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Las trampas del corazón por Alexis Shindou von Bielefeld

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Notas del capitulo:

Cuanto tiempo, más de un año sin actualizar. Traigo el capítulo que más me ha costado en la vida, jamás había tenido un bloqueo similar. Pero menos mal, ya estoy de nuevo, un poquito más inspirada. Es que pensaba que este capítulo no valía la pena y al mismo tiempo este capítulo explica varios aspectos en la vida de Wolfram muy importantes.

En fin ¡Estoy emocionada de estar de nuevo con ustedes!

Nos leeremos próximamente con un capitulo que si tendrá mucho Yuuram.

L@s quiero!!!

 

 

 

Capítulo 14

 

El pasado de Cecilie

 

 

Era una mañana estupenda para Stoffel, que había pasado la noche en Pacto de Sangre. Raven, su fiel servidor y amigo, le acompañaba. A tempranas horas les habían servido el desayuno, unos bollos exquisitos que Raven temía que hicieran engordar aún más a su amo, luego se habían dirigido a los hermosos jardines del castillo para una caminata mañanera.

La vista era realmente encantadora. Stoffel caminaba despacio, escuchando ávidamente retazos de las conversaciones sostenidas entre las muchachas y los jóvenes que estaban al servicio de la corona. La gente lo miraba con sumisión y le hacía rápidas reverencias cuando pasaba. Stoffel sonreía pasa sí. Esta era la clase de trato que merecía, que siempre había deseado, pues muy dentro de su ser, aún tenía el ferviente deseo de gobernar. Aun así, si le pidieran traicionar al actual Maou para obtener más riquezas, de ningún modo aceptaría tal ofrecimiento.

Stoffel podía ser codicioso, avaro y orgulloso, pero no era ningún tonto. Al contrario, sabía mover sus piezas a la perfección para obtener ventajas sobre los demás. ¿Quién sería tan estúpido como para traicionar al Maou más querido de todos los tiempos? Sería como poner a la misma gente que lo reverenciaba justo en estos momentos en su contra. Siempre lo había dicho: La mejor arma es actuar con astucia y mantenerse siempre al lado de los que poseen más poder. En el pasado no lo había comprendido, pero ahora sí.

—¿Sabes? Me gusta este lugar, Raven —afirmó Stoffel mientras inhalaba profundamente el aire matutino—. Son amables. No resisto los ambientes que te hacen sentir como un don nadie.

—Y siendo usted lo que es… —Lo interrumpió de pronto una voz con un tono de ligero cinismo—. Es difícil imaginarlo como un plebeyo. No resistiría ni una sola noche en una casa humilde, aun cuando nuestro Maou, que está por encima de todos nosotros, sí lo ha hecho.

Stoffel volvió la cabeza y descubrió la imponente y familiar figura del capitán Conrad Weller reclinada contra la pared. Stoffel advirtió que le miraba con una sonrisa, entonces lo saludó con la cabeza, entrecerrando sus claros ojos azules y pensando: «¡Demonios, con tanta gente que hay en el mundo, y tener que tropezarme precisamente con este tipo!». No obstante, su curiosidad fue más poderosa que su anhelo de paz.

—¿Qué decía sobre nuestro Maou? —inquirió, invitando a Conrad a continuar.

—Bueno, Su Majestad Yuuri ha puesto su propio esfuerzo para concluir las obras que se han estado construyendo para el bienestar de su pueblo —le contó Conrad, sin perder oportunidad—. Ha trabajado como un mozo cualquiera, sin importarle en lo más mínimo su posición; obedeciendo horarios, trabajando de sol a sol, compartiendo la comida con los demás obreros. Algunos lo tacharían de loco o ingenuo, estoy seguro que otros reyes se burlarían de él, pero no parece importarle en lo más mínimo. Lo único que parece importarle va más allá de su título. Es el agradecimiento de las personas y el cariño de su gente lo que lo motiva a seguir adelante. —Cerró los ojos un instante en el que pareció reflexionar, y cuando los abrió de nuevo, añadió—: La persona que sustituya al actual Maou tendrá que mucho trabajo por delante para llenar el vacío que seguramente dejará.

—Naturalmente —convino Stoffel.

­­­—Pero hay muchos que desean estar en su lugar… —Conrad hizo una mueca de desagrado—. Otros quieren verlo caer y abdicar el cargo.

—Ah… —Stoffel no supo que decir.

Conrad continuó.

—¿Se atrevería a sustituir a Maou Yuuri, Lord Spitzberg?

Stoffel sonrió efímeramente.

—Toda una indirecta, una clara indirecta —Stoffel bajó la cabeza e hizo un gesto de resignación—. Lo admito. Quizás en el pasado tuve mis dudas con respecto al Maou. Sin embargo, debe saber, Sir Weller, que estoy encantado de estar al servicio de la corona, más aun, al servicio del rey Yuuri.

—¿De verdad?

—Bien cierto es que hiere más un amigo ingrato que el colmillo de una serpiente —exclamó Stoffel al escuchar la dubitativa respuesta de Conrad—. Pero es natural después de todo lo que pasamos, de ese caudal de recuerdos compartidos, “Maestro del Consejo Real” —Conrad rió un poco al escuchar su nuevo título de los labios de Stoffel. Era notable la envidia que le provocaba—. Además últimamente, cuando nos encontramos, siempre hablamos de lo mismo: Mi fallida traición al rey. Pero eso ha quedado atrás desde que me concedió su perdón. Le prometo que siempre estaré del lado de Su Majestad Yuuri.

—Hago todo lo posible por dejar atrás ese caudal de recuerdos —respondió Conrad, aproximándose a Stoffel con aire conciliador—. Puede que en un futuro necesitemos que cumpla con hechos y no sólo con palabras eso de estar siempre de parte de nuestro rey.

—Estaré encantado de poder ayudar a Su Majestad en lo que necesite —dijo Stoffel, estrechando la mano que Conrad le tendió.

—Me alegra mucho escuchar eso —expresó Conrad al retirar la mano—. Aquí entre nos, se vienen tiempos difíciles.

—¿Cómo así? ­­­­—preguntó Stoffel de inmediato.

—Ya se dará cuenta por sí solo.

Conrad se despidió con un movimiento de cabeza y se alejó sin demasiada prisa hacia su tropa, que lo esperaba para escuchar sus indicaciones y dejando a un pensativo Stoffel.

—Es hora de partir Milord.

