Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

La miserable compañía del amor. por CieloCaido

[Reviews - 105]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

 Ojala les guste mi pedacito de melancolía implantada en este nuevo proyecto.

La página en facebook de esta historia: La miserable compañía del amor.

Advertencia: Esta es una historia sencilla. Sin grandes melodramas. Sin grandes personajes. Sin tanto trabalenguas. Simple. Como una hoja blanca. Si os gustan este tipo de historias, entonces, adelante… 

Notas del capitulo:

Advertencia: Esta es una historia sencilla. Sin grandes melodramas. Sin grandes personajes. Sin tanto trabalenguas. Simple. Como una hoja blanca. Si os gustan este tipo de historias, entonces, adelante...

 PARTE I


"Donde las manos ya no te persiguen, apareces..."


Rafael Cadenas


___________


Capítulo 1: Luzbel.


Desde que era un niño, mis padres se propusieron hacer de mí un hijo prodigio, es decir, alguien muy inteligente. Nunca lo vi como algo malo porque siempre había sido así, de modo que me esforcé en llenar todas sus expectativas. No tenía permitido fracasar, debía triunfar en cada cosa que ellos me propusieran: un genio en las computadoras, manejar varios idiomas, comprender las matemáticas... En fin, para tener solo siete años ya sabía muchas cosas. Y fui creciendo bajo ese dictamen sin derecho a replicar nada. 


Y como no tenía derecho a replicar, me tragaba todas mis frustraciones, temiendo fracasar y convertirme en un bueno para nada. Con los años, ese miedo fue creciendo más y más hasta volverse como un amigo que se sentaba a mi lado con frecuencia. Lo ignoraba la mayor parte del tiempo, enfocándome en enorgullecer a mis padres. 


Cuando me gradué siendo bastante joven, me encontré con la horrible situación de tomar una ruta. A mi tierna edad, no sabía qué estudiar, qué hacer con mi vida. Mi padre, como buen cabecilla que era, desaprobaba mi indecisión. Mi falta de personalidad. Así que escogió por mí la carrera que debía seguir por todos esos años. Y yo, como buen hijo que era, que no fracasaba, y mucho menos desilusionaba a sus padres, decidí seguir el camino que él me imponía. 


Y acepté estudiar medicina... 


Al principio, fue horrible. Comprendí que no era lo mismo ir a al bachillerato que ir a la universidad.  No terminaba de encajar. Pero aprendí, a base de ensayo y error, que la medicina era una carrera hermosa. Se trataba de pelear contra la muerte, de salvar vidas. Y la atesoré dentro de mi pecho, poniendo todo mi entusiasmo en superar cada obstáculo que se me presentaba. 


Hasta que el obstáculo vino en forma de paciente. Y el paciente se moría en mis manos. Y se suponía que yo debía salvarlo, era doctor, maldición. Una persona no pone su vida en tus manos si no está seguro de que puedes hacerlo. Y yo debía hacerlo, tenía que hacerlo, sin embargo, no pude. Me sudaron las axilas, me tembló el corazón y me paralizó el miedo. 


¡Lo perdemos doctor! —mi colega me avisó sobre el inminente final. 


Si pudiera regresar justo a ese momento, me hubiese gustado advertirle a mi yo del pasado que no aceptara semejante responsabilidad. Me hubiese gustado decirle lo que iba a pasar. Avisarle que ser médico no significa ser Dios, y que la muerte se presenta en cada esquina. 


Pero no era posible, de modo que avancé hasta perderlo todo. Una sofocante sensación me quebró el pecho: arrepentimiento. 


Yo había fracasado y aquello era un golpe difícil de digerir. ¿Cómo enfrentar a los padres de un paciente muerto? ¿Cómo lidiar con mis padres decepcionados? ¿Cómo vivir a partir de entonces, con un muerto sobre mis hombros? 


Lo sé, no se puede salvar a todo el mundo y un paciente muerto es solo el primero en una larga lista de inminentes fracasos que conllevan al éxito. Dicen que uno debe hacer una y otra vez una cosa para aprender a hacerla bien. Pero esa es una teoría puesta en práctica en otros ambientes como la contabilidad o la docencia. En medicina resultaba horrible porque un mal paso significaba un paciente muerto y resultas ser un asesino a los ojos ajenos. Y «Matar» es un verbo que considero especialmente agresivo. 


No quería matar a nadie, yo quería salvar. Creí que podía hacerlo... Y si no podía con ello, ¿Para qué seguir allí? 


La vida perdió sentido. El dolor se volvió inaguantable. Aferrado a mi cobardía, decidí huir; de mis padres, del hospital, de mi vida... del Dr. Franco Teruel...


Huí de quien decía ser. 


Esa noche, entre ríos de lágrimas saladas y amargas, con la tristeza rompiéndome por dentro al ser cociente de mi debilidad,  agarré mis pertenencias y las metí en un morral viejo. Tomé mis ahorros y me fui de casa. Me marché con mi maltrecho espíritu y decidí remendarlo lejos de allí. Donde nadie me conociese.


