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A tu lado por MissLouder

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Notas del fanfic:

Mundo Alterno que mezclará las dos generaciones. Póngase cómodos, y sean bienvenidos a  una nueva Guerra dorada.

 

Anteriormente se llamaba "A tu lado", pero como meteré protagonismo a otros personajes decidí cambiarle el nombre. Ja,ja, no se extrañen, soy de las personas que construye la historia con cada capítulo nuevo. 

Notas del capitulo:

Dedicación:

Julieta. La psicóloga que socializa con el mundo retorcido que habita en mi cabeza. Siendo ya, parte de él.

Karelia. Primera comandante en el ejército de nuestra otp de Cáncer&Piscis.

 

 

"Por eso quizás lo adoraba más, por esa estupidez eterna de perseguir los que nos hace daño"

Carlos Ruiz ®


[A TU LADO]

Prólogo.

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.

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No sabía por qué le había dejado ir. No sabía por qué se lamentaba, en haberlo dejado ir.

Cerrando la puerta de su propia vivienda, descubrió que tenía lágrimas en los ojos y el corazón envenenado de sufrimiento y asombro. Se recostó sobre ella, deslizándose por la madera hasta que el piso le recibió cordialmente.

"¿Deseas estar este tiempo efímero a mi lado?"

Se llevó las manos al rostro, intentando detener el sollozo que chocaba contra sus párpados.

"Todo pasó tan rápido que no lo pude detener, pero aun así… quiero pedírtelo: ¿Albafica, arconte de Piscis, deseas tener una vida a mi lado?"

Esa voz que tanto desdén y calor le había provocado en el pasado, ahora acariciaba su memoria. Brindándole un nuevo giro a su perspectiva.

"Nada es perfecto, Alba-chan. En este mundo de mierda, hay que saber encontrarle el gusto al olor…"

Otra vez, aquellas palabras que retorcían su estómago como una prensa hasta destripar sus órganos y que los vomitara en tiras. Crispó la mano en su pecho, obligándolo a controlarse. Sin embargo, el control de su propio cuerpo se había burlado de él, tras haberle dicho que no a ese hombre.

Se negó de nuevo, sonriendo con la acidez en la lengua y lágrimas que se deslizaban en el silencio al que se había acostumbrado años atrás.

Tenía que calmarse. Ya había puesto esa línea entre ellos. Ya había destruido, lo poco que habían construido. Había desmoronado la poca felicidad que había brillado en la oscuridad en la que se había convertido su vida, desde que su maestro murió. El tiempo sin duda pasa a más aprisa cuanto más vacío se está.

"Conocerte, es ese placer que la vida le concede a la muerte, Albafica."

No más, por favor. Él… él no podía. Él estaba arriado a la soledad, su camino dictaba estar decorado de esa única compañía. Había sido arrasado por una mole titiritera que lo había arrojado a las faldas de su propio destino, al osarse en poner un pie fuera.

No, no volvería a ser el juguete de nadie. No volvería a ser utilizado y ser el objeto de burla de otra persona. Ya había pasado una línea de años que desfilaron frente a él, con lamentos y maldiciones; al día que había conocido a ese hombre.

Minos de Griffon.

Había jurado vengarse. Por su orgullo, se había puesto las agallas para recoger los fragmentos de su identidad y repararlos a base de ese odio que había sido sembrado en su interior. Ese odio que lo había arrastrado a las uñas de la soledad que empedró su alma. Desde en ese entonces había dejado de creer en sonrisas, cortejos, ni mucho menos amistad.

"¿Pero quién dijo que la vida era un centro de maravillas, Albafica? —Esa voz le había hecho abrir los ojos en par—. ¿Acaso crees que soy tan romántico para prometer un sol en una noche sin estrellas? ¡Claro que no!"

"¿Desde cuándo eres poético?"

"Desde el día que he decidido elegirte, idiota".

Se llevó las manos a la cabeza, como si así se detuviera al volver a retroceder a las puertas de la indecisión. Se cubrió los oídos como si así lograra librarse de la huella de esa persona que seguía abrazando su corazón.

No podía.

"No puedo, Manigoldo. Lo siento", le había respondido. Porque sabía, que si daba un paso más, no podría volver a retroceder.

No podía estar con una persona, cuando otra aún pisaba su nombre. No odiaba a ese manipulador de Minos, no, odiar implicaba ser humano para sentirlo. Y desde que ese hijo de perra se había mofado de su inocencia, la fría rabia le congeló el corazón. La desesperanza se había apoderado y tirado todo en lo que había vuelto a creer; lo había despertado del sueño al que él mismo se había sido sometido.

Minos sabía quién era él desde el principio. Y él no pudo ver a través de esa falsa caballerosidad y mal cortejo.

No le fue difícil encontrar el andrajo de lugar, que ese maldito manipulador de cuarta le hacía llamar "guarida". Aquella pocilga de mala muerte que sólo era un nido de ratas infectadas.

Había desplegado su arma y se había ido en cacería a esa colonia de peste que debía ser apaleada. No solicitó permiso, ni tampoco lo necesitó para hacer valer su nombre sobre los cuellos cortados de las plagas que infectaban la sociedad.

Su filo demoníaco, fue el canto de su furia de acero que les sonrió con deseo: Un deseo de verlos atravesados por las espinas de su arma.