Stoffel miró de soslayo a Raven, que todo el tiempo se había mantenido al margen de la conversación. De seguro a él también la había molestado la actitud prepotente de Weller, pero si lo hizo, no hizo comentario alguno.

—Caminaremos unos minutos más, Raven. Deja que me quite la amargura.

Finalmente, tras un suspiro del Noble, ambos se pusieron en marcha. Doblaron la esquina y Stoffel comenzó a tararear, al parecer más tranquilo. Soplaba una agradable brisa, fresca y tonificante, ideal para una caminata al aire libre. Al avanzar un poco más, advirtieron de reojo el movimiento de las tropas reales, aquellas encargadas de mantener el orden en la ciudad. Weller estaba a cargo de ella al parecer. Todos los jóvenes parecían bien instruidos. Stoffel prosiguió su camino, más, a los pocos pasos, retrocedió, obedeciendo a un extraño impulso.

Stoffel puso especial atención en un soldado particular. Un soldado sobresaliente de la ceremonia anterior, según recordaba. Su nombre era Wolfram Dietzel.

No era un soldado común y corriente, de eso estaba seguro. Tenía una actitud recia, elegante y los ojos brillantes. Stoffel se sintió vivamente impresionado por el suave resplandor de su belleza. Una belleza que se le hacía familiar.

 

«Stoffel, mi querido hermano, debes venir a visitarnos. ¡Tienes que conocer a tu sobrino!

Willbert dice estar feliz ya que nuestro hijo es un retrato mío. Tiene el color de mis ojos y de mi cabello, debo decir que mi querido esposo tiene razón y se parece demasiado a mí. Pero espero que no herede mi carácter, quiero que sea valiente e inteligente como su padre.

Esperando tu pronta visita, tu hermana, Chéri»

 

Stoffel quedó impresionado por los sentimientos que las palabras de la difunta ex reina despertaron en sí mismo. Algo goteó de su nariz a la tela de su chaqueta. Estaba llorando. Alzó la mano y se secó aquella humedad cristalina y pura que tenía en los ojos.

—Es imposible, todos murieron en aquella trágica noche —susurró con dolor—. Aunque debo decir que jamás pensé deleitarme de nuevo con la belleza que tengo delante de mí. La exótica belleza de mi querida hermana menor. —Cerró los ojos y una vez más soltó sus lágrimas, pero esta vez lo acompañaba una cálida sonrisa—. Ha sido un bonito recuerdo —añadió.

También a Raven le ardían los ojos a causa de los recuerdos. Parpadeando para contener las lágrimas, vio acercarse a Lord Spitzberg con el rostro contraído en una mueca de melancolía, para después echarle el brazo por los hombros.

 

 

 

 

—00—

 

 

El sol penetraba a raudales a través de las grandes ventanas, arrancando destellos de luz de todos los objetos de la embarcación. El largo viaje a Shin Makoku transcurrió sin sentir, mientras ella pensaba una y otra vez en su destino final.

Contempló por encima de la popa y vio las fachadas de los edificios y las casas. Cecilie se preguntó cómo podía ser la misma ciudad en la que había vivido su infancia hacía tanto tiempo. La invadió un fuerte sentimiento de melancolía.

Cuántos años habían pasado, cuántas cosas había tenido que pasar sola sin esperanzas, dejando atrás todo lo que había sido, dejando atrás familia y amigos.

Pero no lamentaba para nada su firme decisión, pensó Cecilie mientras más se acercaba.  No fue una condena, sino una libre elección. El sacrificio debe justificarse por sus resultados, y todo sacrificio vale la pena por amor. Tan sólo lamentaba el dolor que su decisión produjo a sus familiares. La decisión había sido dolorosa, pero no tenía más remedio que cumplirla por mucho que lo lamentara. Todo dolor era bien recibido siempre y cuando fuera en beneficio de quien a más amaba: Su hijo.

 

 

—00—

 

 

—¡Sígame, de prisa!

Lo más silenciosamente posible, Cecilie siguió al muchacho a través de un tramo oscuro que conducía a un antiguo pasadizo secreto, que ahora estaba sembrado de escombro y no resultaba del todo seguro. Aquel sector de la red subterránea había quedado aislado de los demás cuando ocurrió el incendio que Endimión provocó para sembrar el pánico en medio de su invasión. Algunos pobladores, sin embargo, aquellos que seguían siendo leales al difunto rey Willbert, habían construido nuevos pasajes de acceso, pero habían dejado que los caminos de antes siguieran pareciendo abandonados para que nadie sospechara que estaban tan cerca del traidor, como solían llamar a Endimión.

Cuando giraron a la izquierda Cecilie dio un paso atrás, horrorizada. Un guardia estaba sobre uno de sus camaradas, empuñando un cuchillo que destellaba a la luz de las antorchas, a punto de asestarle una puñalada.

—¡No!

Al oírlo, el muchacho que la acompañaba se abalanzó hacia el guardia con la envidiable velocidad de la juventud. Interceptó su brazo y el cuchillo giró velozmente hacia el guardia, evitando así la acuchillada hacia su amigo, quien se levantó a toda prisa.

—¡Listo! —dijo el muchacho, mirando de soslayo a su camarada—. ¡Qué pena me das, Nahul! ¿Qué sería de ti si no estuviera a tu lado?, ¿eh, amigo?

Cecilie se llenó tranquilidad. Sin duda su acompañante había reaccionado a tiempo para sorprender al guardia y hacerle frente.

—No me jodas, me tomó desprevenido —bramó Nahul, haciendo una mueca—. A propósito, ¿qué hacen todavía aquí, Soro? ¡Deben darse prisa! Endimión no tardará en volver de la fiesta del Conde de Zofrad.

Esto distrajo a Soro, cosa que aprovecho el guardia, quien de un salto se situó fuera del alcance del muchacho, se sacó rápidamente una espada larga y fina y adoptó una postura de combate.

Nahul y Soro se dirigieron una mirada. Retrocedieron aparentando temor mientras se llevaba las manos hacia atrás y sacaban con cautela dos dagas de sus bolsas. El guardia se abalanzó hacia ellos. Soro saltó sobre el guardia. Nahul lo imitó. No era lo que el guardia esperaba. Tampoco tenía previsto que su espada fuera arrojada lejos por un certero golpe con una daga. O que otra daga bien dirigida atravesara su pecho. Se quedó paralizado de asombro y pavor, y cayó al suelo.

Nahul miró a Soro y desplegó una gran sonrisa. Ambos tenían la respiración agitada.

