto temeroso por la visita de ésta pequeña criatura, lamentó unos cortitos aullidos en lo que acercaba su hociquito para olfatearlo. Iwaizumi, un diminuto gatito que abandonaron esa misma mañana en la entrada de la tienda de mascotas, extendió las garritas para suavizar su rolliza barriguita de cachorro y sumergió los bigotes en ella; ronroneándole al reconfortante calor que, juzgando por sus constantes mami maullidos, debía recordarle tanto a la tibieza de su madre, abrazando con inmensa ternura el desconsolado corazón de un enternecido Oikawa.

 

Esa misma noche, un cálido 14 de julio, la luz de la mañana llegó por segunda vez a su corta vida, cuando su pequeño e inalcanzable juguete saltó esa transparente barrera que los distanciaba. Oikawa lo supo en ese momento, mientras su recelosa pancita entibiaba la húmeda nariz de ese gatito, que éste sería el comienzo de una bella amistad y que quizás algún día crecerían juntos y tendrían muchos, muchos cachorritos. La simple ilusión de que pudieran parecerse a ese gatito le estremeció de emoción y pronto se escuchó el sordo golpeteo de su colita contra su almohada.

 

Deja de… hacerlo… – bostezó Iwaizumi, profundamente aletargado en el vientre de Oikawa.

 

El cachorrito Oikawa dejó de mover la cola, cesando inmediatamente los sordos golpeteos en lo que temió que su nuevo mejor amigo le abandonara para siempre. Totalmente petrificado, con la mirada perdida en la oscuridad de su vitrina, Oikawa entró en indecisión: ¿Debía permanecer quieto en lo que quedaba de la noche? Su fidelidad canina asintió: con gusto lo haría para él, sin importar lo incómodo que sería. Con sumo cuidado se encorvó a olfatearlo, lo último que quería era despertarlo o molestar su placido sueño. Su colita retomó las sacudidas, agradecido por la ocasión que conllevara a que este gatito le diera el beneficio de sentir su anhelada existencia.

 

Juguemos luego… – susurró, sacudiéndose de la emoción. Recordando que eso era lo que más molestaba al gatito, le dio un par de lamidas en los bigotes y cayó rendido en un apacible sueño.

 

Cubiertos por la tenue luz de una cálida lamparilla abrigando sus acurrucados cuerpos de bebé, la tranquilidad besó sus desamparados corazones y los acogió con inmenso cariño. Hanamaki, que observaba todo desde su ventanita de nido para hámsters, se erizó de dulzura al ver a esos pequeños bebés ¡Los adoptaría sin pensarlo! Sin embargo, la realidad era otra, en lo mucho que Oikawa crecería algún día. El gatito, quien al parecer fingió quedarse dormido sólo para retornar sus suaves ronroneos, sin que Oikawa los percibiera, les temía expresamente a los perros y, por ende, les temía a los humanos por su gran tamaño ¡Había rechazado todo de ellos el día de hoy!

 

¡w-woof! – ladró Oikawa, girando en su regordeta pancita y arrastrando consigo a un espantado gatito que fue a resbalar al otro extremo de su vientre, mientras ponía las patitas al aire – muchos… bebés

 

Hanamaki, empinado en sus minúsculas patitas, tentado por su irrefutable curiosidad, observó, muy entretenido, una erizada colita de gatito moviéndose del otro lado de esa “Luna Llena” que Oikawa tenía de pancita. ¡Qué cosa más tierna!, pensó, agitando su diminuta colita con la misma emoción que sentía al ver dos hámster apareándose, aún sin dar crédito a lo que acababa de oír.

 

¿Él… piensa que algún día tendrán bebés? – Se extrañó muchísimo, aunque la ternura hacia su par de bebés sólo se intensificó más y más en su corazón de roedor – ¿Ellos pueden tener bebés?

 

No, ambos son machos… – balbuceó Matsukawa, somnoliento, sin tomar en serio la incógnita de Hanamaki, hasta que cayó en cuenta de la dirección irreflexiva de ésta – Espera, ¿qué dijist…?

 

Sí, mira – Atravesó un túnel, llevándose consigo a Matsukawa – Oikawa por fin se dio cuenta de que no es un juguete, ¿ves?, pero ahora no creo que vaya a soltarlo fácilmente –Sintió lastima.

 

Matsukawa frotó sus somnolientos ojos, para luego apoyarse en sus dos patitas y observar en la dirección a la que Hanamaki señalaba con terrorífica impaciencia, sin comprender qué hacia el recién llegado gatito dentro de la vitrina de Oikawa. No obstante, cuando las inofensivas garras del minino impactaron un nervioso zarpazo en el hocico del cachorro, el desconcierto salió de su sistema y Matsukawa, con una insolente sonrisa temblándole los bigotes, lo dejó pasar. Ahora bien, tal vez Hanamaki era el más intenso de los dos, pero ciertamente también era el más sensible.

 

Tranquilo, no es un gato muy simpático que digamos. Podrían no adoptarlo – Aventuró a decir Matsukawa, en su intento por calmar los temores de Hanamaki – ¿A que vino eso de los “bebés”?

 

Oikawa quiere bebés, yo mismo lo escuché – dijo Hanamaki, con notable suficiencia en medio de su madrugador acicalamiento, como si acabara de descubrir algo ciertamente innovador.

 

Eso es imposible – discutió Matsukawa, guardando dos semillas de girasol en sus mejillas – Son machos iguales a nosotros, y los machos sabemos que no podemos tener crías entre nosotros.

 

En ese momento Matsukawa creyó enfatizar con claridad el proceso biológico que conlleva a la reproducción sexual, pero cuando Hanamaki se tambaleó de dulzura en lo que vio en acción la irritación de Iwaizumi (quien fue a envolverse en el cuello de Oikawa para asfixiarlo con el calor de su barriguita), supo que, al igual que ese insensato cachorro, Hanamaki se traía una loca iniciativa en su pequeña cabeza. ¿Será posible que llegue el día en el que Makki deje de sorprenderlo? Bueno, pensó Matsu, no podría quererlo si su mejor amigo fuera a actuar de otra manera. Era perfecto tal cual…

 

– ¿Yo puedo tener bebés? – indagó, despejando las sospechas de Matsukawa, como si Hanamaki hubiese sido realmente indiferente a su sexo desde su nacimiento – ¿jiip, jiip? – Subió a su rueda.

