Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

El mayordomo y la espina de la rosa. por Alexis Shindou von Bielefeld

[Reviews - 18]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Las cosas no salieron según lo planeé por lo que serán tres capítulos. Es que me salió largo y aun no lo he terminado del todo porque tuve problemas con mi computadora. En todo caso quiero dejarles la continuación para solo quedarme con la parte final.

Muchas gracias: Neko- ley, Ciel-Sakura, irlandaKII, y Johana. Fueron muy lindas y amables conmigo :) me dieron ánimos y me disculpo por la tardanza. En realidad siempre suelo tardarme, espero algún día corregir eso de mi.

 

El mayordomo y la espina de la rosa II parte.

 

 

A las diez treinta de la noche, en la ajetreada y nocturna ciudad de Londres, una jovencita bajaba de su carruaje dejando a más de un caballero hipnotizado al admirar su belleza así como a más de una mujer muriéndose de la envidia al verla pasar. Esta misteriosa jovencita llevaba puesto un vestido color violeta con falda acampanada hasta el suelo y con una lazada en la cintura que enaltecía su esbelta figura. Llevaba el pelo negro recogido con dos coletas rizadas y un coqueto flequillo le tapaba el ojo derecho. Sobre su cabeza usaba un sombrero de flores y cintas que hacía juego con el color del vestido. Las facciones duras de su cara le hacían parecer distante, pero sus labios pintados con labial color cereza eran tan sensuales que suavizaban su aspecto y le daban un aire desenfadado y muy atractivo. Por desgracia para sus admiradores, la jovencita era acompañada por un tipo con sombrero, bien vestido, con abrigo y pantalón oscuro que parecía ser muy posesivo.

.

.

.

—Me gustaría que actuara con más naturalidad. Recuerde que estamos simulando ser una pareja de enamorados en una cita romántica, joven amo —le advirtió Sebastian con una sonrisa de oreja a oreja mientras que en sus adentros reía y gozaba al verlo disfrazado de mujer. La culpa la tenía su joven amo al asemejarse tanto a una bella y frágil damisela.

Ciel puso los ojos en blanco y tragó saliva.

—Cierra la boca. No me haces gracia —advirtió con ese tono de voz que era mitad petición, mitad orden.

Iba a decirle algo más, pero se vio interrumpido por alguien que se les acercó de improvisto.

—¡Oh, el amor de la juventud! —exclamó ese alguien en voz alta.

Era un hombre de baja estatura y obeso, y su rostro apenas se distinguía bajo el ala del sombrero. En esos momentos, Ciel deseó que se lo tragara la tierra.

—Jovencito, debe cuidar mucho a su novia, es una muchacha muy atractiva y cualquiera podría tratar de arrebatársela —advirtió el hombre a Sebastian sin quitar su lasciva mirada de Ciel.

Al mirarlo con detenimiento, Ciel se dio cuenta que se trataba de Razak Galí, un viejo comerciante de joyas de origen árabe, pícaro y oportunista, que se aprovechaba de las jovencitas ingenuas para poder abusar de ellas y hacerlas parte de su Harén. ¡Joder! Sólo esperaba que ese señor se largara rápido de su vista.

—Jovencita, es un placer… —Con toda la confianza del mundo, el árabe se atrevió a tomar la mano de la supuesta señorita con intenciones de besarla. Sin embargo…

—Soy muy consciente de que debo cuidar a mi prometida. —Sebastian tomó posesión de la mano de su joven amo antes de que fuera besada por Razak y la besó en su lugar, provocándole a Ciel escalofríos de placer que le recorrieron toda la columna vertebral—. Pero no temo, porque nuestro amor es eterno así como nuestros destinos comparten un sólo camino ¿No es así?… ¿Cariño?

Un calor más sofocante que el calor del desierto encendió las mejillas de Ciel, y con la rabia contenida en lo más profundo de su ser, se limitó a asentir con la cabeza, pero manteniéndola agachada sin atreverse a mirarlo de frente.

Entonces, con una sonrisa ladina, Sebastian rodeó su cintura con un brazo, y para disimular ante el árabe, a Ciel no le quedó más remedio que relajarse y dejar que él apoyara la barbilla sobre su hombro, una postura que los dejó con las mejillas pegadas. El corazón le latía acelerado envuelto en su aroma masculino, especiado y misterioso. Aquello era una prueba; una prueba de autocontrol, comprendió.

Y Ciel tuvo miedo. Miedo porque aquello le estaba gustando demasiado y porque su muralla podía venirse abajo fácilmente, abandonando sus escudos protectores y dejándose vencer por aquello que llamaban sentimiento de amor. El desconsuelo emergido de ese sentimiento no lo entendía ni tampoco lo quería entender. Se ordenó a sí mismo permanecer inmóvil y se concentró en pensar en los detalles de la misión que tenía por delante para no pensar en lo vulnerable que se sentía.

—Ya veo, ya veo. En ese caso les deseo buena suerte a ambos. —Razak entornó los ojos y apretó los labios al advertir que su presencia molestaba a la pareja, así que hizo una inclinación de cabeza a modo de despedida antes de seguir su camino a un conocido bar, momento en que Ciel aprovechó para volver a ser el mismo amargado de siempre.

—Sebastian, quita tu brazo de mi cintura, ahora —advirtió entre dientes, casi rodeado por un aura de fuego.

Sorpresivamente, Sebastian negó con la cabeza, agitando el flequillo de sus cabellos negros con el movimiento, y dibujó en su cara la más inocente de sus expresiones.

—No puedo —explicó, divirtiéndose en sus adentros—. Ante toda esta gente somos una pareja de jóvenes enamorados. Si hago lo que me pide empezaran a sospechar que no somos una pareja de verdad. Por ello no puedo hacerlo, es por el bien de la misión.

Ciel prefirió no responder y se limitó a presionarse el puente de la nariz entre el pulgar y el índice. Sebastian no tenía idea del castigo que le impondría después de semejante libertad.

—No es mi culpa que su belleza sea tan llamativa, joven amo.

