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El azahar de las eternidades por sawako1827

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Notas del fanfic:

Los personajes no me perteneces. Todos los derechos a Haruichi Furudate.

Notas del capitulo:

Hice esto especialmente para mi amiga. Ahora que estoy ahoga de KuroAka no se si el KuroTsukki me salio bien xD pero aca estoy.

 

Espero que les guste!

El viento arrasaba, frío y cruel, calaba los huesos y erizaba la piel. Tsukishima caminaba contra este, asqueado del mundo, de todo, de sí mismo. Su abrigo revoloteaba furioso y su cabello se enmarañaba y enredaba debido a la fuerza eólica.

Siquiera podía abrir los ojos como se debía, pero en el fondo no quería, así que estaba bien de esa forma, o más o menos. Porque la excesiva corriente de aire ya le estaba molestando de sobremanera.

 

El invierno estaba presente en todo su esplendor. Sólo a él se le ocurría huir de la calidez de su casa. Disfrutando de la calefacción artificial y la comida casera.

 

Pero el recordar la causa solo producía que su ceño se frunciera, aún más de lo normal. Porque era su forma de expresarse, además de su toxicidad verbal. Y en todo el largo y ancho de su vida, creía que era la perfecta forma de excluirse, de alejar o mantener a raya a toda persona se le cruzara en el camino.

 

Por supuesto, así de ferviente creía ese hecho, hasta que conoció a una persona que tomó esos “defectos” y los envolvió en sus brazos como si fueran un tesoro.

 

Y entonces sentía que ese recuerdo provocaba una interrelación paranormal entre la catástrofe que era su mente y la actividad natural. Porque sentía como el viento embravecía con más fiereza y las nubes que arremolinaban oscuras en el cielo ya dejando libre el fino líquido cristalino.

 

Las gotas de lluvia golpeaban su campera de tela pesada y abrigada, mojaban la superficie y dejaban que la humedad se expandiera. Maldiciones salían de sus labios y el destino la maldijo nuevamente.

 

Radiohead sonaba desde su reproductor, una canción tras otra, a pesar de que el modo de reproducción estaba en aleatorio. Y no es como si le disgustara aquel grupo musical, pero ahora mismo sus letras entonadas de armonías bajas, le provocaba una mayor sensación de miseria.

 

Aun así, siguió su camino en una lentitud impropia. El tiempo corría lento y sentía que era lo único que lo acompañaba, aunque sabía que no tardaría en traicionarlo también.

 

La tormenta que era su interior se vió exteriorizada por el clima caótico y pronto un millar de finas gotas como agujas lo persiguieron hasta su vuelta a casa. Pero aún si sentía que el agua lo lastimaba, se sentía frustrado por volver. Porque su corazón seguía en la búsqueda de algo que su mente nublada no podía recordar.

 

Estaba tan sumido en su malestar emocional que ya no podía recordar nada con exactitud.

Y quizá estaba exagerando las cosas, pero no podía evitar derrumbarse por dentro; perdido y profanado.

 

Y son momentos después, que se obliga a levantar la cabeza y enfrentar el apocalipsis que es su alrededor. Entrecerrando lo ojos, porque pesaban como plomo y no tenía suficiente fuerza para levantarlos.

Reconoce y piensa, que está cerca de casa y le espera una cálida bienvenida. Pero no la quiere, aun no quiere llegar.

Porque esa calidez brindada por su familia no es la misma que le proporcionaba Kuroo.

Sus ojos arden, lo sabía y quebraría ahí mismo. Se dejaría mezclar con el agua caída del cielo y la producida en su interior. Pero su orgullo es más grande y siguió adelante aún si la sombra de la noche estaba al acecho.

 

Y cinco cuadras más tarde finalmente llega a su destino.

—Llegué. —Dice como lo más mundano y rutinario del mundo, a pesar de que su familia realmente no lo esperaría ahí ese día. Puesto que su hermano, el cual leía en sala, apartó la mirada de su lectura para posarla en su anatomía.