 

No – dijo Matsukawa, definitivo, volviendo apresuradamente por el túnel de donde salieron.

 

¿…puedo tenerlos contigo? – Hanamaki corrió dos vueltas, muy divertido cuando escuchó un vacilante “no” de Matsukawa, para luego usar el bebedero y regresar al nido que compartían.

 

Esa cálida noche de verano transcurrió suave y ligera, junto al constante borboteo de las peceras iluminadas con luz fosforescente azul, y los silenciosos ronquidos de las mascotas en sus vitrinas  templadas con lamparillas. Oikawa no volvió a emitir ningún otro ladrido entre sueños calmos y amables, amortiguando sus incertidumbres con agradables recuerdos inventados, los ronroneos de un gatito envolviendo su cuello y el cosquilleo de un débil zarpazo en su hociquito: pequeños detalles que no podrán ser obsequios opulentos ni extravagantes, pero sí misericordiosos.

 

Las mañanas solían despertar a Oikawa en su vitrina, con desbordantes estrellas en el sonriente rostro del pecoso asistente de la tienda de mascotas y las matutinas caricias que él le dedicaba, sin rozar su redonda pancita, para ayudarle a extender las patitas. Su fiel cuidador siempre se tomaba un par de minutos para sostenerlo en brazos, rozar sus narices con él, arrimarlo con sincera ternura, como lo haría un afectuoso padre primerizo, y susurrarle piadosas palabras antes de adentrarse a la trastienda para vestir su guardapolvo blanco y la insignia representativa del establecimiento.

 

“Lo sé, lo presiento. Tu familia será la mejor de todas. Confía en mí.”

 

Muy de vez en cuando ese muchacho le sacaba de quicio, sobretodo porque sabía exactamente qué hacer con él para aliviar su pesimismo diario. Oikawa no era malagradecido, pero tampoco pretendía ser partidario del cariño que recibía todas las mañanas… es decir, ¿qué sería de él sin éste muchacho? Oikawa no quería ni pensarlo, no deseaba extrañar nada de esta benevolente prisión; sin embargo, ese agradable cosquilleo en la boca de su estómago, al ser balanceado con la suavidad que sólo el pecoso concebía, le hacía sentir como un cachorro astronauta.

 

Era un momento feliz… antes de dignarse a relamer la vitrina con el pesimismo reducido un 70%

 

No obstante, a diferencia de aquellos días con apadrinado pesimismo, Oikawa despertó esta vez a la luz del amanecer, inmutado por el encanto de la alborada. Su canina visión cromática podría delimitar la frescura de los colores de la naturaleza y aun así Oikawa juraría que ese azul opaco y sin vida del cielo, que advertía desde su acogedora virina, era el más impresionante de entre todos los colores: abarcaba la inmensidad y no avistaba ninguna frontera a la lejanía. Poderoso.

 

Paulatinamente el cielo se tornó cada vez más radiante, dando bienvenida a un caluroso día de verano. Oikawa apreció, de manera distinta, todo lo que había sido enteramente indiferente para él. El canto de las avecillas silvestres y el borboteo de las peceras, todo lo maravilloso en su entorno con excepción de los hámsters, llenaron de armonía su descompuesta alma; la cual dio un noble respiro, limpiando la humedad y la oscuridad que hubo absorbido de ese sótano donde nació.

 

¡Jiip, jiip! – se escuchó desde la vitrina de los hámsters, despertando a Oikawa de su profundo ensimismamiento. Hanamaki, por supuesto, siguió protestando cada vez más alto – ¡¡jiip, jiip!!

 

Los “buenos días”, de pronto, dejaron de ser “buenos días”. Oikawa, sin dirigirles la mirada, se dio la vuelta y bostezó abiertamente, degustando su mañanero aliento de cachorro, de camino a su camita. Grave error. Matsukawa y Hanamaki, ahora muy entretenidos, comenzaron a chillar hasta ser insoportables para esas pequeñas y sensibles orejitas ¡¿Dónde estaban las quejas de los demás?! Al parecer sólo a Oikawa le inquietaban los chillidos de los hámsters… o tal vez sólo no les tenía suficiente estima. En especial a ese Hanamaki; era adorable, pero muy fastidioso.

 

¿Alguna vez escucharon “Look at my Enormous Penis”? ¡Gracias a Hanamaki, odiaba ese Blues! Ni siquiera Oikawa sabía si le gustaba o no la música blues; como tampoco se explicaba cómo es que Hanamaki se las arregló para aprendérsela y cantarla, cuando no se escuchaba otro ritmo que no fuera el de la música de ambiente, en la tienda de mascotas. Lo que sí tenía claro era todas esas burlas dedicadas a su estricto pesimismo, cuando le cantaban en coro líneas de esa canción. Rayos…    

 

b34; Echo un vistazo a mi enorme pene… – comenzó Hanamaki, al compás de una de sus patitas y “chasqueando” los dedos – y mis problemas comienzan a desaparecer… (ba-doom bop bop) b35;

 

b34; Echo un vistazo a mi enorme pene… – secundó Matsukawa, leal y cómplice a la divertidísima iniciativa de Hanamaki  – Y los tiempos felices están llegando para quedarse… (be-doo) b35;

 

b34; Miro en mis pantalones, sí – cantaron al unísono – y me siento como un día soleado b35;

 

De pancita sobre su mullido almohadón para cachorros, los lamentos perrunos de Oikawa dieron inicio en lo que cubría sus orejitas con sus patitas, en su vano intento por amenizar los molestos chillidos. El cachorro no recordaba mucho a largo o corto plazo porque poco podía importarle lo que sucedía dentro de la tienda para mascotas; sin embargo, con seguridad podía afirmar que antes había sido mucho más sencillo para él ignorar todos esos chillidos de hámsters. Hanamaki y Matsukawa era molestos, muy molestos, pero nunca le habían impacientado tanto como hoy.

