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Inspector Grinch por Elbaf

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Notas del fanfic:

Aomine x Kagami

Fluff, la mayor parte del tiempo.

Probablemente lemon.

Notas del capitulo:

Uffff hace años que no publico nada por aquí, pero por razones que no vienen al caso, me ha dado por volver. Hoy vengo con algo un tanto diferente. No es del fandom al que solía escribir y tampoco es tan... ¿agresivo? como lo que solía escribir... ¡Pero necesitaba algo bonito para esta navidad!

 

Así que ahí tenéis. Prometo actualizar más o menos a menudo, ¿sí? ¡Juro que no lo dejaré inacabado!

 

¡Gracias por leerme!

El calendario marcaba ya la última semana para la navidad. Era 16 de diciembre y apenas faltaban ocho días para tan esperada fiesta. A pesar de que Japón no era un país precisamente cristiano, sí que se había dejado influir por la decoración y algunos de los personajes más emblemáticos de la navidad. De ese modo, las calles de Tokio lucían, aún más de lo acostumbrado, llenas de luces y carteles recordando, si es que había alguien tan despistado, que la navidad ya estaba cerca.

A pesar de todo, había una persona que odiaba que se lo recordaran. Una persona que hubiera preferido que la navidad nunca hubiera llegado a Japón y es que odiaba esas fechas con toda su alma. Todo lleno de luces, de canciones horteras, de felicidad, de amor, de paz… Para él, todo eso era falso. Él conocía la cara más inhumana de las personas. Él había visto a familias enteras destrozarse, literalmente, por una simple herencia, había visto asesinatos fríos y macabros, había sido testigo de inmensas injusticias y, aunque, como inspector de policía, ya debería estar acostumbrado, era algo a lo que no terminaba de hacerse.

Todo era una máscara. Mientras algunas personas hacían un montón de compras de cosas que no necesitaban, de regalos para gente que no les importaban realmente, había otras personas en esa misma ciudad que pasaban hambre. Que tenían que robar para comer. Pero, gracias a la estúpida navidad, nadie lo recordaba. Solo había felicidad en el ambiente. Una felicidad vacía y sin sentido que no podía perdurar más de unas pocas semanas. Menuda felicidad.

Y es que, cuando hemos dicho que el mundo entero parecía querer recordarle que la navidad se acercaba, no había exageración alguna. Si salía a la calle, ahí estaba la navidad, si iba a un bar, más navidad, en una biblioteca, en un restaurante, en un supermercado, en cualquier maldito sitio al que iba… ahí estaba la navidad. Incluso en su propio trabajo. Y eso era lo que más detestaba de todo.

Aomine había perdido la cuenta de las veces que había gruñido en lo que llevaba de día. Los idiotas de sus compañeros habían decidido que era una idea genial adornar todo el cuartel de policía con tonterías navideñas. Estaba todo lleno de escarcha, bolas de colores, paquetitos de regalo vacíos, guirnaldas e incluso algún imbécil había puesto muérdago por las puertas. Más que su lugar de trabajo, parecía el maldito taller de Papá Noel.

Juró que si veía a alguien besarse bajo una de esas cosas les iba a pegar sus estúpidas bocas con el pegamento más fuerte que encontrase.

Para huir de todo ese estúpido espíritu navideño que no sabía de dónde había surgido – porque si lo supiera lo habría acribillado a tiros – se metió en su despacho dando un portazo. El despacho del inspector Aomine era bastante amplio, pues no lo compartía con nadie y es que, a fuerza de méritos de trabajo, había logrado ascender a uno de los puestos más altos de la prefectura. Su familia y amigos decían, muy a menudo, que estaba casado con su trabajo.

El despacho estaba muy bien iluminado, por dos amplios ventanales que había tanto tras la mesa en la que normalmente se sentaba Aomine, como a su derecha, de modo que casi siempre tenía luz natural para trabajar. La mesa era muy espaciosa y tenía forma de L, cabía sin problemas una buena lámpara, un potente ordenador y un par de cajas llenas de folios y archivos. A la izquierda del escritorio había una gran estantería que contenía, desde libros de criminología, que leía cuando no tenía nada mejor que hacer, hasta pequeños trofeos de cuando él jugaba a basket con Kuroko en el instituto. Bajo la mesa había unos pocos cajones, donde solía guardar la información confidencial y sus objetos personales bajo llave y, frente al escritorio, además de la puerta, se encontraba una percha en la que colgaba su ropa de abrigo.

Además del portazo, Aomine entró a su despacho farfullando cosas por lo bajo.

- Estúpidos idiotas… Solo les falta disfrazarse de elfos de Papá Noel y empezar a hablar con voz aguda. Juro que el próximo año me iré tan lejos como sea posible. Me iré al maldito polo sur, con los pingüinos… - se sentó en su silla y se revolvió el cabello – Hasta esos pájaros bobos me recuerdan a la estúpida Navidad… Entonces me iré al desierto, con los camellos… - una imagen de los reyes magos llegó a su mente - ¡MALDITA NAVIDAD! ¡NO HAY LUGAR DEL MUNDO EN EL QUE PUEDA HUIR DE ELLA!

-Dai-chan no seas gruñón – dijo Momoi entrando en su despacho como si fuera su casa. Hacía apenas unos segundos que le habían avisado que su casi hermana había llegado a la comisaría. El día anterior habían quedado en que esa noche Hiroshi, el hijo de Momoi y Kuroko, se quedaría en casa del moreno a dormir – No digas palabras feas delante de tu sobrino, que luego las aprende y no hay forma de que las deje de decir.