 

—Kei… —Susurró y se levantó rápidamente para darle un abrazo de bienvenida. —Que sorpresa verte aquí hoy.

 

—Lo siento, si es una molestia.

 

—¿Qué? ¡No! Claro que no. Pero… acaso ¿pasó algo? —Preguntó Akiteru marcando la preocupación en su tono de voz, puesto que era miércoles y Tsukishima solo se aparecía los domingos. —Kuroo… él-

 

—No pasó nada, Nii-chan. —Respondió dejando sus zapatos en el obi de la casa y entrando a ésta oficialmente. —Solo quería pasar por aquí.

 

—De acuerdo, Kei. —Su hermano se resignó, sabiendo que el otro no hablaría, por lo menos ahora. Y no dice más nada del tema, prometiendose a sí mismo que lo intentaría más tarde. Porque ahora solo quiere reconfortar a su querido hermano y para ello llama a su madre que, con una clara felicidad materna, abraza a su hijo menor.

 

—Papá está de viaje. —Explica la Señora Tsukishima mientras le servía un plato de galletas recién horneadas a su hijo que hacía instantes moría de frío.

Y llenó el cuerpo de éste con una calidez el cual solo una madre podría lograr, con palabras dulces y gestos amorosos.

 

Y su hermano no se apartó de su lado. Ambas personas le brindaban su apoyo a su manera, a sabiendas que, algo había pasado y que el menor no diría nada al respecto.

 

—Ve a darte una ducha Kei, tu cuerpo sigue algo frío, podrías enfermar. —Akiteru limpió el resto de migajas de la mesa y le dedicó una sonrisa, cuya etiqueta llevaba su nombre desde que había nacido.

 

Y Kei solo asintió para luego hacerle caso. Estaba cansado y destrozado, pero la medicina que era su familia lo reparaba y reconfortaba lo suficiente. Y aun así, dos orbes almendras se asomaban desde lo profundo de su mente y no le dejaba despejar su cabeza en paz.

 

Era como una tortura. Una lenta y dulce, porque él mismo había elegido vivir con ello. Pero era reconfortante, cada segundo a su lado lo era. Aunque la ausencia se sienta como un millar de agujas clavándose en su pecho.

 

Y éste mismo se contrae al recordarlo. A volver al vacío existencial que produce su ausencia.

 

El agua caliente de la bañera se siente fría, como si el vapor se convirtiera en un vaho de invierno. Y los vidrios empañados solo fueran un espejismo de la estación congelada.

 

Entrelaza sus dedos apoyándolos en su estómago. Su boca sumergida produce pequeñas burbujas, indicando respiración. Sus ojos ya no están cubiertos por el grueso marco de los lentes, así que se deja sumergir por completo. Un par de segundos, no más.

 

Y cuando hubiera pasado un tiempo adecuado, salió de la bañera para secarse y cambiarse. El contacto de sus pies desnudos con el frío de los azulejos le provocó un leve estremecimiento, pronto convertido en reiterados escalofríos.

 

Así que se cambio rápido para salir de allí y dirigirse a su vieja habitación. Caminando por el estrecho pasillo alfombrado de borravino y aroma de nostalgia. Recordaba cuando niño, corría por este mismo suelo acolchado por la tela, junto a su hermano. Pero las risas se disipaban apenas las recordaba y cuando finalmente abrió la puerta correspondiente, la soledad lo abombó en forma de aire estancado.

 

Estaba seguro, que su madre procuraba cuidar de su habitación como si él estuviera viviendo ahí. Aun así, la falta de presencia humana era en extremo notoria. Y no tuvo alternativa más que suspirar con pesadez.

 

Redujo su actividad, entonces, a solo acostarse en su vieja y pequeña cama; a envolverse en sábanas blancas y convertirse en un bulto inerte que solo movía su pecho “arriba-abajo” para respirar.

