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Por una razon por RLangdon

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Clay Jensen era un idiota. Pragmático, noble y dirigente, pero seguía siendo un imbécil que quería salvar a todo el mundo, que se sentía en deber de ayudar al prójimo, aún cuando no era su maldito problema. Así lo pensaba Justin. Y su criterio respecto a la necesidad mórbida de su compañero en pos de salvar a otros no hizo sino acrecentarse cuando Clay fue a buscarlo a la zona este más alejada de los suburbios para traerlo de vuelta. Aquel nido de drogadictos al que había ido a parar luego de perderlo todo. 
 
Surrealista. Así se había sentido cuando Jessica lo mandó al demonio por última vez, y poco antes de ello, cuando su propia madre le dio la espalda y su padrastro le cerró la puerta en las narices diciéndole que se largara de una buena vez y los dejara tranquilos o recibiría una buena paliza. 
 
Eterno cautivo de diferentes y bastos detrimentos.
 
No era más que un óbice en la vida de las personas. Justin lo supo desde los cinco años. Cuando uno de los novios de su madre se deslizó de noche a su recámara para reclamarle que hiciera cosas que se supone que un niño no debe de hacer jamás. Una simple acción bastaba para pasar del mundo de la inocencia y puerilidad a la grotesca belicosidad del mundo adulto.
 
Una sencilla acción lo cambiaba todo. 
 
El primer beso. 
 
La primera pelea. 
 
La primera decepción amorosa. 
 
Liarte un cigarrillo. 
 
Perder un ser querido. 
 
O ser ultrajado en contra de tu voluntad porque aunque quieras, no puedes defenderte y ni siquiera te das cuenta de lo que ocurre hasta que ya es muy tarde. 
 
Por aquel entonces ya estaba roto. Quebrado en decenas de pedacitos. Sólo su alma se aferraba a la invisible balsa salvavidas que era la escuela. 
 
Y ni siquiera ese lugar era un refugio donde lamerse sus sangrantes heridas. No cuando estaba rodeado de chicos ricos o clase media. Justin nunca tenía un maldito centavo en el bolsillo o algo más sustancioso que un cartoncillo de jugo en la lonchera.
 
Odiaba como lo miraban, repudiaba lo que comentaban de él en la cafetería. Que si su ropa estaba sucia y no era de marca, que si no llevaba almuerzo, que sus tenis estaban rotos y que no pertenencia a aquella categoría. 
 
Por eso, cuando Brice le tendió la mano, se quedó a su lado, aun si era el peor gilipollas, abusivo, malhablado, y si todos le temían. Justin le había seguido por la simple razón de que fue el único que le buscó a mitad del sórdido naufragio en que se había convertido su vida. 
 
Entrar a Liberty le abrió un mundo nuevo de posibilidades. Todos lo veían como el chico guapo, popular, uno de los jugadores estrella de los Tigers.  
 
Grandioso Justin. 
 
Sensacional Justin. 
 
El basquetbol y el fútbol lo ayudaban a lidiar con el lodazal conflictivo que le aguardaba tan pronto llegaba a su casa.
 
Pero entonces vino lo de Hannah. Entonces conoció a Jessica, a Alex, a...Clay. 
 
De pronto estaba con problemas hasta el cuello. 
 
De repente necesitaba un escape porque todo era caos a su alrededor y ya no lo soportaba. En casa solo era un simple estorbo, un parásito bueno para nada, y roto... Muy roto. 
 
Sus decisiones no habían hecho más que confluir en catastróficos resultados. En su mente se habían fijado las escenas que echaron a perder su vida. Todas ellas. Las desavenencias con su madre, la dificultad para relacionarse con las personas correctas, la imposibilidad de reformarse, la perdición absoluta cuando ya no pudo depender económicamente de nadie y tuvo que vender lo único medianamente servible que le quedaba, su cuerpo. 
 
Luego cayó, y siguió cayendo en ese agujero sin fin. En un espiral de problemas sin solución. 
 
Le había fallado a Hannah, a Jessica, a su madre.
 
Se había fallado a sí mismo. 
 
Y encontró el medio perfecto de evadir toda su basura. Halló lo que le faltaba en una jeringa, sorbiendose unas líneas, inhalando, ingiriendo, diluyendo.
 
Anabólicos, anfetaminas, opiaceos, alucinógenos, catinona sintética, fentanilo. 
 
Una pequeña dosis de cualquiera y el sufrimiento se iba. No había dolor, hirientes recuerdos, vanas esperanzas. Unos gramos de esto, unas líneas de lo otro y una medida de aquello para contrarrestar una enfermedad sin cura que provocaba un profundo dolor latente en su pecho y en su cabeza que no cesaba.
 
Puede que no sobreviviera una semana más solo y deambulando en las inmundas calles de la zona este suburbana, pero entonces llegó Clay. Su mundo estaba de cabeza y él insistía en querer ayudarlo. 
 
Ayudarlo a él después de todo lo que había y no había hecho, como no proteger a Jessica cuando más lo necesitaba.
 
Que lo mantuviera viviendo oculto en su casa a espaldas de sus padres solo había servido para reafirmarle que Clay era un idiota. Si, porque sólo un idiota se arriesgaría a meterse en conflictos con sus padres por un tipo que no merece la pena. 
 
La vida de Clay, pese a todo, resultó mucho más amena y tranquila de lo que Justin soñó alguna vez que podría llegar a ser la suya. Incluso tras haber recorrido el averno cuando su actual amigo descubrió su problema con las drogas e insistió hasta las últimas para desintoxicarlo. 
 