Cecilie contempló la sangre y el cadáver con una mueca de repulsión, antes de alzar los ojos hacia el techo, alarmada. Percibió un crujido débil, amortiguado por las tablas del entarimado que tenían sobre sus cabezas.

—Mi padre ha entrado por el ala de atrás —explicó Nahul—. Está distrayendo a los guardias que vigilan las habitaciones principales.

Oyeron un grito ahogado procedente de arriba.

—Parece que ya comenzó la acción —soltó Soro, bufando.

—Andando.

Nahul encabezó la marcha y Soro permaneció en la retaguardia mientras avanzaban por los túneles oscuros y húmedos. Ahora caminaban más deprisa, con una sola antorcha en mano, de modo que solo un fino haz de luz iluminaba el camino. Pero ya casi se aproximaban a la salida del pasadizo y fue cuando Soro se detuvo para darle la última indicación a Cecilie.

—Unos cien pasos más adelante verá una rejilla en lo alto de la pared derecha. Debe trepar por la pared a través de los huecos que ésta tiene y llegar hasta esa rejilla que deberá abrir hacia dentro y quitarla y así logrará estar dentro del castillo —dijo el joven—. Se encontrará en un corredor que tiene habitaciones a ambos lados. La que usted busca es la tercera a la izquierda.

—Gracias —dijo ella en voz baja—. Han sido muy buenos conmigo.

Los dos jóvenes asintieron.

—Debe rescatar a su hijo, que es nuestra única esperanza —recalcó Nahul—. El único que puede derrocar a ese maldito dictador.

Cecilie sonrió y los ojos le brillaron por unos instantes.

—Tengan cuidado con los guardias —advirtió.

—¡Claro! —Sonrió el joven—. Usted también debe tener cuidado. Ahora váyase.

Cecilie asintió para después correr a toda prisa. Ahora estaba sola, pero al instante comprendió las intenciones de los jóvenes. Se habían quedado como carnada, para dejarle el camino libre, así como los demás miembros de los llamados “Rebeldes”, gente que se pronunciaban en contra del reinado de Endimión, para que pudiera recuperar por fin a su hijo secuestrado por ese malnacido.

Varios soldados recorrían las murallas del castillo de un lado a otro, vigilantes y a la defensiva. Aceleró el paso aunque le temblaban las piernas y el corazón le latía a toda velocidad. Una ansiedad tremenda se apoderó de ella conforme quitaba la rejilla y trepaba hasta llegar al pasillo.

Un panorama totalmente diferente se presentó ante ella. Lo que antes era hediondez, humedad y oscuridad, ahora era un sitio limpio y pulcro. Las paredes recién pintadas, adornadas con cuadros valiosos enmarcados con oro, la alfombra roja bajo sus pies, la hilera de antorchas y el candelabro colgante de oro, todo aquello la llevó a tiempos remotos.

Pero no tenía tiempo que perder. La ansiedad aumentó conforme caminaba hacia el lugar que le habían indicado. Jamás dejó de repetírselo en su mente: Tercera puerta a la izquierda.

Tercera puerta a la izquierda. Allí estaría su hijo, llorando por su presencia. Después de seis largos meses, por fin volvería a tenerlo en sus brazos, por fin volvería a besarle la frente. Le faltó el aliento para dar gracias a los dioses por permitirle recuperar a su niño.

Caminó con grandes zancadas hacia la puerta y cuando llegó, se detuvo en seco. Tras ella, unos pasos sonaban cada vez más fuertes. Aparecieron unas luces que se movían, filtradas a través de una cortina. Las pisadas se hicieron más lentas hasta detenerse. Se oyó un sonido procedente de otra dirección: más pasos apresurados. Las luces se alejaron mientras sus portadores reanudaban su búsqueda. Al parecer los rebeldes no la estaban teniendo fácil y habían optado por esconderse para un ataque sorpresa. No tenía tiempo que perder si quería salir de ahí cuanto antes.

Sin embargo, cuando quiso proseguir, Cecilie cayó en la cuenta de que la rodeaban varios guardias.

—¡Tenemos a uno! —gritó uno de ellos—. Te cortaran la cabeza, desgraciado —bramó el hombre.

Cecilie bajó la cabeza. El velo que se había atado a la cabeza le cubría la cara a excepción de una franja situada a la altura de los ojos. Sus vestiduras consistían en una túnica negra que la cubría desde el cuello hasta las piernas. Tan sólo sus ojos verdes resaltaban de ella.

Pero justo cuando intentaban acercársele, el grupo de rebeldes se abalanzaron sobre los guardias con salvaje precipitación y los aniquilaron antes de que los hombres se dieran cuenta de lo que sucedía. Uno de ellos lanzó un grito de asombro, se desvió de la lucha y corrió para intentar escapar. Sin pensarlo, el comandante Strafford saltó a su paso, rodó por el suelo, le cogió los pies y lo hizo caer. El guarda intentó levantarse, pero Cecilie o golpeó con el pie en la nuca y el hombre quedó inconsciente.

—¿Está bien, Comandante Strafford? —preguntó Cecilie.

Él salió de debajo del guarda inconsciente y se puso en pie. La lucha había terminado y los guardias se quejaban de sus huesos rotos, otros habían quedado fuera de combate.

—He estado mejor, pero jamás habíamos estado tan cerca de nuestro objetivo —respondió—. No hay tiempo que perder. Chéri, ¡Su hijo le espera!

Cecilie ya no podía contener la emoción, se llevó la mano al corazón y asintió.

—¡Sí!

Ambos se sonrieron.

—Fue un placer.

Sabían que tenían que separarse por un tiempo. Ella debía huir con su hijo lo más lejos posible para que Endimión no los pudiera atrapar. El comandante Strafford debía volver con Alcira, esposa y madre de su hijo Nahul, para seguir liderando a los rebeldes.

Cecilie y el Comandante Strafford habían llegado a un acuerdo. Wolfram debía regresar a Blazeberly convertido en un joven capaz de luchar por lo que era suyo. Mientras tanto, los rebeldes se mantendrían luchando por los derechos de los más necesitados, en contra del despilfarro de ese ladrón llamado Endimión.

—Cuídese mucho, comandante Strafford, y gracias por todo.

En medio de su despedida, fueron interrumpidos por la llegada de un joven que alertó al comandante. Al parecer los hombres que estaban en el ala sur estaban teniendo problemas. Los rebeldes se fueron para apoyar, y Cecilie volvió a quedarse sola.