Se dejó hundir en el aroma a “pasado” que irradiaba el mueble, en recuerdos de cuando Kuroo también durmió allí junto a él, y tenían que arreglárselas para que dos cuerpos altos entraran en el reducido espacio. Y es que su mente se ahoga en memorias, que su cuerpo no descansa. Que la gravedad se siente 5 veces más densa y entonces cada partícula de su cuerpo pesara lo suficiente para no dejarle mover.

Es por toda esa sumatoria que quiere dormir, pero no puede. Se siente cansado y solo puede dejar los ojos abiertos, percibiendo una oscuridad inminente, como si se estuviera burlando de él.

 

Entonces pasan las horas y la gravedad por fin produce que se le caigan los párpados. Y termina durmiendo sin sueños que lo amparen y además, el descanso es corto porque en medio de la bruma inconsciente se asoma la voz de su hermano que lo llama para desayunar.

 

Piensa que aun si no ha dormido lo suficiente, es conveniente levantarse. Porque su orgullo es más grande que nada y no se dejaría vencer ante a nadie.

 

—Buenos días. —Susurra cuando ya terminó de alistarse y haya entrado a la cocina. Mira su alrededor con atención y se medio sorprende de que nada haya cambiado, por lo menos a grandes rasgos. Porque se encuentra con detalles nuevos como el delantal de su madre y el patrón de las cortinas. Pequeñas cosas que se implementaron a su hogar en su ausencia. Y quizá sea porque se encuentra un poco sensible, pero no puede evitar sentirse un poco abrumado.

 

—Buenos días cariño. —El saludo de su madre le alivia el corazón nuevamente y sonríe, apenas un poco; la primer sonrisa desde que llegó. Rápidamente toma asiento en la primera silla que ve y sigue expectante ante todo, porque se siente como un extraño.

 

Pero trata de no pensar en eso y se deja hundir en la calidez hogareña. Intenta pero no consigue pensar en Kuroo y en la primera vez que se quedó a desayunar junto a su familia. En su rostro nervioso y risa graciosa; en su sonrisa tierna y dientes perfectos; en su voz ronca y el brillo de su mirada.

 

Debía ser franco consigo mismo y admitir que si lo extrañaba. Pero ¿qué más podía hacer? Si aquella pelea provocó que saliera de casa en medio de una tormenta. Acto que jamás en su vida se hubiera imaginado de hacer.

 

Escucha las voces de su familia pero no las absorbe, no las analiza. Solo pasan y se disuelven, quedando en la nada. Porque su mente está ahogada, espesa ante el embravecido mar de memorias que lo acorralan y le hacen caer.

 

Mira por la ventana y el clima ha cambiado considerablemente a comparación del día de ayer. Las nubes ya no se arremolinan ni se oscurecen, entonces concluye que podría salir a despejar su mente un poco.

 

Y eso hace. Termina de desayunar y se dirige a la salida de la casa, calzándose con las mismas zapatillas de ayer por mucho que le disgustara.

 

—Ten cuidado. —Dijo su hermano a sus espaldas, con un tono de voz suave y protector. —Llámame si necesitas algo Kei.

 

—Estaré bien Nii-chan, no soy un niño. —Responde como algo obvio, sonriendo levemente de nuevo, cayendo en cuenta que, al fin y al cabo, su familia no había cambiado para nada.

 

Y el mayor de los Tsukishima lo mira con una sonrisa que denota una preocupación latente de que su pequeño hermano sea tan cerrado a veces. Pero lo acepta, porque razón tiene en que ya no es un niño.

 

Kei lo saluda con un pequeño movimiento de cabeza y sale finalmente.

Afuera, el azul cielo lo cubre como techo artístico de manchas pictóricas en blanco. Se ven tan suaves que no puede evitar alzar la mano hacia alguna de ellas; y aunque no puede alcanzarlas, cierra su mano y la guarda de nuevo.

 

Pensó, entonces, que aquello se sentía como una metáfora insolente de su estado actual. Pero deshizo todo ese embrollo de emociones y pensamientos, y los escondió en la esquina recóndita de su mente.