Tras escuchar ese comentario, Ciel se sonrojó, y quería morirse al pensar que Sebastian lo había hecho ruborizar. Intentó hacerse el disgustado pero ese demonio seguía allí, admirándolo, como quien ve un pastel y no sabe por dónde comenzar a comérselo. El calor de la vergüenza invadía cada poro de su cuerpo, le embotaba la cabeza y le entumecía los huesos. El bochorno con el Vizconde Druitt la última vez que se vistió de mujer no era nada comparado con esto. Agradeció que el idiota estuviera fuera de la ciudad por asuntos políticos para así no tener que encontrárselo. Le dieron escalofríos de miedo con sólo recordarlo.

—No necesitamos de esto —dijo con voz monótona después de recuperar el control de sí mismo. Levantó una mano y empujó suavemente el hombro de su mayordomo.

Sebastian se envolvió en el abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa breve y sarcástica con sus delicados labios y se apartó. Luego miró el reloj. Eran casi las once de la noche. Un poco temprano, quizá, para adentrarse al parque. Era domingo y había abundancia de gente paseando por las calles.

—¡Sebastian! —Ciel lo llamó con aquella voz fría que era como un estoque en danza, hermoso y mortífero y totalmente implacable. Sebastian fijó sus ojos en él—. ¿Qué esperas para empezar a moverte? Haremos un recorrido por el parque bajo la luz de la luna y las estrellas ¿No es eso lo que se supone que hacen las parejas?

La cara de Sebastian reflejó absoluta sorpresa y en su interior se removió una fibra de emoción que nunca había imaginado tener. Un poco desconcertado, intentó recomponerse y se aferró a la profesionalidad que lo caracterizaba para ocultar su reacción aunque eso no le impedía disfrutar de la noche. Era un demonio travieso después de todo.

—Como ordene, mi lady. —respondió con una sonrisa ofreciéndole al mismo tiempo el brazo. Ciel profirió un tenue gruñido al aceptarlo.

 

No les llevó más de veinte minutos recorrer la plaza ante la mirada curiosa de la gente que se engalanaba al ver a tan hermosa pareja pasear de noche en la ciudad. Sebastian agudizó sus sentidos mientras se internaban en el parque; anotó mentalmente cada salida, reparó en los lugares donde había aglomeración de personas, algunas más sospechosas que otras. Pasaron junto a una serie de bancas al aire libre, donde la gente de diversas procedencias y estatus sociales se sentaban y platicaban o sencillamente reposaban en silencio, meditando. Cada una de ellas no podía evitar detener sus conversaciones o lo que estaban haciendo para verlos pasar. Ciel se sentía ligeramente nervioso, nunca había sido receptor de tantas miradas. Por ello y por instinto, se aferró aun más al brazo de Sebastian sin darse cuenta.

 

Una hora después, el parque se había quedado misteriosamente desolado. El rumor de las desapariciones se había corrido por toda la ciudad y las personas habían empezado a tomar sus precauciones. Esto era algo conveniente, pues con un poco de suerte serían las siguientes presuntas víctimas del misterioso secuestrador o asesino y esa era la oportunidad que esperaban para atraparlo.

Siguieron caminando. Subieron por un estrecho tramo de gradas que ascendía a la fuente de agua en el centro del parque, y cuando ya habían atravesado la mitad del trayecto, Ciel emitió un gruñido de dolor. Los zapatos que usaba le apretaban los dedos y el corsé que se había obligado a poner le estaba limitando el paso de aire a los pulmones. Se juró que ahora si era la última vez que se ponía un vestido. ¿Cómo hacían las mujeres para soportar esto día a día?, se preguntó.

—Joven amo ¿Se encuentra bien? —preguntó Sebastian, al percatarse de su malestar.

Ciel lo miró con furia. Luego desvió su mirada y casi pareció olvidar el dolor y cambiarlo por ira.

—Tú qué crees… —respondió en un susurro.

Sebastian le dedicó una mirada de sincera dulzura. Si lo que molestaba a su joven amo era esa ropa, quería acabar con todo de una buena vez y regresar a la mansión para quitársela prenda por prenda. Pero no podía hacer aquello todavía y entonces se le ocurrió una idea, después de todo, en esta ocasión no eran amo y sirviente, sino amantes por igual. Sin decir nada y sin pedir permiso, lo acercó a él y lo levantó en brazos para que ya no tuviera que seguir caminando por su cuenta.

Ciel tuvo que contenerse para no apartárselo de un empujón. Lo volvió a ver, Sebastian estaba seduciéndolo en silencio con sus adorables y sugerentes ojos color vino. Cesó todo intento de protesta y escondió el rostro entre su pecho.

Continuaron avanzando de la misma forma bajo la luz de la luna. Era una noche fría, como era costumbre en la ciudad de Londres, el calor del cuerpo de Sebastian era un alivio para Ciel. Pero algo vino a interrumpir el tranquilo momento.

El viento silbaba entre los árboles y Sebastian levantó la cabeza, pues tuvo la extraña y repentina sensación de que no se hallaban solos. Un gélido aire comenzó a inundar el ambiente a la vez que una espesa y tétrica bruma lo envolvía. El aire estaba cargado de humedad y del aroma de las plantas y de tierra. Sebastian bajó a Ciel de sus brazos y este frunció el ceño y retrocedió.

En seguida, el aire frente a ellos comenzó a brillar en tono rojizo. Poco después, ese mismo destello de luz inundó el lugar y formó un jardín lleno de rosas rojas extendidas a los extremos y sobre ellos formando un inmenso rosal parecido a un laberinto, bonito en verdad. Sebastian identificó al instante el uso de magia oscura. Su enemigo era un demonio, tal como lo era él, aquello podía sentirlo. Ese demonio había invocado una habilidad mortal que podía ser utilizada en su contra. Podía reconocerlo, un demonio con la habilidad para realizar actos malévolos que eran imposibles, impensables incluso, para el resto de los humanos.

Ciel apretó los puños sintiendo la adrenalina recorrerle todo el cuerpo. Por fin se enfrentarían cara a cara con quien había despertado la preocupación de la reina. No podía esperar.

—Sebastian… —le llamó en un susurró, y oyó la propia excitación en su voz.

—Como ordene. —Sebastian se puso frente a Ciel como un escudo protector, sus ojos estaban afilados como los de un halcón—. Joven amo, no se aparte de mí —advirtió.

