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La Joya de la Corona (Riren/Ereri) por Tesschan

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Notas del capitulo:

Descargo: Shingeki no Kyojin y sus personajes le pertenecen a Hajime Isayama, yo solo los he tomado prestados para esta historia.

PRÓLOGO:

LEYENDA

 

Y antes de que la ciencia hubiese destruido la leyenda, la leyenda devoraría la ciencia y todo lo demás.

(Richard Matheson, Soy Leyenda)

 

 

 

Hace mucho, mucho tiempo atrás, cuando el hombre era menos arrogante y mucho más sabio que ahora, antes de que el mundo empezara a cambiar y la magia comenzara a olvidarse, existía una fuerza vital que otorgaba libremente su poder y el conocimiento necesario para utilizarla a quien la desease y tuviera la habilidad de manipularla.

Era una fuerza enorme, todopoderosa; una energía pulsante y bullente capaz de conceder prosperidad y existencia o provocar la destrucción de la misma. Un ser incorpóreo que observaba, cual simple espectador, y esperaba con impersonal curiosidad la transformación o el desenlace de este mundo.

Aquella fuerza era vida y muerte en sí misma; era el motor del universo. Aquel ser era, simplemente, magia.

Toda la magia del mundo, necesaria para su creación y existencia, provenía de esa fuente que, sin ser buena o mala, sencillamente existía. Ella presenció el nacimiento del ser humano y con él, el cambio de la vida.

En un principio la Fuerza solo se limitó a vagar y a observar; a contemplarlo todo sin ser realmente partícipe de ello; una mera existencia, ni cruel ni benevolente, que no deseaba hacer daño pero tampoco ser de verdadera ayuda. No obstante, poco a poco, esta comenzó a sentir curiosidad por el hombre, tan débil y efímero y, durante siglos y a través de años de vigilancia, aprendió de ellos lo que era la gloriosa vida y el oscuro terror que estos parecían sentir hacia la muerte. Descubrió la plácida calidez que desprendían el amor, la gratitud, la amistad y la confianza, y también se vio sumergida en la violenta vorágine del intenso odio y la ambición desbordada. Vio morir hombres a manos de otros hombres y vio nacer vida a través de estos mismos. Y, por primera vez, ella deseó ser parte de algo, crear algo. Quiso pertenecerles a ellos.

Y fue así como nacieron sus hijos, los magos. Seres capaces de sentirla y comprenderla; hombres con la habilidad suficiente para canalizar su energía y transformarla en algo maravilloso. Porque la Fuerza había aprendido a amar a los frágiles humanos, y deseaba verlos felices; ansiaba desterrar el dolor y la tristeza de sus vidas.

En un comienzo sus esperanzas se vieron cumplidas. Observó al mundo cambiar y mejorar gracias a sus hijos; como madre, se sintió orgullosa de sus logros y, a medida que más y más de ellos iban naciendo, al tiempo que los veía crecer y hacerse importantes y necesarios, creyó que su existencia era plena, que estaba haciendo lo correcto. Ellos eran su regalo de amor a la humanidad.

Pero, con lo que la Fuerza no contaba, fue con lo fácil que el poder corrompe al ser humano, lo débiles que estos podían llegar a ser ante la tentación de dominar a otros y tenerlo todo bajo su control. Tras siglos de observación, la Fuerza aprendió a conocer al hombre y sabía que este era codicioso y despiadado; siempre ansiando más, siempre necesitando más; capaz de destruir a su paso a todo aquel que se interpusiese entre él y sus sueños… Pero ella lo había olvidado. Cegada por su amor, por su orgullo, no se dio cuenta, hasta muy tarde, que sus propios hijos, los magos, eran seres humanos también y que, como tales, eran proclives a los mismos terribles defectos. Y serían ellos quienes acabarían por destruir el mundo. Y por destruirla a ella…

Y fue de ese modo como, poco a poco, la energía que alimentaba al etéreo ser se fue agotando. Primero casi de forma imperceptible, solo como pequeñas gotitas que escaparan de sus hilos y se perdieran lánguidamente en la inmensidad del océano de la vida; un hilillo tras otro que se ataba al destino de sus hijos y la aletargaba, encadenándola a sus sueños egoístas. Pero luego, comenzaron las guerras, y con ellas su desgaste; porque a estos una pequeña parte de su poder ya no les bastaba, ellos necesitaban cada vez más y más y, antes de darse cuenta de lo que ocurría en realidad, la minaron tanto, la vaciaron tanto, la energía que le quedó fue tan nimia, que ya no podía regenerarse ni reconocerse. La Fuerza dejó de ser un ser libre para convertirse en una esclava a punto de desaparecer para siempre.