Demon Rose, rugió en su mano, con hambre de convertir todos los huesos que merodeaban frente a ella, en simples cenizas.

Los dos guardias de la entrada ya estaban muertos a sus pies, antes de que supieran qué estaba a punto de empezar. Con parsimonia, buscó entre los bolsillos de los nuevos cadáveres las llaves para entrar a ese lugar que ocultaba víboras que escupían veneno. Y qué lástima por ellos, ya que la persona que estaba a punto de escurrirse; era exento a ese tóxico que le había alejado de todos, como pago de su inmunidad. Sólo se había dejado infectar por una, y ahora estaba allí, en busca de su cabeza para ensartarla.

Consiguió la llave correcta y al abrirse la puerta, una cuchilla de luz rojiza despuntó bajo la pequeña grieta entreabierta. Posó la mano sobre el pomo y permaneció allí inmóvil, escuchando. Creyó oír susurros, alientos entrecortados, el hedor del miedo que provenía desde el interior; llamándolo. Por un instante pensó que si abría esa puerta, lo encontraría esperándolo al otro lado, fumando en un diván con resortes de compañía y las piernas cruzadas demostrando lo seguro de la basura que era.

Decidido a cincelar esa silueta, se adentró a esa cueva. Cuando estuvo dentro, un soplo de aire fétido le abofeteó la nariz. Sonrió. Eso no lo detendría.

La luz que pareció penetrarle al principio, sólo había sido un señuelo para cegarlo momentáneamente. Pero él estaba listo. Sólo bastó dos días en su propio cuarto, sin luz alguna, para que lograra familiarizarse con la oscuridad. De hacerla su amiga, tal como lo era de su nuevo compañero que recién compartía una misma recámara con él. Y por último, salir para que el encandilamiento no fuera la mayor navaja para su cuello.

Sus ojos se ajustaron a la oscuridad y se obligó a soportar el sol que le lastimaría los ojos después de salir. Era por eso que había esperado hasta la luz tenue de la tarde, para escabullirse de la academia de santos para ir en busca del titiritero que osó a utilizarlo como marioneta.

El crepúsculo fue tal cual lo pensó; su mejor aliado.

Recordó sus otros días, sumergido en aquella tarea de estudiar la entrada y salida de ese lugar. Dejó que los residentes del barrio se acostumbraran a su presencia; mientras escrudiñaba con ojo policial cada cambio de turno y todo movimiento, desde las sombras.

Entendió que era la principal noche la que era fuertemente custodiada y sólo la luz holgazana del atardecer era el despertador para que dejasen su descanso. Su meta era que todos estuvieran muertos antes que el sol se ocultara por completo.

Sus pasos resonaron en el empedrado y asqueroso antro, mostrándole un frente de subordinados, pretendiendo hacerle retroceder. Dejó que le vieran, que le reconocieran mientras tenía un pensamiento brillando en su mente. Permitió que trataran de empuñar sus armas contra él. Pero ninguno se llamaba valiente para atacar sin que las manos le vacilaran.

Sabía que no era precisamente por el arma que destilaba veneno del propio nombre que levantaba ese filo bajo su palma, lo que provocaba que olfateara el pánico, y lo vio en mar de ojos, que le decían cuan inocentes fueron al creerlo domado. Que aun siendo "el amado de su líder", le habían puesto la correa al cuello. Creyendo que él sería quien escoltaría a su gente a sus propios entierros. No y mil veces no.

Ninguno de esos roedores se atrevió a atacarle, se fue sobre ellos. Sabía que la seguridad de ese lugar no se alertaría hasta que hubiera limpiado, al menos, cuatros pisos subterráneos. La sangre bañó su ropa y sus manos desnudas, cuando derribó la primera fila de pequeñas mocas inexpertas.

Era consiente que era arriesgado no usar guantes, que era lo más probable que descubrieran quién había sido, poniendo en riesgo el secreto de la academia que adiestraba futuros héroes. Pero ese mismo hecho, era lo que había conllevado a quitárselos. Quería que esa persona, supiera quién había sido.

Recorrió respaldando el túnel principal que conducía al corazón de esa madriguera. Hombres caían muertos, degollados, antes de tocar el piso y desparramar su sangre sobre la piedra que parecía tener sed de tragarse todo ese espeso líquido. Fue descendiendo, con la vista nublada y la llamas fluyendo, tal y como lo hacía la lógica retorcida de ese universo.

Uno de los subordinados se le fue encima con un hacha, pero esquivándolo con facilidad, le atravesó el estómago con las espinas de espada. El hombre burbujeó sangre, llevándose las manos a la nueva abertura de su cuerpo, mientras sus ojos evaporaron una última súplica. Y siendo condesciende con él, terminó con su vida para evitarle el dolor de desangrarse.

Porque sabía que la peor tortura no era desangramiento del cuerpo sino del alma. Hay peores cárceles que las palabras y una de ellas, era la cámara de los recuerdos.

Observando los ojos sin vida del hombre, continuó su paso intentando disipar sus pensamientos bañados en una infernal ira que le enardecía el sentido común.

Pero no le importaba. Era consciente de sus actos. Y por ese momento, sólo recalcaba el hecho que nadie iba a advertir el infierno que estaba ardiendo dentro de aquel lugar. Todo gracias al veneno que empezó a perfumar todos los pasajes, para no dejar testigos de ningún tipo.

