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Golden bike por Kiharu

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Notas del fanfic:

the GazettE no me pertenece.

Ni Santa Claus.

Ni la madre de Yutaka.

 

Notas del capitulo:

Para: La señorita J.

En una navidad... en una navidad lluviosa.

 

Tengo mucho frío. Tanto que puedo afirmar que Japón es el polo norte (nunca he estado ahí). Son las ocho y media de la mañana del 24 de diciembre. Llevo un suéter ligero. Un vaso con agua caliente —odio el agua caliente— y una pastilla. También, como un adorno de mi pesadez, tengo un dolor de cabeza tan fuerte que parece que quiere dejar acontecer un terremoto dentro de mí.


¨Está bien¨ me digo. Pronto van a dar a las nueve. Esto no significa un gran cambio; no es por esto que mi dolor vaya a irse, ni tampoco seré inmune al dolor a esa hora. Tampoco, creo, dejaré de tener frío. Pero pronto van a dar las nueve y yo he estado esperando eso durante cuatro horas. Desde que me levanté y comencé a pensar en mi último deseo de navidad. Me tomo la pastilla, intento ponerla al final de mi lengua, al inicio de la garganta, para no sentir el sabor amargo. Cuando consigo tragarla, me dan ganas de vomitar por lo caliente que está el agua. ¨Está bien, cálmate, Yutaka¨ me vuelvo a decir.


Ya son las ocho con cuarenta y cinco minutos. En quince, podré irme.


Me levanto, tomo un gran abrigo, y decido lavarme los dientes (a pesar de que la última vez que lo hice fue a las siete y cuarto). Los lavo cuidadosamente. Mis dientes, como los heredé de papá —según mamá— son sólidos y puede que nunca tenga caries. Además, son parejos. Mamá siempre decía que debía ser agradecido por no haber heredado los suyos, que eran más bien una desgracia. Los observé un buen rato, recordándome cada una de las veces en que mamá me ayudó a cepillarlos.


Cuando dejo de verme al espejo, salgo del baño y me pongo unos guantes que tenía preparados sobre la cama. Busco mis gafas; cuando las encuentro, el reloj está llegando a las nueve con dos minutos.


Como cada 24 de diciembre por la mañana, salgo en mi bicicleta dorada. La campana hace un ruido agudo cuando monto sobre ella y la canasta se sacude el frío. El asiento está tan congelado que me siento como si me hubiera meado encima. Respiro hondo. Cada año hago exactamente lo mismo; debería comenzar a comprender que estas cosas pasan cuando está helando. Comienzo a pedalear. Siento cómo los pies duelen, de manera tal que me detengo y me apoyo de una pared. Cuando recupero la compostura, prosigo mi camino, otra vez, como el año pasado, y el pasado, y el pasado.


Ocurre que, a las nueve y veinte, la pastelería del centro comienza abrir sus puertas y, dado que no tienen servicio a domicilio, debo ir yo por el pastel que encargué para la ocasión. Pedaleo con tranquilidad. Me voy preguntando qué sentido tiene la ciclo-vía que hay a un lado de los carriles para los automóviles, si de cualquier forma voy a acabar pasando los cruceros con el mismo peligro que antes. Suspiro abiertamente, mientras espero un semáforo, junto a los demás coches. Mientras tanto, miro a una niña caminar con su madre, que lleva un montón de ingredientes, para tal vez, la cena de navidad. Mantengo mi mente despejada.


El verde se pone y avanzo.


Cuando llego a la calle de la pastelería, miro el reloj y veo que ya deberían de haber pasado unos diez minutos desde que abrieron la pastelería. Me subo a la banqueta, teniendo mucho cuidado con las civiles que circulan por ahí; me voy acercando a la pastelería cuando de pronto, un regalo enorme se posa frente a mis ojos y me voy contra él, sin poder frenar. Cuando abro los ojos de nuevo, no llevo las gafas y mi pierna izquierda ha quedado debajo de la bicicleta. Me levanto con cuidado y observo a las personas que me preguntan si estoy bien. Les afirmo y una por una, van yéndose conforme me estoy sacudiendo la ropa. No ha sido para tanto. Busco en el piso mis gafas, pero termino encontrándolas en la canasta de la bicicleta. Me las coloco, paro la bici y me acerco al regalo gigante, del que nadie se ha preocupado.


Es un hombre, un hombre dentro de una botarga (esto es lo que opino. No estoy seguro de que sea una mujer. Es una simple suposición). Agita los pies, como un niño haciendo una pataleta. También mueve las manos de manera exagerada. Haciendo tales movimientos, no viene a mí otra cosa sino una cucaracha muriendo por insecticida.  Me acerco, cuidando que mis labios no sonrían con burla.