No perdió más tiempo. Entró a la habitación y estar ahí fue como una experiencia divina. Todo estaba intacto. Las paredes tapizadas, los muebles olían a madera recién pulida y barnizada, las cortinas limpias así como las sábanas que cubrían la cama y al lado de ésta estaba una cuna con barrotes blancos y mantas color celeste. En tres zancadas estuvo cerca de esa cuna, pero lo que encontró la dejó helada y mortificada. 

Nada.

Sólo habían sabanas que aún olían a perfume de bebé, pero… ¿y el bebé?

—¿Dónde está? —El corazón se le detuvo. Como loca empezó a lanzar las mantas por doquier, las almohadas. ¡Todo!

Pero en la habitación no había nadie.

Se le ocurrió lo peor. Su mente era una vorágine de rabia, dolor y culpabilidad y comenzó a desahogar su ira gritando parta después romper a llorar desconsoladamente.

La puerta crujió y entró alguien.

—¿Se te ha perdido algo?

Cecilie reconoció esa voz.

Detrás de ella, Endimión esbozó una sonrisa torcida.

Él esperó a que la ex reina se diese la vuelta para mirarlo. Y, cuando lo hizo, se asustó al ver su expresión. Por un segundo, Cecilie lo miró con ojos impenetrables; se quitó el manto para dejarse el cabello suelto, que le caía por la espalda, y apretó los puños fuertemente.

—¡Tú, apareces ahora! ¿Para qué? ¿Para burlarte de mí?

—Era la única manera para vengarme de ti.

Cecilie hizo un esfuerzo para fulminarlo con la mirada.

Endimión le sostuvo la mirada durante un rato espantosamente largo, sin pestañear, hasta que a Cecilie se le pusieron las manos blancas de tanto empuñarlas y estuvo a punto de perder los nervios.

—¡Maldito seas, Endimión! ¡Maldito seas! ¡Has matado a mi hijo! —Parecía una tigresa dispuesta a recuperar el cadáver de su cría. Agarró un jarrón y se lo lanzó.

Endimión lo esquivó.

—Tu hijo está vivo.

Cecilie se quedó con las manos quietas y los ojos fijos en la cuna. Intentó tragar saliva pero tenía la garganta demasiado reseca.

—¿Qué? —musitó, mirándolo a él.

—Está vivo.

Cecilie ya no podía más con la zozobra. Se llevó las manos temblorosas a la cara y después jaló de sus cabellos mientras un par de lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Mi hijo, Endimión… ¿Dónde los has dejado? ¿Dónde está?

—Está vivo, si eso te consuela. Quizás algún día sepas que fue de él.

Cecilie cayó al suelo y permaneció inmóvil. Tembló de miedo pensando en lo que Endimión le haría a su hijo cuando se cansara de él.

No podía. No podía quedarse de brazos cruzados, derrotada. ¡No! ¡No había llegado tan lejos para nada! Tenía que luchar hasta el final, jugar todas sus cartas.

Entonces, se puso de rodillas y suplicó:

—¡Devuélvemelo y te prometo que desaparecemos de tu vida para siempre! Tú reinarás, no habrá nadie que se te imponga. ¡Por favor! ¡Devuélveme a mi hijo!

Endimión agarró a Cecilie por las muñecas, la atrajo hacia sí, y con los dientes apretados le respondió:

—Desde que te conozco, solo he besado por donde pisabas. Te he seguido siempre y solo he recibido humillación y desprecio. No volveré a ser el segundo nunca más. Ahora serás tú la que me suplique para que te de unos segundos de mi tiempo —Cecilie giró su cabeza, no quería verle de frente, pero él le apretó la cara y lo hizo mirarle fijamente—. Quédate si quieres, en esta misma habitación, quizás algún día hagas algo que valga la pena para yo que te diga en dónde está tu hijo.

Cecilie cerró los ojos al escuchar aquellas palabras y dos lágrimas le rodaron lentamente por las mejillas…

 

 

—00—

 

 

Cuando volvió a abrir sus ojos, visualizaba a lo lejos a la ciudad capital de Shin Makoku, Pacto de Sangre.

Recordaba cada momento como si lo estuviera viviendo de nuevo y eso le helaba la sangre. Fue prisionera de Endimión por decisión propia. Se quedó en el castillo de Blazeberly esperando pacientemente el día en que aquel desgraciado se dignara a darle el paradero de su hijo. Al principio le había parecido razonable y sensato, y aquellas horas no parecieron tan malas. Esas horas se habían convertido en un día, y el día en tres.

Y así pasó el tiempo y cumplió cinco meses encerrada en el castillo de Blazeberly. Endimión no se le acercaba a menos que ella le buscara, y cada vez que creía haber logrado dominar la maldad de ese hombre, acababa por llevarse una gran decepción cuando se negaba rotundamente a decirle el paradero de su hijo. Lo único que recibía de él era odio y humillación.

Si bien la servidumbre parecía indiferente, los Nobles del palacio ardían de curiosidad y recelo. Por lo visto, la noticia de su estancia llegó como una bomba, pues las paredes del castillo parecían tener oídos y los cuchicheos se escuchaban claramente. Los nuevos Nobles al servicio de la corona la miraban con antipatía cuando se cruzaban con ella en el pasillo, no disimulaban su rechazo.

También volvió a encontrarse con sus conocidos de antaño, comerciantes y mercaderes que solían hacer negocios con su difunto esposo, quienes solo la miraban con indiferencia y se podría decir que con cierta lástima. Solamente su amigo Stefan Fanberlain, a quien ella llamaba cariñosamente Fanfan, fue uno de sus mayores pilares en aquellos momentos de sufrimiento e impotencia, aunque hubo momentos en los que él también cayó en el pesimismo, en la desesperación de encontrarse en un callejón sin salida.

 

 

—00—

 

 

—No puedes permanecer más tiempo aquí —decía Stefan, paseándose de un lugar a otro en la habitación de Cecilie, cerca de la ventana—. Es peligroso.

Cecilie lo escuchaba pero no respondía, cansada de escuchar el mismo sermón de siempre.

—Vale la pena esperar —fue lo único que le dijo al darse la vuelta.

—Si arriesgar tu vida para obtener algo de lo que no estás segura te parece que lo vale, no seré yo quien diga lo contrario. Solamente te digo que ésta puede ser otra jugarreta de Endimión para mantenerte a su lado, a su merced. ¿No te das cuenta? ¿Tan ciega estás?

—Por desgracia, la naturaleza condiciona a las madres hasta la estupidez —Lo miró fijamente—. No me iré de aquí sin mi hijo, cueste lo que me cueste.