Cruzó las mazmorras, sin perder de vista a los esclavos que reconocía como sus compañeros; allí sufriendo la peor clase de suplicios. Se mordió el labio inferior, había sido utilizado. Había sido el anzuelo para que sus amigos fueran pescados.

No conocía ninguna esencia, pero si sus rostros. Los había visto en la academia, y se preguntaba si ellos lo habían visto a él… con el responsable de su encarcelamiento que les estaba consumiendo la vida. Ninguno pareció cobrar vida cuando fueron liberados.

No era una pelea para rescatar, era una pelea para reparar un orgullo roto.

Les ordenó que se fueran, que taparan sus rostros, olvidaran el de él y huyeran. Sus aliados lo hicieron, y después de un silencio que aplastó el lugar, se fue en la caería final.

Sin embargo, al llegar a la última garganta, se dio cuenta que la rata líder se había escapado por la grieta que él había obviado. Su cólera le cegó hasta el último tramo de razonabilidad, y se fue en contra la última línea de defensa. Ninguno le detuvo, hasta que el último grito fuera tragado por aquél estómago.

Todos habían caído ya, y sólo al final de esa sala circular, un ramo de rosas rojas esperaba por él. Burlándose, y más al leer la nota:

Gracias por la diversión, mi dulce rosa. Te dejo como recompensa la vida de estas basurillas, espero que puedan saciar tu sed. Hasta la próxima…

Minos de Griffon.

Minos sabía que iba por él, lo supo todo el tiempo. Maldito sea.

Agarró el florero que contenía a las rosas, y lo estrelló contra la pared con todo y mesa. Desde ese día odió a esas flores, odió su color y su detestable poder que se gozaba en su palma. Había sido engañado por su propia arma, en su propio terreno.

A pesar de haber acabado con todos, el pastel de bodas que esperaba después de la fiesta, se le había escurrido por los dedos. Y nunca se perdonaría eso.

Retrocedió hacia la pared incrustando su puño a la masa de cemento sólido, provocando que la piedra resonara bajo sus huesos. Sus nudillos crujieron como un cascanueces, dejando como huella una pequeña grieta producto de su rabia.

Escuchó unos pasos a su espalda y, su vista, tan afilada como sus púas, buscaron la vena carótida que latía detrás de él. Pero no era un enemigo quien le miraba con desdén, sino su nuevo compañero; Manigoldo de Cáncer. Un italiano que ya tenía el honor de dejar a un lado su apellido, su vida anterior, para servir a la diosa con estandarte de oro.

Notó como había irrumpido el silencio, y sin pensarlo, se abalanzó sobre el italiano. Pisando el lienzo de cadáveres que él mismo había pintado.

Se había aferrado tanto a su espada, que sus manos no dejaban de llorar sangre. Aún cuando el aire sólo gritaba silencio, no se había detenido. Su filo brilló en la oscuridad y arremetió contra la persona que era coronada por ser su hermano de armas. No le importó. Estaba cegado por su propio razonamiento que sólo buscaba venganza. Necesitaba dejarlo salir, necesitaba gritar tanto como su espada chocando contra la de Manigoldo. Le arañó el hombro, y su cabello estaba humedecido por el sudor se le pegaba a las sienes.

Su compañero le hizo el frente que ningún centinela le había hecho. Esquivó cada uno de sus ataques y detenía todas las espinas que Demon Rose escupió.

Al ver que eso no funcionaría, en su mente a brilló una idea; y propiciando un rodillazo, justo entre las piernas de Manigoldo con una fuerza imperante que éste perdió el control sobre ellas. Eso fue suficiente para que Albafica ya estuviera sobre él, con una daga de plata que extrajo de su botas, hundiéndola hacia abajo, directo al pecho.

Manigoldo sostuvo su muñeca, intentando detener la hoja que ansiaba cernirse sobre su corazón. Con la respiración entrecortada, trató de empujar los restantes centímetros. Sabía que eso no serviría con ese hombre, pensó Albafica y con su otra mano acercó su espada; lanzando su peso sobre ella sosteniéndola en alto. Iba a matarlo.

"Mierda, está armado hasta la metras", pensó Manigoldo en tanto seguía forcejando con su compañero que se retorcía como una cobra.

Los brazos del italiano se tensaron y recordó su espada que yacía cerca de él. Ésta pareció despertar también cuando resonó a un lado, llamándolo. Y gracias a eso, sólo bastó un segundo de racionabilidad para activar la habilidad especial de su arma.

Seki Shiki Meika Ha, jadeó en su mente. Intentó razonar con él, diciéndole que era su camarada, su compañero de armas, ¡su aliado! Pero los labios de Albafica sólo gruñían. Sólo se prensaban para llegar la daga al lugar donde quería.

Y finalmente ocurrió.

La técnica logró activarse, y el alma de Manigoldo cobró una segunda personificación, apareciendo detrás del santo que mantenía el férreo control de una enloquecida rabia, manteniendo firme el deseo de acabar con él. Pero sólo un segundo… sólo un segundo que se le fue en contra, bastó para que su mundo cayera al vacío; cuando Manigoldo estrelló la empuñadura de su espada contra su cabeza. Desplomándolo sobre su cuerpo real, dando gracias a los dioses de tener la habilidad para multiplicar su alma y crear réplicas de él. De lo contrario… hubiese muerto por las manos de su hermano de armas.