- ¡¡Tío Daiki!! – un pequeño niño de apenas 4 años entró corriendo al despacho de Aomine y se tiró a sus brazos, arrancando al adulto una gran sonrisa. El niño era un poquito bajito para su edad, tenía el pelo de un curioso color azul rosado y unos amplios ojos azules como el cielo que tenían totalmente hipnotizado a su tío.

-Mira nada más, mi futuro jugador de basket ¡estás más grande que la última vez que te vi!

- No digas tonterías, tío Daiki… ¡Me viste ayer!

- ¿Tanto has crecido desde ayer? ¡A ver si vas a ser más como Godzilla que como Michael Jordan!

- ¡Tú sí que eres como Godzilla, tío Daiki!

- Ah, ¿sí? ¿Y por qué soy como Godzilla?

-Porque eres grandullón – hablaba mientras se subía a su regazo – siempre pareces malhumorado y… y… ¡Y eres feo!

- ¿¡Que yo soy feo!? – dijo Aomine, haciéndose el ofendido - ¿Has visto la cara de tu madre por las mañanas?

- ¿Su cara? ¿Has probado su desayuno? – dijo el niño en voz bajita, tratando de que su madre no escuchara.

- ¡Vosotros dos! ¿Creéis que no os oigo?

- Shhh – dijo Aomine a su sobrino – No despiertes a Godzilla…

 

El niño rompió a reír y Aomine se mordía el labio intentando no hacer lo mismo. Momoi les miró intentando hacerse la enfadada y luego sonrió a Aomine. Esa sonrisa significaba que Momoi quería un favor y uno grande. Suspiró y miró de reojo a su sobrino, Momoi asintió. Para él, su sobrino era lo más importante del mundo y lo más grande. Su madre sabía que él nunca diría que no a su sobrino. Era el mayor pilar de su felicidad. Y haría lo que fuera por él… Incluso…

-Mañana hay una «cosa» en el centro comercial… - empezó ella, llevándose una mano a los labios, como dudando.

- Y «esa cosa» no va a hacerme ninguna gracia… ¿verdad?

- ¡Tío Daiki! ¿Es que no lo sabes? ¡Tenemos que ir! ¡Solo está en ese centro comercial! ¡Ha dejado de trabajar unos días antes para que podamos ir a verle y a decirle lo que deseamos!

- ¿Lo que deseáis? ¿Quién necesita saber…? – miró a Momoi que miraba por la ventana de su enorme despacho de inspector de Tokio, como si no supiera qué pasaba a su alrededor – Hiroshi… No me digas… ¿que quieres que te lleve a ver a Papá Noel?

El niño asintió y gritó un «¡SÍ!» con todas sus fuerzas. Aomine se forzó a sonreír y, cuando dedicó su mirada más gélida a la madre de su sobrino, ésta había desaparecido de su despacho.

Tsk… Estúpida Satsuki. Esta me la voy a cobrar, sí o sí.

Pero no pudo mirar mal a su sobrino, se veía radiante de felicidad y él no iba a destrozarla, por mucho que se hubiera ganado el apodo de «El Inspector Grinch».

 

En otro punto de la ciudad…

El ruido de los cuchillos y los fuegos inundaba el lugar. Cada pocos segundos se escuchaba una campanilla que indicaba que un plato ya estaba listo, o se escuchaba las nuevas órdenes que llegaban a los cocineros de los clientes del restaurante. La cocina era amplia y espaciosa, el blanco brillaba en las paredes y los fogones, extractores e incluso refrigeradores brillaban de puro limpio. En el centro de aquel lugar tan inmenso, en el que había cerca de 15 personas trabajando, destacaba una sobre todas las demás. Un hombre alto y corpulento, estaba cortando en juliana unos calabacines. El sous chef se acercó a él y se puso a cortar otro calabacín.

- Entonces… ¿Mañana no vendrás a trabajar?

- No, me han pedido un favor un antiguo amigo del instituto y no he podido negarme. Además, me encanta eso de vestirme de Papá Noel y hablar con los niños en estas fechas.

- Kagami… No tienes precisamente el aspecto que tiene un amante de la navidad, ¿sabes?

- ¿Eh? ¿Qué quieres decir? ¿Qué aspecto tiene un amante de la navidad?

- Bueno… realmente ninguno en concreto, pero no sé… Eres ridículamente alto, un poco bruto, un poco gruñón, tienes un color de pelo un tanto extraño y tus cejas…

- ¿Tengo que recordarte que sigo siendo tu jefe? – dijo con un tic en la ceja.

- ¡N-no! No, no, claro que no… Eh… ¡No he dicho nada! La navidad va contigo como un guante. ¡El complemento perfecto!

- Dios… prefiero tener un empleado absurdamente sincero a uno ridículamente pelota. Vuelve a lo de las cejas… o mejor, vuelve al trabajo, aún hay mesas sin servir…

- Sí, chef… - aunque no le podía ver nadie, infló su pecho con orgullo y sonrió ampliamente. Ser chef había sido algo que le había gustado desde hacía mucho, mucho tiempo. También le hubiera gustado ser bombero… y no digamos jugador de basket, pero su familia había intercedido por él y le habían presionado para que escogiera un trabajo más realista… y menos peligroso.

Movió la cabeza, apartando esos pensamientos y continuó cocinando. Por ser fechas próximas a navidad tenían el restaurante hasta los topes con cenas de empresas y familiares. Pero él adoraba la navidad como el que más, de modo que se podía permitir faltar un día y dejarlo todo en manos de sus empleados, a los que había enseñado bien. No es que vestirse de un viejo gordo y barbudo le hiciera especial ilusión, pero si ese viejo gordo y barbudo traía felicidad a los niños, era amado por todo el mundo y, encima, era una de las imágenes icónicas de la navidad, entonces la cosa cambiaba. Kagami Taiga sería, por un día, Papá Noel.


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