—¿Está bien? —cuestiono.


—Sí, sí. Pero, por favor, ayúdame a levantarme… ¡Es imposible con esta cosa puesta!


Acerco mis manos a las suyas y las tomo con suavidad; con velocidad y sin ninguna duda, siento el apretón de manos que me hace. Hago acopio de todas las fuerzas que Dios me encomendó y le ayudo, aunque lento, a levantarse. Cuando está de pie, se sacude un poco la botarga— es un regalo rojo, con una cinta dorada. La botarga le llega a los muslos y apenas puedo ver la rendija por donde deberían ir sus ojos. Me empieza a entrar ansiedad. Cuando para de sacudirse, me disculpo por haberlo arrollado. Le miro los zapatos lustrados cuando me inclino para la disculpa.


—No te preocupes, ya me pasó tres veces ayer. Los niños corren muy rápido y a veces chocan conmigo, así que termino en el suelo. Lo único mortificante es que como ellos no son altos y fuertes, no me ayudan… Y entonces tengo que llamar a alguien de la tienda, o a algún ciudadano que se apiade de… ¿Yutaka?


Esto no me lo esperaba. ¿Por qué el regalo sabe mi nombre?


—¿Eh?


—¿Yutaka Tanabe, verdad?


—¿Lo conozco?


—¡Deberías de conocerme!


—Lo siento, pero no creo haber conocido a otros regalos además de usted, señor. Y de usted, no me acuerdo de nada.


—¡Soy Shima! —Palmea mi hombro con singular alegría. Me da un sofoco al escuchar ese nombre—. ¡Kouyou Takashima! Acuérdate… hace, ¿cuántos serán? ¿Doce años? Sí, sí, eso. Cuando acabamos el bachillerato, recuerda,  lloramos juntos porque íbamos a separarnos.


—¿Shima? —respondo con duda. La voz me tiembla—. ¿Cómo se supone que te reconozca si estás disfrazado así?


—Pues… —Ríe fuerte. Mi dolor de cabeza no se ha ido completamente, de hecho, creo que encontrándomelo a él, ha aumentado. Puede que también influya el golpe con el piso frío que me di cuando lo atropellé. Mi memoria corre velozmente en mi archivero trayéndome recuerdos de la arrebatadora sonrisa del hombre que parece estar detrás de esa botarga—. No sé, Yuta. Supongo que no podría ni reconocerme yo mismo. ¿Cómo has estado?


Esto es raro. Están mirándonos todos. No es que te odie, pero me da mucha vergüenza.


—Bien.


—¿Qué estás haciendo por acá?


—Vine a recoger un pastel… que por cierto, voy tarde. Debo ir ahora.


Sonrío de manera amable y entro apresuradamente a la pastelería. Quizá Kouyou Takashima piense que soy idiota. No lo juzgaría, hasta lo mismo me juzgo pensando en mi cobardía. Centro la atención —¿qué atención?— en los pasteles del aparador y entonces, la muchacha que me ha atendido los últimos tres años, me recibe con una sonrisa. Me dice que no tardará mucho en traerme el encargo y yo asiento. Me voy poniendo nervioso a medida que voy pensando que al salir de la pastelería volveré a encontrarme con ese hombre que dice ser mi mejor amigo de la juventud. Ya de por sí le tengo miedo a pasar junto a las botargas… es mucho más agobiante hablar con una.


—Aquí está, señor Tanabe.


—Gracias.


Tomo el pastel delicadamente y pago lo que falta por liquidar. Le vuelvo a agradecer y salgo con precaución a la fría calle. Cuando me asomo a la tienda vecina, no está el regalo ni ninguna otra botarga asesina, así que coloco el pastel en la canasta de enfrente y monto la bicicleta velozmente.


*


He pasado gran parte del día observando la tumba de mi madre.


Cada año, como es costumbre ya, vengo a recordar mi deseo de navidad a los cinco años.


“Deseo ser tan feliz como dice el programa de mi mamá. También deseo tener una bicicleta dorada”.


A pesar de que le platico cosas —como un lunático— a las flores que traigo y a mamá, este año he estado más callado que de costumbre. Aunque cada vez que visito su tumba recuerdo aquel deseo con amargura (como su muerte aconteció justo el año siguiente, me arrebató gran parte de la felicidad de niño; así que no volví a tener deseos navideños en los años venideros), este año está siendo diferente. Primeramente, por el dolor de cabeza. Eso me pone inquieto. Por no pensar en la mayor inquietud: Kouyou. Aunque él ha sido un accidente, me ha sorprendido tanto que no dejo pasar los recuerdos que me vienen a cada momento de lo que hacíamos juntos.