Se mantuvieron quietos y a la expectativa por los siguientes minutos. Había algo siniestro en el modo en que todo estaba ocurriendo, era como si aquello, que no sabían a ciencia cierta que era, los estuviera esperando. De modo que agudizaron aún más sus sentidos para evitar ser sorprendidos.

De súbito, como materializándose de la nada, una silueta surgió frente a ellos. Era una mujer alta, de piel pálida y de largos cabellos rosas. Un vestido provocador cubría su cuerpo bien proporcionado y usaba accesorios hechos con flores y plantas en las manos. Estaba rodeada de un aura de oscuridad que describía a la perfección la naturaleza de su ser. Y sus ojos verdes los miraban con cierta irritabilidad.

—Si hay algo que odio más que la traición, es que los humanos no caigan en mi trampa —musitó ella. Su voz era nítida y espeluznante, sobreponiéndose al aullido del viento—. Me sorprendió que no quisieras robarte una de mis rosas, bella dama —le dijo a Ciel—. Todas caen redonditas a la tentación. ¿Acaso no son de tu gusto?

Aunque ella habló amablemente, una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Ciel le dedicó una mirada penetrante.

—Esos humanos… ¿Dónde están? —demandó saber, con mayor desesperación de la que habría deseado mostrar—. ¡Responde!

Ella se echó a reír. Tenía una risa sonora, con un matiz duro e irritante.

—Vaya, ni siquiera nos hemos presentado y ya me estás dando órdenes —replicó, sin ocultar su creciente hostilidad—. Tenía la sospecha de que ustedes no eran lo que aparentaban y ahora lo he comprobado. Nadie es capaz de resistirse a la tentación de una bella rosa. —La misteriosa mujer echó una ojeada a Sebastian y un gélido desdén cruzó por sus pupilas—. Además huelo a demonio —masculló y por un momento fue todo arrogancia—. En todo caso, bienvenidos a mi jardín, el último lugar que verán con vida. —les dijo extendiendo los brazos. Sebastian nunca apartó de ella la mirada—. Mi nombre es Rosette y soy la guardiana del jardín de la muerte.

—El jardín… de la muerte —repitió Ciel frunciendo el ceño. Aquello pintaba mal.

Rosette se volvió a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero. Ciel conocía esa clase de risa: era el preludio de algo peor.

En efecto, los arbustos que los rodeaban crecieron hasta diez metros más, dejándolos completamente atrapados y crecieron alrededor de ellos una y otra variedad de plantas asesinas como la belladona, el acebo, el estramonio, la mandrágora, y por supuesto la hiedra venenosa. Los enrejados de las hiedras trepadoras, desnudos por el frío, tejían telas de araña sobre los muros de piedra.

En el centro de una zona de hierba había un bello rosal. Pero era tan bello como mortífero. Ciel hizo un gesto de asco y se tapó la nariz. El olor seco, acre, ínfimamente conocido de la adelfa le atacó las fosas nasales. La adelfa también conocida como laurel de jardín o rosa laurel era una flor sumamente mortal según había leído. Sus hojas, flores, tallos, ramas y semillas eran venenosas. En su denominación vasca era conocida como “Eriotz-orri”, que significa hoja de muerte, haciendo referencia a su toxicidad.

Pero aquello no era nada con lo que vio a continuación; lo que vio le heló la sangre y fue cuando comprendió por qué se llamaba “el jardín de la muerte”: Atrapados en hileras de lianas y enredaderas venenosas, los cuerpos de las victimas yacían colgando de las ramas de los arboles. Se podía percibir el hedor a sangre y carne humana en descomposición. La sangre goteaba a través de las hileras y las gotas danzaban por el suelo como animadas de vida propia. Las facciones de sus rostros estaban bajo una inflamación tan grande que le deformaba la mitad superior de la cabeza. El resto de sus cuerpos estaban parcialmente desgarrados, y se acercaban criaturas de todo tipo, atraídas por el olor a putrefacción, que se expandía por todo el jardín para arrancarles pedazo por pedazo lo que quedaba de su piel.

En el jardín de la muerte también habían pequeños riachuelos que desembocaban mediante pequeñas cascadas en las claras y profundas charcas, pero esas charcas no eran de agua, eran de metálica, pegajosa y muy asquerosa, sangre humana.

Ciel sintió un nuevo ataque de náuseas. Su cuerpo tembló, y desvió la mirada de aquella grotesca escena. La imagen frente a él tenía un aspecto tan horrible como cualquiera de las muchas que ya había visto antes en los delitos que acostumbraba investigar, y sin embargo, ver a esas personas, cuya sangre apelmazaba sus cabellos y corría por el interior de sus ojos cerrados, lo había dejado paralizado.

—He aquí las personas que buscaban —dijo Rosette. Su voz ahora sonaba como una serpiente enroscada: silenciosa, feroz y peligrosa—. Atrapadas en sus ambiciones, pagando por su error. Una rosa era lo único que anhelaban y eso fue su perdición. Mis rosas son hermosas, grandes, rojas, sanas, pero llenas de muchas espinas venenosas. Al pincharse con una de ellas, lo único que podía salvarlos de su destino era el amor verdadero. Sólo debían despertarlas con un beso para adsorber su veneno. Y sin embargo, ninguno estaba dispuesto a pagar el precio. No existe amor sino pruebas de amor, y el amor es tan frágil que muere por una traición. —Hizo una pausa para soltar un bufido de burla mientras movía la cabeza con contrariedad—. No es mi culpa que acabaran de esta manera.

Repugnado, Ciel cerró los ojos y agachó la cabeza tratando de recobrar el aliento. Le costaba respirar, y cada inspiración iba acompañada por el persistente olor a sangre.

