Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

La Ciudad de los Muertos por InfernalxAikyo

[Reviews - 1104]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Aquella noche, cometí mi primer error.


Aquella noche le di un antigripal a ese chico y le permití quedarse más de la cuenta. Fue un capricho, una pretensión que me permití bajo la excusa de darle más tiempo para recuperarse de los tatuajes que le hice y de la gripe que había cogido en los últimos días. Pero la verdad fue que no me apeteció más estar solo durante esa noche. Incluso si yo sólo me dediqué a mis ires y venires de las rondas que daba cada media hora por el pasillo de los calabozos para estirar las piernas y él sólo dormitó sobre la camilla, despertándose por las pesadillas de vez en cuando, fue una velada agradable; silenciosa, tranquila, de esas que me aburrían hasta querer sacarme los ojos y de las que no disfrutaba desde hace mucho.


Pero debí habérmelo pensado antes.


   —¿Qué significa esto? —Francis se cruzó de brazos cuando se atravesó en nuestro camino. Joder, de todos los hombres que podían realizar guardia después de mí. Justamente él.


   —¿Qué haces tú aquí? —le interrogué, agarrando a Noah más fuerte del brazo y tironeándolo, para fingir una violencia que no se me apetecía en ese momento ejercer, pero que, debido a las circunstancias, me vi obligado a actuar—. Creí haberle dicho al que estaba antes que haría tu turno también. ¿O acaso deseas trabajar?


   —No respondiste a mi pregunta —Francis sonrió, como si yo le estuviera dando el espectáculo más gracioso del mundo y miró al chico que llevaba conmigo, de arriba abajo, lentamente, inspeccionándolo hasta el último centímetro. Levantó una ceja—. ¿Intento de fuga? —quiso saber. Sea lo que fuera que le respondiera, estaba seguro de que él correría a contarle a Cuervo, así que intenté inventar una excusa creíble.


   —No —mentí—. Un ataque de histeria. No paraba de gritar, el pobre. Tuve que sacarlo, darle una paliza y meter su cabeza en un cubo con agua para que se calmara —miré a Noah de reojo, y noté que él no me estaba mirando y, de hecho, tenía los ojos clavados en el suelo. Yo ya me había dado cuenta de que ese chico tenía la costumbre de mirar siempre fijamente, pero supuse que había entendido bien mi mensaje en ese momento y que fingía temor, para convencer al imbécil integral de Francis Singh de que yo estaba diciendo la verdad.


   —¿Es el nuevo de Cuervo? —me preguntó. Yo sólo asentí con la cabeza.


Francis estiró el brazo y peinó distraídamente el corto cabello de Noah. Le tomó del mentón y le obligó a levantar la vista. Sonrió.


   —Este es un muy mal lugar para una cara tan bonita —le dijo.


Quise darle una patada en los huevos.


   —No lo asustes demasiado, que de verte el rostro de seguro le da otro ataque —tiré más fuerte el brazo de Noah y le obligué a avanzar. Sin decirle una palabra más, lo metí al calabozo y cerré la puerta con llave. Cuando volteé, Francis estaba sobre mí. Vi su asqueroso rostro encima de mi cara y me pregunté qué me frenaba a rompérselo en ese momento.


   —Así que... —fingí tranquilidad, pero ese imbécil sacaba lo peor de mí—. Supongo que no quieres que te cubra.


   —¿A qué se debe tanta amabilidad? —posó una de sus manos a un costado de mi cabeza cuando la apoyó contra la puerta que estaba a mis espaldas. El viejo truco para intimidar a alguien y hacerle sentir acorralado que, obviamente, no funcionaría en mí. Sonreí y me encogí de hombros.


   —Necesitaba estar tranquilo. Ya sabes, el trabajo de niñera es tan aburrido que incluso duermo mejor aquí que en mi propia cama, ¿puedes creerlo?


   —Claro que dormirás mejor, si en tu cuarto tienes a nuestro médico tirando de tus sában... —No le dejé terminar la frase, le agarré por el cuello de la chaqueta y le empujé hacia atrás.


   —¡Escúchame una cosa, Singh...! —grité sobre su rostro.


   —¡Eres un bicho raro, Dankworth! —escupió, medio riéndose—. Demasiado amistoso con el personal médico y demasiado gentil con los prisioneros —noté su sarcasmo y el énfasis que utilizó en la palabra "gentil"—. ¿Si quiera eres de este planeta? —se burló. Lo lancé al suelo, caí sobre él y levanté mi brazo encima de su cara.


   —Dame una razón para no romperte la nariz —bramé.


   —Que todo lo que estoy diciendo es verdad.


Sin pensarlo dos veces, cerré el puño y le di un puñetazo en el rostro que estaba esperando desde hace mucho, mucho tiempo. Fue liberador, casi placentero.


   —Respuesta equivocada —me levanté, dejándole en el suelo y me quité la mugre de los pantalones. Caminé hasta la puerta—. Ni pienses que haré tu turno ahora. Púdrete aburriéndote en el trabajo de niñera.


Cerré sin siquiera haberme asegurado de haberle dejado consciente. Y me importaba una mierda. Subí las escaleras rápidamente y me dirigí al comedor.


Y ese, fue mi segundo error.


   —¿Qué pasa con esa cara, Branwen? —Tadder me dio un par de palmadas en la espalda cuando me senté a su lado, con mi bandeja de comida en las manos—. La noche estuvo dura, ¿eh?


Suspiré y miré con desprecio mi ración de un puré medio verde, junto a algunas verduras cocidas.


   —¿Qué mierda es esto? —pregunté.


   —Puré de espinacas —Tadder se metió una cucharada considerable a la boca y se la devoró—. Está rico, aunque no lo parezca.


Le di una probada. No estaba tan mal.


   —Espinacas... —repetí—. Cómo no.


Nunca me gustaron demasiado.


   —Ya —Mi compañero le dio un sorbo profundo al vaso de agua que estaba erguido dentro de uno de los compartimientos de su bandeja—. Escúpelo. ¿Qué pasó allí abajo? Traes una cara de perros.


Jugué con un trozo de zanahoria demasiado grueso como para metérmelo a la boca.


   —Es Francis —contesté, logrando partir la zanahoria en dos—. Me ha jodido el día con sus estupideces. Tuve que golpearlo.


   —¡A-Amigo! —Tadder estuvo a punto de atragantarse. Se levantó de su asiento y rodeo la mesa para cruzar su antebrazo en mi cuello en un abrazo brusco—. ¡Muy bien, Branwen! ¿Cómo quedó? —preguntó—. Dime que lo hiciste sangrar. Vamos, dile al tío Tadder lo que quiere oír.


Me reí.


   —Ni siquiera sé si lo dejé consciente.


Él me dio una palmada en la espalda antes de alejarse y volver a su lugar.


   —¡Así se hace, compañero!


   —Me encontró cuando volvía a los calabozos con uno de los reos —confesé—. Comenzó a decir estupideces.


   —¿Te encontró? —inquirió él—. ¿Qué hacía un reo afuera de los calabozos?


Le miré a los ojos, preguntándome si sabría mantener la boca cerrada o no.


   —Sangraba demasiado —mentí, bueno, fue una media mentira, a decir verdad—. Es el nuevo favorito de Cuervo. Pensé que iba a morirse, así que le di algunas cosas para que se vendara.


   —¿Curaste sus heridas? —preguntó y encarnó una ceja, mirándome con esa mueca que siempre ponía cuando estaba a punto de descubrirme en algo. Cerré los labios e intenté contener la risa entre mis mejillas, que se inflaron al verme casi sorprendido. No lo soporté y solté el aire—. Vaya, que tienes corazón de abuela —se burló.


Me encogí de hombros.


  —Si algo le pasaba, de seguro Cuervo la cargaba conmigo.


   —Ese cerdo... —masculló Tadder. Quizás la razón más grande por la que él me caía bien era que ambos detestábamos a ese bastardo desde antes de pertenecer a su escuadrón—. Los deja medio muertos y si no sobreviven, le carga la culpa al guardia de turno.