—Entonces, mamá, cuando cumplí 17 años, él me llevó a comer ramen a un lugar barato. No me estoy quejando de ello, sino de que como ni siquiera a él le gustó el sabor de la sopa, acabamos saliéndonos con el estómago igual de vacío. Después me llevó a la casa a beber, él había comprado una botella para esa ocasión. Bueno, quizá se la robó a su padre. En todo caso, él me acompañó cuando cumplí 15, 16 y 17. Todo el bachillerato, festejé mi cumpleaños con él —un largo suspiro escapa de mis labios—. Mamá, sería genial que lo vieras. Aunque no sé cómo es ahora, en aquellos tiempos él era muy, pero muy guapo. Lamento no tener una novia, pude conseguirla desde aquél tiempo, pero yo siempre estuve con Kouyou y no tenía ojos para otra persona —acaricio las flores sobre la tumba—. Pero eso ya lo sabías. Te conté de él en aquellos años, cuando venía en navidad.


Sonrío levemente y veo cómo la tarde está llegando. Decido, con poca determinación, regresar a casa y proceder a comerme el pastel. Me despido calladamente de mamá y le prometo regresar el año entrante. Me voy acercado cada vez más a la salida, mientras intento recordar la primera vez en que Shima y yo nos besamos. Aunque nunca fuimos nada más que los mejores amigos inseparables, nos estábamos queriendo a nuestra manera. Puede que quizá eso nos llevó a separarnos por la paz.


*


Caminando de regreso a casa, cada vez con más frío y menos movilidad muscular, veo la  hora, como asegurándome de que no se me hace tarde para llegar a mi solitaria casa. He intentado por todos los medios quitarme de la cabeza a esa botarga gigante con la que choqué por la mañana. Cuando logro no ver esa caja enorme y roja, veo a Takashima, con 18 años, despidiéndose de mí con una cara sin emoción. Entonces, vuelvo a ver el reloj, como si el tiempo me salvara de la desdicha. Pero no, jodida madre, no. Es tan frustrante que alguien te deshaga la paz.  


Igual, no me importa. ¿A quién quiero engañar?


Cuando voy a dar vuelta para la calle de mi casa, hay alguien que corre detrás de mí. Me volteo y… Como un clásico cliché de enamorados —que estoy seguro que son puras patrañas, no estamos enamorados—, Kouyou Takashima se aproxima a mí, alzando su brazo izquierdo, saludando, y sonriendo de una manera casi deslumbrante. Cuando se detiene, suspira y aspira aire gravemente. Espero, con sinceridad, que el aire gélido no le haga pillar un resfriado. Correr con esta temperatura y aspirar aire de esa forma es de locos.


—Yuta, Yuta, te alcancé… —inhala y exhala el aire de manera ruidosa, de nuevo—. Pensé que tendría que tocar a tu casa, pero me sentía muy inseguro de hacerlo, ya que no recuerdo bien cuál era. Al menos, no te has mudado.


—Con esa casa, Shima, sería un desperdicio mudarme —sonrío un poco tímido. Agarro aire frío para los pulmones indecisos—. Sé que tal vez tienes planes, pero, ¿quieres pasar a tomar algo?


—¡Qué va! Si por eso vine. Este año, no quiero hacer lo de siempre, ¿está bien si me quedo conmigo? ¿No interfiero en planes?


—No, no interfieres en nada. Paso la navidad solo…


—Ya veo.


Le indico por dónde caminar. Faltan tres casas para la mía. Él sonríe de manera tranquila a mi lado. No quiero ni verlo de frente. La sensación de pena que te da cuando te encuentras a un viejo amigo —no voy a decir algo como amante—, no desaparece en ningún instante. De hecho, desde que hice esa pregunta (que costó terriblemente mucho formularla) me siento todavía más nervioso. Sé que es más bien porque casi no charlo con personas de otra cosa que no sea trabajo. Hace ya tiempo que olvidé cómo era pasar la navidad con alguien. Eso sí, mientras me acomplejo por razones sonsas, de reojo veo que en la mano derecha lleva una bolsa del supermercado de aquí cerca; también conviene aclararme su atuendo, un largo saco y al parecer, unos pantalones negros abajo. Y los zapatos lustrados y brillantes de esta mañana. Medito mientras miro al frente. Esto ha cambiado un poco. ¿Dónde están esas cadenas en los pantalones y los aretes de orejas? ¿Y los converse que usaba hasta para ir a fiestas formales?


Deslizo la llave con cuidado, Shima está detrás de mí. Giro con un movimiento de muñeca y abro la puerta. Le pido que pase, que se ponga cómodo. Nos quitamos los zapatos, le digo que hay calefacción dentro, que puede dejarme el saco, para que se esté más cómodo.