La sangre era su debilidad. Al estar rodeado de tanta, los recuerdos y fantasmas del pasado regresaban a él, tan reales como las hojas marchitas con salpicaduras de sangre que pisaba y ensuciaban su vestido. Recordar dolía tanto como el metal caliente entrando despacio en su carne hasta marcarlo para siempre. Recordar era como veneno fluyendo en sus venas, era volver a sentir el olor ferroso de la sangre, el hedor del miedo, el tufo de la carne y pelo quemado, era volver a oír sus propios gritos desesperados y volver a ser aquel niño débil y aterrado que no luchó, que no tuvo oportunidad de hacer nada por sus padres, que solo fue capaz de mantener los ojos abiertos por el horror. La sangre revivía el recuerdo del ensangrentado vestido de Madame-Red en su fallido intento por asesinarlo a él; su cuerpo sumergido para siempre en una tumba llena de rosas rojas.

Y luego, las expresiones penosas de las mujeres con las que se había entrevistado ese mismo día se instalaron de súbito en su mente. Todas con la falsa ilusión de que volverían a ver a sus seres queridos y tenían toda su esperanza depositada en él para encontrar al culpable. Sin embargo, estas personas habían perdido su vida. ¿A cambio de qué? o ¿Para qué? el amor era algo ridículo. El amor debería ser algo voluntario, algo provocado por uno mismo, como emborracharse u obligarse a creer alguna tontería de religión, pero desafortunadamente no era así. Una amarga sonrisa curvó sus labios ante la idea y se llenó de una rabia incapaz de contenerse al hacerse consciente de una cosa: Las personas se enamoraban porque el amor es contagioso y necesario, a veces incluso se confunde la lujuria, el deseo, el interés o la misma lealtad por el amor y eso mismo provoca reacciones extrañamente mezcladas, de culpa y exasperación, de piedad y resentimiento, de dependencia y rechazo, a veces de verdadero odio. Como lo que empezaba a sentir por Sebastian.

Esa dependencia, esa confianza, esa lealtad… Deseaba odiarlo con todas sus fuerzas y a la vez odiaba desearlo tanto a su lado. Sin embargo, no lograba lo primero ni conseguía evitar lo segundo.

Era incapaz de recordar cómo había sucedido exactamente, cómo había permitido que sucediera. Bien que lo sabía —se reprimió— Aquella fidelidad lo había provocado, despertando cosas en su interior que era mejor dejar que durmieran.

Todo era tan totalmente ridículo...

Él era Ciel Phantomhive, y no podía dejarse vencer por sentimentalismos.

—Esto es ridículo —replicó en tono desagradable, sin levantar la cabeza. Había salido de su trance con una sacudida, su propio pulso estaba latiendo irregularmente—. La muerte es un precio muy alto por una rosa roja. —Levantó la cabeza y a Rossete le impresionó la dureza que vio en su mirada—. ¿Una prueba de amor?, no me hagas reír. El amor es una idea vaga del placer. Nadie en su sano juicio perdería su vida por otro.

Sebastian sonrió. Había notado la reacción de debilidad de su joven amo, pero decidió dejarlo reponerse con sus propias fuerzas. Sabía que lo haría. Su joven amo era alguien fuerte. Una parte de él estaba fría como el hielo, con la mente moviéndose vertiginosamente mientras intentaba pensar qué haría a continuación. La única señal de la rabia que lo embargaba procedía de sus ojos acerados, que brillaban con una calma mortal.

—En efecto, ese es el secreto de mi jardín. —Los ojos de Rosette se entornaron en la oscuridad y sus labios esbozaron una sonrisa—. El veneno que corre desde sus raíces viene de los pecados humanos y la sangre humana, el elixir supremo, el vino prohibido. Más embriagador que cualquier licor, la humeante esencia de la vida misma, eso es lo que mantiene vivo este jardín, eso es lo que riega a diario estas plantas. Debía atraer a las fuentes de algún modo —admitió, encogiéndose de hombros con cinismo.

—Y fue por eso que usaste el viejo truco del rosal para que las jovencitas, que son las más vulnerables, cayeran en tus manos y que sus respectivas parejas las siguieran a la muerte.

—Vaya, eres muy listo. —Rosette parecía sorprendida e impresionada—. Pero no mentía del todo —explicó con simpleza—, las espinas de las rosas si son peligrosas pues te llenan el cuerpo con dos pecados capitales: La pereza y la lujuria. El destino se encargaría de regresarlos a la vida si pasaban la prueba de amor. Era un trato justo.

La limitada paciencia de Ciel se agotó por completo.

—Justo o no, tus días aquí se han acabado.

Ciel comenzó a caminar. Se balanceaba sobre los talones, furioso, moviéndose casi en silencio por entre las hojas y las ramitas secas.

—Perecerás aquí con el mismo dolor y la misma agonía que tus victimas. Lo juro por mi propio nombre, Ciel Phantomhive, que así será —declaró, implacable—. ¡Sebastian! —gritó, alzando el mentón con gesto arrogante y agresivo mientras se deshacía del sombrero y la peluca que le cubrían el ojo del contrato.

—Sólo debe ordenarlo, joven amo. —La mirada de Sebastian se encendió visiblemente. Sus ojos se convirtieron en hendiduras tan rojas y brillantes como el color de la sangre. No había expresión en su rostro delgado y frío.

—Es una orden: acaba con ese demonio y mándala devuelta a su mundo para que nunca más vuelva a soportar su presencia.

—Sí, mi lord.

El radiante semblante de Rosette sufrió una violenta y repentina transformación; de la serenidad pasó en cuestión de segundos a un incipiente desprecio, el cual crispó sus facciones.

—No permitiré que ustedes se interpongan en mi camino. ¡Los acabaré con mis propias manos! ¡Soy una de las más fuertes de los caídos, y van a tener el honor de comprobarlo!

Rosette separó un poco los pies y flexionó un poco las rodillas mientras que de su pierna derecha buscaba su arma: una daga, tan larga como afilada.

En un abrir y cerrar de ojos, Sebastian se lanzó al ataque. Saltó hacia adelante con una agilidad asombrosa, más propia de un gran felino que de un simple humano, y alcanzó una altura inimaginable. Mientras ejecutaba el salto, con un latigazo de su mano derecha, lanzó cientos de sus cuchillos de doble filo a su contrincante.