Mil palizas de su padre habrían sido el paraíso, comparado a la experiencia de pasar por el síndrome de abstinencia cuando su llave al país de las maravillas se fue a la basura y por el inodoro, y entonces, se vio vagando entre la terrible ansiedad de no poder evadir sus problemas. Fatigado, con escalofríos, vómito y convulsiones. Habría muerto de una sobredosis, se habría dejado morir, pero Clay quería salvarlo, brindándole ilusas promesas de que lo necesitaba.
 
Porque era su amigo, decía. Aunque Justin supiera de antemano que su eterno afán de condescendencia hacia el prójimo derivara a raíz del suicidio de Hannah. 
 
Al no salvarla a ella, Clay había volcado todo su esfuerzo por ayudar a sus allegados. Y Justin estaba entre el montón, y era el más jodido. 
 
Todos lo querían fuera de sus vidas, no obstante Clay le ofrecía una oportunidad para reivindicarse, confiaba en él, creía en él. 
 
Con el paso de los días Justin había dejado de poner resistencia. Todas sus barreras de protección caían cuando Clay se quedaba con él, cuando pasaban la noche juntos y el idiota lo cuidaba. Tenía que vigilarlo, solía murmurar cuando lo cubría con una manta al verle tiritar por las madrugadas a causa del síndrome de abstinencia. 
 
Claro. Debía cuidar que no le subiera demasiado la fiebre y luego empezara a convulsionarse en plena madrugada, o que no se ahogara con su propio vómito. 
 
Clay no era como la mayoría de los chicos. Hannah tenía razón. Clay era el tipo de persona en la que se podía confiar ciegamente. El amigo que no te traiciona aún cuando su propia seguridad corra peligro. No era la clase de gilipollas que se relacionaba con los populares. Era absurdamente normal, entregado a sus amistades, y en ello, precisamente, brillaba más que ninguno. 
 
Quizá fuera la ausencia de toda la porquería que solía meterse Justin a diario, o la soledad en la que se había aislado luego de irse de la ciudad cuando Jessica no quiso perdonarlo. Cualquiera que fuera el detonante, Clay había conseguido llegar a una parte de él que creía muerta cuando su primer padrastro lo lastimó de forma irremediable. La sola presencia de Clay, lo hacía desear ser una mejor persona.
 
Junto a Clay ya no necesitaba huir o evadir sus problemas. Ya no estaba solo, ya no estaba en la oscuridad. Los días eran mejores, más radiantes, y aquel no fue la excepción.
 
Bajo el abrigo de las cálidas sábanas, Justin se dedicó a hojear una de las tiras cómicas favoritas de Clay. La habitación era lo suficientemente grande para albergar dos dormitorios. Y había sido una suerte que los padres de Clay quisieran adoptarlo. Finalmente se sentía parte de una familia. La última decisión la había tomado su mejor amigo y salvador. 
 
—Oye, Justin, ¿Cuál te gusta más?
 
Sorpresivamente, la puerta se abrió. Justin apenas levantó la mirada del librillo para ver al idiota número uno cruzar a su lado del cuarto para mostrarle dos playeras azules, una lisa oscura y otra tipo polo con franjas transversales blancas. 
 
—Ah, ¿Ninguna?— Sinceridad ante todo. Cerró el librillo y lo dejó sobre la cómoda—. ¿Para qué las necesitas? 
 
Los ojos verdiazules de Clay revelaban incomodidad. 
 
—Monet's. Todos quieren ir. 
 
Una sonrisa divertida arrastró toda la seriedad de su semblante. Luego de cuatro meses conviviendo juntos, había aprendido a conocer mejor a Clay. Sabía, por tanto, lo mucho que le disgustaba a este asistir a fiestas y todo tipo de reuniones. 
 
—Todos, menos tú— Se levantó para quitarle las playeras y evaluarlas a consciencia—. Me gusta más la oscura. Luce más elegante— Iba de vuelta a leer los cómics cuando Clay se lo quitó de las manos—. Estaba viéndolas— Refunfuñó.
 
—También iras, Justin. No puedes dejarme ir solo. Sería injusto que te quedes aquí durmiendo y yo estoy incómodo en el café. 
 
—Si no quieres ir, ¿Por que lo haces?— indagó, levemente interesado al pasar la página terminada. 
 
—Porque se lo prometí a todos. 
 
—Amigo— Rió Justin—. Eres idiota. 
 
Y vaya si lo era. El idiota con el corazón más grande y un profundo y casi ridículo sentido del deber. 
 
—Esta bien. —Cedió—. Iré. Será mi turno de cuidarte—. Soltó otra risilla—. No quiero que tus padres digan que soy un mal amigo. 
 
—Venga ya, Justin. 
 
—Bien, bien. Más vale que haya licor.
 
Fingió seguir leyendo para ver de reojo a Clay revolver la ropa del armario en busca de alguna chaqueta a juego. Sabía que su mejor amigo jamás lo diría pero el motivo por el que más odiaba asistir a esos lugares era porque le recordaban a Hannah. Debía ser jodido estar físicamente en un lugar y emocionalmente en otro. Así había estado él los últimos meses. 
 
Razones. 
 
Todos tenían sus razones para hacer lo que hacían, para ser quienes eran. Razones para actuar o quedarse de brazos cruzados. Para morir o seguir viviendo. 
 
Ahora Clay era una de sus razones. Pocas, muy pocas razones para seguir respirando y querer esforzarse cada día un poco más. 
 
Quizá, algún día, se lo diría.

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