—Esta noche seguramente volverá a pedirte que cenes con él —renegó Stefan—. ¿Qué sorpresa traerá hoy? Tomando en cuenta que ya te ha hecho comer de sus sobras.

—No lo sé —respondió ella con voz suave—. No lo sé.

—Yo si se —dijo él con decisión—. Si no te vas por tu propia voluntad, seré yo quien te aleje de aquí.

—Como se nota que no eres madre…

—Podemos irnos juntos, donde tú quieras.

—Te ha quedado muy tiernos eso de huir juntos —respondió Cecilie, mirándolo con cariño—. Quizás si te amara más de lo que amo a mi hijo, lo consideraría.

Stefan movió la cabeza de un lado a otro, consternado.

—¿Y cuál es tu plan? —le preguntó, inseguro y ansioso—. ¿Dejarte matar? ¿Quedarte aquí hasta amanecer desangrada en tu cama?

—Ya te lo he dicho, salvar a mi hijo lo vale todo —le aseguró ella con convicción—. Yo le di a luz para que fuera un hombre feliz, no quiero que pase el resto de su vida deseando haber muerto.

—Has perdido la cordura.

—Nunca la he tenido.

Stefan se rindió. Ella sonreía, pero a él, sin embargo, probablemente lo ahogaría la culpa durante el resto de su vida. Sin embargo, la amaba tanto que estaba dispuesto a sufrir aquella tortura. Y haría todo lo posible para que mereciese la pena.

—¿Estás segura de que esto es lo que quieres?

—Sí, no tengo ninguna duda —Una sonrisa suavizó el gesto adusto de la ex reina—. No estoy segura de cómo, pero voy a hacerlo. Lo único que necesitas saber es que haré todo lo que esté en mi mano para recuperar a mi hijo, para rescatarlo de las garras de ese asesino.

­­—¿Qué hay de las constantes humillaciones? —preguntó Stefan, por última vez.

—Un día se cansará.

—La venganza no cansa, envicia.

En ese momento, llamaron a la puerta.

—Señora, Su Majestad, el rey, solicita su presencia en su oficina.

Cecilie frunció el ceño. Las palabras de la doncella le retorcían las entrañas. De rey Endimión no tenía nada, solo era un usurpador, un asesino, un violador.

El mundo era muy injusto.

La doncella esperó hasta que ella asintió, luego se retiró y volvió a dejarlos a solas.

—De corazón espero que todo resulte bien —dijo Stefan, rompiendo el incómodo silencio en el que habían sido envueltos. Ella no respondió.

Cuando salió de la habitación, notó de inmediato que varias miradas se posaban en ella. Eran de los guardias encargados de custodiarla. Aunque en teoría no debía ser de ese modo, ya que había permanecido en el castillo por voluntad propia, su papel era más bien el de carceleros. Ellos la acompañaron hasta donde se encontraba Endimión.

 

 

—00—

 

Le dolía el corazón.

¿Por qué no podía huir de los recuerdos?

Cecilie se había tumbado en la cama de su camarote. El barco había atracado pero ella aún no estaba lista para tocar tierra firme. Se había quedado pensando durante horas sobre su vida y al final había llegado a la conclusión de que el pasado no se puede borrar, así como los pecados.

Un amor tan profundo, que se hallaba dispuesto al sacrificio. Así fue como interpretó lo que hizo por saber el paradero de su hijo. Pensó en aquel entonces que la perseverancia daría sus frutos. Y valía la pena dar algo a cambio de este resultado. Pero el precio que hubo de pagar vino a ser muy alto; y a medida que pasaba el tiempo, el precio se elevaba de modo alarmante, mientras que el fin que justificaba este sacrificio no llegaba a alcanzarse.

El torrente de viejos recuerdos volvía a invadirla sin piedad alguna. Apretó los puños y suspiró. La piel se le erizaba, pero no por la emoción, si no por el odio. Deseaba levantarse y poner el grito en el cielo, pero lo único que podía hacer era eso, agachar la cabeza como una perdedora, porque así era cómo se veía en ese momento, mientras que el ferviente ganador continuaba disfrutando de su premio a sabiendas del sufrimiento que le causaba.

 

—00—

 

 

—¿Qué? —atinó a balbucear.

Habían pasado años desde que había permanecido en Blazeberly y justo cuando se había convencido a sí misma de que estaba pasando por todo aquel martirio sin resultado alguno y que debía recurrir a otros medios para dar con el paradero de su hijo, llegaba Endimión y le hacía una propuesta que ponía su mundo de cabeza.

—Si accedes a hacer lo que te pido, te diré en donde está tu hijo. —Endimión contempló a Cecilie con una mezcla de diversión y suspicacia—. Sin trucos, palabra de honor.

—¡Tú no tienes honor, basura! —Al soltarle esa frase, que se le escapó de los labios, Cecilie dio un paso atrás cuando vio que Endimión la miraba con furia.

—Pues te demostraré que si la tengo —respondió tranquilo para su alivio—. Sin embargo, no estás obligada a hacerlo. Allá tú si pierdes la oportunidad que te estoy dando.

Los ojos de ella se llenaron de frustración, miedo y algo de rabia. Estaba aturdida, una sensación que había experimentado siempre que estaba enfrente de ese asesino. Ninguna de esas emociones afectó a Endimión.

—Eres asqueroso….

—No tienes elección —se limitó a contestar él—. No esperes ver de nuevo mi bondad, que no la tengo. Esto lo hago solamente por diversión.

Una terrible punzada le perforó el estómago. Si se negaba no sabía si tendría otra oportunidad. Los hombres como Endimión no eran constantes. Ni un ápice de bondad era visible en él, solo destilaba pura maldad. Había aprendido bien esa lección con el paso de los años.

Sin embargo, el precio a pagar era demasiado alto.

En el pasado, Cecilie no se habría sentido para nada incómoda por ello. «En la guerra y en el amor no hay reglas que valgan», habría dicho, o algo por el estilo. Sin embargo, ahora sabía que no era así. Había reglas que valían para todo en la vida y ella no estaba exenta de seguirlas.

—No debería ser difícil para ti, sexy-queen…

Cecilie se quedó estupefacta y el calor comenzó a subirle por las mejillas. Endimión la miraba con una sonrisa mezquina.

—Ya no eres una doncella virgen, así que no te hagas la ofendida. —Se inclinó hacia ella hasta hacerla retroceder—. Guárdate todo el miedo para el día en que vuelvas a ver a tu hijo, porque mi venganza aún no ha terminado.