Rosette reaccionó instintivamente. Dio un salto hacia atrás apoyándose con la manos en el suelo tras el cual siguieron cuatro más haciendo que los cuchillos quedaran enterrados en la tierra, y de inmediato invocó magia oscura. La fuente de su poder venía del control de las plantas por lo que usó una de sus enredaderas como un látigo que al agitarlo producía una corriente de energía oscura para contraatacarlo. El látigo apenas rozó la ropa de Sebastian, pero fue suficiente distracción para el ataque definitivo. De manera tan sorpresiva como veloz, Rosette apareció frente a Sebastian y le dio un puñetazo en el estómago con toda la fuerza que yace dentro de un demonio.

Sebastian dejó escapar un gemido ahogado y se dobló hacia adelante a causa del impacto. El siguiente golpe fue mucho más duro y le alcanzó en pleno rostro. Tremendo golpe le hizo caer de rodillas y permaneció así un momento, balanceándose y moviendo con violencia la cabeza antes de caer de espaldas al suelo.

 

—Se-Sebastian… —murmuró Ciel con el entrecejo fruncido quizá por preocupación o tal vez por miedo. Era la primera vez que veía a su mayordomo caer tan fácilmente.

 

Rosette se acercó a Sebastian y le puso el pie sobre el pecho haciendo que el tacón de su zapato se enterrara profundamente en él.

—Te llamas Sebastian… ¿cierto? —preguntó, apretando más fuerte. Lo examinó de arriba abajo con una mirada cargada de desdén. Él no respondió—. ¿Qué? ¿No dices nada? —se impacientó—. ¿O es que tu amo no te permite hablar con extraños?…

Cansada de esperar una respuesta que nunca iba a llegar, Rosette dirigió su atención al otro pequeño, aunque rápidamente volvió a enfocarse en Sebastian.

—Odio a los que son como tú. —Su boca torcida y el fuego de sus ojos eran un reflejo de la cruda repulsión que despertaban los de la clase de Sebastian en ella—. Dejan de ser verdaderos caídos para servir fielmente a una sola alma. Lo dejan todo por un solo bocado, tan suculento como efímero.

Con la rapidez de un parpadeo, Rosette agarró a Sebastian por la nuca y lo levantó en el aire con suma facilidad. En su mano libre tenia la daga y la colocó con destreza debajo de su barbilla, amenazando con degollarle.

—Somos demonios, Sebastian… —continuó, inclinándose para acercar sus rostros a tal punto que sus alientos terminaron confundiéndose—. Nuestro deber es llevar a los humanos a la perdición. Llevarlos lentamente a la lujuria, la pereza, la gula, la ira, la envidia, la avaricia y la soberbia. La lealtad no debería ser uno de nuestros principios.

—Aun así, yo serviré a mi joven amo —él respondió por fin. Sus ojos brillaban con una emoción tan amenazadora que Rosette sintió un escalofrío—. Mi misión es acabar con tu vida. Mi amo y señor me ha encomendado una misión de sangre, y sangre ha de ser derramada.

Rosette retrocedió, horrorizada, pues esperaba cualquier respuesta excepto ésa; negaba violentamente con la cabeza. Era imposible. ¿Qué tenía Ciel Phantomhive que atraía de manera tan poderosa a este demonio?

—Entonces enfréntame si puedes —siseó como respuesta, con ojos llenos de siniestra amenaza—. Tú al contrario de mí no has comido por largo tiempo y eso es lo que te hace débil.

 

Al oír aquello, Ciel sintió una fría puñalada en el corazón. Así que esa era la razón por la cual Sebastian se había visto tan débil ante esa mujer. Era más rápido que su adversaria, pero su fuerza había menguado al estar privado de alimento por tanto tiempo. Además se estaba enfrentando a alguien de su misma estirpe, no a un simple humano.

 

—No perderé —declaró Sebastian con seguridad, esbozando esa sonrisa traviesa que no había perdido ni siquiera cuando las cosas no iban a su favor—. De hecho, no me es permitido perder.

Rosette emitió un leve y corto resoplido de burla.

—Arrogante —masculló, guardándose la daga en la liga de su pierna—. Eres alguien arrogante e interesante al mismo tiempo.

Sebastian sintió un golpe en las costillas y oyó el crujido de alguna de ellas debido a la fuerza que ella empleó. Apenas sintió los dos siguientes puñetazos que lo dejaron aturdido por un breve momento. Un hilillo de sangre descendió de su nariz.No era la primera vez que se enfrentaba a un enemigo de este tipo y ya había constatado que eran letales por excelencia. Desconocía los secretos que guardaba la guardiana del Jardín de la muerte y el arte que utilizaba, pero había sufrido en sus carnes la sobrehumana agilidad y velocidad de alguno que otro demonio, así como sus habilidades oscuras por lo que se hizo una idea. Lo que no esperaba era que esa mujer se desviara de él a su joven amo con tal agilidad que apenas tuvo tiempo de advertirle.

—¡Joven amo!

De manera sorpresiva unas enredaderas salieron del suelo tomando a Ciel de los brazos. Él intentó abalanzarse hacia adelante, pero estaba demasiado bien atado. La hilera de hiedra venenosa, aferrada a sus brazos y cintura, y las enredaderas con espinas de los rosales que apresaban sus tobillos eran resistentes.

—De verdad no comprendo la obsesión de un demonio hacia ti. —Rosette levantó la barbilla mientras examinaba a Ciel con una glacial mirada de desprecio—. ¡No intentes nada absurdo, Sebastian! —advirtió al sentirlo cerca y amenazante—. Si lo haces haré que el veneno de mis rosas corroa el interior de tu alma elegida.

Un grito desgarrador brotó de la garganta de Ciel, y algo pareció romperse en su interior cuando aquellas espinas penetraron su piel hasta herirla. Estalló con gran violencia, pisoteando todas las flores y plantas que se hallaban bajo sus pies. Luego cayó inconsciente debido a los efectos del veneno que se encontraban en las espinas de las rosas. Pereza y lujuria. Lo mismo que había acabado con las otras víctimas.

—¡¡Joven amo!! —volvió a gritar Sebastian con mayor desesperación que antes. Sin poder hacer nada, entrecerró los ojos, sintiéndose aprisionado por unas gruesas y verdosas lianas, y luego una oleada de dolor se extendió por sus brazos y demás extremidades. Era como una droga que lo hacía sentir adormecido, pero no del todo.