—En un momento, ahora estoy muy calientito con él.


—Bien.


Shima decide ir a sentarse con actitud en la sala y yo lo sigo. Tampoco es como si supiera qué hacer. A veces tengo tantas cosas que decir, que escribir o que pensar, y justo en el momento en el que necesito hablar de algo divertido, mi mente queda en blanco. Me siento junto a él, y decido quitarme el gran abrigo que traigo desde esta mañana.


—Y bien, Yuta, ¿qué haces para navidad?


—Bueno… —agarro un cojín, como si con eso fuera a protegerme de las cosas que no sé y que tal vez no quiero contar, y lo pongo sobre mis piernas—. Nada en especial. Verás, cada año, voy a visitar a mi mamá, así que en eso se va la tarde. Luego, regreso aquí y como pastel. También como sopa instantánea… Me da flojera cocinar en esta fecha. Y bueno, nada muy divertido que digamos, ¿tú qué tal?


—Pues… —lo piensa un momento frunciendo las cejas. Me mira directamente a los ojos y pienso que él verdaderamente sigue siendo  la misma persona con la que compartí varios cumpleaños—. Trabajo como vicepresidente de una compañía, así que me invitan a un montón de cenas elegantes con los compañeros de trabajo. Pero te aseguro que es de lo más aburrido. Lo cual es una lástima, ya que amo la navidad.


—Pero debe ser buena la comida, ¿no? —sopeso un poco lo que me dice, entonces, me confundo y lo pregunto antes de que responda algo—: ¿No trabajas como una botarga?


—No —responde—. He decidido tomar ese trabajo en una tienda de regalos porque estoy un poco aburrido de hacer las mismas cosas todas las navidades —sonríe como si quisiera decirme que ahora está más cómodo. Luego, parece recordar la pregunta anterior—. Prefiero comer una sopa instantánea a no saber de qué hablar durante varias horas, hasta que llega el alcohol para el tema. Las cenas elegantes no me van.


—Ah, ya veo.


Suelto una risa floja.


Su única reacción ante mi respuesta, es sonreír más de lo que ya lo hacía. ¿Es que está enfermo? ¿Le dolerá el estómago y por eso tiene esa cara? Ni idea. Como sea. Lo veo poner en la mesa la bolsa que lleva y, entonces, poco a poco, va sacando su contenido. Hay una bolsa con palomitas de maíz, también otra con papas a la francesa, otra con papas amarillas clásicas y una botella de sake muy grande. También saca cervezas y unas velas mágicas. Le pregunto qué son todas esas cosas y él solo asiente, me dice que vaya y saque las sopas instantáneas, que regresaremos a los tiempos perdidos. Me detengo un momento a pensármelo.


—¡Venga, Yutaka! ¿O es que la edad ya no te permite tomar alcohol?


—Idiota.


En realidad, mientras me lo pensaba, le veía la cara. Sigue siendo el mismo tío guaperas con el que compartí mi primer beso y mi primera botella de alcohol barato. Sólo que ahora tiene el cabello largo y teñido de castaño (cabello que era antes negro y corto, por las normas escolares); ya no tiene aretes y parece ir vestido de manera elegante. Sin embargo, su cara es exactamente la misma —no es como si la cara cambiara de un día para otro—, pero no parece más viejo que yo. Quizá estoy acostumbrado a los treinta. Es un hombre guapo. Eso sí, ya no hay rastros de esos ojos inocentes e inseguros. En su mirada veo tranquilidad.


De camino a la cocina, dejo salir un suspiro muy grande. Él es el Shima de siempre. Mayor y con algunas arrugas a un lado de los ojos. Puede que —por lo que me dio a entender— sea un tipo rico y con buena posición… Pero sigue siendo la misma persona ebria que le gusta no hacer nada que no sea relajarse y hablar en las reuniones. Mientras tengo ese sentimiento acalorándome el corazón, saco una bolsa de fideos instantáneos y la pongo en agua. Prendo la estufa y espero por un rato. Shima está solo en la sala, así que regreso y pregunto si quiere pastel y él grita algo como ¨trae las cosas antes de que me haga un abuelo¨.


Saco el pastel de la nevera y, haciendo malabares con el pastel, platos, vasos y servilletas, llego junto a él, que se levanta a ayudarme.


Coloco todo sobre la mesa de adorno de la sala. Shima me ayuda y entonces, cuando acomodamos todo, le digo que voy por la sopa. Afortunadamente, dejar los fideos en agua con fuego poderoso sirvió; saco platos, palillos y sirvo. No es como si realmente me gusten estas sopas, pero es lo que hay. Apago el fuego y voy pensando en que tal vez soy yo el que ha cambiado desde entonces. Luego, repito una y otra vez que eso es a su totalidad, algo natural. Incluso los gusanos cambian y se hacen mariposas, ¿no?