Asentí. Cierto, muy cierto. Así había pasado con el chico anterior que se suicidó. Alger era así. Lo rompía todo e, incluso teniendo los pedazos de lo que había destrozado repartidos sobre las palmas de sus manos, jamás admitiría que fue su culpa.


Así lo hizo conmigo.


Así lo hizo con mi madre.


Así lo haría con Noah.


   —Eh, Branwen —Tadder volvió a llamar mi atención.


   —¿Eh?


   —¿No deberías ir a dormir? Estás cabeceando. Estuviste de guardia toda la noche, ¿verdad?


   —Sí... —me metí la última cucharada de comida a la boca y me bebí el vaso con agua de un sólo sorbo. Estaba seco—. Me gusta estar de guardia abajo. Me ayuda a pensar.


   —¿A pensar? —se rio—. ¿Qué tanto necesitas pensar, hombre? —me levanté de mi silla y le di una palmada en la espalda—. ¡Ay! —se quejó.


   —En que tenemos que terminar ese dragón, por ejemplo —le di una segunda palmada, para que entendiera que no tenía derecho a joderme—. Buenas noches, Tadder.


Él se rio un poco más alto.


   —Joder, pero si son las doce del día.


   —Para ti.


   —No vayas a dormir todo el día. Recuerda la pelea de hoy.


«Las peleas... claro. Qué entretención»


   —¿Todavía sigue el mismo prisionero en la cima? —pregunté.


   —Aún —aseguró—. Todavía no llega quien le haga el peso a ese bastardo... —dijo y yo emití un suspiro en forma de protesta. Me gustaba ver las peleas, pero desde que uno de los prisioneros se había puesto en la cumbre hace más de tres semanas que se había vuelto aburrido—. Anda, Branwen. No tienes nada mejor que hacer.


   —Quizás vaya... —le dejé ahí y deposité la bandeja en el contenedor. Tadder tenía razón en lo que había dicho antes, moría de sueño. Había sido una noche de desvela en la que no había pegado un ojo. No pude hacerlo, no con ese chico durmiendo en la camilla.


Supongo que iría a dormir algunas horas y después iría a ver las peleas.


Llegué a mi habitación y me lancé sobre la cama. No supe lo exhausto que estaba hasta que sentí la almohada contra mi mejilla.


        


 


 


 —Brany, cariño, estás más flaco. ¿Has comido bien? —La voz de mi madre me sacó de mi ensimismamiento. Estaba mirándome con los ojos verdes bien abiertos mientras alzaba una ceja. Conocía esa mirada, sea lo que sea que le respondiera, no iba a creerme.


   —Estoy bien. Allá nos alimentan bien —Con el tenedor, jugué unos segundos con el trocito de manzana asada, de las que ella había preparado hace un rato, antes de cogerlo y llevármelo a la boca. Solté un suspiro de puro placer y sonreí—. Demonios, pero ellos jamás cocinarán como tú.


Ella dejó escapar una pequeña risita, en voz baja. Jamás reía a carcajadas.


   —Últimamente las cocino sólo cuando estás aquí.


Me llevé otro trozo a la boca y la miré de reojo. Había decidido dejarse el cabello largo hace un par de meses y ahora comenzaba a notarse. Su cabello era hermoso, tan rubio que brillaba por sí solo y parecía oro. Esta era primera vez que lo veía tan largo, siempre la había visto con el cabello tomado, o tan corto que parecía un chico. A Alger se le hacía más difícil atraparla cuando ella se lo cortaba.


Pero ya no era necesario hacerlo. No, ya no.


Me encantaba la idea de verla recuperándose.


   —¿Y...? —soporté la tentación de comer un tercer trozo. Cuando se trataba de su comida, no podía dejar de tragar. Bebí un sorbo de jugo antes de hablar—. ¿Qué tal lo llevas?


Ella sonrió y se encogió de hombros.


   —Bien, supongo... —se llevó un mechón de cabello detrás de la oreja e hizo tintinear una cuchara pequeña en el borde de la taza de té que estaba bebiendo—. He estado... tranquila. Hasta he pensado en adoptar un gato —se rio.


Sonreí.


Hace cinco meses, mi padre había sido derivado a otra ciudad. Algo estaba pasando, el trabajo en E.L.L.O.S comenzaba a intensificarse y sus nuevas obligaciones le exigieron marcharse para estar más cerca de su sede. Eso me dio la oportunidad de mudarme a un pequeño apartamento no muy lejos de esta casa y que apenas pisaba los viernes por la noche, ya que el resto de la semana debía estar en E.L.L.O.S. Pero el traslado de Alger significaba que él no volvería a pisar este lugar por mucho tiempo y eso me dejaba tranquilo, porque ella estaría bien. Por desgracia, yo seguía viéndolo por lo menos tres veces por semana en los entrenamientos. Pero no hablaba de eso con mi madre, ni tampoco la relación que llevaba con ese desgraciado. Nunca hablábamos de él.


   —Me gustaría un gato negro —bromeé. Ella se rio.


  —¿Por qué no me sorprende? —estiró su mano para alcanzar mi cabello—. Dios, ¿te lo has cortado? ¿Cuándo? —La atrapé en el aire para apartarla suavemente, antes de que se diera cuenta. Pero lo hizo—. ¿Qué es eso?


   —No es nada.


   —¿Nada? Cariño, ese es un parche muy grande, déjame ver esa herida —intentó llevar la mano a la parte posterior de mi cuello, pero no la dejé.


   —Madre, no es nada.


   —Déjame. ¿Acaso lo hizo él?


   —Amanda —acaricié sus dedos—. No es nada, en serio. Sabes que los entrenamientos son duros.


Nunca hablábamos de mi padre. Esta no iba a ser la primera vez.


   —Lo siento, Branwen... —musitó, retirando su mano y llevándola a su falda, que apretujó con fuerza—. Es sólo que cuando pienso en...


   —Hey —la detuve e intenté tranquilizarla—. No es nada. Estoy acostumbrado. Me entrenan para esto.


No íbamos a hablar de él. Prefería mentirle.


La situación era complicada. El hijo de puta de mi padre siempre la había golpeado, hasta el día en que decidí interponerme. Desde entonces los roles habían cambiado y me acostumbré a ser yo quién recibía esas palizas. Yo estaba bien con ello. No tenía idea de cuánto sabía ella, porque de alguna manera él y yo lo habíamos llevado lo más secretamente posible. Pero, de alguna forma u otra, ella se daba cuenta. Y no sabía cómo se sentía y no me importaba tampoco lo que pensara. Nada iba a cambiar las cosas.


Ella era débil, era frágil. Podía romperse. Su cuerpo no podía soportar la ira de mi padre. Yo sí.


   —Está bien, cariño. No voy a molestarte otra vez con tus entrenamientos.


   —No molestas —repuse—. Estás preocupada, lo sé. Pero tu hijo es un chico fuerte.


Ella acarició mi mejilla.


   —Lo sé —dijo—. Siempre has sido muy fuerte.


   —¡Amanda! —di un respingo cuando oí golpes en la puerta—. ¡Mujer, abre la puerta! —gritó una voz, arrastrando las palabras. Estaba borracho. Ella y yo nos miramos y en sus ojos claros lo único que distinguí fue miedo y pánico. Me puse de pie.


   —¿Qué hace él aquí? —pregunté—. Se supone que no debería...


   —No abras —gimió ella. No pensaba hacerlo, pero él golpeó más fuerte.


   —¡Abre la puerta, perra!


   —Va a tirarla abajo —caminé hacia la entrada.


   —¡Branwen! —rogó. No la escuché y abrí la puerta. Alger todavía llevaba el uniforme del trabajo y me pregunté cuántas veces había venido aquí a hacer el mismo escándalo. ¿Lo había hecho y ella no me había contado? ¿Se lo había guardado, de la misma forma en la que yo guardaba mi trato con él? ¿O acaso era la primera vez que sucedía y, por suerte, yo había estado aquí para evitarlo?


   —¿Dónde está tu madre? —preguntó, apenas balbuceando y sin mirarme. Apestaba a alcohol y todavía tenía un poco de polvo blanco en los bordes de sus fosas nasales. Si había un Dios en alguna parte de este asqueroso universo, agradecí que me pusiera aquí justo en ese momento.