Con el cuerpo inconsciente de Albafica en su pecho, se incorporó sobre el suelo rocoso y tintando de rojo, incluso de su propia sangre. Le sostuvo entre sus brazos, aún con su espada cerca en caso que reaccionara.

—¿En qué te convirtió ese maldito? —fue lo único que dejó salir de su boca.

Pasaron los días y, antes de despertar, Albafica sabía dónde estaba. Había despertado en un calabozo, con sus heridas tratadas y su cuerpo en recuperación. Se había incorporado con esfuerzo en el pobre intento de lecho que conservaba ese podrido lugar. Su cabeza palpitante, le fue suficiente para advertir el golpe en el costado de su cráneo.

Podía sentir la viscosidad de la sangre todavía conservaba como un buen recuerdo en sus manos y debajo de las uñas. La sangre de todos los hombres a los que había derribado, e incluso la de Manigoldo. Ese hombre que tenía a la muerte como maldición y su amiga por largos, largos años.

Escuchó voces, y se había obligado a diferenciarlas, aún cuando su cabeza parecía dividirse en dos.

"¿Hasta cuándo lo mantendremos encerrado?", había preguntado una voz conocida.

"Hasta que recuerde que somos sus aliados —Otra voz—. Yo me quedaré con él."

"Te recuerdo que ya intentó matarte una vez, ¿estás loco?"

Una risa le había susurrado en los oídos. La conocía perfectamente.

"Estoy seguro que lo volverá a intentar, si tiene la oportunidad. Pero es mi compañero quien está en esa mazmorra."

Oyendo unos pasos alejarse, sólo el siseo cansado finalizó toda fuente de sonido que había burbujeado.

"Haz lo que quieras."

En ese entonces todo le había sido borroso, pero con el pasar de los días fue recordando todo. Recordó sus noches bañadas en lágrimas, y ese italiano consolándolo con dedicación. Recordó sus tardes envueltas en una poderosa fiebre a causa del veneno que aún digería su organismo. Y lo recordó a él, a Manigoldo, a su lado en todo momento. Convirtiéndose en una página en blanco para que volviera a empezar la historia que no creía que ya no podía inventar, cuando él tenía la pluma en mano.

Lo que acabó el infeliz del titiritero, había sido el inicio para su compañero. Quien ya se paseaba con constancia en el jardín de la academia, buscándolo. Obligándolo a acostumbrarse de su presencia y a convivir con ella. Hablaba con esa lucidez firme y tajante de los locos que se habían librado de la hipocresía de atenerse a una realidad que no cuadraba.

Y después llegó, tan rápido como un flash; la noche en que se había entregado a un segundo hombre que no le aseguraba más que derrumbe.

Recordaba con total lucidez como se fundieron en un abrazo interminable, una tarde de verano. Ambos buscaron, quizás, lo que no sabían que tenían perdido. Se habían tendido en su propio lecho, abrazados en silencio.

Esa noche…, Manigoldo había llorado sobre su pecho, una gota humana que nunca creyó saborear de esa persona. Había sentido como le invadía un cansancio que hacía huir a las palabras. Más tarde, caída la noche, sus labios se encontraron finalmente, y al amparo de oscuridad urgente fue testigo de cómo se habían desprendido de sus ropas que olían a sangre y a muerte.

Si creyó que el miedo de volver a recordar a ese fantasma demoledor; se interpondría entre ellos congelándolo con pesadillas… Esa noche, no fue una de ellas.

El fuego con el que se vestían las manos en su vientre le robó la vergüenza y todo pensar. Quiso perderse en ellas y no regresar jamás, aun sabiendo que al amanecer, exhaustos y quizá enfermos de indiferencia, no podrían mirarse a los ojos sin preguntarse qué eran después de ese mar de lava al que se habían arrojado esa noche.

Pero Manigoldo no se fue, como se había ido Minos después de acostarse con él. Todo lo contrario.

Después de eso, los momentos juntos se multiplicaron.. Momentos que le habían hecho desterrar sarcófagos, y suplantar ataúdes, con sonrisas. Todo había pasado tan rápido… y ahí estaba, contra la puerta de su casa, llamando el nombre del hombre que lo había levantado. Recordó las preguntas que le había declarado, en esa noche de luna, donde intentó darle frente a ese sentimiento que ya le perforaba el pecho.

"¿Deseas estar este tiempo efímero a mi lado?"

Sí quiero.

"¿Deseas soportar mi mal léxico y mi jodida personalidad?"

Sí quiero.

"¿Deseas amoldarme, hasta que sólo te añore a ti?"

Sí… quiero.

"¿Quieres compartir cama con éste hombre que puede compartirla con alguien más? Que puede defraudarte como enmendarse."

Incluso a eso decía… Sí quiero.

"Porque sé que eres capaz, y yo también: De aceptar que somos imperfectos y reconocer que nuestros errores pueden alejarnos… y en este caso, acercarnos."

Después de eso, finalmente después de años de esconder su rostro cuan avestruz. Albafica de Piscis se levantó en su trono.

Se limpió las lágrimas que habían rociado su rostro y se encontró levantándose del suelo, para abrir la puerta y perseguir los pasos que había dejado su compañero.

