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La Foule por fatfancyunhappycat

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Notas del capitulo:

Me aburrí y aprovechando que volvía al fandom de Hetalia, escribí esto :B aguante el FrUk, bye

Él nunca había sido fanático del turismo. Tenía una vida atareada, un trabajo bastante sacrificado al que le dedicaba todo su tiempo.  Arthur es el aburrimiento hecho persona.

Ahora gruñía con el ceño fruncido y los brazos cruzados en el aeropuerto, a la edad de los 28 ya era todo un viejo cascarrabias y cada uno de sus amigos podían afirmar esto. Él definitivamente no pintaba con aquel lugar. Tantas personas felices, gente que se reencontraba con familiares o que se despedían de estos con extremo sentimentalismo...

Y el inglés ahí, con su cara de culo para deleitarnos. Desentonando por completo en el ambiente. 

Aun se preguntaba cómo demonios su amigo Kiku lo llegó a convencer, se preguntaba también cómo fue posible que no se hubiese acobardado antes de abordar el avión de Londres a Marsella. El asiático tenía un gran talento con el arte de convencer, sin duda alguna, al menos eso era algo que podía atribuirle con aspecto positivo en lo que sería del viaje.  

Decía su amigo (Kiku) que vivía estresado y que un viaje ayudaría a que despejara su mente y se liberara de tensiones. Él negaba, eso del estrés era una gran mentira que ahora todos se proponían para tener la excusa de no trabajar. 

Sus manos se sentían extrañas bajo la ausencia de su maletín hecho con cuero, su cuerpo en general se sentía extraño. Pues echaba de menos su terno con pantalón semi-ceñido de color marrón oscuro, su camisa blanca y toda su colección de corbatas. Ahora calzaba sandalias muy básicas, vestía extraños pantalones cortos (hasta la rodilla exactamente) sueltos y una camiseta de los Sex Pistols, banda que amó durante su juventud y que aún seguía alabando... aunque en secreto, claro... Un banquero no podía dar esa imagen. Siempre aburrido, siempre sin vida, siempre sin colores.  

Su apariencia física ahora mismo era todo lo contrario a lo que era su estado natural o por así decirlo. 

Kiku no hacía mucho por ocultar lo gracioso que le parecía el gran cambio. Te ves diferente, Arthur-san. Dios, ¡por supuesto que se veía diferente y era culpa de ese... ese... uhg! No se atrevía a insultarlo porque siempre habían tenido una amistad llena de respeto, pero confianza sin caer en los insultos pues a ninguno de los dos le gustaba. El pobre rubio hacía un berrinche mientras esperaba que su amigo terminase los trámites necesarios o, simplemente, de tomar fotos.  

Finalmente, cuando terminaron, se apresuraron a salir y ver, dar una vuelta por la ciudad. Kiku hablaba emocionado de lo hermosa que era la vista al mar, de lo clara que se veía el agua y blanca la arena en las imágenes de los folletos. Hablaba de lo muy impaciente que estaba por verlo con sus propios ojos y de lo genial que se verían las fotos que tomaría para su blog. Mientras, Arthur solo asentía amablemente por no ser grosero y arruinarle el viaje al japonés, después de todo, el otro no tenía la culpa de que su amigo el banquero fuera un amargado. 

Más temprano que tarde, nuestro pequeño gruñón terminó por quedar embelesado por el paisaje puro, claro, acogedor y con aire festivo. Había leído hace mucho tiempo que habían provincias en Francia que inspiraban amor así como inspiraba devoción una mujer hermosa, así como inspiraba ternura el florecimiento de alguna flor y ahora lo confirmaba. No iba a darle el  gusto a Kiku, pero tenía razón. El viaje le estaba haciendo bien porque fue capaz de no pensar en lo que estaría haciendo su suplente allá en las calles sombrías de Londres. 

Es gracioso pues había pasado del típico comportamiento berrinchudo a tener la misma fascinación que su acompañante por la ciudad. Se animó incluso a tomar fotos con su celular. 

Pasadas unas dos horas, luego de caminar y caminar hasta el cansancio y hambre, decidieron descansar y hablar de lo mucho que disfrutaban el viaje. 

Oh, qué bello lugar, qué bella gente. Mientras disfrutaban de un café helado y pastelillos finos (los cuales fueron fotografiados antes de ser digeridos, por supuesto), escuchaban niños, niñas y público en general correr hacia un mismo destino. Su curiosidad, la misma que había olvidado unos años atrás, renació como niño en jueguetería y salió a flote. 

¿Podemos ir a ver? 

Kiku se sorprendió, pero no se negó. Estaban ahí exclusivamente por el bien de su amigo y si quería ir a ver qué acontecía en aquella plaza pues... irían, claro que sí. 

Pagaron la cuenta, se prepararon y se unieron a la gran peregrinación al dichoso lugar. 

Era una plaza, una plaza pequeña pero hermosa. Quizá era hermosa por ser pequeña, bien decían que lo bueno venía en envase pequeño. Tenía detalles en cada parte, una pileta al centro, guirnaldas que partían de la punta de dicha hasta los puntos más altos de los edificios coloniales rodeando la plaza y que adornaban el cielo de colores. Música alegre, varias personas y ambiente alegre. 