Di una discreta mirada hacia atrás y la busqué. Por suerte, se había escondido.


   —Vete de aquí, Alger —escupí. Él me miró fijamente, con esos ojos parecidos al color de la mierda más sucia y sonrió.


   —Pregunté que dónde está la zorra de tu madre. ¿Eres ella? —ironizó—. No, entonces sal de mi puta vista.


   —No está aquí —mentí.


   —¿Y por qué tu sí?


   —Tengo llaves. La estoy esperando. Y no deberías estar aquí para cuando vuelva.


Alger estalló en una carcajada.


   —¡Esta es mi casa, imbécil!


   —¿E.L.L.O.S te dio permiso para salir de la ciudad? —siseé—. Tenía entendido que las cosas se están poniendo estresantes, ¿no deberías estar haciendo tu trabajo?


   —¿Intentas darme órdenes, Branwen?


   —Intento hacer que te largues.


Él resopló y miró por sobre mi hombro un segundo. Seguí su vista. La taza de mi madre estaba sobre la mesa.


   —¿¡Con que no está, maldito hijo de puta!? —Alger me empujó hacia atrás y me dio un puñetazo en la cara. Retrocedí sobre mis pasos y me apoyé en la mesa para reequilibrarme—. ¿¡La estás escondiendo acaso!? —evité un segundo golpe y le rodeé para esquivarlo. Quizás su mente estaba despierta por la cocaína, pero el alcohol volvía a su cuerpo lento y torpe. Eso me daba cierta ventaja sobre él.


   —¡Sal de esta casa, Alger! —le grité.


   —¡Tú no me das órdenes! —me agarró del brazo y me lanzó contra la mesa. Intentó inmovilizarme cuando torció mi muñeca contra mi espalda, pero logré coger el vaso de jugo y se lo lancé en la cara—. ¡Maldita sea! —se llevó las manos a los ojos para limpiarse y aproveché el momento para aventarle la taza también. Era la taza favorita de mi madre, pero serviría más si algunos de sus trozos de cerámica lograban abrirle una herida. La taza con té hirviendo prácticamente le reventó en la frente y él ni siquiera pareció sentir dolor. Por uno o dos segundos, me quedé paralizado, pensando en qué demonios haría ahora.


Él era una bestia muchísimo más dura que yo. Nunca había podido ganarle.


Me lancé contra él y le di un puñetazo, se desestabilizó, y entonces pensé que por primera vez lo había logrado. Pero el puñetazo que me devolvió me dejó claro que no. Me dio un segundo golpe que me dejó mareado.


   —¡Ya basta! ¡Déjalo, Alger! —Mi madre salió de la cocina e intentó detenerlo, la vi inútilmente zamarreándole un hombro. Él me dejó y la agarró del cuello.


   —Así que sí estabas, Amanda.


   —¡Alger! —grité y, por un momento, una oleada de pánico me estrujó las tripas cuando vi que la levantó del suelo, mientras la asfixiaba—. ¡Déjala! ¡Vas a matarla! —me abalancé contra él y él me sacó con la fuerza de un sólo brazo, pero logré que la bajara. Aunque no fue suficiente. Él la lanzó al suelo y le dio una patada en las costillas—. ¡Basta! —No podía hacer nada, nunca pude hacer nada. Él era más fuerte que yo. Se supone que esto no debería estar pasando. Nosotros teníamos un trato—. ¡Detente, maldición! —Mi madre gritó del dolor cuando una segunda patada la dejó sin aire. No. No iba a dejar que la golpeara una tercera vez.


   —¡Basta! —tomé una silla y la estrellé contra su cabeza. No me importaba si eso lo mataba. No me importaba si iba a la cárcel después de esto.


Alger se detuvo y cayó inconsciente al suelo. Con cierto placer, vi cómo un pequeño hilo de sangre comenzaba a emerger de la parte posterior de su cabeza.


Me dejé caer sentado al piso e intenté calmar mi respiración y los latidos de mi corazón que sentía saltando en la garganta. Mi madre lloró por algunos minutos, en la misma posición en la que él la había dejado; tirada en el suelo, intentando abrazar sus rodillas. Le dolía llorar. Rodeé el cuerpo de Alger y gateé hasta ella. Le ayudé a reincorporarse y la abracé. Si iba a llorar, prefería que lo hiciera en mis brazos.


   —Está bien, mamá... —intenté calmarla—. Llamaré a E.L.L.O.S ahora, pediré que se lo lleven. Verán lo que ha pasado y le prohibirán acercarse a ti de nuevo. Estoy seguro de eso.


   —P-Perdóname, cariño —lloriqueó y sus manos buscaron mi rostro para tomarlo y acariciarlo—. Te golpeó, estás sangrando. Lo siento.


   —¿De qué demonios me estás hablando? —me obligué a contener una emoción que pedía a gritos salir como llanto por mi garganta—. ¿Qué mierda importa eso? Preocúpate de ti. Pudo haberte matado —la abracé otra vez. No iba a llorar frente a ella—. Calma. Ya no volverá a acercarte a ti —la levanté en mis brazos y la llevé a su habitación. Tenía que coger el teléfono y llamar al trabajo y, de paso, pedir que trajeran un médico para ella.


Se desmayó mientras atravesábamos la sala, pero no me preocupé por ello. Era mejor si dormía ahora y, cuando despertara, me aseguraría de que Alger no estuviese aquí.


La besé en la frente y entonces ahogué un sollozo. No había podido protegerla y eso dolía más que cualquiera de los golpes a los que ya me había acostumbrado.


   —Lo siento —dije en voz baja, sabiendo que no me escuchaba.


 


 


Cuando desperté, me asusté al ver la cara de Wolfang, justo frente a mí. Ahogué un grito.


   —¿Por qué siempre que te veo dormir estás teniendo pesadillas? —preguntó, clavándome la penetrante mirada tras los lentes—. Cuéntame qué te atormenta.


No contesté enseguida; tenía el corazón palpitándome en la garganta, escalofríos y unas insoportables lágrimas a punto de escapárseme de los ojos. Así era todas y cada una de las veces que soñaba con ella.


   —Creo que la causa de ellas eres tú —respondí. Wolfang se sentó a mi lado, sobre la cama y puso una mano sobre mi pecho.


   —Va a explotar —dijo.


   —¿Qué cosa?


   —Tu corazón. ¿Qué es lo que te conmociona tanto, Branwen? —insistió—. No creo que hayas estado soñando con infectados.


Le miré, preguntándome si algún día llegaría a tener la suficiente confianza con este hombre —que ahora no era más que el bastardo con el que me acostaba— para contarle lo que ocurría; que la extrañaba y que me sentía culpable por la muerte que tuvo, porque no pude hacer nada por ella, nada para protegerla. Me pregunté si algún día podría hablarle de mi madre, de cómo me salvó la vida y de lo dulce que era. Me pregunté si algún día podría contarle sobre Alger, de esa faceta que él conocía, pero que ni siquiera se había enterado de la mitad de ella. ¿Qué pensaría Wolfang cuando le hablara de cómo la maltrataba? ¿De cómo acepté yo ese maltrato? ¿De cómo lo sistematicé para mí mismo?


No, Wolfang no era un hombre para contarle mis secretos.


   —¿Has tenido esos sueños donde te quieres mover y no puedes dar un paso? —mentí y él asintió con la cabeza, fingiendo que me comprendía y que sabía de lo que estaba hablando—. ¿Esos donde gritas, pero la voz no sale? Tengo de esos sueños a veces —inventé. Sí, quizás alguna vez soñé algo como eso, pero esta no era la ocasión. De todas formas, él se lo creyó.


   —Quizás estás demasiado estresado —comentó él, agarrando un mechón corto de mi cabello y jugando con él, refregándolo entre la punta de sus dedos—. Quizás el tema con tu padre...


   —¿Qué tema con mi padre? —interrumpí, poniéndome a la defensiva de inmediato. Siempre que hablábamos de él, me sentía atacado de alguna forma. En el fondo, sabía que Wolfang estaba más con ese bastardo que conmigo.