—Ten. Está caliente.


Comprendo perfectamente en la situación que me encuentro: soy un anfitrión ordenado, sin comida y sin pinta de que pasaré la navidad. No tengo un árbol navideño, ni velas, ni adornos por todos lados (adornos que evidencien la fecha), tampoco tengo una casa llega de lujos ni nada de eso. Supongo que soy un mal anfitrión. Ni siquiera sé de qué hablar. Yo hablo mucho. Cuando alguien me dice algo, no paro. Incluso con mamá, que no me contesta, hablo por horas. Miro el reloj redondo que está justo en medio de la sala. Son las nueve con treinta minutos; han pasado unas doce horas de haber ido por el pastel y de tener un dolor de cabeza agudo. Ese dolor se ha ido. Miro el plato de fideos mientras Shima se saca el saco, lo coloca en el sofá y sigue comiendo sin preocupación alguna. Le sigo la corriente. Esto es tal vez quiere decir que hemos encontrado un lugar indicado y estamos disfrutándolo. Soplo varias veces antes de meterme los fideos a la boca. Están calientes. Con los condimentos que trae la bolsa, la sopa queda muy picante y sabe muy fuerte; como descubrí eso hace unos cuatro años, he dejado de ponérselos. No creo que sea conveniente comer algo que no me gusta  que de paso está condimentado.


Ojalá tuviera un poco de curry.


Shima hace unos ruidos graciosos cada vez que aspira los fideos. Él está a mi derecha y yo estoy en la parte  más ancha de la mesa rectangular. De vez en cuando nos miramos y el sonríe, como diciéndome que está bien, que aunque nos caiga un rayo, vamos a seguir comiéndonos los fideos. Le devuelvo la sonrisa. A cada momento, mi nerviosismo está bajando y me brotan las esperanzas de poder quedar con Shima otra vez. Luego de que en el trabajo, por más de seis años no he encontrado un buen colega, sería un alivio que él quisiera regresar a las épocas del instituto (aunque lo digo en serio, espero que no pretenda subir árboles como lo hacíamos antes; mi cuerpo parece no querer aceptar nuevamente esas cosas).


Dejo el plato vacío sobre la mesa. Él ha terminado desde hace ya unos minutos y está viendo un teléfono celular carísimo. Incluso de verlo siento que terminaré lanzándolo contra la pared al no saber qué hacer con esa cosa en mis manos. Recojo su plato también y me lo llevo de vuelta a la cocina. Cada que él presiona una tecla —o lo que sea que le pique a esa cosa— yo escucho un pequeño ruidito. Después de lavar los platos, empiezo a irritarme con ese sonido. Llevo los platos pequeños y un cuchillo para tomar del pastel. Cuando regreso, Shima ha estado poniéndole las velitas —supongo que no le importó sacar el pastel de su caja como si él lo hubiera comprado—, así que regreso a la cocina, por un encendedor. Su sonrisa no deja de verse, parece estar muy feliz. Los dientes, parejos y amarillentos, se ven y en mi corazón entiendo que está con total sinceridad, en un momento feliz.


—¿Cuántas pretendes ponerle?


—Bueno, tal vez unas treinta.


—¡El pastel es demasiado pequeño para eso!


—Bromeo, unas quince…


Me dejas en la misma, idiota.


—Préstame el encendedor…


Estoy viéndolo con tanta intensidad, que espero no desaparezca como por arte de magia. Aunque uno esté consciente de que los encuentros de amantes-amigos perdidos, son gratos y gloriosos, yo creo que son más bien como un gran tambo de emociones al rojo vivo… él sigue siendo la misma persona, vuelvo a repetirme en mi interior. Le busco algo diferente, pero está igual. Está sentado justo a mi lado, como cuando tomábamos hasta quedarnos dormidos —incluso ahora, que ha pasado todo ese tiempo, agradezco no haberme quedado ciego por esas botellas baratas de malísima calidad—. Él está siendo justamente quien quiero que sea, interpreta tan bien su papel que el sentimiento de soledad y angustia de cada navidad, va desvaneciéndose tan suavemente como llegó.


Cierro los ojos, por un instante. Cuando el rojo de mis párpados pasa a verde y a morado, pienso que tal vez es hora de ver qué está haciendo con el pastel, pero antes de que lo haga, antes de que pueda abrir los ojos, siento sus labios sobre los míos. El beso más escueto que me han dado en la vida, me hace temblar de pies a cabeza. Cuando se separa, inclino la cabeza hacia abajo y siendo todo el cuerpo caliente y con hormigueo, como si me hubiera dado alergia.