 

Sin creer tolerar esos afilados chillidos un segundo más, los cuales engendraban un espeluznante y familiar escalofrío en todo su espinal, Oikawa brincó de su camita, golpeando de hocico sobre la rendija, luego de tropezar con su inestable andar de cachorro, y fue a empinarse en sus dos patitas traseras a gruñirles a ambos hámsters revoltosos, previo a despedir un sinfín de ladridos. Entonces Matsukawa y Hanamaki, con asustadiza expresión en sus caritas, radicalmente diferentes a cuando cantaban muy desafinados, comenzaron a agitar sus minúsculos brazos de roedor, logrando que el cachorrito cesara una rabieta y desviara su atención al lado izquierdo de su vitrina donde señalaban.

 

Desde el punto de vista de los hámsters, Oikawa ladeó con la cabeza, estremeciendo de ternura a Hanamaki al dejar colgando sus pequeñas orejitas en el aire, pero cabreándolos a ambos por el leve asomo de que Oikawa no comprendía el sentido común de quedarse ahí a admirar “esa felpuda pelotita” dentro de esa vacía vitrina. Matsukawa y Hanamaki negaron con sus cabecitas en son de sentirse decepcionados y se dispusieron a abandonarlo a su suerte; cuando, de pronto, los insistentes jadeos del cachorro llegaron a sus oídos, relamiendo desesperadamente el cristal de la vitrina, devolviéndoles la sonrisa a sus rostros con el inquietante movimiento de su colita. 

 

¡Sí! – Celebró Hanamaki, aliviado porque Oikawa no hubiese roto a ladrar en medio del silencio de la tienda de mascotas – Eso estuvo muy cerca. Tenías razón, ese cachorro en serio es tonto.

 

Muy tonto – correspondió Matsukawa, subiendo a la rueda y haciéndola rechinar con su ávida carrera – ¿Por qué los estás cuidando? Hubiese sido divertido que… oye – Siguió a Hanamaki con la mirada, sin hacerse una idea clara de adónde se dirigía su amigo voyeurista, tan temprano.

 

¿Vienes? – Hanamaki regresó, como siempre, dejando anonadado a Matsukawa con su pálido pelaje y ese lazo rosa alrededor de su cuello. Además de esa insolente sonrisa – No quiero ir solo.

 

En el otro extremo de la trastienda existía una puerta de metal de extrema seguridad, donde un ambiente especial resguardaba animales como lagartijas, iguanas, un pitón y al mejor amigo del asistente de la tienda, un muchacho alto de cabellos rubios, oyente de buena música y casanova de los sangre fría, que los cuidaba con mucho esmero. No eran comerciales, los cuidarían y no los liberarían hasta estar seguros de que podrán adaptarse a su ambiente natural. Matsukawa, impotente y débil ante la insinuante mirada de Hanamaki, resignado a caminar por encima de esas diminutas pisadas por el resto de su vida e irremediablemente devoto a proteger y cumplir cada uno de sus caprichos, asintió a acompañarlo en lo que fuera a ser su demente aventura.

 

De acuerdo, vamos – Sin vacilación alguna, Matsu desaceleró el paso en la rueda para hámsters y persiguió las pequeñas patitas de Hanamaki, encaminándose hacia el desperfecto de la vitrina.

 

Minutos transcurrieron en los que Oikawa esperó y esperó, contemplando lo que creía era una pequeña pelotita de inusual forma debido a unas orejitas puntiagudas. Quería jugar con ella, por alguna razón sentía que le pertenecía. Sí, era lamentable. Porque fuera de lo que Matsukawa y Hanamaki pudieron haber creído, Oikawa seguía viendo un felpudo juguete dentro de esa vacía vitrina. Pero ahí estaba, el cachorro lo sentía con palpitante certeza, no había duda, ese juguete era el causante de su muy buen humor del día de hoy; y no podía esperar para dedicarle muchas mordidas y húmedas lamidas. Dormiría con él por las noches y lo aplastaría con la tibieza de su barriguita; extrañaba las lamidas de su madre en su pancita ¡Éste juguete sería su nueva mamá! 

 

– Buenos días – Oikawa reconoció la voz de su cuidador, quien le dedicó una enorme sonrisa por verlo ya levantado de su camita. El pecoso se desprendió de su pesada chaqueta de cuero y de los audífonos blancos que contrastaban con sus piercing negros – ¡Qué bueno verte, amigo!

 

Las estrellas descendieron del cielo y ampararon a Oikawa con afecto. El cachorro fue elevado a viajar por el espacio, oscilando en una nube cósmica, sintiéndose poderoso por luchar contra las leyes físicas y la fuerza de gravedad, aunque no tenía remota idea de qué significaba eso. A merced del ameno efecto de los suaves mimos, Oikawa yació adormilado entre los brazos de su cuidador, arrimado como un regordete bebé, pancita arriba, viéndose tan relajado y con su rosada lengüita sobresaliendo de entre sus labios caninos. Pronto unas caricias osaron despertarlo con suavidad.

 

– Oh, cielos, en serio eres adorable – dijo, afectuoso, ignorando que el inicio de la jornada laboral ya había movilizado la tienda de mascotas – Se avecina un gran día, ¿sabes? Ya no falta mucho…

 

En ese momento, el irremediable estallido de una puerta de metal, cerrándose, se extendió por toda la sala; espantando algunas avecillas y desperezando al cachorro en los brazos del pecoso asistente. Sin embargo, el inusual “juguete” no dio señales de inmutarse, ni siquiera un poco; lo que preocupó en gravedad al asistente peli verde. Por otro lado, Oikawa, mortalmente ofendido por la imprudente distorsión de su tranquilidad, se crispó al ver que ese alto muchacho de rubios cabellos, presumida sonrisa, lentes ridículos y aire de superioridad se acercaba a ellos con una aparentemente inofensiva pitón albina de ojos rojos, hembra, colgando de su delgado cuello.