 

La brisa ligera ahora lo acariciaba con dulzura. Era un contraste fuerte a comparación de ayer, donde el viento lo azotaba y lastimaba.

El sol se sentía cálido y relajante, ayudaba a calmarlo del frío que dejó la lluvia pasada. Y los sonidos a su alrededor eran dulces y calmos como si todo el vecindario se hubiera puesto de acuerdo para no salir de sus casas o, por lo menos, mantenerse silenciosos.

 

Movía sus piernas por inercia, un pie delante del otro. En un ritmo sistemático. Caminaba sin rumbo fijo, porque su mente fue liberada de turbulencias y solo se dejó llevar.

 

Entonces se dió el lujo de volver a recordar, todo aquello que lo hacía feliz. Desde efímeros segundos con sensaciones que solo duraban un parpadeo, hasta la totalidad de la subjetiva imagen de Kuroo que proyectaba su mente.

Así que decidió atesorar todo aquello que le fue brindado sin costo ni materialidades. Como cuando se le fue entregado el cuerpo y alma.

 

Detuvo su andar repentinamente, había un lugar al que debía ir; al que necesita ir. Por lo que se dió media vuelta y a paso apresurado se dirigió al lugar que le guiaba su corazón.

Y con su carrera, el paisaje cambiaba. El concreto finaliza y el verde abunda la mirada.

 

Para ese entonces el arrebol tiñe el azul del cielo, todo se torna más cálido con la presencia de ese tono y no puede evitar sentirse un poco feliz. Porque el cantar de los insectos y la danza de las hojas, produce una extraña nostalgia satisfactoria.

 

A lo lejos, vislumbra la punta de una colina y allí se dirige. Esta vez, camina con paso decidido, porque necesitaba la esencia de ese lugar como a nada en este mundo.

Y minutos después llega, con respiración agitada y emociones a flor de piel.

 

Un árbol de tronco grueso y copa exuberante se alza ante su mirada, y al pie de éste, la silueta de una persona sentada que al verlo, se le cierra la tráquea por la impresión.

Porque conoce ese perfil más que la palma de su mano. Reconoce la melancolía de sus ojos y el ondulante movimiento de su cabello en punta.

 

Se acerca a él, tan lento, como si temiera algo y no sabe que es. Aquella persona nota su presencia y gira su rostro para verlo directamente. Y la sorpresa es compartida.

 

—Kei… —Es lo que susurra aquél que fue bañado por el naranja del atardecer y el viento de los acantilados.

 

—Kuroo. —Responde quien fue lastimado por la fiereza de la tormenta.

 

Y ambos cuerpos no pueden contenerse, porque se necesitan. Es aquella necesidad de sentirse, que los une como imanes, cuya fuerza supera el neodimio. Es aquella tanza, como un hilo de oro que los une como a un individuo y ya no los deja separarse jamás.

 

—Kei, Kei. Perdóname. —Susurra el mayor de edad pero menor estatura. Lo dice como palabras que lleva el viento pero cálidas como un rayo de sol a la sombra. —No debí gritarte, no quise herirte. —Cierra los ojos mientras lo abraza en una unión profunda. El de ojos dorados le corresponde al instante y se deja llevar por ese aroma de tonos vainilla.

 

Y no es como si hubiera pasado tanto tiempo, pero aquel día de ausencia se había transformado en una eternidad para su corazón.

 

—Yo también te grité… —Responde a media voz, como si de pronto toda su energía hubiera sido drenada. —Yo también… lo siento.

 

Tetsurou despegó su cuerpo levemente y clavó su mirada en aquellas orbes que brillaban como el oro, resplandecía aún más que la luna y se convertía en el sol hasta en sueños olvidados.

Llevó una mano al rostro ajeno y con sus largas falanges acarició su preciado tesoro.