Vivía en un viñedo, a las faldas de una de las montañas de Grecia. Al salir, le pareció que la negrura se arrastraba por el empedrado, pisándole los talones. Apretó el paso y no aflojó el ritmo hasta que recorrió gran parte del terreno árido para poder juntarse a la manta de cemento, que el vehículo de Manigoldo debió seguir.

Corriendo con la suerte que aún circularan transportes públicos por su zona a pesar de la hora, no tardó en subirse a uno y sentarse en algunos puestos del final, mientras pensaba dónde podría haber ido su compañero. Quizás a la academia si era sensato después de recibir una mandada al diablo por su persona.

Sonrió sin fuerza. Sabía que ese lugar, que era objeto de hipótesis, era el lugar con menos probabilidad de albergar a Manigoldo. Y casi se desplomó de alivio tras recordar:

"Cuando me siento de la mierda, y mi mente quiere pensar… Siempre visito el mar. Es como si me limpiara de la porquería con la que me baño a diario."

Se detuvo en otra estación, y transitando entre las contadas personas que eran vomitadas por los amoratados autobuses, encontró uno que le dejaría más o menos en el muelle que —esperaba—, que fuera ese donde podría estar su compañero.

Tendría que correr unos cuantos kilómetros una vez que llegara, aunque eso no era un inconveniente. Estaba acostumbrado a correr distancias mayores, gracias a su entrenamiento como aspirante en la academia de santos.

Tomó el primer autobús que se le pasó por enfrente, cediendo su puesto a una mujer que tenía un niño en brazos, y al levantarse su cabello se jactó de su belleza cuando se desparramó en su espalda. Todos, inclusive el conductor se quedaron atónitos, quizás diez segundos, antes que Albafica se diera cuenta que ya estaba llegando al lugar desértico que tenía planeado bajarse.

—¡Joven! —le llamó el conductor, después que el santo le pagara el viaje sin prestarle atención—. ¡Esa zona es muy peligrosa para ir a pie!

Si esperó que retrocediera, malgastó sus palabras, puesto que Albafica sólo avanzó hacia el valle lúgubre azotado por dardos de luna que se filtraban entre las arboledas.

Si supiera ese hombre con sobrepeso colgando de la edad, con cuántos muertos se había bañado; nunca le fuese permitido subirse a su transporte.

Era capaz de desarmar a cualquier centinela en un abrir y cerrar de ojos. Y Manigoldo, inclusive tenía más ponzoña que él, cuando de enfrentamiento se hablaba. Estiró los pliegues de sus labios unos cuantos milímetros, mientras sopesaba las distintas posibilidades de su compañero golpeando a simples lugareños que buscaban el dinero fácil.

Observó el bosque exuberante, oscuro, susurrando con vida. Parecía respirar, pulsando con gruñidos las memorias desvanecidas y rostros olvidados.

Sin dar más tiempo a sus pasos, empezó a andar la distancia que sus cálculos habían estipulado. No le sorprendió la gracilidad con la que se manejó, y los metros que recorría no parecían ser más que una caminata antes que el alba les guiñara el ojo, extendiendo sus largas pestañas por el cielo.

Aún recordaba la dureza de su maestro al ordenarle correr más de dos kilómetros, cuando había cumplido once años. Si se llevaba la mano al pecho, podía revivir como le habían ardido los pulmones y la piel de sus piernas parecían habérsele convertido en plomo.

Sus pies siguieron avanzando sin detenerse, siendo escoltado por el sonido de las hojas siendo aplastadas y árboles esqueléticos que deseaban abrazarlo con sus ramas. Su respiración aún se mantenía constante, pero ya empezaba a sentir fatiga cuando el faro del muelle le atravesó los párpados con su brillo.

Divisó el auto de Manigoldo, estacionado a un lado de una cerca de alambres de púas que se perdía en el horizonte como la muralla china.

Terminando de acercarse, notó algunos guardias o quizás los bandidos que le había advertido el conductor, tirados en el suelo; inconscientes. Unos sangraban por la boca y otros parecían haber escupido dientes. Entendió que se estaban despabilando de la sedada que recibieron. Eso era tan característico, como una marca de agua:

Manigoldo estuvo aquí.

Sus pasos alertaron a los —seis—, que advirtió con vista de águila. Bueno, al parecer tenía que volver a cortar mala hierba como su hizo su amigo. Al acercarse un poco más, éstos se alertaron al verle el escudo que coronaba el lado izquierdo de su pecho.

—Ese… uniforme —balbuceó uno.

No debían tener más de diecinueve años, dedujo en su mente. Y siendo él, un año menor, se podía ver la diferencia de habilidades aún sin ser un veterano de guerra.

—¡Debe ser aliado del otro! —alertó un segundo, levantándose sosteniendo sus costillas, mientras salía a correr.

Parpadeó, observando como todos empezaron a sumergirse a las entrañas del bosque lejano, y no se molestó en seguirlos. Se subió al techo del transporte de su compañero, y con un salto ágil, atravesó la valla de alambre.

Cruzó las faldas del faro, atravesando en trasversal los adoquines que brindaban una vertiginosa visión del mar que se perdía frente a él.

Las chimeneas de las fábricas lejanas arrojaban humo que trepaba como dedos negros a través de la manta de cielo que se estrellaba sobre su cabeza y, doblando a la derecha, siguiendo su propio instinto, lo vio; inclinado contra la barandilla como si estuviera exhausto, estaba Manigoldo de Cáncer.