 

Oikawa guardaba cierto recelo en ese muchacho. Cada vez que el cuidador de reptiles se abría paso, en la sala de mascotas, sólo para interponerse entre él y los mimos de su cuidador, lo hacía de una forma arrogante y exasperante. En serio anhelaba arrancarle esas gafas, sólo para poder ver su cara cuando le hiciera frente. El afanado cuidador de “dinosaurios” se dirigió a su colega de trabajo, con ambas manos en los bolsillos y su apacible andar, como quien no tiene motivos para caminar por esos lares, a excepción de lo indispensable. Y vaya que la situación lo meritaba.  

 

– Yamaguchi – saludó el rubio, ligeramente enfurruñado por haberse perdido el espectáculo del peliverde de piercings, desprendiéndose de su pesada chaqueta de cuero negro. Vaga excusa.

 

– Buenos días, Tsu… ¡Tsukki! – Su melodiosa voz permutó a ser una de espanto por la osadía del cachorro, que acurrucaba en sus brazos, por querer saltarle encima a su mejor amigo – L-lo siento…

 

– Vaya, vaya – canturreó Tsukkishima, aún con el pulso acelerado por la brava mirada con el que fue sentenciado a extinguirse – Yamaguchi, pensé que tenías dominado a este perro de pelea.

 

Oikawa propinó un violento ladrido, impulsando sus patitas en el abdomen de Yamaguchi, en su intento por arrancarle la respingada nariz al cuidador de reptiles. Si bien no quería recordar nada de la tienda de mascotas, menos querría recordar su vida anterior a esta: su preciada camada extraviada y los lacerantes ladridos de los perros de pelea, que muy de vez en cuando resonaban aún en su trastornada memoria de cachorro; todo. Aún ansiaba su reconciliación con el mundo impetuosamente cruel, y devolver sus incertidumbres al mismo lugar de donde fue engendrada su desconfianza en la humanidad. Y pensar que estuvo a un año de vida de perder su integridad.

 

A un año de vida de perder todo rastro de compasión en realidad. Iba a ser un perro desalmado.

 

– Tsukki, discúlpate con él – rebatió Yamaguchi, brindándole consuelo y seguridad a Oikawa con un reconfortante abrazo, desbordante de afecto paternal – No suele actuar de esa manera.

 

– Me da lo mismo de lo que sea capaz – evadió Tsukkishima, apremiando, en la profundidad de su aún exaltado corazón, que algún día ese cachorro se convertirá en un buen perro guardián.

 

– Decir eso fue innecesario – increpó Yamaguchi, dejando al cachorro en su vitrina, para luego extender los brazos hacia el techo… sin caer en cuenta de los sugestivos ojos que lo miraban.

 

– Yamaguchi – carraspeó, sintiéndose patético por la vacilación en su tono de voz – ¿Conoces la cantidad exacta de los roedores que se encuentran en sus vitrinas? – preguntó, uniforme.

 

– Eh… sí lo tenemos – Yamaguchi se extrañó muchísimo – Hay una relación de todas las mascotas y eso, ¿necesitas ayuda con algo? – ofreció, cándido; pero cuando miró a la pitón en el cuello de Tsukkishima, palideció en extremo ante un terrible presentimiento – ¿S-sucedió algo malo…?

 

– Quién sabe… – Tsukkishima se encogió de hombros, intentando mantener su indiferente porte, y dejó a la vista de Yamaguchi el interior de sus bolsillos, donde yacían dos hámsters acurrucados

 

Empinado en sus patitas, frustrado por la cercanía del rubio a su pecoso cuidador, Oikawa avistó a dos pequeños hámsters retozando cariñosamente en el bolsillo de ese guardapolvo. Al parecer Hanamaki se entretuvo un poco perturbando la castidad de Matsukawa, de camino a la sala de mascotas. Oikawa sabía que los cuidadores no podrían notar lo idiotizado que se encontraba el pobre hámster de las orejitas negras, aunque lo más probable es que ambos sí dedujeran el número 69; pero él apenas era un bebé y lo que sea que Hanamaki le estuviese haciendo a Matsukawa en ese momento, pisoteaba sus estándares de reproducción. ¡Quería bebés, no pipi de gatito!

 

– No puede ser cierto ¿Tsukki, qué les hiciste a estos hámsters? –  sonrió Yamaguchi, demasiado avergonzando para ver los preciosos ojos pardos de su amigo – Espera, iré por el inventario.

 

– ¡Oye, no me culpes por esto! Es horrendo – gruñó Tsukkishima, extrañamente incitado por la hábil jugada de los hámsters, cuando hacía sólo un par de minutos no paraban de protestar.

 

Oikawa y Tsukkishima jamás estuvieron tan de acuerdo en algo. Ese hámster de orejitas negras tenía una endemoniada suerte al lado de ese siempre excitado hámster de lazo rosa. El tintineo de campanilla de la puerta de entrada se extendió por toda la tienda de mascotas, entumeciendo a ambos fisgones en su lugar. Yamaguchi se giró sobre sus pies, encontrándose con la mujer más atractiva que tuvo el placer de beneficiar al establecimiento con su presencia. Las puntiagudas orejitas de Iwaizumi, un pequeño gatito con el intenso color de la noche en su piel, y portador de un par de preciosos ojos como esmeraldas, se movieron al compás de los “tap, tap”, de los tacones altos, en el suelo amaderado. Pronto las orejitas del minino se sacudieron al compás de unos apresurados “taptaptap”, cuando la clienta de ojos chocolate salió despedida de la tienda de mascotas, al advertir la extensión de la albina pitón en el cuello de Tsukkishima.

 

– Di algo y te mato – anticipó Tsukkishima, avergonzado, advirtiendo una escurridiza sonrisa en los labios de Yamaguchi; los cuales deseaba que acariciaran su sensitivo cuello algún día.