Esas palabras rebotaron contra su cara, propinándole una bofetada en la mejilla. ¿Qué podía haber sido más ruin y vengativo que asesinar al único hombre por el que había sentido verdadero amor, en todo el sentido de la palabra?

—¡Maldito hijo de puta!

Pero él negó con la cabeza, soltó una desagradable carcajada y se dio la vuelta.

—Es tu decisión. Medítalo esta noche —añadió, antes de salir de la habitación.

 

—00—

 

Cecilie se avergonzaba de sus acciones pasadas. Pero eso era lo que había creído correcto en aquel entonces, lo que creía todavía que fue lo correcto. "Deberíamos ser fieles a nuestros instintos" Eso pensó y de alguna manera le trajo beneficios.

Endimión no reconocía la superioridad de Willbert en todos los aspectos. Y el oscuro odio que tenía por él, le producía un extraño resentimiento con ella. El deseo de probar que, a pesar de todo, él era realmente tan bueno como Willbert o, en el fondo, mucho mejor. Fue aquel resentimiento, aquel deseo de afirmar su superioridad, lo que le había impulsado a hacerle aquella propuesta. Lo que la llevaba a pensar que si ella hubiera correspondido los sentimientos de Endimión, quizás las cosas ahora serían diferentes. Pero el amor no florece en una atmósfera que asquea al amante y le produce una repugnancia irreprimible, pues asco era lo único que Endimión le inspiraba.

 

—00—

 

 

Presa del pánico y la vergüenza, Cecilie entró despacio a lo que parecía ser una reunión clandestina de hombres sedientos de placer. En la habitación, medio iluminada por la velas y con un impregnado olor a tabaco y licor, había diez hombres sentados formando un circulo. Cecilie tragó en seco y maldijo en sus adentros, conocía aquellos rostros.

—Pasa, querida.

Endimión le tendió la mano y la hizo pasar al centro. La capa de seda negra se balanceó alrededor de sus piernas desnudas. Su rostro era cubierto por un antifaz de color dorado con plumas y lentejuelas.

Recorrió a los presentes con su mirada esmeralda. Aquellos rostros eran de acusadoras facciones, ojos muy vivos, que parecían incapaces de fijar la mirada un instante, pero que a veces sorprendían, inmovilizándose. En tales momentos adquirían un brillo extraño; como el del hielo y, como si de hielo fueran, daban frío a aquel en quien se clavaban.

—Como saben, me gusta deleitar a mis invitados —Se pronunció Endimión, acompañado de una sonrisa siniestra y aterradoramente maliciosa—. Hoy vamos a disfrutar de algo único.

Endimión se detuvo un segundo para quitarle la capa y lanzarla al suelo. Desnuda, con la piel resplandeciente como marfil a la luz de las velas, Cecilie dejaba a todos sin aliento.

—¿Quién es la belleza que se esconde detrás del antifaz? —Endimión la hizo girar—. ¿Es plebeya?, ¿será una Noble?... Podría ser una reina

Era algo sofocante, impensable, doloroso, insoportable. Cecilie bajó los ojos al suelo, incapaz de seguir adelante.

—Quien conceda el monto más alto se la podrá llevar a la cama.

Aquellas risas malévolas fueron acompañadas todo el tiempo por apuestas tan altas nunca antes vistas. La subasta llegó a su fin por un monto capaz de dejar en la ruina al hombre más poderoso sobre la faz de la tierra.

 

 

Sin duda alguna, uno de sus más grandes apoyos en aquel entonces fue Xavier Bercoviah, un comerciante de joyas y piedras preciosas, que por su influencia en política había llegado a ostentar un título nobiliario. El anciano pertenecía a esos modelos varoniles que fortalecen su galanura conforme a los años. Tenía ojos azules. Era alto, robusto, bien formado, de semblante apacible y alegre, y solo el color blanco de sus cabellos trenzados y las arrugas de aquella piel blanca, delataban su vejez. Él se mantuvo a su lado durante largo tiempo, protegiéndola.

 

 

—00—

 

 

Cuando la subasta  terminó, Cecilie se detuvo un momento y miró al ganador a través de su antifaz sin poder reconocerlo con éxito. Después se dirigió al frente con determinación. Tras vacilar unos instantes, el hombre la siguió. Había llegado la hora de reclamar su premio.

Cecilie aceleró el paso y se dirigió directamente a su dormitorio, la habitación en la que había estado hacía sólo unas horas. Una vez dentro, ella se quedó en silencio y permaneció así tanto tiempo que, por la pequeña ventana, pasaron las nubes y las estrellas antes de que se rompiera el silencio de aquella habitación. Callado y sin moverse se hallaba aquel misterioso hombre, con los brazos cruzados; callada y sin moverse Cecilia permanecía de pie frente a él.

El primer movimiento fue por parte de ella, que hizo una inclinación de respeto, bajando la cabeza lo más que podía en señal de sumisión. Lentamente se levantó. El hombre continuaba callado, con los brazos cruzados. Los ojos azules del anciano no delataban maldad sino compasión.

—Es hora de saber quién se encuentra detrás del antifaz.

Al llegar a este punto, Cecilie levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su presunto amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se ahogó en un sollozo. Él le enjugó una lágrima que corría por sus mejillas.

—Reina Cecilie —dijo él en un susurro al tiempo que daba un paso atrás, conmocionado.

Ella, muerta de vergüenza giró la cabeza a un lado.

—Lord Bercoviah —nombró, reconociéndolo al fin.

—Puede estar tranquila, no la tomaré —dijo Xavier con voz firme. El anciano se sentó cuidadosamente en el borde de la cama, y la invitó a hacer lo mismo—. La mujer a la que una vez confeccioné la corona con la que fue declarada reina consorte de Blazeberly por el respetable e inolvidable rey Willbert… —musitó casi incrédulo con sus propias palabras—. Cuéntame, desdichada mujer, ¿Qué es lo que te ha motivado a someterte a tal tortura?

Durante el relato de la ex reina, el hombre había permanecido en un silencio extraño. Su personalidad, habitualmente directa y abierta, parecía ahora velada y cautelosa.

—En vista de lo que me has contado, te ofrezco un trato justo para ambos —dijo él.

—¿De qué se trata?

Él respondió algo que la sorprendió.

—Cásate conmigo, Cecilie.

—¿Qué?

—Si te casas conmigo podrás entrar de nuevo a la Corte, bajo mi protección. Podrás gozar de mi patrimonio, usarlo a tu antojo, usarlo para contratar gente que dé con el paradero de tu hijo, por ejemplo. Te haré mi heredera universal, y no te preocupes por los deberes conyugales. No busco eso de ti.