   —No sé. Las cosas entre ustedes siempre han sido tensas, se nota —se rio—. Ambos trabajan juntos, así que deberían...


¿Hablarlo? ¿Resolverlo? Lo que había entre ese hijo de puta y yo no tenía solución alguna.


   —No lo creo —dije, cortando ahí el tema. Wolfang no era un idiota, él sabía que mientras menos pronunciara el nombre de Alger delante de mí, mejor iban a estar las cosas entre nosotros.


   —Bueno. ¿Vienes a la pelea? —acarició mi pierna—. Dicen que hoy estará bueno. Para eso pasé a despertarte.


   —¿Bueno? El mismo tipo lleva ganando casi un mes. Esa mierda se volvió aburrida hace mucho.


Él me agarró del brazo y me obligó a levantarme. Se lo impedí, resistiéndome y cargando mi peso, como si la cama me tragara.


   —Anda. Hoy pelean los nuevos —insistió.


   —¿Los nuevos? —cedí y me levanté. Me refregué los ojos con las palmas para despertar completamente y ambos caminamos para salir de mi habitación—. ¿Todos los nuevos?


   —Sí, ya era hora. Se enfrentarán al campeón... —sonrió. Wolfang adoraba las peleas, le ponían de buen humor—. A ver si alguno de ellos nos sorprende. Quizás el chico del otro día, ese que vomitó en mi consulta.


   —¿Noah? —inquirí.


   —¿Le llamas por su nombre?


   —Es un nombre fácil de recordar —contesté, distraídamente. Él me agarró del brazo.


   —Parecías muy interesado cuando comencé a hablar de él.


Alcé una ceja.


   —¿De qué demonios estás hablando? —hice un movimiento brusco para zafarme de su agarre, pero él me empujó por los hombros, arrinconándome contra la muralla del pasillo y me besó, mordisqueando mis labios y jadeando dentro de mi boca. Llevó una mano a mi entrepierna, para acariciarla—. E-Eh... —gemí, contra su mejilla, cuando intenté recuperar algo de espacio personal—. Las peleas.


Nos separamos, sólo un poco.


   —No me gusta que llames a los prisioneros por su nombre —gruñó, rozando sus labios contra mi mejilla y el lóbulo de mi oreja—. Me molesta.


   —Es sólo un nombre... —jadeé, me estaba poniendo caliente—. Además, yo no fui el que lo llevó a su consulta para curarle las heridas de las muñecas.


Él se apartó completamente de mí.


   —¿Cómo sabes eso? —preguntó. Me encogí de hombros.


   —Aquí todo se sabe.


Wolfang soltó un suspiro, me hizo una advertencia con el dedo que quería decir claramente: "continuaremos con esto después" y reanudó el paso. Caminé a su lado.


   —No es como que haya querido salvarle la vida... —comenzó a explicar—. Pero tu padre se pasó esa vez al cortarle las muñecas y... ya sabes cómo es él. Si su nuevo favorito se moría tan pronto, aunque fuera por su causa, de seguro se cabrearía y acabaría con un humor de perros —me sonrió, pícaro—. Y probablemente los mandaría a otra estúpida misión sinsentido, y me alejaría tres días más de ti y ese trasero perfecto que tienes.


Así que era eso.


   —Alger es un puto dolor de cabeza —siguió y yo asentí, dándole toda la razón del mundo. Dolor de cabeza era una manera suave de llamarlo. Hijo de puta insoportable e insufrible le quedaba mejor—. Si no fuera tan bueno en lo que hace, de seguro ya lo habría relevado del puto cargo.


   —Yo lo habría relevado de la vida —agregué. Él se rio.


   —Qué cariño el que le tienes.


«No tienes idea», pensé.


Doblamos por un pasillo y bajamos las escaleras. Las peleas se llevaban a cabo en el otro extremo del edificio, dentro de un subterráneo. Habíamos montado un ring para nada deportivo ahí; algunas colchonetas en el perímetro y cuerdas para delimitarle el espacio a los luchadores. No recuerdo de quién fue la idea, pero no tardó en hacerse tendencia. Todos los martes y viernes había peleas y nosotros apostábamos dinero y prendas que ya no nos servían para darle más realismo al asunto.


Motivábamos a los prisioneros, dándole beneficios a los ganadores; un plato de comida decente, una ducha, un baño o ropa nueva. A veces incluso hasta le dejábamos salir de los calabozos y pasear por ahí dentro de la base.


Y ellos, desesperados, se mataban por conseguir algo de eso.


   —Vaya, está lleno —rio Wolfang cuando entramos. Casi todos estaban ahí, incluso el bastardo de Francis, con el rostro hinchado y la nariz inflamada. Me dirigió una mirada furiosa cuando me vio y yo, como respuesta, sonreí y levanté el dedo corazón en su dirección.


   —¿Fuiste tú? —me preguntó Maximus.


   —Efectivamente.


Vi a Tadder acercándose hacia nosotros, traía la caja de las apuestas en las manos.


   —Vamos, muchachos —dijo, sonriéndonos cuando nos vio—. Hoy las luchas estarán intensas —Al tener las manos ocupadas, apuntó con sus labios al interior de la caja, para que tomáramos la papeleta. La cosa era así; todos los viernes, entre las siete y las nueve de la noche, se organizaban esta clase de torneos. Cuatro parejas peleaban y al final de la noche, los ganadores de cada pelea se enfrentaban todos en el ring. No había reglas. Ganaba el último hombre en pie.


Le eché un vistazo a los nombres:


Sujeto N°3: Robert Tylor V/S Sujeto N°5: Oscar O'Neill


Sujeto N°8: Thomas Murphy V/S Sujeto N°7: Samantha Lam


Me detuve un momento frente a la lista.


   —¿Pusieron a la chica a pelear? —pregunté. Era obvio, ahí estaba su nombre escrito. Mi verdadera duda era por qué.


   —Un castigo, creo —explicó Tadder—. Le mordió los huevos a Johnson la semana pasada cuando él la obligó a... ya sabes.


Solté una carcajada.


   —Debió haberle castrado con los dientes —me burlé—. Johnson se lo merecía, de seguro —dije. La chica había llegado hace un mes, más o menos. Y era jodidamente atractiva y una completa salvaje. Tomé el lápiz que también estaba en la caja y aposté por ella antes de seguir mirando la lista y escoger a mi ganador. Sólo podíamos realizar dos apuestas; una para una de las peleas individuales y otra para el ganador final.


Pero antes de escoger, mis ojos se mantuvieron fijos sobre los nombres de la tercera pelea. Allí podía leerse:


Sujeto N°9: Rhys Lee V/S Sujeto N°13: Noah Rousseau


   —Vaya... —Wolfang se rio—. No creo que le vaya muy bien. El trece da mala suerte.


No contesté y pasé a revisar la cuarta pelea.


Sujeto N°1: Manson Mitchell V/S Sujeto N°15: Kyle Morton


Sin dudarlo, anoté el nombre de Mitchell como el ganador de la noche. Él era el hombre que había estado ganando consecutivamente desde hace varias semanas y no creí que eso fuera a cambiar por un par de nombres nuevos.


Mitchell no era invencible, pero creo que el número que portaba inspiraba más miedo que cualquier otra cosa. Cuando los prisioneros ingresaban, les dábamos un número al azar que no necesariamente coincidía con su número de ingreso; lo hacíamos justamente para confundirles entre ellos. El primer hombre en ingresar a este lugar ya había muerto hace varias semanas y él llevaba el número veinte. Pero estos pobres diablos creían que Mitchell era el primero, el más duro, el más fuerte. Y quizás lo era ahora, pero gran parte de esa fortaleza que había adquirido se debía a su fama.


   —¿No vas a apostar por ese chiquillo? —preguntó Wolfang, quitándome la papeleta de las manos y dando golpecitos sobre la hoja con el lápiz, como si se lo estuviera pensando.


   —Creo que perderá la primera pelea —dije. Entonces vi que él anotó el nombre de Noah en la casilla de ganador de la noche. Puse los ojos en blanco y suspiré—: Vamos, tiene que ser una broma.


   —¿Qué? —Wolfang se rio—. Sobrevivió a mi doble dosis, dale algo de crédito.


