Era agradable salir del elevador y que las luces del pasillo siguieran encendidas, tal como estaban cuando se había ido y del mismo modo en que permanecerían, incluso si la madrugada llegaba y él recién decidiera (la mayor parte del tiempo contra esos viejos impulsos de adolescente) que era una hora poco aceptable pero necesaria para ir a dormir.
También le gustaba entrar a su apartamento y no ser capaz de ver ni escuchar absolutamente nada; le aliviaría más enterarse de la presencia de un ladrón en su casa que, por decir algo, la de su madre, sentada en el living, de brazos y piernas cruzadas, ceño fruncido, y una reserva de argumentos tan acertados y castrantes que le dejaban siquiera la posibilidad de rodar los ojos sin provocarle gritar más fuerte (a veces) o hacerla llorar por la próxima hora (otras tantas, y muchas de esas no sabía si lloraba de dolor o de rabia; ah, no de hecho eran ambas).
Cada fin de semana, contadas veces durante días laborales y escolares, y la mayoría de las ocasiones especiales que su familia por cierto celebraba reunida; la luna difuminaba las noches que habían creído pertenecerles hasta convertirlas en un instante de murmullos encerrados, sombras que observaban y lágrimas que buscaban a Eco.
Ella se quejaba, lo recriminaba y enfatizaba. Él no decía nada, y cuando finalmente lo hacía, su voz rompía los murmullos, y su madre lloraba, hacía preguntas a sólo-ella-sabía-quien, y finalmente, se culpaba.
Y a Ritsu le fastidiaba tener que soportar esas fases, esas preguntas; la odiaba cada vez que se detenía a buscar al pequeño Ritsu, a su pequeño bebé, como si por fusión del cosmos y de sus propias lágrimas ese niño de ojos grandes y sonrisa inocente fuese a salir desde atrás del sillón, de entre las penumbras, como si fuera a correr hasta ella, a abrazarla, a pedirle perdón, a decirle que nunca lo volvería a hacer, que había estado confundido pero ella, finalmente, había logrado hacerle ver cuán equivocado estaba. Como si ella fuese a devolverle el abrazo, hacerle compañía antes de dormir y decirle, una vez más, cuánto lo amaba; como si pudiera decirle que lo conocía y que siempre quiso lo mejor para él.
Probablemente lo más triste de todo eso, era que su madre no soportó mucho antes de rendirse y dejar de esperar al pequeño Ritsu. Al pequeño Oda que había conocido sin darse cuenta.
Una melodía escapó de sus labios y recorrió el pasillo hasta chocar con la pared y rebotar con la alfombra, Sonrió un poco: se sentía cómodo y en casa, y solo, y a salvo, refugiado del ruido, las miradas, las luces. Buscó el esponjoso llavero escondido en su mariconera, y apartando mil y uno de los pequeños objetos de los que ahí llevaba, escuchó las puertas del elevador abrirse a un costado.
— Buenas noches. - Saludó el hombre alto y de cabellos oscuros, inclinando levemente su cabeza en señal de saludo.
Él no reaccionó al instante, sólo se quedó ahí, viendo al hombre de tez pálida, manos grandes, dedos alargados, complexión delgada, cabello lacio cuidado, y ropa bonita; aun cuando entendía que el otro había dejado de verle rápidamente. ¿Mejor para él, no?- Sí, son buenas noches.
Alcanzó a distinguir la intensidad del brillo en sus ojos, marrones tirando al dorado, por la apertura de la puerta antes de que el otro la cerrara lentamente. Cuando finalmente se cerró, Ritsu sonrió porque entendió que, aunque no tan descaradamente como él mismo había hecho, ese hombre se había detenido a observarle desde la puntas de sus cabellos hasta el inicio de la suela de sus zapatos.
Abrió la puerta de su departamento, permitiendo que la oscuridad lo devorara por completo, y el silencio tranquilizara a una vieja conocida arritmia que, sin siquiera ser consciente de ello, había terminado apoderándose de él. Se desvistió sin encender las luces, y sin llegar a su habitación, sus zapatos y la ropa abandonados en el genkan, su ropa interior en el sofá de la sala; una botella de agua junto a varios brazaletes y cadenas. Una puerta cerrada, y el sonido del agua corriendo.
Quién hubiera dicho que su vecino era tan apuesto.