Al principio, Cecilie no pareció entenderlo. Después lo comprendió, y habló con el mismo tono mesurado que él utilizó.

—Ha dejado claro lo que yo ganaría, pero… ¿qué ganaría usted?

—Mis días pronto acabarán —explicó—. Mis viajes por el mundo en busca de joyas preciosas me privaron de formar una familia. Ahora lo que más deseo es poder compartir mis últimos días al lado de una grata compañía. Eso es lo que yo ganaría.

 

—00—

 

Durante aquella misma semana, poco después de que Xavier y Cecilie tuvieran su encuentro, un militar alto, robusto, llamado Ronald Smith la llevó a un coche, y dio al cochero la dirección de un lugar lejos de la capital.

El trayecto fue algo incómodo. El trabajo de Ronald Smith era seguirla adondequiera que fuese, y luego informar dónde andaba a Endimión. También, debía ser cautelosa con lo que diría a su hijo pues la advertencia de Endimión había sido clara: Nada de intentar llevárselo o contarle la verdad de su origen o de otra manera Ronald Smith acabaría con la vida de ambos. Sin embargo tan solo la esperanza de volver a ver a su hijo hacía que un calor cálido invadiera su pecho y olvidara todo a su alrededor.

Cuando el coche se detuvo, Cecilie se asomó para reconocer el lugar. Se hallaban en un edificio enorme de color gris con dos pisos y muchas ventanas. Siguió a Ronald Smith a la segunda dependencia de la biblioteca. Una mujer flaca, alta, de rostro afilado, nariz larga, ojos penetrantes, ligeramente encorvada, de cierta edad, con uniforme, los recibió. Era la directora. Dio instrucción para que condujeran al niño hasta la biblioteca.

Mientras esperaba, sentada en un sillón, Cecilie contemplaban el hermoso reloj de pared que estaba a punto de dar la hora. Su corazón  latía cada vez con más fuerza a cada segundo que pasaba.

El reloj sonó y en el último vibrar escuchó  tres golpes en la puerta. De inmediato contestó la directora:

—Adelante…

La institutriz abrió la puerta, saludó, presentando al niño. El pequeño tendría unos siete años humanos, era rubio, de ojos verdes, se sonrió, ella contestó a su sonrisa y dio gracias a los dioses por engendrar a una criatura tan parecida a ella. No cabía duda, era Wolfram.

Cecilie sintió que sus piernas le temblaban y su corazón saltaba con violencia. Sin embargo, se sobresaltó al ver el rostro acusador de la directora. Debía ser cautelosa. Pese a ello, abrazó a su hijo, al que recordaba aún pequeño, estaba precioso. Cecilie sentía salírsele el corazón del pecho, la emoción la hizo llorar. Ese abrazo duró una eternidad, demostró el amor que no se compartió durante tantos años.

Los demás presentes no se atrevían a hablar, no era posible.

—Hijo mío —susurró Cecilie, limpiando la carita confundida del menor—. ¿Cómo estás?  Sé que todo esto ha de ser bastante sorpresivo para ti. Solo quiero que sepas que soy tu madre.

—Mamá, al fin puedo decir mamá —musitó Wolfram.

—Sí, ¿me perdonas?

—Sí… —respondió, y Cecilie sintió que se quitaba una enorme carga de encima—. Y mi padre, ¿quién es? —quiso saber Wolfram.

Cecilie escuchó un carraspeo profundo. Era la señora directora. ¡La miraba como si quisiera matarla, sin decir palabra!  Entonces comprendió.

—Tu padre fue un buen hombre —respondió—. No vale la pena hablar de ello.

El niño insistió.

—Pero…

—El tiempo se ha agotado —interrumpió la directora.

—¿El tiempo se ha agotado? —repitió Wolfram, con el ceño fruncido en señal de confusión—. A que vienes por mí, ¿verdad, mamá?

Cecilie contemplaba sin respiración a la vieja que la miraba con odio. Al fin decidió no mostrar su miedo, y le dijo desafiante:

—Así es.

La directora se acercó hombro con hombro a Cecilie y le dijo en voz baja:

—Deseo solo prevenirle. El rey le envía un saludo, dice que se ande con cuidado, porque le pegará donde más le duele, por lo que le ha hecho.

—Yo no he hecho nada —alcanzó a decir la rubia.

La vieja sonrió con odio y dio media vuelta.

—Y más le vale —sentenció.

Cecilie se vio en una encrucijada. Ahí estaba Ronald Smith, con la mano cerca de la espada que le colgaba de la cintura. No tenía opción, debía hacer lo más atroz que haría en su vida.

—No Wolfram. No sé qué crees que va a pasar entre nosotros a partir de ahora, pero olvídate de sentimentalismos, no te voy a pedir que vengas conmigo ni nada por el estilo. De hecho, esta es la última vez que vamos a hablar sobre este tema.

El niño dio un paso atrás, horrorizado.

—Mamá, dime por favor qué te pasa. Porqué tienes esa expresión tan dura en tus ojos, ya no veo amor en ellos. Veo odio, mucho odio.

—Pasa que estoy a punto de casarme y el que vengas conmigo solo me causaría muchos problemas.

—Entonces… ¿Por qué…? —alcanzó a decir el niño entrecortadamente—. ¿Por qué me ha buscado?

—Era un cargo de conciencia que debía solventar —respondió ella, con dolor al corazón por continuar mintiéndole. La directora sonreía, encantada por lo que le sucedía frente a ella.

—Eres mala…muy mala.

—Retírate, niñato —ordenó la directora.

—¿Por qué? —preguntó Wolfram. Que a pesar de su timidez, ya estaba cansado de aguantar a la vieja histérica.

—¡Aquí las ordenes las doy yo! —dijo la mujer, con los ojos que se le saltaban de las órbitas—. Y como castigo a tu intransigencia, limpiarás el comedor sin ayuda de nadie. ¡Ahora vete!

—¡Wolfram! —grito Cecilie antes que se marchase. El niño se dio la vuelta con el rostro rojo por la cólera y conteniendo las lágrimas. Se le acercó lentamente y le hizo entrega de una bolsa llena de ropa y juguetes—. Una última cosa…

—¿Qué? —respondió escuetamente.

—Solo deseo darte un último consejo. Lucha siempre por ser feliz y por perseguir tus sueños —dijo al tiempo que las yemas de sus dedos llegaban al nacimiento de aquellas hebras rubias, suaves y rizadas.