—Los efectos que provoca la intoxicación con las espinas de mis rosas en un demonio son perdida irregular de poderes y debilitamiento —explicó Rosette esbozando una sonrisa de complacencia—. Ah, y un poco de lujuria también.

—No será esto lo que me vencerá. —La determinación traslució en las palabras de Sebastian—. Quien se atreve a tentar mi paciencia paga las consecuencias.

Rosette no hizo ademán de importarle, sino que se mantuvo enfocada únicamente en Ciel. La sangre seguía manando de las numerosas heridas y su pecho subía y bajaba lentamente. Levantó una mano y acarició su mejilla. Era un rostro muy bello, muy fino, se dio cuenta. Sus cejas y pestañas, espesas y oscuras, resaltaban el resplandeciente azul de su mirada dormida. Bajó lentamente esa misma mano y deslizó hacia arriba el dedo índice para adherirle un poco de la sangre que había brotado de su piel debido al filo de las espinas. Y cuando llevó el dedo a sus labios para saborearlo, todo a su alrededor se detuvo.

Rosette hizo un movimiento espasmódico con la cabeza. Su rostro pareció desintegrarse, convertirse en un grupo de facciones privadas de todo control. No gritaba, no maldecía… se quedó muy quieta y muy callada.

Casi instantáneamente recobró el dominio de sí misma. Ahora sus ojos parecían tan rojos como los de Sebastian.

—En efecto, este es el tipo de almas que los demonios buscan con tanta desesperación —susurró—. Conoce la sangre, la muerte y la oscuridad. Y, aún así, su alma es completamente inocente, genuina y pura.

Era un hecho indiscutible que la ira de Ciel y su sed de venganza, habían sido el origen de la tremenda delicia en su alma.

Sebastian masculló una maldición. Sus puños se apretaron a ambos lados de su cuerpo en un intento por dominarse. De nada sirvió. Cuando ella empezó a provocarle, su furia fue incontenible, y el odio y la reprobación centellearon en sus ojos.

—Ciel Phantomhive, tu alma es perfecta —continuó Rosette con los ojos inundados de regocijo.

Jamás se había visto a Sebastian tan enfadado. Ella empezó a reír como quien encuentra un oasis en medio del desierto. La necesidad de saborear un alma. Hacía miles de años que no sentía el ansia con tanta fuerza. Sus venas habían empezado a arder como el fuego. Y todos sus pensamientos se habían vuelto rojos: era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el cálido sabor, la efervescencia vital de la sangre de Ciel Phantomhive.

—Ahora comprendo tu obsesión por cuidar de él —dijo una vez había recuperado la compostura. El fuego se había extinguido en sus ojos—. Escucha bien, Sebastian, tengo un trato para ti.

Rosette se dio la vuelta y se acercó a Sebastian, al que miró con expresión divertida y continuó hablando pero en voz baja, suave y seductora.

—No tenemos que pelear entre nosotros por un humano —susurró—. El trato es este: te liberaré de las ataduras de mis hiedras venenosas y daré por finalizada la pelea si aceptas compartir a tu alma elegida.

Sebastian agachó la cabeza y una mordaz carcajada brotó de su boca, provocando que Rosette diera un respingo. Su risa poco a poco se fue desvaneciendo y se enderezó, su labio superior estaba curvado en un gesto de absoluta arrogancia.

—Como si dejara que cualquiera manoseara lo que es mío.

Rosette pestañeó un par de veces, asimilando lo que había escuchado.

—¡No entiendo porque te importa tanto este niño! —exclamó—. A pesar de tu debilitamiento aun se puede percibir que eres un demonio poderoso, de la más alta estirpe. ¿Por qué no dejar al lado el contrato que los une y actuar según tus instintos? Ya te lo dije, somos demonios, la lealtad no debería ser uno de nuestros principios. Eso nos hace perder la perspectiva y reemplazar nuestras prioridades. ¡Es algo absurdo! —Las cejas de Rosette se unieron inquisitivas—. La lealtad también es un síntoma de amor —se dijo y en seguida comprendió todo—. La manera en que lo cuidas, la manera en la que has intentado salvarlo. Creo que estas enamorado de él.

El cuerpo de Sebastian se tensó, pero no cambió de postura y mantuvo la escasa distancia que los separaba, mirándola fijamente, retándola con la mirada.

—Confiesa —insistió—, amas a Ciel Phantomhive y por eso eres tan fiel a tu palabra.

De nuevo silencio. Sebastian dirigió una preocupada mirada a su joven amo que yacía inconsciente, atrapado entre redes de hiedra venenosa. Rosette frunció el entrecejo y apretó los labios.

—No dices nada pero tampoco lo niegas. Callar es aceptar y tomaré eso como tu respuesta. —Rosette perdió la paciencia y su rostro volvió a endurecerse de la misma manera que sus amenazas—. De todas maneras tu tiempo se terminó. Te ofrecí un trato justo y no lo aceptaste a tiempo, ahora atente a las consecuencias.

Sebastian oscureció la expresión de su rostro. La esbelta figura de Rosette le mostró un látigo con espinas y después realizó un súbito gesto al tiempo que invocaba unas palabras en un susurro. Un breve destello de una intensa luz rojiza recorrió el cuerpo y el látigo de la mujer. Sebastian observó con cuidado aquel látigo largo de doble filo midiendo su temple con ojo de lince. Rosette levantó el brazo y después todo pasó demasiado rápido y doloroso.

El látigo con espinas golpeaba de pleno el cuerpo de Sebastian una y otra vez, con toda la fuerza de un vendaval contenido explotando al contacto. Un crack estremecedor surgía de los impactos en su piel. El demonio apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza, respirando profundamente, mientras se resistía ante aquel dolor. Continuaba atado a aquellas enredaderas que le imposibilitaban el movimiento. Ahora la sangre regaba la mitad de su cuerpo. Maldijo en sus adentros.

Pero nada lo hubiera preparado para lo que pasó a continuación. Un destello rojo pasó con la velocidad de la luz y lo liberó de sus ataduras. Sebastian salió despedido por el aire, repelido con virulencia. Cayó al suelo golpeándose con fuerza.