Tadder revisó la papeleta y sonrió.


   —Si el trece llega a ganar, se ganará la lotería, doc.


   —Eso espero.


Mi compañero se alejó y siguió anotando las apuestas. Quince minutos después, todo el mundo estaba alrededor del ring, esperando la primera pelea. Uno de mis camaradas, que padecía síndrome de locutor frustrado, anunció por un micrófono conectado a un karaoke portable:


   —Primera pelea: ¡sujeto número tres contra sujeto número cinco! ¡Pasen al cuadrilátero! —Todos aplaudieron y los que habían apostado por alguno de los dos luchadores para las primeras peleas, gritaron más de la cuenta, animándolos y vociferando sus nombres con pasión, como si esa mañana no los hubiesen empapado contra una muralla o golpeado por mera diversión.


Ambos hombres se pararon al centro del escenario; un chico joven contra un miserable hombre desnutrido que debía tener más de cincuenta años. Fue una masacre que terminó más rápido de lo que imaginé. Al pobre Robert lo sacaron apenas consciente del ring.


Bostecé. Quizás debí haberme quedado durmiendo.


   —¡Segunda pelea: sujeto número ocho contra sujeto número siete! —anunció el presentador.


   —¡Vamos, Thomas! —le oí gritar a uno de los tipos que estaba en el grupo del lado—. ¡Enséñale a esa perra quien manda!


Apreté los puños cuando ambos ingresaron al cuadrilátero. Samantha Lam, la chica, estaba apenas vestida con unos pantalones cortos y un sujetador deportivo. Le habían obligado a entrar así.


Todo el mundo empezó a silbar y a gritarle groserías. Claro, era de esperarse.


Las mujeres tendían a durar poco en este lugar. El ritmo que llevábamos terminaba acabando con ellas tarde o temprano. Pero esta muchacha parecía distinta.


   —¡Vamos, chica! —le animé.


En ese momento, Thomas extendió el brazo y le dio un puñetazo que la tiró directamente al suelo. La pelea comenzó con la chica en el piso, sobándose la mandíbula mientras intentaba levantarse.


Wolfang rio a mi lado.


   —Creo que tienes mal ojo para tus apuestas.


   —No aposté por ella —contesté. Era una mentira, sí lo había hecho. Pero Wolfang no tenía por qué saberlo.


   —Pero aun así la estás apoyando.


El sujeto número siete, Samantha Lam, se levantó rápidamente antes de que Thomas se le lanzara encima. Ella era menuda, rápida y ágil, Thomas era un grandulón de metro ochenta que debía pesar al menos noventa kilos y que no pudo seguirla cuando ella lo rodeó y le golpeó en la espalda. Pero el puñetazo ni lo movió.


   —¡Mas duro! —grité—. ¡Si lo tocas así no vas a herirlo nunca!


La chica me miró por el rabillo del ojo durante una milésima de segundo y pareció extrañarse de que alguien le estuviera animando.


Quizás Wolfang tenía razón. Yo era un mal apostador.


Pero el que no se arriesga, no gana.


Lam saltó al cuello de Thomas y se le colgó como una serpiente, enredando sus piernas en su garganta para intentar quitarle el aire y enterrándole los dedos en los ojos.


   —¡Eso es! —grité.


Thomas soltó un grito, la agarró a ciegas del cabello y jaló de el hasta que la chica le soltó.


Entonces ambos cayeron al suelo, ella, adolorida por el tirón que le arrancó varios mechones de pelo que estaban esparcidos por el suelo, y él, con las manos alrededor de su cuello, intentando recuperar el aire que le habían quitado y pestañeando rápidamente, intentando recuperar la visión.


Y entonces oí a alguien más gritar:


   —¡Levántate!


Miré en dirección a los gritos, reconociendo su voz. Noah estaba a un costado del improvisado cuadrilátero, con los puños apretados y los ojos bien abiertos, mirando directamente al sujeto número siete, que todavía no reaccionaba.


   —¡Aprovecha ahora que está en el suelo! —le gritó a la chica—. ¡No está viendo bien!


Uno de mis compañeros le dio un codazo y le obligó a callar:


   —Concéntrate en tu pelea —le dijo—. Eres el próxi... —El cazador calló y posó los ojos en el ring cuando la rubia se levantó rápidamente y corrió hacia Thomas, soltando un grito, como un grito de guerra, que me dio escalofríos y se abalanzó otra vez contra la espalda de su contrincante—. ¡Carajo! —Eufórica y frenética, ella comenzó a golpearle con los codos, en el cuello y bajo los omóplatos, en las costillas y en cualquier zona que sus extremidades alcanzaran, bien agarrada de su garganta para no soltarse y caer otra vez. Thomas intentó quitársela de encima, se levantó con ella a cuestas y la golpeó contra las cuerdas, pero la chica no le soltó y en cambio, volvió a clavarle los dedos en los ojos. Si casi le arrancó el pene a uno de mis compañeros, ¿por qué no iba a quitarle los ojos a uno de los suyos?


   —¡Vamos, maldita sea! —me acerqué a la línea que nos separaba de los luchadores, despertando súbitamente como el resto del público que, entusiasmado y delirante, empezó a vociferar, animado por el contraataque de la chica—. ¡Sácale los jodidos ojos!


   —¡Sácaselos! ¡Sácaselos! —comenzó a gritar la multitud.


Thomas soltó un grito desgarrador y Lam no cedió, hundiendo con más fuerza los dedos en sus ojos y arañándole la cara cuando el otro saltó hacia atrás, dejándose caer de espaldas para aplastar a la chica con todo el peso de su cuerpo.


Todo el lugar se sumió en un tenso silencio cuando oímos el estruendo del impacto.


Ambos estaban ahí; él, con el rostro cubierto de sangre y ella, aplastada entre el suelo y la espalda de ese hombre que la duplicaba en peso y tamaño.


Entonces el animador comenzó el conteo:


   —¡Uno...!


   —¡Dos...! —La multitud le acompaño.


   —¡Tres...! —Ninguno de los dos respondía.


   —¡Cuatro!


   —¿Crees que hayan muerto los dos? —me preguntó Wolfang. Le miré de reojo y alcé una ceja.


   —Espérala —sonreí.


   —¡Nueve...! —Entonces el brazo de la chica se movió, levantándolo apenas de entre la piel de ese hombre, y lo alzó en el aire, mostrando el trofeo que había atrapado con sus propias manos:


Ella le había arrancado un ojo.


La multitud enloqueció.


   —¡Tenemos un ganador! —anunció el presentador. Técnicamente ninguno de los dos había ganado, porque él no logró levantarse más de ese cuadrilátero y ella no logró quitárselo de encima por su cuenta, pero el haberle arrancado el ojo y estar todavía consciente ya le daba la victoria—. ¡Sujeto número siete! —La campana sonó, cerrando la pelea y varios hombres ingresaron para quitar al gordo y completamente derrotado Thomas, con su rostro lleno de sangre y un hueco oscuro y gelatinoso en el ojo izquierdo.


   —Auch... —se quejó Wolfang—. Eso se ve doloroso.


   —No es para tanto —me encogí de hombros—. Es sólo un ojo.


   —¿No es para tanto? —rio él—. ¿Acaso no te dio escalofríos? ¿Viste como sangraba?


   —Ve el lado positivo... —le animé—. Ese tipo se verá más rudo con un parche.


Wolfang pareció pensárselo.


   —Tienes razón... —estiró su mano hacia mi rostro y me apartó un mechón de cabello que me caía encima, echándolo hacia atrás en un movimiento rápido que apenas pudo haber sido percibido desde afuera—. Me pregunto cómo te verías tú con uno.


Me reí.


   —Para eso tendrías que arrancarme un ojo.


Ambos observamos a la chica saliendo, mientras sostenía su hombro, con la cara inflamada y cubierta de sangre que no era suya. Destrozada, pero con una sonrisa en el rostro.


Ella no lo sabía, pero era la primera mujer en participar en alguna de estas peleas y era la primera en ganar una. Y algo me dijo que sería la última también.


Chicas como ella no se veían todos los días.


