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Besos... por Lizie CoBlack

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Notas del fanfic:

Este fanfic participa en el reto "Mystrade, el musical" del foro "I am SHER locked".

Me tocó la canción Kiss me de Six Pence None the Richer. 

Aunque con lo rara que soy, está algo extraña la inspiración que tome de ella. 

Bien, el primer capítulo esta creado a a partir del tercer estribillo de la canción. 
El segundo de la segunda estrofa de la canción. 
Y el tercero de la primera estrofa, vale. 

Mystrade (Mycroft/Lestrade). 

Sin beteo, posibles errores. Lo hice lo más limpio que puede.

Notas del capitulo:

¡Hola!

Este fanfic participa en el reto "Mystrade, el musical" del foro "I am SHER locked".

Disclaimer: estos personajes no son míos, si lo fueran John sería exclusivamente de Sherlock, y quizá de Hamish en algún futuro. El universo de Sherlock Holmes le pertenece Sir Arthur Conan Doyle, y la serie "Sherlock" a la BBC. Yo solo me divierto creando fics.

Sin beteo, lo hice lo más limpio que puede. 

Recuerdos: "cursiva"

 

.-*-.

¿Puede alguien recordar el amor?

Es como querer conjurar el aroma de las cosas en un sótano.

Podrías ver la rosa, pero el perfume jamás.

Y eso es la verdad de las cosas;

Su perfume.

-Arthur Miller.

.-*-.


Track 1

El primer beso con olor a cítricos


.-*-.

"Un pequeño niño se mecía en un columpio, formado por un neumático, muy grande para su tamaño, hecho por su padre tiempo atrás. Abstraído en su libro, mientras con un suave vaivén se movía, producido por la inercia del movimiento de la cuerda en tensión. Lo que fuera que contenía el libro debía ser lo más interesante del mundo, al menos del pensamiento de ese infante que, parecía aprender cada vez más con cada hoja que sus finos deditos pasaban. Sus ojos no querían apartarse de las hojas impresas, aun cuando sentía una mirada insistente en su persona.

Soltó un pequeño bufido inconforme, mientras miraba de reojo al culpable de su distracción. No siendo otro más que el pequeño hijo del jardinero, quien lo miraba curioso, fijamente, casi sin parpadear, como si no quisiera perderse la vista que sus ojos percibían. Que al encontrarse sus ojos, azul y bronce, movió con nerviosismo el sombrero de jardinería que colgaba de su cuello. Ese que siempre portaba, sin falta día con día que lo veía. Ese que con solo ver como lo trataba, deducía era un regalo de su madre, uno muy preciado, al ésta ya no estar junto a él y su padre, sí, lo trataba como si valiera oro, y en sí ese valor tomaba para el niño que en se momento le sonreía.

Amigable, sin prejuicios, inocente, como solo él lo veía, sin malicia ni burla. Le sonrió en respuesta, una pequeña y diminuta sonrisa, casi vacilante, sin estar cómodo a proporcionarlas, y sin acostumbrarse aun a hacerlo, por más tiempo que pasará contestando a las de su acompañante. Quien al verse su respuesta, sonrió más grande, como siempre lo hacía al ver su intento de sonrisa.

De pronto comenzó a correr hacia sí, sabiendo lo que venía cerró su libro, no sin antes marcar la página, siempre recordaba donde se quedaba, solo era una vieja usanza de su padre, adquirida por él. Esperando. Respiró lento, a que empezara, como otro día más. Y ahí estaba el cadencioso vaivén del columpio cambiando un poco al impulso que su acompañante le daba, y él se dejaba hacer, disfrutando, sin externarlo mucho.

Como una rutina, el movimiento paró por completo, justo al momento clave, antes de anochecer, la puesta de sol que, desde el jardín de su casa, y ese árbol en especial, se podía apreciar tal fenómeno en su esplendor, iluminando todo el lugar, cada árbol, seto, arbusto y flor, todo, con especial en la jardinera de los girasoles que con su última reverencia al astro rey, se inclinaban en posición en crescendo antes de agacharse, sin eje en el cual rotar, así, los dos veían el cambio en el ambiente, sobre todo en los girasoles y la forma en que los colores en el cielo se mezclaban. La propia luz extinguirse de poco, con cada segundo, creando claroscuros en el entorno.