Sólo bastó verle, para deducir una clara intención de dejarse caer hacia adelante, hacia un segundo mar de las piedras afiladas para terminar con todo. No pensó en otra cosa más que irse hacia el frente, y evitar lo que sus ojos le mostraban.

—¡Manigoldo, no! —Catapultó a su pobre compañero hacia un lado, con una fuerza que desafió a la masa muscular de su cuerpo.

Con un sonido sordo, sus cuerpos impactaron contra los adoquines extrayendo el aire que, hasta ahora, permaneció residente en sus pulmones.

Albafica fue el primero en erguirse, y le atenazó los hombros incrustándolo al piso.

—¡¿Qué pretendes?! —le exigió una respuesta—. ¡¿Cómo puedes acabar con tu vida, sólo porque te rechacé?!

Manigoldo, sorprendido, despegó sus labios y logró formar una respuesta:

—Se me cayó… el maldito brazalete… —alcanzó a decir—. Intentaba alcanzarlo.

A medio silencio, la tranquilidad regresó. Y un suspiro abandonó los labios del santo de Piscis. Se removió a un lado, ayudándolo a levantarse.

—¿Cómo se te cayó? —le preguntó con aires de molestia todavía hormigueando sobre su mente.

—Estaba jugando con él —Sonrió de medio lado.

Mientras saltaba la baranda que tenía —antes de caer al vacío—, un pequeño borde de setenta centímetros.

Se agazapó tomando el accesorio de oro, con el escudo de cáncer en el centro, al igual que la placa en su pecho, para luego volver al punto de inicio.

—¿Y bien? —empezó, mirándole de reojo mientras cernía el objeto que desplegaba sus armas en la muñeca—. Ya me diste calabazas, ¿faltó algo más?

Ese retintín no lo había abandonado, después de todo... Seguía siendo él. Su obstinado compañero.

No quiso decir nada, más que emplear una sonrisa ígnea e irse en busca de aquel calor que había aprendido a apreciar.

Más que una segunda sorpresa, los brazos del italiano reaccionaron rápido al acobijar a ese compañero que tanto le había hechizado.

—¿Pasó algo, Alba-chan? —inquirió, sin limitarse a alejarlo.

—Sólo un poco más —pidió, y sabía que le entendería mejor que nadie. Y lo verificó cuando sus caderas fueron encarceladas por los cálidos brazos, y sintió un rostro ocultarse en la curvatura de su cuello.

Sí…, sí quiero.

—Manigoldo… —le llamó aún sin soltarlo—. Sí, sí quiero…

No le dio tiempo de reponerse del todo, separándose con brusquedad y le rodeó el cuello. No le dijo que si quería compartir un espacio de su vida con él. Si quería amoldarlo hasta que sólo lo añorara. Si quería soportar su mal léxico y su pésima personalidad… Y sí…

Respiró con más suavidad, y una sonrisa se le escapó del rostro.

—Si quiero estar contigo.

Sintió una fuerza envolvérsele el cuerpo, y lentamente fue abandonando el piso.

—Yo también —finalizó, exhibiendo su sonrisa florentina y la última brisa templada del otoño le alborotó el cabello. Le fue acercando, dejando que la lluvia de su cabello le acariciara el hombro en tanto acercaba sus labios.

Eso fue lo último que dijeron, antes de caer en el recóndito espacio de un profundo beso.

Desde ese día, supo que su historia con Manigoldo, ya había empezado desde mucho antes… Sólo que ahora, pasaron a la segunda parte… de un nuevo libro.

"Quiero estar a tu lado, hasta que nuestros errores nos alejen…"

.

.

.

[Grecia, un año después].

Todavía recordaba aquel amanecer en que su abuelo la había llevado a conocer, por primera vez, aquella célebre academia que formaba a los futuros protectores del mundo.

"Las luciérnagas que un día cegaran a la oscuridad", decía su lema.

Su acceso no había sido fácil, al principio, había creído que estaba frente a lo que pareció ser el esqueleto abandonado de una iglesia; albergando en su interior un sinfín de ecos y sombras. Al que nadie con la capacidad genuina del sentido común, se le ocurriría pasar. Y, era por eso, que era el mejor escondite.

Un miedo inminente trepó por los talones de la pequeña, tragando saliva al darse cuenta que su garganta se le había secado. Su abuelo le instó a cruzar aquella fachada con un semblante tranquilo y calculador, atravesando la inmensa grieta que abría paso al interior de la estructura donde las sombras murmuraban.

Una vez dentro, no tardó en darse cuenta que una nube de polvo se alzaba sobre sus cabezas. El viento entraba por las ventanas rotas, cantando sinfonías en partituras volteadas. Las hojas secas a sus pies parecían caminar al igual que ella, acariciando sus talones mientras la brisa lo hacía con su cabello púrpura.

Un laberinto de corredores se mostró ante ella, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas en las paredes, plataformas cerca de los pilares y puentes que sólo podían hacerte dar vueltas en círculos. El lugar perfecto para esconder algo.

Sintió la presión de su abuelo en su pequeña mano, alzando de nuevo el paso en uno de los túneles a la derecha. La penumbra arropó el conducto en donde se habían adentrando, sólo oyendo el sonido de sus pasos repiquetear en la baldosa de piedra.