—¡¿Pero qué?! —Rosette retrocedió con los ojos abiertos de par en par. ¿Qué había ocurrido? ¡¿Qué había ocurrido, maldita sea?!

Lo siguiente que vieron sus ojos fue la figura de un Shinigami. Uno que tenía una larga cabellera, roja como la sangre, y vestía una gabardina del mismo color. Sus ojos eran de color verde amarillento y sonreía con complacencia mostrando una hilera de afilados colmillos.

—~Ahhh~ lo sabía —exclamó Grell Sutcliff con tono cansino—. Aquí  sucedía algo extraño y tenía que ver con un demonio.

Grell se dio media vuelta y dio un respingo de placer cuando vio a Sebastian en semejantes condiciones.

—¡Sebas-chan! ¡¿Pero que te pasó?! —dio el grito al cielo—. Sólo mírate: Tus ropas rasgadas, tu cabello despeinado, todo rasguñado y lleno de sangre. ¡Kyaaaaaa >.<! ¿Quieres provocarme? ¿Verdad?

—¡Lárgate! ¡Esto no te incumbe! —le gritó Rosette, presa de la frustración.

Grell se volvió hacia ella y la miró con ojos sombríos.

—¡Que abusiva! —lloriqueó—. Esta no es manera de tratarla a una… pero bueno ¿Qué se podría esperar de un demonio? Estas cosas ni educación tienen… sin ofender Sebas-chan —se disculpó al instante.

Rosette rodó los ojos y se puso las manos en la cintura. Lo que faltaba, pensó con ironía. Que un patético Shinigami se metiera en sus asuntos.

Ignorando a aquella mujer insolente, Grell se volvió a dar la vuelta y sacó un papel de su bolsillo. Sebastian se había vuelto a poner de pie, sin importarle el frenético palpitar de sus heridas.

—En realidad vine por mi trabajo. —Grell comenzó a leer el papel que tenía en sus manos—: Melyssa Carter, Joss Meller, Madison Clear, Jefferson Wallis, Samantha Howards y Simon Bell. Sus almas no han sido llevadas a juicio de modo que pensé que un demonio estaba detrás de todo esto. ¡Pero no pensé en encontrarte aquí, Sebas-chan! —exclamó, jovial, mientras su corazón latía más veloz de lo habitual. Pero después cayó en cuenta de algo que provocó que su ánimo diera un giró total—. Lo cual significa que fue esta mujer quien te lastimó de esta manera. ¿Cómo te atreves? —le reclamó a Rosette, furioso e indignado—. Sólo yo tengo derecho a practicar sadomasoquismo con mi Sebas-chan.

Grell apenas pudo terminar su frase antes de ser atacado por el látigo de Rosette. Sobrevivió por pura fortuna de terminar envenenado. Su rival se situó en su posición con paso firme y actitud desafiante.

—Te lo advertí, Shinigami… —masculló Rosette entre dientes—. No te metas en nuestros asuntos.

Miró fijamente a Grell. Sus ojos brillaban con una ira contenida. El odio en su mirada era inconfundible, su puño derecho estaba ceñido a su látigo y tenía un color pálido, que reflejaba la ira con la que lo apretaba.

Grell frunció los labios en un puchero.

—Mi nombre es Grell Sutcliff, y soy la más bella rosa roja que podrás encontrar en este asqueroso jardín. 

Luego dio media vuelta y miró con gesto confundido a Sebastian. —Por cierto, ¿Dónde está la cosita azul que siempre te acompaña? —le preguntó, refiriéndose a Ciel.

Los labios de Sebastian se torcieron en un rictus de amargura. A consecuencia de los latigazos, sufría de profundos cortes en pecho y espalda, frescos, sin terminar de cicatrizar. El brazo izquierdo le manaba torrentes de sangre. Sin embargo, incluso en su profunda amargura, parecía poseer una tremenda intensidad que capturó a Grell con la fuerza de su mirada, un escalofrío de miedo recorrió su espalda, y el Shinigami se apartó de un salto, respirando con dificultad.

—Sebas-chan, das miedo… —murmuró, luego vio más allá de la figura de Rosette y lo reconoció con claridad. Se trataba de Ciel Phantomhive, amarrado entre lianas e inconsciente. Frunció el ceño, extrañado. Sabía que Sebastian jamás permitiría que su amo terminara en aquellas condiciones. La mujer que tenían en frente debía ser alguien muy poderosa.

Dominado por la ira, Sebastian cerró el puño ensangrentado. Había dejado ir las cosas demasiado lejos poniendo en riesgo a su propio amo. El contrato no había sido consagrado y no podía permitir que se lo arrebataran de las manos. Pero ya no cometería más errores. Ciel Phantomhive —No— Su joven amo, confiaba en él y no iba a defraudarlo. Con ese pensamiento reaccionó con la rapidez que la situación demandaba.

—Grell san, lo necesito.

Tan fuertes y provocadoras palabras por parte de su Sebas-chan le provocaron a Grell un estremecimiento por todo el cuerpo.

—¡Tan directo! —Se sonrojó—. ¿Pero aquí?...de acuerdo, contigo donde quieras y cuando quieras. Hazme tuyo, corazón.

Los pezones le dolían de la excitación y su sexo palpitaba, necesitado. Grell quería sexo, quería sexo salvaje por una noche, y lo quería de su Sebas-chan.

—Entonces présteme su guadaña —pidió Sebastian interrumpiendo sus locas ensoñaciones. Grell puso sus ojos en blanco.

—¿Qué?... —preguntó el Shinigami con gesto defraudado, abrazando con amor a su querida sierra asesina—. ¡Ah!… ¿Era eso?...

Una llamarada de furia se encendió de nuevo en los ojos de Sebastian. Llegar al punto de usar una de las armas de un Shinigami había sobrepasado su propio orgullo pero no tenía opción. Rosette se había atrevido a saborear de su amo y eso lo tenía loco de la ira.

—Está bien, pero quiero que me la devuelvas sin rastros de la sangre de esa tipa —advirtió Grell al entregarle su guadaña—, y debes prometer que saldrás una noche conmigo. ¡Es un trato justo! —lloriqueó.