 

Tsukkishima susurró maliciosamente para esa mujer y acarició la escamosa cabeza de la albina pitón, de la que se sentía profundamente encariñado, consolándola por lo ofensivo que debía ser que siempre se espantaran de su incomprensible belleza ¡Esta pitón era maravillosa! La sala quedó en completo silencio, mientras la atractiva pero asustadiza mujer desaparecía por el otro lado del largo ventanal, al trote. Algo en la intensidad de su mirada les fue familiar, pero tanto a Yamaguchi como a Tsukkishima les fue indiferente. Tenían mayores prioridades que atender en ese momento, además de la cotización de roedores. Yamaguchi se encaminó hacia el mostrador, cerca de la caja registradora, y con gran alivio, a lo lejos, avistó que el pequeño gatito extendía las garritas y se acurrucaba en otra posición, dándole la espalda al cachorrito.

 

Iwaizumi – repitió Oikawa, saboreando el dulce contorneo con el que esas sílabas trazaban la sublime pronunciación del nombre de Iwaizumi – Iwaizumi es un lindo nombre. Yo soy Oikawa.

 

Mi nombre no es lindo – refunfuñó Iwaizumi, notablemente ofendido – y Oikawa es un nombre horrible – sestó, causando que el cachorro se entumeciera y se dejara caer de lomo a la rejilla.

 

El gatito, preocupado, se paró en sus patitas traseras, siendo espantado por un cachorro travieso que sólo había jugado a hacerse el muertito. Tsukkishima, que no estaba muy acostumbrado a trabajar con animales esponjosos, sólo se limitó a observar cómo el gatito ponía en función sus habilidades trepadoras para saltar por encima de la vitrina y caer pesadamente sobre la pancita del cachorro, abrazándolo por el cuello con sus patitas y garritas extendidas, a morderle una de sus orejitas con… obvias pretensiones asesinas. Sí, todo por aquí parecía relativamente normal, según Tsukkishima. Tan normal como portar a una estranguladora por naturaleza, alrededor del cuello. Tan normal como… que esos hámsters estaban en la posición del perrito, en su bolsillo.

 

– Yamaguchi, dime que ya terminaste. Estos están muy lejos de acabar ¿si me entiendes?

 

– L-lo siento Tsukki – vaciló, sonriente, Yamaguchi; haciéndose de un material acrílico para cubrir el desperfecto de la vitrina de los hámsters – Listo, creo que con eso será suficiente. No escaparán.

 

– Bien, ahora, ¿podrías sacarlos de mi bolsillo, por favor? – exigió, aborrecido por el bamboleo que podía sentir rozando en sus muslos, extendiendo los bordes de su bolsillo para Yamaguchi.

 

Tsukkishima estaba seguro, al cien, que nadie en esta tienda de mascotas felpudas y muy tiernas deseaba hacerse una idea de cómo debía alimentar a la pitón albina. Su protegida predilecta era una hembra única, con una aberrante actitud depredadora. Así que pagaría por los roedores que faltasen si era necesario; todo con tal de defender la inocencia de su preciosa. Tsukkishima tiritó al menor contacto de las hábiles manos de Yamaguchi, las cuales podían domar las agresividades y las depresiones de mascotas desamparadas, en sus sensitivos muslos. Los muy estimulados hámsters protestaron en sus bolsillos, haciendo aún más difícil la labor de recogerlos.

 

Iwachan, mi nombre no es horrible, ¿verdad? –  dijo Oikawa, fastidiado por el explosivo “ka” en su nombre. El nombre de “Oikawa”, al lado del nombre de “Iwaizumi”, se oía muy estridente.   

 

Lo será cada vez que me llames por el nombre de “Iwachan”, ¿de dónde sacaste eso? – gruñó.

 

Pensé en lo suave que es decir “Iwaizumi” – Comenzó a mover la colita, y estas rozaron con las patitas de Iwaizumi, ya que el gatito se encontraba encima de él – Iwachan es más explosivo.

 

¿“Iwachan”? ¿Lo dices en serio? – cuestionó Iwaizumi, ligeramente galardonado. Éste cachorro le hacía reír tanto, como generarle una úlcera – ¿Dirías… que es más explosivo que el tuyo?

 

 

¡Mucho más… sí…! – Oikawa comenzó a jadear, con la lengüita hacia afuera, impactando su aliento de cachorro contra el rostro de Iwaizumi, quien rodó a la rendija sin pensarlo – ¡Iwachan!

 

Sí, absolutamente normal, pensó Tsukkishima, nada de qué alterarse. Matsukawa fue el primero en ingresar a su vitrina, por lo mismo de que es un hámster un poco más sosegado, además de su gran sentido del humor. Hanamaki, por otro lado, se entretuvo mascullando un indescifrable “¡No me mantendrán encerrado!”, para el oído humano,con un pequeño trozo de goma entre los dientes. Tsukkishima dio por sentado al responsable del misterioso caso sobre sus audífonos mordisqueados y, con disimulada impaciencia, esperó a que Yamaguchi le dictara el veredicto sobre la cotización de hámsters y ratones de la tienda de mascotas. El peli verde por fin tomó el sujetapapeles y extendió una tierna caricia en la pitón que colgaba en el cuello del rubio, yendo un poco más allá en su recorrido, dedicándole una sutil caricia al amante de los reptiles.

 

Si la supervisión general de Yamaguchi era correcta, entonces los escurridizos roedores estaban intactos, sanos y salvos en sus vitrinas. Tsukkishima, como si hubiese retenido el aliento en todo este papeleo, suspiró profundamente aliviado, a espaldas de Yamaguchi, y se recompuso de una extensa sonrisa antes de que su mejor amigo levantara la mirada del sujetapapeles. Sin roedores concediéndose un magreo en los bolsillos del rubio, los asistentes pactaron un encuentro para la hora del almuerzo y regresaron a sus responsabilidades. Tsukkishima, curioso por saber lo que sucedía en la vitrina del cachorro, se asomó a ella, encontrándose con que el gatito agresor, de encendidos ojos esmeraldas, devoraba las croquetas para perro con un hambre voraz.