Él se limitó a responder:

—Su compasión, no la quiero… no quiero ni sus consejos ni sus regalos mucho menos su amistad. No quiero siquiera que usted me trate con confianza nunca más. No es mi amiga, es una indeseable. Haga el favor de marcharse de aquí.

La soltura con la que se expresaba el niño dejó helados a los presentes, y mucho más a Cecilie, que cada una de esas palabras fueron como puñaladas en su pecho.

Lo vio alejarse sin los regalos y cerrar la puerta de un portazo. Ella se derrumbó, mientras repetía en su cabeza. «Te quiero, con toda mi alma, hijo mío, y te seguiré queriendo el resto de mi vida. Juro que algún día todo esto acabará y tú y yo podremos estar unidos»

 

 

Pasó el tiempo y con él muchos acontecimientos, como su boda con Lord Bercoviah. Hubo un tiempo en el que los acontecimientos fueron más fuertes que ella y decidió alejarse de todo.

 

 

—Cecilie, querida  —Lord Bercoviah entró cautelosamente en la estancia y ella se incorporó en la cama con los ojos llorosos y enrojecidos—. ¿Qué te ocurre?

Cecilie sacudió la cabeza en silencio sin dejar de llorar. ¿Cómo se lo iba a decir? ¿Cómo se iba a marchar? Sin embargo, sabía que tenía que hacerlo en seguida. Ya no podía esperar más. Ya era hora de que se alejara de Blazeberly, del mismo aire que Endimión respiraba. Tenía que alejarse del dedo acusador de Fanfan, de todo.

—Xavier —le miró a los ojos y trató de sacar valor. El anciano se sentó cuidadosamente en el borde de la cama, intuyendo que le iba a decir algo importante—. Me marcho, Xavier.

—¿Adonde?

—No lo sé todavía... Tengo que pensarlo. Pero sé que tengo que irme lejos de aquí... Sólo por unos meses...

Lo dijo en un susurro y, por un instante, el anciano cerró los ojos y pensó que las palabras de su esposa lo iban a matar. La estrechó con fuerza, pensando que ojalá pudiera retenerla a su lado para siempre. Sin embargo, Cecilie deseaba con todas sus fuerzas alejarse de Blazeberly sin él, que ya se hallaba demasiado debilitado para viajar.

—Toma de una de mis embarcaciones entonces.

—Volveré, te lo prometo.

El anciano tomó suavemente el rostro de su esposa entre las manos y besó en silencio las mejillas surcadas por las lágrimas. Sabía lo mucho que significaba para ella y sabía asimismo que, por su bien, tenía que permitírselo, por mucho que a él le doliera

—No vuelvas por obligación —advirtió—. Cuídate mucho, querida. Vuelve cuando estés preparada para hacerlo.

Ella asintió.

—Gracias, así lo haré.

—Lleva siempre con orgullo el título que te he otorgado como Lady Bercoviah y represéntame ante el parlamento de ser necesario. No te vuelvas a doblegar nunca ante él…

 

Los años pasaron y Lord Bercoviah falleció dejándole una gran fortuna. Cecilie volvió a la Corte de  Blazeberly. Nadie la señaló con el dedo. Nadie se rió de ella. De hecho, apenas le dirigieron la mirada. Inesperada y asombrosamente, allí no era más que una persona entre otras muchas. Había una única persona a la que buscaba llamar su atención, su hijo. Supo en aquel entonces que Endimión le había adoptado, no sabía con qué artimañas. Se había convertido en un jovencito duro e insensible y eso le dolía en sobremanera.

En una ocasión se encontraron en un pasillo del castillo, pero solo recibió rencor por parte de él.

—Lady Bercoviah —saludó el joven fríamente.

—¡Wolfram! —ella sonreía con tan solo verle.

—Si me disculpa —Wolfram intentó rodearla pero Cecilie le interceptó. No podía dejarlo ir así sin más.

—Deberías visitarme —dijo rápidamente—. En mi palacio.

Wolfram formó una mueca de hastío.

—No, gracias.

—Al menos ahora podemos hablar sin tanta tensión entre nosotros ¿no?

—Si usted lo dice. No quiere decir que a partir de ahora tengamos una relación de madre a hijo, ya sabe lo que opino al respecto.

No te preocupes, Wolfram, lo comprendo perfectamente. Tu sabes que soy una persona que me conformo con muy poco y esto para mí ya es un gesto maravilloso y muy importante. Supongo que poco a poco irán cambiando las cosas.

—Sin embargo, Lady Bercoviah —Wolfram cubrió de hielo su voz y su corazón, como hacía siempre para protegerse de ser lastimado—, cuando me acuerdo del horrible orfanato en que viví, las ganas se me van.

—Espero que a partir de ahora podamos ir acercándonos poco a poco.

—Usted y yo jamás vamos a estar unidos.

—Wolfram lo quieras o no, te guste o no, no puedes cambiar la realidad. Yo soy tu madre.

Wolfram sacudió sus rizos dorados y miró con expresión desafiante a quien decía ser su madre.

—No eres eso para mí. No soy tu hijo así como tú nunca has sido una madre para mí. Endimión es la única familia que conozco. Él es el único que ha estado conmigo. El único que me ha cuidado, el que me instruyó, es el único que me ha enseñado a ser quien soy. Él siempre será mi padre. 

A Cecilie el corazón se le estrujó.

—Yo hubiera hecho todo eso por ti…

—Salvo por un detalle… que querías ser libre en cuanto nos conocimos y yo era tan solo un estorbo.

—Eres más que eso —dijo ya bastante arrepentida de haberlo hecho enojar.

—Sí, lo soy. Soy más que eso. Soy Wolfram Dietzel y en aquella ocasión comprendí que estoy solo. Pero cuando te miro, siento que es mejor así —Wolfram se limitó a suspirar antes de seguir con su camino. Ella se quedó inmóvil, había perdido una lucha pero no la guerra.

 

Cuando bajó del barco, Cecilie alzó la vista. Tenía mejor aspecto y fuerzas renovadas para continuar con la misión que se había antepuesto: Llevarse a Wolfram con ella, alejarlo del Maou de Shin Makoku y sobre todo, alejarlo de Endimión.

Se acomodó el manto que cubría sus cabellos y emprendió camino.

 

 

Esta historia continuará.

 

 

Notas finales:

Será interesante ver la relación entre Stofell y Wolfram, tío y sobrino sin saberlo... jejejeje

Gracias por leer.


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