Wolfang me dio un codazo en el costado.


   —Ahí viene mi ganador—dijo, ironizando.


   —¡Siguiente combate! —anunció el presentador—. ¡Sujeto número nueve contra sujeto número trece!


Algunos aplaudieron. El sujeto número nueve fue el primero en entrar al cuadrilátero; era un hombre chino, o japones, que es casi lo mismo, con cabello oscuro y un poco más alto que Noah, quien entró segundos después que él, con los brazos tensos a los costados de su cuerpo y las manos empuñadas con fuerza, rígido como un muerto.


   —¿Qué es eso? —preguntó Wolfang, dándome otro codazo.


   —¿Qué cosa?


   —Esos tatuajes, Branwen. ¿Los has hecho tú?


Observé la espalda del rubio; había dibujado un par de calaveras, las mejores que había hecho hasta ahora, una frase inentendible de una canción que estaba tarareando en mi cabeza al momento de tatuarle, un tribal y un fénix junto a unas aves en la parte más baja. Esos dibujos se veían incluso mejor que cuando los diseñé en mi imaginación. Demonios, la piel de ese chico era mejor que cualquier papel o esquema mental.


Sonreí, orgulloso de mi trabajo.


   —Por supuesto —contesté.


   —¿Por qué? —quiso saber.


   —Por la misma razón por la que tú curaste las heridas en sus muñecas —dije.


   —Lo hice para que tu padre no se volviera loco.


   —Yo también —respondí. Wolfang volteó el rostro hacia mí, como si quisiera preguntar algo más, pero entonces la campana sonó y la pelea comenzó.


Antes de moverse, Noah miró en mi dirección y se acarició el cuello.


   —¿Le tatuaste el pescuezo también? —gruñó Wolfang. Asentí con la cabeza. Ese escorpión le quedaba bien—. ¡Eh, Tadder! ¡Quiero que me devuelvas mi dinero ahora mismo!


   —¡Sin devoluciones! —le gritó mi compañero desde la otra esquina del lugar.


Solté una risa.


La pelea inició con Lee asestando un perfecto puñetazo en la mejilla de Noah. El chico cayó al suelo y se mantuvo ahí durante uno o dos segundos, pero alcanzó a atinar cuando el otro hombre quiso patearle y rodó por el suelo para esquivarlo. Él era rápido, a pesar de que la noche anterior le había visto todo magullado y herido, y eso me hizo preguntarme si acaso algún otro prisionero de este lugar sería capaz de pelear en esas condiciones. Porque él sí podía, lo supe cuando atrapó la rodilla de Lee con sus piernas y le obligó a desestabilizarse y caer bruscamente al suelo. En ese momento, el chico se levantó y se lanzó contra la espalda del otro hombre, de manera similar a la forma en la que la luchadora anterior se había abalanzado contra su contrincante, sólo que esta vez, Noah fue mucho más fácil de quitar.


Lee se sacudió y se deshizo de él rápidamente, levantándose para contraatacar.


El público gritó y celebró cuando los dos comenzaron a intercambiar golpes, rodillazos y puñetazos que iban y venían sin pausa alguna. Observé, con los brazos cruzados y tensos, cómo los cuerpos de ambos rodaban por el piso mientras ellos se masacraban mutuamente; tirones de pelo, un codo clavado dentro de una costilla, arañazos, mordeduras e intentos desesperados de noquear al otro. No estábamos viendo una pelea limpia, no, esto era diferente. Ambos lo sabían: el que ganaba, tendría más probabilidades de sobrevivir. Y las dos personas que estaban sobre el improvisado ring estaban luchando por sus vidas como seguramente ninguno de los espectadores lo había hecho antes.


Wolfang se inclinó hacia mí y gritó, en medio de todo el bullicio:


   —¿Has visto de cerca una pelea de perros alguna vez? —preguntó y yo negué con la cabeza, sin despegar los ojos de la acción—. Pues así es como se ve.


Noah estaba sobre Lee, le había dado un cabezazo y ahora la frente le sangraba, pero había ganado terreno. El chico le sujetaba ambas manos con las suyas, mientras le clavaba las rodillas en los costados. Discutían, veía las bocas de ambos moviéndose, pero el griterío no me dejó oír nada. Por su lenguaje corporal, parecía que Noah se estaba disculpando.


Dijo una última palabra y entonces levantó el puño en el aire y lo clavó en seco en la mandíbula de Lee.


El otro se desvaneció.


   —¡Vaya! —exclamó Wolfang—. Él de verdad lo logró.


   —¡Uno...! —el conteo comenzó, Lee había quedado inconsciente. Noah se puso de pie y aguardó en una esquina, en guardia, como esperando a que el otro se levantara de repente—. ¡Dos!


El chico tenía el rostro completamente ensangrentado, tenía un ojo hinchado y su labio inferior estaba roto.


   —¡Cinco...! —cantó el presentador y todo el público le ayudó.


El rojo sangre le quedaba bien a esa piel pálida.


   —¡Ocho!


Este pobre diablo era sorprendente.


   —¡Diez! ¡El ganador es el sujeto número trece! —Todo el mundo estalló en gritos y la pelea cesó, pero Noah no salió enseguida del cuadrilátero y, en cambio, esperó a que Lee reaccionara y caminó hasta él para tenderle la mano y ayudarle a levantarse, en un gesto de innecesaria camaradería que me causó asco. Ambos salieron juntos, apoyándose el uno en el otro y las celebraciones y ánimos fueron reemplazadas por burlas y malos chistes a los que ninguno de los dos prisioneros pareció prestarle atención.


El hombre del micrófono anunció un receso de quince minutos, informando que la pelea entre Manson y Kyle se había "suspendido", debido a que el sujeto número uno no aguantó las ansias y masacró a su contrincante antes de subir al cuadrilátero, mandándolo directo a la enfermería, donde, claramente, tendría que esperar. Wolfang no se movería de aquí hasta ver el último enfrentamiento.


Para matar el tiempo antes de la última pelea, aproveché de dirigirme a la improvisada barra que se había instalado en el último rincón del lugar, lejos de la multitud y el cuadrilátero.


   —Tengo cerveza, ron, vino y...—intentó decir el hombre cuando llegué a sentarme frente él.


   —Dame lo más fuerte que tengas —pedí. Él sonrió y desapareció bajo el mostrador para, segundos después, volver junto a una botella y un vaso que posó frente a mis ojos y comenzó a llenar con un líquido medio rojizo, medio anaranjado, de un particular aroma que no tardé en reconocer—. ¿Whisky? —intenté adivinar—. ¿Tienen whisky en este lugar?


   —Escocés, el mejor que hay —afirmó él—. Pero no creas que se lo sirvo a todo el mundo.


   —¿Por qué me lo estás sirviendo a mí, entonces? —quise saber.


   —Porque tienes cara de necesitarlo con urgencia —dijo, terminando de llenar el vaso. Lo tomé en mi mano y le di un sorbo. El líquido pasando, ardiente y áspero, por mi garganta me causó un escalofrío que no me molesté en contener.


   —¡Diablos! —exclamé.


   —De eso estoy hablando —rio el cantinero—. ¿Te sientes mejor ahora?


   —¿Cuándo dije que me sentía mal? —dije.


   —No mal, precisamente... —contestó él, mirándome con una media sonrisa en el rostro, que me molestó un poco—. Pero luces... distinto —¿Distinto? Ni siquiera conocía bien a ese hombre, apenas le veía un par de veces por semana, cuando bajaba a esta pocilga a mirar las peleas. ¿Y él se atrevía a decir que me veía cambiado?—. Verás, sé reconocer a un hombre atormentado.


   —No hay nada atormentándome, realmente —solté.


   —¿Estás seguro de ello?


Pensé en el sueño con el que había despertado esa tarde. Y en lo ocurrido esta mañana, cuando Francis estuvo a punto de descubrirme.


Yo no le llamaría «tormento», precisamente. Pero tal vez estaba un poco preocupado, incómodo o inseguro. Tal vez mi mundo estaba un poco revuelto durante los últimos días.


Y ahora que lo pensaba bien, quizás sí tenía motivos para sentirme de esa forma.