Después de la aparición de dos túneles más, la pequeña pensó que eso era sólo un juego de caza al ratón, si lo consigues, claro. Pero su abuelo se detuvo en medio de la sala circular que sólo prometía más vías que la llevarían a un mismo sitio.

En el nombre de Athena, deseo pasar —dijo, en un extraño idioma que con su casto conocimiento lingüístico pudo deducir que era latín—. Caballeros del zodiaco fueron, y de las cenizas renacieron, para poner fin a la oscuridad y un sendero de paz dibujar.

Parecía una especie de cántico, pensó la niña, quien tuvo que ahorrarse sus pensamientos para cuando un halo dorado con siglas en sus bordes empezó a girar a su alrededor. Pilares de luz acompañaron ese anillo de luz, consumiendo toda la oscuridad con una ola resplandeciente que los desapareció por completo.

—Abre tus ojos, Sasha —Aquella voz, paternal, que no había estado con ella hasta que junto a otro hombre que no recordaba; la rescataron de aquel orfanato en Italia.

Si se tocaba el corazón, aún podía sentir la herida de haber dejado atrás a sus dos únicos amigos. Todavía dejaba salir lágrimas todas las noches, y con pensamientos ondeantes se preguntaba si algún día los volvería a ver.

Lentamente, abrió los ojos y un grito de impresión se haló de su garganta cuando todo su entorno fúnebre; había cambiado. Siendo atrapada bajo cielos incandescentes y un sol tenue que llovía sus rayos sobre lo que parecía una basílica excéntrica y monumental. La fachada se levantaba en más de doce pisos mientras que sobre ella se enaltecían torreones, como garras que parecían tener el ufano deseo de arañar el cielo.

Dos grandes estatuas con la figura zigzagueante de una hermosa mujer, de cabellos lacios a su espalda y con un gran báculo en su mano; daban la cálida invitación a las puertas de ese lugar. Una de las estatuas vestía una impresionante armadura labrada en oro, con alas a su espalda y un casco en su cabeza. Mientras que la segunda, sólo llevaba un vestido de pliegues anchos y tela fina, sin obviar, la bisutería del mismo metal precioso que adornaba su cuello y un escudo que reposaba cerca de sus pies. Las miradas impávidas no eran las mejores para dar una bienvenida, pero eran realmente hermosas. Incluso, teniendo el inocente pensamiento, podía conseguirle similitud con los rasgos que se tejían en su rostro.

—Te presento a la diosa Athena —Sonrió débilmente su abuelo—, ella es la diosa de la guerra. Y desde tiempos memorables, ha protegido a la tierra del mal.

—¿Qué mal, abuelo? —preguntó inocente, sosteniéndose de su mano, con un cariz tímido.

Su abuelo, con una curva cansina impuesta en sus labios, se limitó a decir algo en su idioma japonés.

—Hay cosas, Sasha, que sólo puedes darle la definición viviéndola —respondió a media voz, portando esa aura enigmática y segura—. Pronto será tu turno de hacerlo.

En ese tiempo no podía compaginar las palabras de su abuelo con la realidad que ella vivía, y más, al ver que cruzaría unas puertas que le daban grandes voto de cambiar su vida por completo.

Se aventuraron a traspasar aquellas barreras de cristal que prometían ser sólo el comienzo a la intrusión del nuevo mundo al que sería sometida. Las puertas tenían en su centro el símbolo circular que portaba el báculo de la estatua de la entrada, con un par de letras impresas en la superficie talladas en dorado. Su abuelo le había dicho que esas iniciales significaron en un pasado, la técnica más poderosa que la diosa había prohibido.

—¿Por qué? —inquirió ahora. A sabiendas que su abuelo debía leer su mirada, al visualizar el escudo frente a ella. Y más, cuando su pregunta ocultaban otras más que sometían su cabeza.

¿Por qué era prohibida? Y si era así, ¿por qué existía? Si algo existía, pero es prohibido, entonces: ¿cuál era su propósito?

—Porque era una diosa justa y, para llevar a cabo la técnica, se necesitaban tres personas con el gran título de caballero antecediendo su nombre. Hace siglos, por el mismo motivo de igualdad, los caballeros sólo podían pelear únicamente con sus manos. Muy diferente a ésta era —añadió, detenidos en la entrada que aún no activaba sus sensores para abrirse en par—. La técnica era: La exclamación de Athena. Y sólo se llegó a utilizar, cuando las pasarelas de las opciones sólo se dirigían a ella.

—AE —leyó con lentitud, dándole sentido a las iniciales. Quizá fue aquel pensamiento, que quizás al azar o su pariente de gala, el destino, supo que quisiera o no, debía conocer lo que ocultaban esas puertas.

Empezando a caminar, su abuelo notó que la sesión de preguntas había marcado su fin, y tomados de las manos, se acercaron unos pasos y las puertas como si fuera una cavidad de oro y cristal, se abrieron lentamente.

Se deslizaron por la alfombra hasta entrar en los dominios de ese corredor palaciego, adentrándose a una gran sala ovalada pintada y, sobre ella, una gran cúpula era penetrada por haces de luz que pendían desde lo alto. A sus costados, dos cascadas brotaban de una figura con la forma de una mujer con un cántaro en su hombro, perfumando el lugar de un fresco aire.