—Yutaka, yo…


Cuando abro los ojos, antes de verlo a él… Veo que el maldito pastel está en llamas.


Él mira con sorpresa hacia donde yo y vemos cómo están incendiándose las velas. Soplamos al mismo tiempo pero solo logramos que se apaguen y prendan. Cuando una vela se apaga, suelta humo y vuelve a alzarse una simpática llama, que al poco se une al fuego que hay. Me preocupo ya que es como una llamarada común. No sé cuántas velas le haya puesto pero… La alarma contra incendios se activa y deja caer un rocío sobre toda la sala. Mientras nos mojamos, miro el pastel, llenándose de agua y luego veo a Shima, igualmente, mojándose.


—¿Lo siento?


—Está bien, podemos pasar directamente al sake —digo, moviendo la mano de un lado para otro asegurándole que no tiene de qué preocuparse—. ¿No quieres cambiarte?


—Sí, por favor.


 


—Entonces yo le dije que no iba a resolverle toda la vida, que si quería que sus papeles estuvieran en orden, que los arreglara por él mismo.  Te digo que inclusive si me piden hacer cosas sencillas como esas, me resisto a hacerlas, no porque tenga flojera o algo, sino más bien porque también las personas necesitan aprender a pensar, a resolver los problemas…


—Ya veo.


—¿Y tú, Yutaka? ¿Qué dices del trabajo?


Mi cabeza da vueltas entre el beso, el pastel en el basurero, las flores de mamá y una sabrosa papa que está justo en mis labios. Mastico con tranquilidad, mientras le sonrío alegremente a la pared de enfrente.


—Todo bien, trabajo en un despacho como asistente. No es un trabajo muy de aquello, pero puedo solventar mis gastos por mi cuenta y, como vivo solo, no necesito mucho. Además, el aseo lo hago yo, así que…


—¿Limpias esta casa tan grande?


—Pues sí, en partes. Un día la sala, otro día esto, lo otro…


—Entiendo. Yo no soy capaz de limpiar mi departamento, así que contraté a una muchacha para que lo hiciera todos los miércoles.


—Debe ser mejor pagar por eso.


—Tal vez —tomo más sake de mi vaso y vuelvo a servirme cuando veo que está a la mitad—. ¿Y dónde vive tu madre, Yutaka?


—En el cementerio. Murió cuanto llegó la navidad de mi sexto año.


… Y sucede el momento. Shima ha dejado de hablar. Sé que por mi parte ha sido un poco descortés decirlo mientras masticaba palomitas de maíz, pero él también debe entender que no porque mi madre me dejara de manera prematura, yo iba a estar afectado veinticuatro años después. Lo he superado. Puedo hacer esas cosas.


—¿Por qué no me lo dijiste antes? Habías dicho que vivías con tu papá.


—Y era así. Mis padres se divorciaron justo el año en que iba a nacer. Lo hicieron más o menos para julio. Él sabía que iba a nacer, pero dijo que no importaba, que mi madre podía tenerme todo el tiempo. Así que se separaron y todos felices. Cuando mamá murió, papá tuvo que venir a verme, porque bueno, yo apenas había entrado a la escuela. Cuidó de mí hasta los quince (y con decir que cuidó de mí me refiero a que me preparaba comida, y me supervisaba mientras me bañaba). Cuando cumplí quince, me dijo que ya no quería quedarse más conmigo y cada mes me mandaba una pensión. Sólo se quedó a ver que no me matara de niño— le palmeo la espalda—. Pero no te pongas así, eh. Que cuando te lo dije, mi padre seguía conmigo, pero claro, al poco tiempo se fue. Supongo que no te dije porque no quería angustiarte.


—No lo noté.


—Tampoco me importó demasiado…


—¡Yutaka! —Dice, en voz alta—. Tengo luces de bengala, ¿podemos ir a quemarlas al patio?


Supongo que está sintiendo pena. Aunque estemos borrachos, puedo distinguir sobre su rostro sonriente un poco de sus emociones. Sé que tal vez esté mal que espíe de esta manera sus sentimientos, pero no puedo evitar sentirme culpable por sus emociones encontradas. No le mentí en su tiempo, es sólo que él no me lo preguntó. Y a mí no me importaba lo suficiente como para comentárselo. Además, yo estaba muy contento queriéndolo. No importa realmente, Kouyou.


—Shima… Yo… —pensaba decirle algo para que quitara esa cara, pero no se me ocurrió qué.


—¿Sí?


—Eh… No, nada.