 

Oikawa, sentado de pompitas en la rejilla, esperó con expectativas a que Iwaizumi terminara de comer y que dejara impecable en platillo. Que el gatito confesara que no había probado un solo bocado de su comida, la tarde de ayer, era comprensible. Lo más probable es que Iwaizumi aún vivía abandonado en las calurosas calles, en la profundidad de su mente. Oikawa recordó las veces en que rechazó ser tratado con tanta amabilidad y que sus furiosas mordidas arremetieron contra el pobre pecoso. Si ese desagradable suceso aún permanecía en su memora, se debía a que habían sido muchas las veces en que desquitó su enojo con Yamaguchi. Bueno, ahora tendría rasguños. 

 

– Oye, Yamaguchi, el gato está comiendo la comida del cachorro ¿eso es bueno? – consultó Tsukkishima, enteramente ignorante en el tema, aunque no se especializaban en croquetas.

 

– ¿En serio? – Emocionado por verlo, se acercó a zancadas y se apoyó de la vitrina, donde Oikawa seguía custodiando que Iwaizumi terminara de comer – Tal vez… le gustan las croquetas.

 

– ¿Con qué lo alimentaste ayer? – preguntó, siendo silenciado con un nervioso ademán de la mano, por parte de Yamaguchi, en son de pedirle que esperara por él un momento.

 

El pecoso desapareció detrás de la puerta del almacén donde guardaban las medicinas, en casos de emergencia, abundante comida para mascotas, transportadoras para animales, entre otros souvenirs con el que abastecían la tienda de mascotas. Yamaguchi tardó en regresar, lo mismo que Tsukkishima y Oikawa tardaron en congeniar: el rubio, evadiendo las pretensiosas mordidas de Oikawa; y el cachorro, soportando la presión de una aplastante caricia en su cabecita, que dobló sus orejitas hacia atrás. Iwaizumi sólo pensó: “idiotas”; y siguió comiendo las croquetas. No creía ser él el culpable de su inapetencia. La culpable era esa venenosa sensación que no le permitía comer, beber o dormir. Rehuía de todos porque estaba muy asustado, es todo.  

 

– Ten más cuidado con la pitón, Tsukki – Yamaguchi se inclinó a levantar la escamosa cabeza de la pitón albina, que ya estaba rozando el suelo con el hocico – Es un poco pesada. ¿Es doloroso?

 

– Ya estoy acostumbrado – La verdad es que tenía un terrible dolor de cuello en ese momento, pero no iba a dejarla sola; no con esos roedores andando por ahí – ¿Es esa la comida de gato?

 

– Oh, si… también traje croquetas para el cachorro – Yamaguchi le mostró un paquete de comida húmeda para gatos – Trozos de pavo. Normalmente son las más preferidas de los gatos.

 

– Y las más costosas también – sonrió Tsukkishima y le devolvió el paquete de comida para gatos, en sus manos – Si no te molesta, regresaré a trabajar en lo que nos dejas en bancarrota.

 

Yamaguchi iba a responder con un sarcástico “Muy divertido”; no escatimaba en precios cuando se trataba de cuidar a las mascotas. Prefería la calidad. En una acción deliberada, Tsukkishima se inclinó a darle un beso en la mejilla, por encima de esas estrellas que saludaban a Oikawa por la mañana, silenciando a Yamaguchi por completo. De un ladrido, Oikawa delimitó la distancia entre los asistentes de la tienda de mascotas. Los hombros de Tsukkishima tiritaron al bramido, al parecer, sin caer en cuenta de lo que había hecho, y el rubor en sus mejillas se intensificaron.

 

– Tsukki… – Yamaguchi percibió la combustión de Tsukkishima e intentó apaciguarlo, pero cada paso que daba hacia él, sólo lo alejaba – ¡E-está bien!, tranquilo. Por favor… no rompas conmigo.

 

– ¡¡No seas patético, Yamaguchi!! – bramó Tsukkishima; y Oikawa, como fiel amigo del hombre, protegió la mano que le dio de comer y volvió a ladrar – ¡Tú serás mi cena si no dejas de ladrar!

 

Mientras los ojos rojos de la pitón se despedían de la sala de mascotas… y de los únicos roedores que nunca participaron en su cacería, el obediente cachorro permaneció en su vitrina, rodeando el lomo de Iwaizumi con una pata y con el pecho inflado de orgullo porque creía haber espantado a Tsukkishima. Para alguien tan irritante que vive del sarcasmo, Tsukkishima tendía a ser un poco reprimido con sus emociones y sus sentimientos. Hablar de ellos lo consideraba patético; haber aceptado la propuesta de Yamaguchi, le hacía sentir como todo un perdedor; y que el cachorro le gruñera frente a él, le hacía sentir observado por todo el universo y muy enfermizo.

 

– Vaya… qué lindo es… – Trago corto, letalmente enamorado – Bueno, supongo que ya no nos veremos en el almuerzo – suspiró Yamaguchi; enternecido por él, aunque muy insatisfecho.

 

¡¿“Lindo”?! – Desde la vitrina de enfrente, Hanamaki tenía una expresión de locura que agitaba sus bigotes – ¡¿Lo traje hasta aquí, lo enloqueces y sólo le dirás eso?! ¡Él necesitaba una follada!

 

Un sinfín de “Jiip, jiip” se escucharon en la vitrina de los hámsters, cuando el pecoso se dispuso a cuidar de las mascotas. Tanto Oikawa como Iwaizumi se hicieron los desentendidos y volvieron a jugar hasta que Yamaguchi se llevó al gatito para su primer baño. Oikawa esperó, impaciente, prestando atención a Hanamaki y a Matsukawa, sólo para perder el tiempo. De cierta manera era muy deprimente que un espíritu libre como Hanamaki tuviera que permanecer encerrado hasta el día en que alguien se decidiese por comprarlo. Alguna vez una niña vitoreó, en la tienda de mascotas, que se había enamorado de un hámster con lazo rosa; por supuesto, él desapareció segundos después de haber realizado la selección, siempre, acompañado de Matsukawa.