Y mientras huía, tuve la esperanza de levantarme un día y ver que todo era una pesadilla. No sucedió, por supuesto. Los fantasmas de mi pasado no desaparecieron, sino que me siguieron a cada ciudad donde iba. Se acostaban conmigo en la cama, me visitaban en sueños, me levantaba con ellos. Como un masoquista, revivía lo sucedido una y otra vez, siempre pensando en las cosas que pude haber hecho y no hice, añorando diferentes desenlaces.


Solo un necio se preocupa de lo que no puede controlar, decía mi abuela. Y yo era muy necio. 


De ciudad en ciudad, aprendí a vivir con la sensación de miedo e impotencia y me convertí en lo que tanto temí: un fracasado. 


—Franco, cariño. Un niño vomitó en los baños —una voz femenina me sacó de mis recuerdos. Dejé de cambiar el bombillo y la miré—. Por favor, ve y limpia aquel desastre antes de que alguien se caiga. 


—En seguida voy —dije mientras bajaba las escaleras y conducía mi cuerpo hacía el baño de niños. 


Ese era el nuevo yo; un bedel al que pagaban por trapear el piso de una escuela. Pasé de ser un prestigioso doctor a un bedel sin clase. No me sentía orgulloso de lo que me había convertido, pero allí ya no había nadie a quien decepcionar. 


Para entonces, habían pasado tres años desde el accidente. Tres dolorosos y largos años. Puede parecer mucho tiempo para cualquiera, para mí era como si hubiese sucedido ayer. Nunca es suficiente tiempo transcurrido cuando llevas a cuesta una herida que siempre sangra. 


Me dirigí con pasos tranquilos hacia el baño de niños, era lo último que iba a hacer en el día ya que mi turno estaba por terminar. La primera vez que había llegado a ese sitio, recomendado por un conocido, la gente no me miraba con tan buenos ojos; era atractivo y joven, parecía alguien que debía de estar en una oficina dando ordenes y no alguien que pudiese hacer el papel de un bedel. 


Mis palmas se llenaron de cayos de tanto trapear el piso, adquiriendo dureza... Mis manos, antes suaves y agiles, se volvieron ásperas y rudas. A veces observaba su metamorfosis y no me importaba que se desgarrasen como garras porque al fin y al cabo, no existía nadie a quien regalar caricias. Nadie a quien yo pudiese permitírselo. 


Al finalizar mi turno, decidí irme. Tomando mi moto ruidosa en aquel día gris y frío que no daba tregua, me dirigí a la cita que tenía con el dueño de una residencia. 


La elegancia con la vivía antes también desapareció. Ya no había suaves sabanas caras, sino sabanas delgadas. Tampoco humeantes comidas recién hechas. A veces solo me conformaba con una lata de sopa que pudiese comprar en el supermercado. Ese lujo se terminó, y me tocaba conformarme con lo que encontrase. Vivir en una residencia barata formaba parte de eso. 


Como pretendía alejarme de mi vida anterior, iba a diferentes lugares, sin preocuparme por echar raíces. Lo único que necesitaba era pasar la noche en una cama. Sin embargo, era una vida un poco cara. Debía establecerme en un sitio para conservar el empleo y por eso me dirigía en silencio al nuevo sitio donde pensaba quedarme. 


Me detuve frente a la fachada de la casa que yo creía como la indicada. La observé largo rato; parecía un poco vieja y descuidada, el jardín era un montón de mala hierba y la puerta principal tenía pintura cuarteada. Aparqué con un suspiro y toqué la puerta con moderada educación, quería dar una buena impresión para que me rentaran el lugar, ¿La razón? Estaba más que claro: no tenía a donde ir.


—Ya voy —escuché que dijeron del otro lado de la puerta. Era una voz cantarina y clara como el agua—. Disculpa, es que estoy lavando —quien me abría la puerta era un chico joven y rubio. Muy risueño por lo que parecía. Se veía despreocupado y una sutil sonrisa decoraba su cara—. Pasa, pasa. Me llamo Luzbel.


—Franco Teruel — dije entrando al modesto lugar, contemplándolo con curiosidad; el televisor se encontraba en la sala, acompañado por un único sofá. El piso no tenía alfombra y estaba hecho de un único tono verde oscuro. Había un pequeño estante lleno de libros desordenados, tantos que ya no cabían en él. Casi metidos a la fuerza en el pequeño espacio. No había fotos, solo pinturas adornando la pared, y una ventana, decorada por una cortina bonita y sencilla, permitía visualizar la casa de al lado.


—¿Y bien, qué te parece?


—Aun no he visto el cuarto —comenté taciturno. Eso era lo más importante; conocer donde iba a dormir. Lo demás no me interesaba mucho.


—Es cierto —asintió sin dejar de sonreír. 


