Antes de su llegada su vida carecía de sentido: era monótona y predecible; con un esposo huraño que se esforzaba por ignorarla y una hijita con rostro desfigurado que prefería la compañía de un bufón retrasado a la suya.
Antes de su llegada sus noches carecían de calor: eran frías y solitarias; plagadas de pesadillas y de llantos de niños que sus brazos jamás habían llegado a arrullar.
Antes de su llegada odiaba toda muestra de color: el azul profundo que se extendía por el cielo, el amarillo cálido que despertaba en el horizonte, el gris opaco que cubría aquella estéril tierra; pero sobre todo, el rojo. Aquel rojo sinuoso que tantas veces había manchado su lecho, anunciándole mientras se derramaba prematuramente por sus pálidas piernas que otro hijo había muerto.
Ahora, sin embargo, aquel color intenso le resultaba fascinante. Le gustaba el ímpetu que transmitía, la energía que emanaba. En una ocasión, pensó incluso en vestirse toda ella de rojo, imitarla, dejar de ser aquel desvaído ser en el que se había convertido y brillar con su misma fuerza; pero al ver su reflejo en el espejo comprendió que no era el color lo que le gustaba, lo que la atraía cual polilla a las llamas.
Era ella.
Ella, con su rostro de corazón enmarcado por aquellos largos cabellos de seda que se derramaban como un río de cobre por su espalda. Ella, con sus suaves labios carmesí y sus dientes de plata. Ella, con sus intensos ojos escarlata, ardiendo como dos bolas de fuego.
Sin esperarlo, Lady Melisandre y su calor habían impregnado su vida de aquel mágico color. Sus palabras, sus miradas y sus caricias habían despertado en su cuerpo sensaciones que Selyse nunca había experimentado. Era abrumadora la facilidad con la que el simple toque de sus manos la hacían estremecerse; la naturalidad con la que nacía el cosquilleo que sentía desatarse por su piel ante la proximidad de sus labios; el ardor que sus brillantes ojos le transmitían cada vez que la observaban y la traspasaban.
Melisandre, tras su llegada, había dado un nuevo significado a su descolorida existencia.
No era al Señor de la Luz a quien ella, la reina, veneraba. Era a su sacerdotisa roja.
La mujer que era luz y de quien ella se había transformado en sombra.
La mujer que olía a hojas ardiendo, a cítricos y exudaba sexo.
La mujer que le había enseñado a abrazar nuevamente la vida, que la tomaba y la hacía derretir de pasión llevándola hasta límites que Selyse jamás creyó alcanzar.
La mujer que cada noche, cuando la oscuridad lo cubría todo, la envolvía en su rojo fulgor y la invitaba a fundirse con su cuerpo; a danzar al compás de sus labios, sus manos y su sexo.
La mujer que la rodeaba con sus brazos en un abrazo enardecido y la hacía gemir y arder con su fuego.
La mujer por quien su vida dejó de ser una larga noche plagada de horrores.