El hombre era, sin duda, un ser cruel. Y sus hijos, amados y añorados, se convirtieron en su peor castigo.

Pero así como el desprecio hacia aquellas criaturas que una vez amó comenzaba a tornarse en odio, una parte de ella no podía dejar de recordar todas esas cosas que la fascinaron durante su silenciosa e invisible estancia por la tierra: la inocente risa de los niños, el amoroso arrullo de una madre a su hijo, la mano tendida hacia un enemigo para prestarle ayuda simplemente por piedad…

El mundo era un lugar horroroso y los hombres seres egoístas y despiadados, pero también amaban y, quizás era ese amor el que sacaba al mismo tiempo lo mejor y lo peor de ellos, porque, ¿qué podía saber ella, que solo era un ser etéreo, una simple fuerza, de lo que sentía un ser humano? ¿De lo que lo impulsaba a comportarse como lo hacía?

Y fue por eso, por ese pequeño resquicio de amor que la efímera bondad de los hombres provocó en ella desde un comienzo, que decidió hacerles un último obsequio; un presente que al mismo tiempo sería su mayor regalo hacia ellos y también su mayor castigo.

Aquella fugaz Fuerza, que un día fue enorme y todopoderosa, que tiempo atrás observó el nacimiento del mundo y el despertar del hombre, estaba desapareciendo; agotada por aquellos mismos seres a los que amó y a quienes se entregó por completo. Por eso, antes de convertirse en nada, reunió sus últimos vestigios y viajó y viajó, durante días eternos y noches interminables; recorrió el mundo durante cuatro estaciones completas y, cuando creyó que su esfuerzo sería inútil, encontró su tesoro a un lado del polvoriento y ensangrentado camino: un ser tan ajado y destrozado como ella; solitario y sin esperanza alguna en aquel prado repleto de cadáveres.

El joven hombre, vestido con ropas harapientas y empapadas de sangre, se hallaba de rodillas en el endurecido suelo de tierra rocosa, con el abrasador sol del mediodía sobre su cabeza castaña y llorando con desconsuelo sobre el inmóvil pecho de la pequeña niña que sostenía lánguida e inerte entre sus brazos. Una frágil flor a punto de desfallecer en medio de un campo sembrado de muerte y despojos.

El etéreo ser lo observó durante largo tiempo, el suficiente para indagar dentro de su cabeza, de su corazón y de su alma. Se adentró en su enorme pena, provocada por la incapacidad de salvar aquellas vidas inocentes que la guerra parecía arrebatar como si nada, en un pestañeo. Respiró su impotencia al saberse débil e inútil. Abrazó su deseo de tener el poder suficiente para cambiar el mundo, no para él, sino para todos aquellos que no podían defenderse.

¡Cómo le hubiese gustado a la Fuerza poder consolar al joven muchacho! Confesarle que gran parte de aquella terrible destrucción era culpa suya, por no ser más precavida, por no ser selectiva a la hora de entregar su amor y sus favores; pero ya era demasiado tarde. Por eso, con lo que le restaba de energía, intentaría arreglar el mundo… y castigarlo; porque, toda madre debe enmendar a sus hijos, y ella, como progenitora de todos aquellos que se denominaron magos, debía enseñarles, quizá, su mayor lección: a pesar de todo su poder e inteligencia, a pesar de sentirse superiores al resto de los hombres y creer ingenuamente que estaban sobre sus reglas, seguían siendo simples humanos, no dioses. ¡La vida del mundo no podía ponerse en sus manos para satisfacer sus caprichos!

Y por ello, se dijo ella, debían volver a ser eso, solo hombres.

Fue así que, con sus últimas fuerzas, envolvió al joven en su esencia, como si de un confortable abrazo materno se tratase. Lo sintió sobresaltarse al sentir su presencia, como si a pesar de no poder verla pudiese sentirla y esa fue la última señal que necesitaba para saber que estaba haciendo lo correcto. Él era su elegido.

—Yo soy la Fuerza del mundo. Soy la Magia. Soy la Energía que ha dado poder al hombre que lo ha destruido todo —susurró en su oído. La voz del viento silbando sus palabras como si fuese un canto—. Pero vete aquí, joven hombre de corazón puro. Tus lágrimas han limpiado mi culpa, han calmado mi pena y, es por eso que, he de otorgarte un presente. Dejaré de existir en este mundo y, por lo consiguiente, la magia y el mal que he provocado por mi descuido desaparecerán conmigo. Pero tú, que entre todos los hombres no la has deseado jamás para ti, serás él único capaz de utilizarla. Serás un mago, mi mago. El catalizador de una nueva era de paz y sabiduría; el corazón y la mente del mundo. Y he aquí mi obsequio: tu joya. Úsala con bondad.