Llevé el licor a mis labios nuevamente y bebí todo el contenido de un solo y largo sorbo, luego golpeé el vaso sobre la mesa y pregunté, con la garganta raspada por el alcohol:


   —¿Podrías darme otro?


El hombre soltó una risa y asintió con la cabeza.


   —Por supuesto.


Destapó la botella otra vez.


   —¿Qué te pareció la última pelea? —preguntó, mientras llenaba mi vaso nuevamente—. Salvaje, ¿no?


   —Una pelea de perros —dije, haciéndole honor a las palabras de Wolfang.


   —Lo mismo pensé... —observó él, en una carcajada—. La anterior también estuvo brutal. Hoy llegaron muy buenos peleadores.


Asentí con la cabeza y le di un sorbo a mi bebida.


—Creo que alguno de los ganadores de esta noche podría destronar a ese sujeto... Manson —siguió.


   —Eso espero, aunque no lo creo —respondí, negando con la cabeza—. Todos los prisioneros le temen a ese cabrón.


   —Ya vendrá alguien sin miedo —me animó él.


   —No lo creo —insistí.


  —¡Qué pesimista eres, hombre! —se burló una voz a mis espaldas y Wolfang dejó caer su trasero en asiento del lado—. Yo apostaré todo al sujeto número trece la próxima vez, él parece tener los malditos pantalones bien puestos —declaró—. Aunque el otro día llegó lloriqueando como un marica porque Cuervo había intentado cortarle las venas, ¿puedes creerlo? —le preguntó al cantinero y éste rio en voz alta—. Bueno, a lo que vine. Jonna, ¿podrías darme una cerveza, por favor?


   —Claro, Wolfang.


Le di otro sorbo a mi whisky, mientras el cantinero le servía la bebida a Wolfang.


   —¿Por qué te alejaste? —me preguntó él.


   —Tanta gente me molesta.


   —¿Y por qué estás bebiendo solo, como un soltero deprimido? —insistió y bebió de la lata que le habían dado.


   —Mucha gente —gruñí, mirándole fijamente. Esperaba que entendiera el mensaje oculto en mis palabras: «vete de aquí»


Él sonrió, pero tenía el ceño ligeramente fruncido, por lo que entendí que lo había entendido y que no estaba contento con eso. Extendió un brazo y me tomó del hombro para atraerme hasta él.


   —¿Estás molesto por algo? —preguntó.


Le di un último sorbo a mi segundo vaso de whisky.


   —¿Por qué debería estar molesto contigo? —me intenté apartar de él—. ¿Puedes servirme otro? —le pregunté a Jonna.


   —No, no. Claro que no —Wolfang le detuvo—. ¿No quieres emborracharte, ¿o sí?


—Tal vez —bromeé.


   —Olvídalo, ¿cuánto has bebido ya?


   —Estoy bien, Wolfang. No soy un puto niño.


   —Claro que no, pero no puedes embriagarte en servicio y lo sabes... —La voz del presentador al fondo anunció el fin del receso y Wolfang se levantó y me tiró del brazo para moverme—. Ya va a comenzar la última pelea. Vamos, levántate.


   —El hombre dijo que necesitaba el whisky... —bromeé, resistiéndome.


   —Vamos, Branwen.


   —Soy un alma atormentada, Wolf —me reí.


   —¡Ja! ¡Alma atormentada! —se burló él, arrastrándome de vuelta hacia la multitud. Me despedí de Jonna con un gesto, mientras dejaba que Wolfang me llevara con él—. ¿Si quiera alguna vez te has sentido angustiado en tu vida?


No contesté.


Él no tenía por qué enterarse de nada.


Los murmullos y conversaciones hilarantes de mis compañeros me causaron un repentino dolor de cabeza cuando me vi en medio de la multitud otra vez. Me froté las sienes, intentando suavizar la molestia y posé los ojos en el cuadrilátero cuando el presentador volvió a anunciar la última pelea:


   —¿¡Están todos listos para presenciar una masacre!? —gritó, como un lunático. Él de verdad se tomaba en serio lo de animar eventos como este. El "sí" fue al unísono y casi me parte el cerebro en dos—. ¡Adelante, sujetos número uno, cinco, siete, y trece!


Los anunciados entraron al ring al mismo tiempo, dos por cada esquina; por un lado, Manson y O'Neill y por el otro, las dos revelaciones de la noche: la chica, Lam, y Noah. Se suponía que en la última pelea no había equipos, pero entonces me pareció percibir algo: una mirada entre ambos chicos, una especie de complicidad implícita al verse ambos acorralados en la misma complicada situación. Tanto Manson como O'Neill eran fuertes y grandes.


Es una de las reglas básicas de supervivencia: dos débiles hacen mucho más que uno.


El presentador gritó el inicio de la pelea y, como era de esperarse, el primero en moverse fue Manson. Pero él no se abalanzó sobre Noah o sobre la chica, no, él fue directamente contra O'Neill y le asestó un puñetazo tal, que el pobre hombre cayó inmediatamente al suelo, inconsciente.


La multitud enloqueció. Nadie esperaba ese golpe. Yo sí. Manson prefirió deshacerse de la competencia antes de formar alianzas. En ese cuadrilátero, el único sujeto capaz de darle pelea mano a mano era el sujeto número cinco. Y ahora estaba completamente fuera de combate.


Vi otra mirada cruzarse entre Lam y Noah y ambos asintieron con la cabeza.


Manson estiró sus manos delante de él e hizo tronar sus dedos, burlándose por lo que estaba a punto de hacer.


   —El sujeto número uno los matará a ambos... —masculló Wolfang a mi lado.


   —Eso sería un problema —contesté, sin despegar los ojos del espectáculo. Los tres peleadores estaban quietos; uno de ellos a punto de atacar y los otros dos, listos para correr. La suerte estaría del lado de quién se moviera primero.


   —¿Por qué?


   —Mi padre —solté, cortante.


   —Oh, claro. Si matan al chico, Cuervo va a enfadarse... —hizo una pausa y apoyó su mano sobre mi hombro—. En fin, ¿qué se le va a hacer?


Tragué un poco de saliva.


Manson arremetió contra ambos y los dos chicos, muy coordinadamente, se apartaron al mismo tiempo y le rodearon. Fueron rápidos; ella se le abalanzó al rostro y, por otro lado, Noah intentó derribarlo en una tacleada. Los tres cayeron al suelo y los dos chicos comenzaron a golpearle, con todo lo que tenían. Uno, dos, tres, cuatro... seis puñetazos. Ellos lo estaban dando todo porque probablemente sabían que no habría otra oportunidad para ganarle.


   —¡Vamos, Trece! —le oí gritar a alguien.


   —¡Aráñalo, Siete! —gritó otro. Mis compañeros les estaban animando.


Pero no es que realmente los cazadores estuvieran con ellos, no. Ellos sólo disfrutaban de esta ruptura en la rutina. Habíamos estado tanto tiempo viendo lo mismo, cómo los prisioneros caían uno a uno al enfrentarse a Manson que, ver que un par de pobres diablos le estaban dando una paliza, era realmente refrescante.


   —¡No te quedes ahí, Uno! —vociferó otro grupo—. ¡Haz algo!


Y, cómo si él los hubiera escuchado, Manson reaccionó. Se quitó a la chica de encima con un manotazo en el pecho y tuvo que esforzarse un poco más para lanzar a Noah por los aires, con una patada, y estrellarlo contra una de las esquinas del cuadrilátero. El hombre se levantó y se dirigió hacia la chica.


   —¡Mátala! —le animó uno de mis compañeros—. ¡Estrújale las tetas!


Lam estaba arrodillada en el suelo, intentando recuperar el aire que el golpe le había quitado y no logró reaccionar cuando Manson la tomó por el cuello y la levantó algunos centímetros del suelo.


Mierda. Él de verdad iba a matarla.


   —Ahí va la mejor peleadora que hemos tenido... —se burló Wolfang. Le miré seriamente y fruncí el ceño.


   —Deberíamos detener esto —dije.


   —¿Por qué?


   —Es obvio que la chica no tiene oportunidad.


Él se encogió de hombros.