Me gustan los girasoles, son mis favoritos, es tan bello verlos dormir con el sol, buscando el descanso —habló con voz baja, pasito, como si temiera romper la magia que los rodeaba. —Como lo son también las puestas de sol, porque los finales rayos solares dan una fuerza al color de tus cabellos, como si cientos de llamas cobraran vida.

Lo volteó a ver, sus ojos encontrándose de nuevo, y quiso decir que a él también le encanta ese momento porque sus ojos se podían contemplar como dos ámbares derritiéndose, más cuando lo miraban de esa manera, con un sentimiento poco conocido, sin poder definirlo. Ojos que parecían capturar la calidez del sol. Provocando un tamborileo en su pecho. Pero no lo dijo, calló, como con frecuencia lo hacía, y trató de no transmitirlo con la mirada. Esperando poder lograrlo.

Y entonces cuando él sonrió, de esa manera grande, tan grande, de una forma no antes vista, supo que su acompañante, lo entendía. Entonces cuando se desvaneció todo rastro de luz diurna, con el manto estrellar a su alrededor, y sintió unos labios depositar un suave beso en su frente, dado con tal afecto que, produjo una sensación tan cálida que comenzó en su pecho, viajó por todo su cuerpo, con destino final en sus mejillas. No pudo sentirse más feliz. Con una emoción inusitada se estiró, antes de que su a acompañante se alejara, y depositó sus labios en la mejilla contraria, unos pocos segundos, apenas un rose, llegando a su nariz un sutil aroma a cítricos; ese fue el primer beso que le dio, el primer beso que dio. Se apartó.

Sonrió, grande, sincero, como jamás lo había hecho. La primera sonrisa hecha por él, fue dada a ese jardinerito, su único amigo. Con la edad de seis años inició lo que sería una amistad, con la esperanza muy pequeña en su interior de que lo acompañara a lo largo de muchos años más.

Con el sonido del llamado, ambos observaron hacia atrás, a la casa, mirándose otra vez su amigo le tendió la mano, con duda le dio la suya, él la apretó fuerte antes de ayudarlo a bajar del columpio, y aun con las manos unidas tomaron el sendero marcado en el mapa de sus padres."

.-**-.


Una imponente mansión se alzaba en algún lugar a las afueras de Londres. De grandes proporciones, de lujo, magnifica, imponente, solitaria.

Silencio, en su mayoría, solo roto por el suave movimiento de las manecillas del reloj, marcando el paso lento e inexorable del tiempo, ese tan valioso que a veces se escaba de los dedos, sin quiera preverlo, sin poder verlo, y mucho menos detenerlo. Una lenta respiración, acompasada, era todo lo que acompañaba el silente lugar. Con seguridad se pensaría que nadie había en ella, en esa casa, siendo la respiración lo único capaz de afirmar lo contrario, pero tan minio el sonido de ella, si es que uno producía tan calmo respirar, perteneciente al dueño de la mansión.

Frente a la ventana del despacho, de aquel único huésped, el basto jardín se apreciaba. Hermoso, por los cuidados de las manos jardineras que pagaba. El pasto recortado, sin muestras de maleza, con setas de arbustos, haciendo de jardineras, rodeando las rosas, tulipanes y, más allá, girasoles, sus favoritos. Árboles plantados en el jardín, por aquí y por allá, con fina naturalidad, muestras de siempre haber crecido allí, en donde se encontraran plantados. Sin la mano del hombre influyendo en ello, como la mayoría de la basta natura que se exhibía. Y en medio de ella, una fuente, hermosa, con la figura de dos amantes esculpidos, se alzaba. Con lirios acuáticos flotando en sus claras aguas. Hermosa vista sin duda.