Me di la tarea de detallarlo, admirando cosas que antes no había visto. Tenía una cara afilada con rasgos suaves y masculinos. Cabello rubio claro. Ojos marrón suave, casi amarillos. Casi dorados. Poseía un aire tan tranquilo como su voz, despreocupado, con un cuerpo menudo cubierto por una sencilla camiseta blanca y pantalones gastados y rotos. Le calculaba veintidós años como mucho. 


Él me guió hasta la habitación. Iba descalzo, de modo que los únicos pasos que resonaron fueron los míos. El continuó tac-tac de la suela del zapato impactar contra la superficie dura, me produjo jaqueca. Hice una mueca de disgusto pero la disfracé en cuando él se giró hacía mi para mostrarme el cuarto que rentaba.


—La habitación es para ti solo. Si quieres traer a alguien para pasar un rato, está bien. Esas cosas no me importan mucho mientras no se queden para siempre. La ropa puedes lavarla aquí, tengo una lavadora. Es vieja, pero lava bien, así no gastas dinero en lavandería. También puedes cocinar, no tengo rollo en compartir la comida, pero eso sí, tienes que también traer abasto a la casa, ¿Comprendes?


Asentí impresionado por todas las libertades que me daba.


—Entonces, ¿Cuánto es la renta? —inquirí, ladeando la cabeza como un cachorro. 


 Pareció meditarlo un momento. Se cruzó de brazos, miró el suelo, siguió pensando. Luego me miró a mí, fijamente, sin pestañear siquiera. Y sus ojos me resultaron tan claros como un lago, transparentes y profundos. Intimidantes. Casi podía verme en ellos y no me gustaba.


—Normalmente cobro mil trescientos, pero a ti te lo dejaré en novecientos —asentí aliviado—. Bueno, te dejaré solo para que desempaques —caminó fuera del cuarto. Antes de salir se detuvo y me miró nuevamente, esta vez exhibía una sonrisa divertida—. Por cierto, en las noches nunca estoy aquí, así que te toca cuidar de la casa.


—¿Eh?


—Soy prostituto y los prostitutos trabajamos de noche —explicó como si hablara con un niño particularmente estúpido—. Si no te molesta compartir la casa con un puto, puedes quedarte. Pero si te molesta, me temo que no podremos convivir bien.


—No me molesta —respondí un tanto sorprendido por la revelación. 


La verdad  no me importaba en qué trabajara mientras no me molestara. No era necesario que fuera tan sincero sobre su "especialidad". No obstante, aquello sólo era una de sus muchas cualidades y defectos.


—Que bueno. Soy prostituto. No de los que se venden a las viejas, sino que me abro de piernas a los hombres. 


"¡Es homosexual!" pensé sorprendido y casi aterrado


—Así que bueno, no vayas a andar en cueros por allí porque podría lanzarme sobre ti —carcajeó divertido por la expresión de terror en mi cara—. Tranquilo, hombre. Era una broma. Dentro de mi política no está tener relaciones con mi compañero de casa, pero si quieres y tienes plata,  puedo abrirme de piernas cuando quieras. Soy de esos que dan su cuerpo a quien quiera pagar por el. —me guiñó el ojo, medio en serio, medio en broma. 


Decir que me quedé petrificado era poco. Estaba algo más que horrorizado. Salió del cuarto riéndose por lo bajo, así que tomé aquello como una broma. Lo cierto era que ese chico me resultó curioso, más de lo que imaginaba. Llamaba mi atención de la misma forma que lo hacia la luz de una vela moribunda en medio de un cuarto oscuro.


¿Qué podría contarles de él? Puedo decirles que era pálido, casi como si nunca tomase el sol. Como si estuviera enfermo. Les diría que cuando me recibió ese día en su casa estaba descalzo y movía los dedos sin darse cuenta. Tenía una boca que sonreía con mucha frecuencia y sus labios estaban en perfecta sincronización con su rostro, ni muy finos ni muy gruesos, casi rojos, como si hubiese mordido un fruto jugoso. Su nariz era un tobogán perfecto donde los dedos podían deslizarse sin mayor inconveniente. Y sus ojos... Sus ojos eran profundos. Tenían el color del whisky, y aun así eran tan profundos como un pozo a media noche. Nunca podrían entender la intensidad con la que su mirada dejaba expuesta mi alma. Les diría que era prostituto y no le daba pena decirlo. Pero sobretodo les diría que era tremendamente sincero. Sí, pero también cruel. De eso, por supuesto, no lo sabía en aquel entonces, ese rasgo lo conocería más adelante. No era como si torturase a la gente con látigos o lastimara animales por placer, no. Él era tan sincero que esa sinceridad lo hacia cruel.


Y ambos, su vida y la mía, era tan miserable que me arrepentiría de haber ido a aquel lugar. Pero claro, eso también lo conocería más adelante, cuando ya estuviera tan perdidamente enamorado de él que me olvidaría que yo solo era un bedel que trapeaba el piso de una escuela.


 

Notas finales:

Como lo dije antes: nada fuera de lo normal.

Gracias por haber leído.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).