 

—Te amo, Kei. —Tsukishima se sorprendia cómo es que lograba que su tono de voz se volviera cada vez más dulce; más que el almíbar, más que la miel. —Fuimos dos estúpidos. —Rió un poco, con la vergüenza aflorando desde su garganta. —Obviamente mis intenciones no fueron pelear contigo, no sé porqué las cosas resultaron de esa forma. Por eso… lo siento.

 

Tsukishima lo imitó en la pequeña sonrisa nerviosa.

 

—Tú mismo lo dijiste, los dos hemos tenido la culpa. Así que ya no te disculpes. —El dorado centelleante de sus orbes pronto se fundió con la paleta cromática del ocaso. Kuroo pensaba que aquello era único e inigualable y no había mejor sensación que saberse dueño de un preciado tesoro de ensueño. —Yo… también te amo…

 

El de cabellos como la noche ensancha su sonrisa y no tarda en plasmar sus labios con su pareja. Los acaricia, los besa y saborea como si fuera la primera vez. Y Tsukishima le corresponde, porque también lo quiere y lo desea; lo necesita y lo reconforta.

Mas no profundizan el acto, ya sobraría el tiempo después. Así que se separan, como si el tiempo no los corriera.

 

—Encontré algo y quiero dartelo. Acompañame. —Kuroo toma su mano. Y lo guía a la cornisa natural donde anteriormente estaba sentado. Agacha su cuerpo y toma algo de entre las hebras verdes del pasto. Y con una mirada que promete más de un millar de cosas, le extiende el pequeño regalo a las delgadas manos del rubio.

 

—Flores… Soy un hombre Kuroo. No me enorgullece que algo tan delicado te recuerde a mi.

 

Tetsurou ríe libremente, con estridentes tonos cuyo sonido era lo mejor que podían componer sus cuerdas vocales.

 

—Lo sé. Pero además de que son muy bellas. Su significado es lo que inevitablemente me llevó a pensar en ti.

 

—¿Qué significan?

 

—Son flores de Azahar, Kei. Y simbolizan el amor eterno. Por eso… —Hace una pausa una más larga de lo que a Tsukishima le hubiera gustado, pero lo espera con paciencia. —Por eso quiero dártelas junto a esto. —Finaliza y del bolsillo de su abrigo saca una pequeña caja.

 

Al más alto se le atoran no sólo las palabras, sino los pensamientos, y las acciones también. Pero lo mira, lo observa con ojos de cristal y se graba los detalles, para que se mantengan eternos como un tatuaje de memorias.

 

—Es… un poco irónico porque desde ayer quería dartelo. Aún así, me gustaría que olvidaras ese mal rato, esa pelea absurda de cuestiones acumuladas, y me mires. Bueno… como lo estas haciendo ahora.

 

—¡Ya, Kuroo!

 

—Lo siento, lo siento. Kei. —Cambia su semblante a uno serio por fin, y fija su mirada en el rostro ajeno. —Tsukishima Kei. —Repite su nombre y abre la pequeña caja, dejado descubrir una pequeña joya en un anillo. —¿Quiéres casarte conmigo? —Se anima a decir y el silencio sepulcral del otro lo atormentaba internamente. —Ke-

 

—Kuroo. —Dice Tsukishima por fin, y de sus ojos cristalinos salen pequeñas gotas saladas. —Acepto. —Dice tan bajo, que Tetsurou cree haber caído en un espejismo producto de su felicidad, pero Tsukishima reitera. —Acepto. —Con un tono un poco más alto y mirando el ámbar directamente. Así que cae en cuenta de que es la realidad y concluye que en su vida había mejor sensación que esa.

 

Porque la realidad nunca había sido tan perfecta.

 

Y lo funde en un abrazo de nuevo. Porque ya no lo dejaría ir; ya nunca más lo soltaría y si pudiera, se quedaría allí por siempre y para siempre.

 

Así que para sellar todo esto, se besan de nuevo, un poco más, más profundo. El sol los abandona pero las estrellas los acompaña; y en el firmamento donde se dibujan constelaciones, se unieron oficialmente.

 


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