Ni bien entraron, inmediatamente se volvieron parte del gentío, el cual bailaba y los empujaba suavemente al ritmo de un vals hermoso.  

Finalmente, se separaron. 

Arthur lo buscó con la mirada, no desesperado, tan solo un poco incómodo por tener que compartir tanto espacio personal con otros. No lo encontraba, no lo encontraba. 

Lo que dio con sus ojos, en cambio, fueron un par de orbes azules que lo hicieron salir de su mundo. 

Ahí estaba él... el mejor recuerdo que aún permanecía enrojeciendo sus mejillas luego de dos meses desde su viaje. Ahí estaba... el amor. 

Nuevamente se olvidó de muchas cosas, como buscar a Kiku, como salir de ahí. Cuando sus miradas se cruzaron fue para no volver a separarse nunca más. Sus ojos lo embriagaron junto con la música. Todo y cada uno de los presentes perdió el color y lo único que veía era a un hombre de su tamaño (un poco más alto, solo un poco), cabello largo y rubio claro recogido en una coleta, nariz respingada y barba estilizada. Vestía un terno blanco con una camisa azul como el mar de las costas en La Marsella.  

El gentío, poco a poco fue uniéndolos y claro, ninguno de los dos puso objeción. Era algo recíproco, algo que solo veías en una película romántica. No necesitaban siquiera entenderse, no necesitaban siquiera hablar el mismo idioma. No necesitaban nada. La manera en la que se miraban lo explicaba todo: se deseaban. Se deseaban como las plantas el agua, como el Sol deseaba la Luna. Como un amante deseaba a otro amante. 

Cada vez más se iban acercando, sin quitarse los ojos de encima. Ansiosos porque sabían perfectamente cómo terminaría todo si seguían a ese paso, ansiosos porque, reitero, se deseaban. 

La felicidad de los demás, de los presentes,  la sentía; pero la ignoraba. Bailaban y los empujaban, cada vez más cerca, cada vez más. Hacía lo imposible por no desviarse, por no abandonarlo porque algo le decía que el otro tampoco lo quería lejos. 

En un movimiento brusco, sin anestesia para la acongojada alma del pobre Arthur y  la del lugareño, terminan juntos. Arthur apoya su brazo derecho en el hombro del otro, inmediatamente se disculpa con el rostro enrojecido... para su sorpresa, el rostro del francés enrojecido también, hace un gesto de restarle importancia. 

El destino estaba a su favor: la canción cambia y como ven los dos que el género es lo de menos, en perfecto francés, el lugareño pide que le concedan una pieza. No hay respuesta negativa. Lo toman por la cintura y el responde sobresaltándose. Es raro, pero ya había accedido y no podía irse para atrás a esas alturas... muy aparte no se quejaba del todo. Todo aquello era raro, rarísimo, y sin embargo le encantaba.  

El posiciona sus brazos en los hombros del otro, sus dedos caen y cosquillean en la nuca de su ahora pareja de baile que, al igual que él, se veía tímido con cada movimiento. No les tomó mucho esto pues fue superando la incomodidad con los segundos. Y es así como Arthur iba enamorándose sin siquiera conocerlo, era amor a primera vista, amor bajo la condición de una primera pieza. 

Bailaron hasta saciarse, hasta que la música cambió el tono sutilmente. 

El francés, ahora con una sonrisa capaz de derretir el mismo sol, lo tomó de la barbilla y regaló un dulce e inocente beso. No lo puede empujar, no lo quiere empujar aunque esté atónito. 

Da un trago y se cubre la boca una vez que es libre. 

-¿Cómo te llamas? -fue lo único que pudo decir. 

-Francis, Francis Bonnefoy. 

-Señor Bonnefoy, ¿algún día lo volveré a ver?

-Puede ser. -y sonrió de nuevo, ablandando el corazón del británico. 

Sintió algo moverse y, lo que el gentío le dio con su baile, se lo arrebató con el mismo. No, no, no. Se iba, el señor francés se iba y no tenía más información de él. El gentío se llevó al señor Bonnefoy y con él, el corazón de Arthur.

Oh, qué crueldad aquella, qué falta de sensibilidad. Mundo malvado y descorazonado, seguro envidiaba el corazón de Arthur y por eso ahora mismo se lo había robado.

No se recuperaba por completo, no aún, se movió desesperado para buscarlo sin éxito. 

Nada, absolutamente nada. 

Terminó saliendo del tumulto, decepcionado. Rara vez sentía algo así, rara vez se enamoraba de esa manera... a lo mejor por ello permanecía soltero.

Kiku dio con él y pidió salir lo más rápido posible antes de perderlo de nuevo y salieron, dando con la misma avenida por la que llegaron... pero... por alguna razón, para Arthur, se veía mil veces más hermosa, más brillante. 

Se metió las manos en los bolsillos y suspiró. 

Oh, dio con algo nuevo dentro del bolsillo derecho. Era una hoja mal doblada: un número. 

Un número con la firma de Francis Bonnefoy. Sonrió. 

Y sí, tenía razón con eso de que el mundo descorazonado le había quitado el corazón por celos, pero ahora sabía que la misión de recuperarlo iba a ser mil veces más fácil. 

 

 

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