Sebastian no dijo nada pues en esos momentos se enfrentaba en una batalla de miradas con su rival. Ninguno hacía movimiento alguno sin que el otro lo siguiera. Su cuerpo empezó a manar un aura oscura, como cuando toma su forma original. Grell dio unos pasos hacia atrás, preso del pánico y la admiración.

—No te tengo miedo Sebastian, o debo decir, príncipe del infierno —farfulló Rosette al hacerse consiente de con quien se había metido—. Yo también se usar mis armas.

—No podría ser capaz de llamarme mayordomo de la familia Phantomhive si no acabara contigo.

—¡Imbécil!

Sebastian se movió con rapidez entre las sombras, cogiendo desprevenida a Rosette. Se acercó por detrás de ella y sin dilación lanzó un furioso ataque con la guadaña de Grell.

Rosette se giró sobre sí misma para encarar a su contrincante y con una velocidad invisible atracó el golpe con su daga. Se quedó con una rodilla sobre el suelo para ejercer mayor presión con su fuerza lo que obligó a Sebastian a retroceder. No era rival para ella y dudaba que fuera capaz de cumplir sus amenazas.

Arma contra arma no funcionó. Sebastian decidió enfrentarse cuerpo a cuerpo, fuerza contra fuerza y habilidad contra habilidad a ella. Se agachó a tiempo de evitar un golpe de parte de Rosette, que ya se había incorporado y corrido a toda velocidad hacia él. Sebastian se deslizó a su alrededor y le dio un puñetazo en pleno rostro. Rosette recibió el impacto y salió volando hasta caer contra el suelo. Se quedó allí quieta, jadeando, con los ojos en blanco.

 

—¡Dale fuerte a esa descarada, Sebas-chan! —gritó Grell con rabia y emoción.

 

Sebastian se acercó a Rosette y en el preciso instante en que el demonio estaba a un metro, ella se levantó y saltó por los aires hasta situarse detrás de él.  Dos sanguinarias dagas, en un movimiento cruzado, buscaron su yugular. Sebastian intentó dar un paso atrás, pero no pudo, el cuerpo de Rosette se lo impedía. Estaba atrapado.

—Gané esta pelea… seré la única que saboreará el alma de Ciel Phantomhive —le susurró Rosette al oído, su tono era tajante, y su corazón latía triunfal.  Notó cómo la sangre de Sebastian bombeaba más deprisa y su pulso se aceleraba, sonrió por eso—. ¿Cuáles son tus últimas palabras?

—Nunca subestimes a un simple mayordomo —fue la respuesta que Sebastian le dio antes de, entre la bruma, cambiar a la forma de un enorme y oscuro cuervo para después aparecer justo detrás de ella en forma de humano, con sierra en mano. Su contrincante reaccionó tarde, dejando expuesto su cuerpo. Sebastian decidió terminar con ella sin dejarle un solo momento para respirar.

Rosette contempló asombrada la sierra del Shinigami sin entender de dónde había salido. Pero ya era demasiado tarde para detener su ataque. Miró hacia abajo, aquel objeto metálico estaba ya clavado en su abdomen. Un chorro de sangre descendía desde su estomago y se perdía entre sus ropas. Dio un par de pasos descoordinados, se movía con mucha dificultad y sangraba demasiado, finalmente se desplomó sobre Sebastian quedando mejilla contra mejilla susurrándole sus últimas palabras al oído. Los ojos de Sebastian brillaron y se entrecerraron.

—¿A si?... —respondió—. Pero no estarás aquí para averiguarlo —Y sin agregar nada más, la partió en dos con un solo golpe y Rosette, herida de muerte, cayó al suelo como una muñeca de trapo.

 

—¡Eres increíble! —exclamó Grell, corriendo hacia su amor platónico—. Aunque aún sigo preguntándome el motivo de todo esto —inquirió, contemplando el cuerpo y toda aquella sangre. De todas maneras el caso se quedaría sin resolver. Tenía suficiente trabajo con el papeleo de las muertes que esa loca había provocado como para encargarse de ello.

—Violación a la propiedad humana, ¿Qué es esto? ¿Un circo?

La voz de William T. Spears  tronó y Grell calló.

—No me pagan lo suficiente para andar limpiando los restos de un demonio ni mucho menos para ocultar las evidencias de nuestra existencia a los humanos —continuó, arreglándose las gafas para poder apreciar mejor el jardín de la muerte.

Una fuerte corriente de aire frío penetró violentamente el espacio donde se encontraban. Un torbellino de hojas irrumpió llevando a su paso el resto de las plantas y flores. En un instante, todo el jardín desapareció en un destello de luz dejando los cuerpos de las victimas en el suelo.

—Esto nos deja con un problema menos —masculló.

Grell esbozó una gran sonrisa y asintió.

—Pero aun tiene trabajo pendiente ¿No es así?... Grell Sutcliff. —William le dirigió una señal de advertencia a Grell.

—Ya voy, ya voy —respondió el Shinigami rojo, encorvándose derrotado. Y cuando Sebastian le entregó la guadaña, William quiso asesinarlos a los dos con la mirada.

—Que un Shinigami le preste su guadaña a una bestia salvaje. (¡Mattaku!) ¡Santo Cielos!

—¡¡No es lo que crees, Wiru!! —Se defendió Grell, sudando frío—. ¡Por favor no le cuentes a nadie lo que pasó esta noche! ¡Por favor! ¡Oye! ¿Adónde vas? ¡No me ignores!

 

Aún aturdido por el veneno de las espinas de las rosas, Sebastian caminó tambaleante hasta donde se encontraba su joven amo que todavía estaba inconsciente. Profundamente sabedor que su papel como mayordomo había dejado mucho que desear esa noche, apretó los puños. Se miró sus dedos ensangrentados e inconscientemente se los restregó en los pantalones de su uniforme antes de tomar a su joven amo en brazos para regresar a casa.

Todo había terminado.

Pero ahora debía averiguar la manera de despertarlo de su largo sueño.

.

.

.

continuará.

Notas finales:

¿Qué harás para despertar a tu bocchan, Sebastian? n_n… a ver que se me ocurre...:p

Grell es un loquillo. xD 

Muchas gracias por leer y una vez mas pido disculpas.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).