   —No es mi problema.


Las manos de Lam se veían realmente pequeñas alrededor del brazo de Manson, intentando desesperadamente alejar la mano que le estrujaba el pescuezo. Si nadie lo detenía, él iba a matarla.


¿Por qué el presentador simplemente no la dejaba fuera de combate? Era obvio que ya había perdido.


   —¡Suéltala! —grité—. ¡Vas a matarla! —En ese momento, Noah se reincorporó y corrió hacia la espalda de Manson, abalanzándosele de un salto y colgándose de su cuello, intentarlo ahorcarlo con sus brazos. Sentí cómo se disparaba la adrenalina en mi interior por la emoción. Mis compañeros y yo enloquecimos—. ¡Eso es! ¡Quítaselo de encima!


   —¡Defiende a esa puta, Trece! —gritaron.


Todo el mundo vociferaba instrucciones, ánimos que cambiaban según quién llevara la ventaja, recomendaciones de cómo dar un correcto puñetazo y subidas de apuestas que lo único que demostraban era que estábamos mirando la pelea más espectacular del último mes. Y ellos lo sentían, ellos sabían que les estábamos mirando y que podían ganarse nuestro favor, así que, motivado seguramente por alguno de mis compañeros, Noah se atrevió a clavarle los dedos en los ojos a Manson, intentando hacer lo que Lam había hecho hace un rato atrás. Obviamente no funcionó, pero el hombre soltó a la chica y retrocedió, aún con Noah colgado a sus espaldas, hasta hacerles chocar a ambos contra las cuerdas. En ese momento, vi algo extraño, algo que no debería estar ahí, algo que me dio mala espina.


Francis estaba en la esquina del ring y, cuando vio a Noah siendo arrojado contra las cuerdas, se movió hacia él y le sujetó los brazos para que no pudiera escapar ni moverse. Le oí decirle algo a Manson y éste aprovechó la oportunidad para darle al chico un puñetazo en la mandíbula.


   —¡Eh! —grité, adelantándome hacia el cuadrilátero—. ¡Eso es trampa, Singh!


Wolfang me sujetó del hombro.


   —¿Para dónde vas? —me preguntó—. Tú no apostaste por ese chico, ¿o sí?


   —Suéltame, Maximus —ambos forcejeamos un poco—. ¿¡Qué estás haciendo, Francis!?


Francis, al oírme, agarró a Noah del cuello tras las cuerdas y Manson descargó contra él, dándole reiterados golpes en el estómago. Me solté de Wolfang, me metí entre la gente y fui contra Francis, corriendo directamente hacia él y nos tiré a ambos al suelo en una tacleada.


   —¿¡Qué carajos haces!? —le grité.


   —¡Ah, no me digas! —se burló—. ¿Apostaste por él?


No, yo había apostado por Manson. Sabía que Noah no tendría oportunidad contra él en la pelea final, pero de todas formas lo que este bastardo estaba haciendo era sucio.


Le di un puñetazo. Esta vez iba a terminar el trabajo y le dejaría sin nariz. Él me devolvió el golpe y, por un momento, mi vista se agitó cuando, a mano abierta me sacudió la sien.


   —¡Eh, eh! ¡Están peleando! —Alguien intentó separarnos, di un codazo hacia atrás y golpeé una mandíbula—. ¡Hijo de...! —golpeé a Francis una vez más antes de que alguien tironeara de mí para sacarme de encima, pero otra persona empujó al sujeto que estaba sobre mí y, en menos de diez segundos, todo el mundo estaba peleando. Así eran las cosas aquí.


   —¿¡Por qué estás tan molesto!? —Francis invirtió la posición y me dio un puñetazo—. ¡Ni siquiera apostaste por él! —me sujetó ambos brazos y me vi forzado a darle un cabezazo para que me soltara, lo hizo y se llevó las manos a la boca. De seguro se mordió la lengua por el impacto—. P-Puto cabrón... —balbuceó mientras una silla volaba por sobre nuestras cabezas. Desenfundó su arma y me apuntó—. ¡Voy a...!


Un disparo resonó en todo el lugar, pero no fue Francis. No, ese cabrón no era capaz de hacerlo. Porque si erraba, si sólo se atrevía a dejarme vivo, sabía que me encargaría de desatar todas las penas del infierno sobre él. Nos miramos a los ojos y le oí jadear. Sonreí.


   —¿¡Qué demonios está pasando aquí!? —gritó una voz que debía sonarme familiar, pero que, sin embargo, siempre se oía extraña a mis oídos—. ¡Que alguien me explique este desastre! —Desde que empezamos con ellas, Cuervo nunca había asistido a una pelea. Pero ahí estaba él, bajo el umbral de la puerta; con el revólver alzado por sobre su cabeza, su gabardina negra, decorada con plumas en los hombros, que era ridículamente extravagante, aunque era quizás lo único de su apariencia que me agradaba mínimamente, y, bajo ella, el uniforme negro. Alger se tomaba muy en serio lo del apodo "Cuervo".


No sabía que más bien parecía un puto soldado nazi.


Todo el mundo se detuvo y nadie dijo una palabra, hasta que avanzó entre nosotros —entre sillas rotas y mesas volteadas— y se dirigió hacia donde todo había comenzado. Francis todavía estaba arrodillado sobre mí, apuntándome con su arma y yo todavía estaba viéndole con un gesto divertido, queriéndole decir que sabía que era un maldito cobarde y que sabía que no sería capaz de dispararme.


   —¿Qué ocurrió entonces? —preguntó Cuervo, de pie a un costado nuestro.


Francis bajó el revólver y se levantó.


   —Dankworth me atacó de repente.


Me senté en el suelo y me incliné, para abrochar los cordones de mis botas que se habían soltado con el ajetreo.


   —¿Conoces la historia de Pedro y el lobo, Singh? —pregunté.


   —Esta mañana también me atacó en los calabozos —acusó. Levanté la vista para mirarle directamente y gesticulé claramente con mis labios:


"Eres una rata"


   —¿Eso es verdad, Dankworth...? —interrogó Cuervo, en tono de burla. Siempre que pronunciaba el apellido de mi madre lo hacía con una sonrisa burlona en la cara. Hijo de puta.


   —Él se lo buscó —me defendí.


   —¿Y ahora también?


   —Estaba haciendo trampa —dije—. Agarró a uno de los prisioneros durante la pelea para que Manson le golpeara libremente.


   —¿A cuál prisionero? —quiso saber. Terminé de atarme las botas y me levanté para mirarle de frente.


   —Al sujeto número trece —solté. Él sonrió.


   —¿Apostaste por ese pobre diablo? —quiso saber. Negué con la cabeza y me mordí los labios—. Bien. ¡Se acabó la fiesta! ¡Todos vuelvan a sus miserables vidas ahora mismo! —pasó de Francis y de mí para caminar hacia el cuadrilátero. Noah reaccionó primero e intentó retroceder sobre sus pasos, corriendo hacia la otra esquina, pero Cuervo no tardó en darle caza, le agarró del cabello y lo tiró al suelo—. Pero tú te vienes conmigo —le dijo.


Quise avanzar hacia ellos. Francis me detuvo.


   —¿Qué haces? —me preguntó. Me quedé ahí, quieto, con un pie a punto de avanzar hacia donde estaba Cuervo y ese pobre chico. ¿Qué estaba haciendo? Retrocedí y lo aparté de mí bruscamente.


   —Nada.


   —¡No! ¡No, por favor! —me quedé viendo la escena, como el resto de las personas que estábamos ahí. Noah se arrastró por el suelo, pero Alger lo redujo en segundos y se lo llevó a la fuerza. Lo último que vi fue a ese chico, con los brazos estirados en mi dirección, los ojos muy abiertos por el pánico y gritando, al aire, rogando porque alguien le ayudara. Todos sabíamos lo que le esperaba a ese muchacho y nadie movió un pelo por evitarlo.


Yo tampoco hice nada.

Notas finales:

Bueno, bueno. Sé que hay al menos unas 80 personas que están leyendo "Noah" por esta página y no por Wattpad. ¿Qué les ha parecido hasta ahora? Los estoy leyendo <3 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).