 

¿Hanamaki siempre fue… así de intenso? – preguntó Oikawa a Matsukawa.

 

Yo diría… ¿apasionado? – Entonces se volvió a ver a Hanamaki, quien corría en la rueda con un entusiasmo para quitarse el mal sabor de boca que le dejo Yamaguchi – Es atómico – advirtió.  

 

¡Eres un insensible, eso eres! ¡¡Insensible!! – chilló para Yamaguchi; pero claro, él no conseguía entender más allá que unos efusivos “jiip, jiip” de hámster malhumorado ¿o quizá hambriento?

 

Vivir apartado de la violencia seguía siendo aterrador para Oikawa, aunque sea un poquito. Pero como cualquier perro, su misión encomendada radicaba en amar todo con demencia. Maldición o bendición, era una certeza que estos angelitos nacían para ello. Para un pequeño cachorro como Oikawa, trastornado hasta tal punto de no poder percibir la luz del cielo, discernir en que todo ese afecto hubiese muerto con él de no ser por el cariño incondicional de su cuidador, sólo aumentaba más tallas a su pequeño corazón. Algún día crecería como un majestuoso perro, lo que para éste bebé equivalía a decir que su sensibilidad por el mundo sólo crecería más y más.

 

Tonto u obstinado, Yamaguchi había despejado reconfortantes senderos para él, resistiendo con increíble tenacidad todas sus profanas mordidas, enseñándole que existía un lado indulgente en el mundo, muy apartado de ese lado cruel que ya conocía. Cuando el pecoso regresó con el gato más arisco pero adorable de la tienda de mascotas, además de unos espantosos rasguños en la extensión de su antebrazo, Oikawa supo que había llegado su momento de devolver todo lo que ese muchacho le había enseñado, a Iwaizumi. Claro que… su dependencia a Iwaizumi se volvería un grave problema, debido a sus intenciones egoístas por mantenerlo siempre a su lado. Al igual que un cachorro receloso por su juguete para morder, pronto… comenzó a acaparar a Iwaizumi.

 

Entablar una profunda amistad con el gatito, no fue nada sencillo. “Iwachan” y “simpático” no eran palabras que Oikawa pudiera emplear en una sola oración, no tras recibir esos zarpazos de sus garritas sólo por agitar demasiado la colita, jadear contantemente o ladrarle al cuidador de reptiles. No, Oikawa no podría decir que Iwaizumi era simpático. Lo cierto es que experimentó su gran fuerza el día de ayer, después de la hora del baño. ¡Este gatito era el infierno! La trufa en su hociquito aún sufría los vestigios de sus rasguños, como un imperecedero cosquilleo que le obligaba a estornudar todo el tiempo. Su único crimen fue decirle lo hermoso que se veía con el moño azul que rodeaba su cuello ¿De cuándo aquí decir la verdad era un delito?, se preguntó Oikawa. No, definitivamente Iwachan no era simpático. ¡Era maravilloso!, y podía defenderse él solito. Iwaizumi era increíble…  

 

¡Iwachan, Iwachan, Iwachan! – Oikawa despertó sin encontrar a su gatito predilecto, la futura madre de sus abundantes cachorritos, a su lado – ¡Por aquí, Iwachan! ¡Por aquí! ¡Por aquí!

 

¡Iwachan, Iwachan…! – rieron Hanamaki y Matsukawa. El gatito contrajo su cuerpo, cubriendo sus ojitos del resplandor que expedía ese cachorro, intentado conciliar el sueño. Intentando.

 

¡Ustedes no se metan! – se quejó Oikawa. Cuando de pronto, Tsukkishima caminó frente a él y, sólo por diversión, vociferó un ladrido tan potente que el rubio tropezó con sus propios pies.

 

Yamaguchi, que por la velocidad de su andar sugería que venía persiguiendo a Tsukkishima, por haber hecho algo relativamente malo, llegó justo a tiempo para defender a Oikawa, cuando el rubio amenazó con estrangular ese regordete cuello de cachorro. Matsukawa y Hanamaki no pararon de carcajear en lo que Oikawa se empinaba en sus patitas traseras para hacerle frente al conquistador de reptiles. Yamaguchi se entrometió en la bulliciosa contienda, resistiendo el peso ligero y la volatilidad que tanto amaba de Tsukkishima, evitando que rompiera la vitrina a sus espaldas; lo que causó que el gatito rehuyera de todos ellos y se sumergiera en su almohadilla. El rubio, perdiendo los estribos porque le afectaba de sobremanera la bochornosa fricción de sus cuerpos con Yamaguchi, retrocedió con ímpetu y regresó a la trastienda… sutilmente empalmado.

 

– Tsukki… – comenzó Yamaguchi, con el corazón palpitándole intensivamente ante el recuerdo de su diestra recorriendo la nívea piel de Tsukkishima y sus labios entre esas extensas piernas – ¡Tsukki!

 

– ¡Ahora no, Yamaguchi! – rugió Tsukkishima, autoritario, provocando que tiritaran los hombros del peli verde. Su entrecejo fruncido denotaba desdén, pero el rubor en sus oídos hablaba otro idioma.