Carecía de importancia tal estampa. A la sobria figura que por el ventanal veía, con elegancia plantada en su porte, gallardo, el de un caballero. Sin embargo, nada de lo antes descrito sobresalía, no, sin opacarse ante aquellos ojos, que se miraban perdidos en algún punto, quizá inexistente, del exterior. De color azul, tan diluidos, como el hielo fundido, y tan fríos como éste era. Aun perdidos en esa nada se observaban inteligentes, maduros, y hasta un poco viejos, contrarrestando con la edad del portador. Agudos como los de un águila, calculadores como los de una serpiente, y quizá el mismo encanto hipnótico de las mismas, sin dejar de lado el peligro. Carentes de emociones.

O casi.

Debajo de aquel muro impenetrable que parecieran portar esas gemas azules, una amalgama de emociones se pudo percibir, en un instante, antes de volverse a perder, pensativos, desenfocados, en las reminiscencias de un pasado. Su pasado.

Dolor, anhelo, tristeza.

Era el punto exacto, ese momento mágico. Donde el sol lentamente moría, inundando el cielo con matices rojizos, anaranjados, y algunos toques de amarrillo, pero más allá con el lento recorrer de la puesta de sol, y este ocultándose, colores oscuros se combinaban en el cielo, con algunos puntos luminosos, estrellas, que con gracia se asomaban.

Crepúsculo.

Su momento preferido del día.

Ese que siempre con insistencia le solicitaba, e incitaba a verlo, juntos.

Muchos años ya de esos tiempos, ingenuos, e ilusos, como solo con él se permitía ser. Y buenas facturas le había cobrado. Error que no vio hasta los últimos instantes.

Tan solo era un niño solitario, demasiado inteligente para los niños de su edad. Sensible y vulnerable, un infante después de todo, resentido, buscando inconsciente el afecto de los demás, de sentirse, solo por un instante pequeño, parte de algo, del grupo, de ellos, siendo rechazado a cada oportunidad, y con tal predisposición cuando vio la oportunidad en ese alegre niño hijo del jardinero, apenas dos años mayor que él, no le importó tomar esa mano extendida.

Un error, siendo humano después de todo, más a esa edad y ante tal momento, con todas esas cálidas emociones que en su relación experimentaba, un instante de duda fue todo lo que necesito para caer.

Sus azules océanos, turbios con muestras de sentimientos asomándose cautelosamente, filtrándose entre toda su remembranza, con la vista del ocaso, por aquellos recuerdos que traían, a veces en la soledad de su mansión, se transformaban, los fríos ojos, sus impenetrables zafiros, se volvían más transparentes, reflejando el humano que era, y pocos pensaba que fuera.

Sin embargo, con la decadencia de la luz, y cuando el anochecer tenía su aparición, sus ojos se convertían de nuevo en glaciares, capaz de congelar a muchos con una sola mirada, esos que eran capaces de descubrir muchas cosas con solo una mirada, esos que observaban, los ojos del Hombre de hielo. Puesto que entonces recordaba las efímeras promesas, palabras sin valor, dichas por el calor del momento, de la juventud e inexperiencia, esas que se llevaba el viento. Uno que olía a cítricos.

Errores humanos, mínimos, pero existentes en su vida.

Uno solo.

Que jamás se permitiría olvidar, él, la única persona que alguna vez se permitió amar, su primer y último amigo. Su único amor;

Gregory Lestrade.

Notas finales:

Gracias por leer.

Me encantaría que si lo leyeron me dejaran un comentario, de que estuvo mal o que necesito mejorar o quizá de lo que les gusto, sean respetuosos eso sí.

Sin beteo, siento los errores, salido del horno, en un rato lo corrijo.

Bien, destrócenme, porque ni a mí me gustó mucho el inicio, solo espero que salga como quiero las otras partes que me faltan, tengo planeado que sean tres, vale, estoy abierta a críticas y recomendaciones, con respeto, vale.

La canción que me tocó es Kiss me de Six Pence None the Richer. Este en especial, es como inspirado, o basado en el tercer estribillo.

Espero que algo de lo escrito tenga sentido.

Nos vemos.

Lizie.


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