Miramos chisporrotear las varillas de luz. Estábamos sentados en el patio. Habíamos consumido ya todas las de la caja. Las que teníamos en la mano eran las últimas.


—Hace mucho que no prendía bengalas.


—Yo nunca las había prendido…


—¿En serio? Bueno, para compensar todos esos años perdidos, de ahora en adelante, tú y yo, prenderemos luces cada navidad, ¿está bien?


—Sí.


Se consumen casi al mismo tiempo. Una vez que está todo oscuro, con mucho valor y con mucha ebriedad, me le acerco y lo vuelvo a besar. Esta vez quiero hacerlo sentir mejor.


*


Cuando me levanto de la cama, me tropiezo con un papel hecho bolita. Lo aliso y leo la nota que tengo.


Piensa un poco que tanto quieres usar de lentejuelas frente a mí, porque brillas y encandilas. Ten cuidado con esto. Pasé una navidad tranquila y feliz, Yuta. Por favor, para año nuevo, acompáñame en mi departamento. Compraré pizza. Hay una llave en la maceta. Espérame dentro. La dirección…


Esto es como la segunda cita. No puedo evitar pensar en que luego de tantos años sin vernos, cuando nos encontramos las cosas están como antes. La emoción, la ilusión, el cariño son cosas que no pasan desapercibidas. Decido limpiar la casa. Pretendo no recordar cómo llegué a mi cama. Pretendo no notar que aunque con 30 años cuente, me sigo sintiendo joven y poderoso.


*


Los días han pasado tan lentamente que pareciera que el frío ha cristalizado la temporada. Ha abierto el corazón de los residentes de todo Japón para poder estar con quienes importan y quieres para poder calentarse. Mientras camino hasta el conjunto de edificios privados en donde vive Kouyou, voy asegurándome llevar el ponche que hice. He pensado un montón en la noche de navidad; por mucho ha sido la mejor que he pasado, y no exactamente por haber dejado que Shima pusiera en llamas el pastel para mamá, sino más bien porque aunque he hecho casi lo mismo que todos los años, el estar con alguien, cambió un montón las cosas. Y creo que extrañaba ese sentimiento.


Busco la llave de entrada: tal como lo dijo, está en la maceta. Ingreso a su departamento y miro a todas direcciones, intentando encontrar el toque de Shima en el lugar.


De pronto, empiezo a sentirme muy caliente. Hace apenas un momento sentía un frío gélido y recién cierro la puerta y un abochornante calor me llena. Me quito el abrigo, lo pongo en el recibidor (incluso tiene un perchero para eso) y camino decidido. Al poco tiempo, comienzo a sudar. Voy buscando la razón del calor y me encuentro con la calefacción encendida a una alta temperatura. La bajo. Abro las ventanas (con esto no van a pasar ni diez minutos en lo que todo el lugar se regule). Cuando veo que la casa está más templada que caliente, abro el termo del ponche y busco algo con que calentarlo… Pero no hay ollas ni nada para cocinar. Sólo hay vasos, platos, tazas, cucharas, cuchillos y tenedores. Todo muy al estilo occidental. Hay un horno de microondas. Lo miro como si lo retara a un desafío. Del termo, sirvo una taza y lo meto a calentar al horno. Un minuto viendo como idiota girar la taza dentro. Cuando sale, humeante y con un olor delicioso, dejo de extrañar mis ollas.


 


He esperado más o menos dos horas. He visto la televisión. He husmeado —como quien no quiere la cosa— por todo el lugar, he calentado otras dos tazas de ponche. Comienzo a impacientarme. Por momentos, pienso que él no va a venir. En otro pensamiento muy aparte de ese, pienso que la gente japonesa tal vez está dando de moda poner macetas en sus casas y  poner llaves ahí. No es que sea estúpido como para imaginarme algo como tal, pero en su casa hay un montón de cosas bonitas y nada suena a él. Ni siquiera la cama. Pareciera que le han cambiado las colchas y sábanas solo para perder su rastro de olor. Me siento en el sofá. Yo también tengo una maceta a un lado de de la puerta… En la maceta se acuna una hermosa noche buena… que, no parece hermosa en verano, pero que ahora brilla con júbilo.  O sea, es posible. Las llaves ocultas son un truco viejo y barato pero…


—¡He llegado! Lamento la demora…


—No te preocupes, no tengo tanto tiempo aquí…


—¿Cuánto llevas?


—Como veinte minutos —miento—. ¿Trajiste la pizza?


—¡Por supuesto! A comer.


*


No sé cómo ha pasado esto… de nuevo.