 

– Pero… yo… – balbuceó, con palpitantemente necesidad en las yemas de sus dedos, abandonado con insufrible ansiedad por algo más de ese néctar que se le fue arrebatado – Él… romperá conmigo, lo sé…

 

O-oye… ¡no quise que…! – Pero el peli verde ya se había encaminado a atender el teléfono en la recepción, dejando al cachorro naufragar en un abismo de preocupaciones – esto… pasara…

 

Antes, cuando Oikawa solía estar sumergido en un profundo mar de tristezas e incertidumbres, no había reparado en que tal vez su cuidador no podía dormir tranquilo durante las noches preocupado por él. Ahora, Matsukawa asegurara que no había nada de qué preocuparse, que ese nivel de amor y contacto físico podía hacer estallar los corazones de los muchachos enamorados; pero Oikawa no podía quitarse de la cabeza la angustiosa mirada de Yamaguchi, al imaginar que parte importante de su vida desaparecía tras esa impenetrable puerta. Todo había sucedió a la velocidad de un rayo ante sus pequeños ojos; siendo un cachorro que desea portar el universo entero en un collar para perros, y palpar la infalibilidad de que todos estarán a salvo, Oikawa comenzó a preguntarse sobre quién fue el responsable que cortó el hilo rojo de sus amigos los asistentes ¿Acaso… él lo era…?   

 

Estás dándote mucho crédito por algo que ni siquiera sucedió, estúpido – replicó Iwaizumi, ya muy cansado de oír los lamentos de Oikawa durante las noches – Ellos no se han separado.

 

Lo sé pero… ¿y si hubiese sucedido? – volvió a angustiarse. No estaba seguro de cuánto, pero era demasiado sensible y sólo los sermones de Iwaizumi le hacían sentir mejor – ¡No, Iwachan!

 

– ¡¡Ya te dije que todo está bien entre ellos, maldición!! – Iwaizumi se erizó de enojo y comenzó a morder la orejita de Oikawa; era insoportable cuando relucía su infantil pesimismo – ¡Muere!

 

¡L-lo siento, lo siento, lo siento…! – Se retorció Oikawa, enternecido por el aliento que acariciaba sus orejitas y el cosquilleo de esas mordidas. Dolían, pero las atesoraba inmensamente de Iwaizumi.

 

Sin embargo, sin que Iwaizumi cayera en cuenta de ello gracias a la siempre reciprocidad de Oikawa por seguirle el ritmo en todos sus juegos, esos “mimos” de gatito luchaban una difícil contienda en el interior del cachorro; intentando dar alivio a un lacerante punzón en su encogido corazón. Desde aquel inofensivo conflicto amoroso entre los cuidadores, del que aún se sentía culpable sin sentido, Oikawa no había podido conciliar el sueño. Hubiese agradecido incalculablemente que su mayor preocupación sólo se delimitara en las fluctuantes emociones y sentimientos del rubio, los cuales enloquecían o lastimaban al pecoso; pero no, ya no sólo se trataba de la mano que le dio de comer…

 

En el preciso instante en que su colita perdió la emoción de moverse, lo cual perturbó a Iwaizumi porque siempre la agitaba estando a su lado, supo que ya no tenía sentido seguir conservando esa angustia por dentro. Se supone que los perros vivan felices y que sus espíritus se alimenten del bienestar de quienes darían la vida por proteger; pero sin Iwaizumi, no tenía sentido cuidar de su propio corazón, porque sentía que ese gatito tenía la porción más grande de su existencia. Era un golpe bajo en su orgullo canino que algo así pudiera sucederle: dejar de mover la colita estando cerca de su Iwachan. Fueron muchos los zarpazos que necesitó para creer que Iwaizumi seguía a su lado. Y fue necesario sólo un asomo sobre su mirada, para que Iwaizumi pudiera leer sus temores.

 

Oikawa, no – amenazó Iwaizumi, se había esforzado mucho estos tres días para aceptar que tarde o temprano alguien aturdiría su serenidad con el tintineo de la campanilla, y se llevaría su almohada favorita – No quiero oírlo – Como nunca, deseo librarse de esta… sin salir lastimado.

 

Iwachan, no quiero… – vaciló, cuando el sonido del teléfono, un miedo incongruente, vaticinó la peor de todas las desgracias a Oikawa – que un día nos separemos y no podamos despedirnos.

 

Reflejados en los ojos esmeraldas de su mejor amigo, Oikawa vislumbró su propia cobardía con la que se exponía ante Iwaizumi. En la vitrina del frente, Matsukawa y Hanamaki, dos hámsters que habían luchado hasta el cansancio para permanecer unidos, experimentaron el luto de todas sus osadías e insensateces al término de sus palabras. Les había servido mucho para sobrellevar la misma situación… y aunque parecía que hubiese pasado un largo tiempo para ellos, evadiendo a la injusticia y los caprichos de los clientes, el miedo y el dolor seguían intactos como podían rememorar. Podrían adoptarlos hoy o mañana… y sería el fin de esta extraña familia.

 

Oikawa emitió un sordo aullido, encogiéndose al avistar la contenida e intensiva rabia que ardía dentro de Iwaizumi. Lo había visto venir. Juzgando por los encolerizados y desmoralizados ojos de sus amigos, el zarpazo certero que Iwaizumi acababa de reprimir era ofrenda generosa por parte de ellos. Los había lastimado profundamente, pero no tenía las fuerzas para enmendarlo.  El futuro era incierto, tal vez podían quedarse juntos para siempre, pensó; pero… no importaba cuánto, recordar que la benevolencia no siempre fue amiga suya le arrebataba la ilusión entera.

 

Pesimistasentenció Iwaizumi, con un malsano dolor en el pecho cuando la oración siguió su propio recorrido en su interior, con un dulce “de contagiosa sonrisa y suave pancita”

 

– ¿Lo dices en serio? – La voz de Yamaguchi viajó por el aire y pareció atravesar el campo de visión del trio de mascotas; Hanamaki, por su cuenta, se había resguardado en su refugio – No, no hay problema… es sólo que no me lo esperaba. Tu aviso dice expresamente que se realizaría el envío en dos días, el 20 de julio – Hubo un eterno silencio en el que se alcanzaban a escuchar los indescifrables susurros que expedía el auricular del teléfono – Entiendo – asintió Yamaguchi, con una cándida sonrisa que indicaba la reciprocidad de sus sentimientos – Es una ocasión muy especial. Está bien, envía a alguien por él, mañana, y yo me encargaré del resto –... – Igualmente, adiós.

 


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