—Acuario… —murmuró Sasha, recordando el libro que había llevado en sus piernas en el avión que había cruzado la mitad del continente por ella.

—Así es, Sasha —aduló su abuelo—. En esta sala, encontrarás las doce representaciones de cada signo, desde Aries hasta Piscis —Bajó la mirada hasta ella, y le guiñó el ojo—. Están ocultas, esperando ser encontradas.

Un brillo elusivo irradió en las pupilas de Sasha, quien asintió beatíficamente. Se desplazaron sobre la losa destellante, cruzando en línea recta, encaminándose por un corredor de cuyo techo pendían varias lámparas que lloraban cristales. La vista de la pequeña seguía benévola, arrancándole con cada paso que daba, exclamaciones de asombro.

Enfilando por el pasillo, fueron escoltados por inmensos pilares que daban la abertura para ver las ciudadelas de jardines, fuentes, estanques cenagosos, patios y pinares encantados. Se veían personas estocando armas contra ellos, habían unos leyendo bajo algunos árboles que se perdían entre las colinas y otros simplemente parecían contar las aves que trasvolaban por sus párpados.

Habían estandartes de color escarlata que tenían tejido en dorado los doce signos del zodiaco, siendo aleteadas tímidamente por la brisa. Siluetas vestían uniformes acorde a la fachada que los rodeaba; unos iban con libretas en sus manos, otros con equipos electrónicos, o simplemente silbando con las manos en los bolsillos, portando armas extrañas que brillaban.

—¿Por qué existe ésta academia, abuelito Mitsumasa? —preguntó Sasha finalmente, invadida por la curiosidad—. ¿Y por qué está oculta?

Una risita suave silbó de los labios de abuelo, quien dedicó su vista a los fantasmas con rostros que entrenaban en los jardines.

—Como te dije, hace muchos años, el dios del inframundo atacaba la tierra con la sed insaciable de devorar hasta el último mar existente —empezó a contar con lentitud—. La diosa Athena fue la que le metió el busto a la vanidad de ese dios —Rió por debajito y continuó—: Tenía como fin de protegernos gracias a los santos que habían bajo su mando. Ya sean dorados, plata y bronce. —Tomó una bocanada de aire, dejando una coma en extensión para dar suspenso—. La última guerra santa, llevada a cabo hace más de cuatro siglos, fue donde finalmente el dios la muerte fue derrotado por el legendario Pegaso. Pero Sasha, el mundo no es tan sencillo por lo pintan los libros. Nuestra diosa dejó cenizas en todo el mundo, por si un nuevo enemigo volviera a intentar algo contra la humanidad. Obviamente tuvo ayuda, pero eso no es lo que importa ahora.

Sasha sonrió y se mantuvo en silencio escuchando la historia.

—Destruyendo el mal del inframundo, selló todas las fuentes de poder cósmicas junto con las armaduras que habían conformado su ejército. —proclamó con dulzura—. La balanza estaba equilibrada, pero nadie advertiría que ese mal regresara. Ya que todos sabemos que nuestras vidas se repiten constantemente

—Pero si Hades regresa… ¿cómo lucharemos si todo está sellado? —indagó, desconcertada.

—Ciertamente las probabilidades son remotas, y es por eso que se creó ésta academia. Pero, ¿sabes cuál es nuestro punto a favor? —Se inclinó hasta quedar a la altura de niña, quien negó en silencio apretando sus puñitos contra su barbilla—. Que si nosotros no tenemos el poder del cosmos, ellos tampoco tendrán el suyo.

Sasha, complacida, se limitó a preguntar.

—Entonces, ¿cómo combatiremos contra ellos si llegan a aparecer? ¿Y cómo harán sino tienen "poderes"?

—Estoy seguro que buscarán una manera, así como nosotros tenemos la nuestra. —Se tapó el labio con los dedos—. Lo que verás aquí hoy, será un secreto para muchos. Y tanto tú como tu hermana Saori, estarán encargadas de llevar en sus manos el destino de la tierra, a base de nuestro poder actual.

—¿Actual… ? —Los ojos se le entonaron, sintió que estaba en una de esas atracciones del parque de diversiones, girando en un mismo sitio sin control.

—Ya lo sabrás —afirmó finalmente. Se detuvieron frente a unas inmensas puertas de color roble con el mismo símbolo tallado en medio—. Saori ya conoció a la división dorada que cuidará de ella. Hoy, conocerás a la tuya: Los doce caballeros que te protegerán y te acompañarán a partir de ahora.

Notas finales:

Un fic que fue inspirado en "Curiosidades del internet", pero esta vez entraremos un poco más en trama en cuestión a la organización a la que trabajan. Estarán las dos generaciones mezcladas (clásico y TLC), y menciones de otras multiparejas. Dependiendo de las otras historias que llevo en emisión, iré actualizado donde explicaré cómo se relacionan todo y sus trabajos llevados a la adaptación de sus habilidades con este mundo alterno (pero mucho más avanzado). Parte de la pelea de Albafica fue una idea tomada de mi amada Sarah :3, crédito a sus ideas.

Pero poco a poco ya que tengo otro fic en emisión. Publiqué este, para que enamore al público y los torture con la espera(¿?) Ok, no jaja mis lectores ya son inmunes a eso x'D.

¡Sin más, hasta la próxima!


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