Como si acabase de despertar de un profundo sueño, el hombre abrió los ojos y dejó escapar el aire que no sabía estaba conteniendo, notando el dolor en los pulmones producido por el sobresfuerzo mezclado con el rasposo malestar de la seca tierra adherida en su boca y garganta.

Apretó sus manos temblorosas en torno al pequeño cuerpo de la niña que, minutos antes, no logró salvar a pesar de sus desesperados esfuerzos. Aun notaba el menudo cuerpecillo ligeramente caliente contra el suyo y el pegajoso fluir de la sangre impregnando su asquerosa camisa y el blanco vestido de ella, ahora teñido de carmín. El suavemente redondeado y moreno rostro lucía pálido y relajado, casi como si esta estuviese dormida, y el negro cabello, recogido en dos gruesas trenzas, caía a sus espaldas como lánguidas cuerdas. Una joven vida segada incluso antes de que pudiese comenzar a vivir realmente, pensó con dolor.

«Yo soy la Fuerza del mundo. Soy la Magia. Soy la energía que ha dado poder al hombre que lo ha destruido todo».

El recuerdo de su sueño lo asaltó de golpe y, misteriosamente, sintió como algo, una necesidad, quizás; una determinación, tal vez, comenzaba a fluir dentro de él.

Si tan solo aquello fuese verdad y él pudiera cambiar el mundo…

Fue entonces que lo notó, casi tan imperceptible como un suspiro y, sin embargo, tan vital: el débil latir de otro corazón junto al suyo.

Conteniendo el aliento bajó los ojos y observó a la niña muerta. El joven se mordió el labio inferior con fuerza para no dejar escapar un grito cuando el leve revoloteo de aquellas negras y largas pestañas interrumpió el plácido sueño. Un movimiento lánguido, muy nimio, y que poco a poco comenzó a convertirse en el principio del cambio de su vida.

Cuando la niña abrió finalmente los ojos, él contempló en ellos el brillante y antinatural color dorado del ámbar pulido y fue entonces que lo comprendió; fue en ese instante que aquel extraño sueño comenzó a tomar forma y sentido dentro de su cabeza. Y supo, sin lugar a dudas, que en apenas un parpadeo él también había muerto, al igual que esa niña lo hizo antes en sus brazos y, que al renacer, dejó de ser él mismo para convertirse en alguien más. La mitad faltante, el complemento de aquella preciosa pieza que sostenía entre sus brazos.

—Al fin nos conocemos, Mago. Te he buscado por un largo, largo sueño —le dijo la pequeña con su suave voz aflautada y la inmensidad de todo su poder destellando en sus ojos dorados.

—También me alegra haberte encontrado, Joya —le respondió con sinceridad, apartando delicadamente de su frente unos cuantos mechones de cabello oscuro y sintiendo como una descarga de energía lo atravesaba ante el mínimo contacto con ella—. Juntos vamos a cambiar el mundo.

Y así fue como Mago y Joya comenzaron su largo viaje; un éxodo para salvar al mundo y al hombre de sí mismo. Una travesía de siglos en un ciclo sin fin que se repitió una y otra vez, con otros Magos, con otras Joyas, hasta que el mundo consiguió su tan ansiada paz y, el último sueño de su creadora, se vio finalmente realizado.

Pero la memoria del hombre es frágil y sus ansias de poder persistentes y fue, debido a eso que, nuevamente, todo el esfuerzo del Mago, la Joya y la Fuerza que los creó, se vio perdido otra vez gracias a la avaricia humana.

Fue así como dos reinos poderosos descubrieron el secreto que se ocultaba tras la magia y la anhelaron para sí, comenzando nuevas guerras en esa lucha de poder.

Una vez más, Mago y Joya fueron separados, quebrando aquel todo en dos mitades incompletas. Y la Joya, alejada de su contraparte, comenzó a languidecer casi hasta extinguirse; utilizada y mancillada, rota pero sin poder llegar a desaparecer del todo porque, el ciclo, una y otra vez debía volver a comenzar, hasta el día en que finalmente el Mago tomara con sus propias manos su último aliento y extinguiera así toda la magia del mundo. Un final sin fin y un fin sin final.

Y es aquí donde acaba la leyenda y comienza la historia. Una historia de dos reinos en guerra por una Joya. Dos naciones que han luchado tres siglos por hacerse con tan ansiado premio porque, quien posea la Joya de la Corona, podrá gobernar el mundo. Tendrá poder, tendrá riquezas, tendrá magia…

Pero, ¿qué es la magia sin un Mago que pueda utilizarla?

Pues nada, ya que Joya y Mago son uno y son todo. El mayor regalo del mundo… y también, su mayor castigo.


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