Borrachos, sobre su cama, él comenta algo acerca a su trabajo. Yo le asiento una y otra vez, recordándole que no debe hablar así de mal de las demás personas. Ha estado hablando por mucho tiempo. Yo solo he escuchado, creo. Incluso sin haber dicho algo útil, no estoy seguro de haber escuchado todo. Después de dejar pasar un rato, escucho los gritos de las personas de fuera diciendo feliz año nuevo. Los fuegos pirotécnicos también están muy altivos, anunciando un nuevo inicio.


—Feliz año nuevo —le digo, mirando el techo.


—Feliz año para ti también, Yutakatita.


—Shima… Cuando cumplí cinco y llegamos a navidad, pedí un deseo.


Me siento un poco perturbado al recordarlo. No me interesa que no le importe, son cosas que yo quiero contar.


—¿Y se cumplió?


—Sí.


—¿Qué era?


—Una bicicleta dorada.


Tampoco es algo que él necesita saber textualmente.


—Ya…


Mientras me mira extrañado, yo recuerdo la carta, de la manera exacta que escribí esa navidad para Santa Claus. Dejo el pensamiento de lado, y me le acerco para robarle el primer beso de la noche.


 


“Querido lo que seas (lamento rebelarme ante ti, Santa Claus falso), quiero pedir dos cosas: La primera, es enamorarme y ser muy feliz. Lo he escuchado en un programa de radio que mamá escucha en sus tardes libres; me agrada el sentimiento que describen. Es eso lo que quiero. La segunda cosa es una bicicleta dorada. Una que pueda conducir y decir “estoy orgulloso de esto”. Quiero que sea impresionante. Con cariño, Yutaka.”

Notas finales:

Llegando a las notas finales es cuando de verdad quiero hablar un poco sobre este fanfic.

El título acabo de decidirlo. Finalicé esta historia el viernes pasado, pero como tenía la presión de que a cierta hora tendría que viajar al estado vecino, pensé que sería mejor subirlo en mi estancia allá, porque estaba convencida de que podría obtener una computadora con internet lo suficientemente útil como para poder subirlo. Pero bueno, error mío. Que la pedí prestada el día que había tiempo y nada, me la negaron. Perdón por haberlo subido el último día... yo lo tenía desde el primero.

Otra cosa: muchísimas gracias a Aketzali (probablemente no leas esto), mi mejor amiga y una buena compañera para ayudame en mis líos mentales. Cuando empecé sólo tenía a la botarga, y ese iba a ser Yutaka. Al final, terminé dos horas con ella al teléfono pidiéndole un par de consejos. Incluso cuando lo tuve todo anotado y listo para ser escrito, otras ideas se sembraron en mi cabeza y acabé escribiéndolo sólo con las ideas principales pero con ningún detalle aclarado en la plática. Con sinceridad: lamento  las molestias.

Al principio, J, dudé un montón en qué escribir. Como pedías algo un poco personal, me corté las venas porque nunca lo había pensado claramente. Es cierto que nadie se me ha muerto en navidad y que esto es una historia romántica, pero esto sucede: Yutaka y Kouyou son una parte de mí. Por un lado, el monótono Yuta, con su sopa y su casa. Por otro, el animado Kouyou, uno triunfador y aunque mayor, con ilusiones. Esto es lo que quiero decir: el pastel, las luces de bengala, son cosas cotidianas de la navidad. Ya casi no recibo regalos, así que supongo que por eso no escribí acerca de ello. Me encanta la navidad, como me aburre. He decidido ser positiva con el paso de los años, así que realmente me apura pensar que no podré celebrarla. La compañía y la comida que a uno  le gustan, son las mejores cosas que hay. El frío, la amabilidad... un montón de cosas que son agradables; pero sobre todo, creo que está el amor que se pone para estas fechas. Espero comprendas lo del ponche, ¿te gusta, verdad?

J, cuando comencé a escribir era más o menos, siete de diciembre. Tengo trece hojas de una historia que estaba escribiendo sin ningún razón, con navidad, pero que no tenía trama ni absolutamente nada. Está vacío. Supongo que estaba drenando mi poca concentración, ¿verdad?

Al final, esto lo he escrito como en tres días, pero está muchísimo mejor que lo pasado.

No sé qué más escribir.

Agradezco poder darte el escrito a ti, porque has pedido algo que me sacudió. Fue toda una sorpresa que fueras mi amigo secreto, ya que tú y yo, tenemos tiempo conociéndonos. Me sentí muy feliz cuando me lo comunicaron, pensé algo como "¡Pero mira qué suerte! Si es J, seguro que va a ir bien".

Te quiero un montón, J. Espero que hayas pasado una navidad tranquila y agradable, en compañía de quiénes quieres. Ojalá pudiera estar contigo, allá, con el frío.

Kiharu.


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