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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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La primera vez que Nolofinwë vio a la criatura, él era apenas un bebé. Por supuesto, no conservó recuerdos de esa ocasión mientras crecía. Durante años, solo fue capaz de evocar la sensación de estar siendo observado mientras dormía y a pesar del silencio en las Horas Plateadas, solía despertar buscando la presencia en su alcoba. Naturalmente, nunca encontró a nadie y como la leve presión en su pecho no era precisamente desagradable, no comentó a sus padres lo que ocurría. Tampoco era seguro que alguien hubiese conseguido infiltrarse en la recámara del Príncipe Heredero sin haber sido descubierto por los numerosos guardias que vigilaban los corredores del Palacio o por los sirvientes que nunca descansaban.

Nolofinwë había entrado en la temprana adolescencia cuando por fin escuchó la historia de la “Bestia”.

Hasta ese momento, la bestia había sido solo un rumor, una sombra desdibujándose en los comentarios de las niñeras y la gente del pueblo. Su tutor, el Maestro Rúmil, aseguraba que no existía tal bestia, porque todos sabían que el poder de los Aratar mantenía al Enemigo encadenado y su oscuridad nunca consiguiera alcanzar Valinor; pero Nolofinwë sospechaba que Rúmil no siempre tenía la razón. Sin embargo, antes de ese día, siempre le habían negado la historia, alegando su inocencia. El príncipe – como todo infante noldorin – sentía cada vez más curiosidad por esa criatura de la que nadie quería hablar en su presencia.

La Bestia era la única sombra en las Tierras Bendecidas. Era la culpable de que la cosecha fuera escasa; pero también era su deber llevarse a los niños que desobedecían a sus padres y cuidadores. Era su culpa que el invierno fuera más crudo y muchos viajeros se habían perdido en la niebla que rodeaba sus dominios. No obstante, la Bestia no había tomado una vida en mucho tiempo.

Nadie sabía de dónde provenía la Bestia - había comenzado explicando Indiliel, con voz de misterio – o por qué los Valar permitían que habitara en Valinor a pesar de su maldad. Pocos la habían visto de frente, ya que se cubría de sombras y niebla, y lanzaba hechizos sobre sus víctimas para confundirlas. Todos coincidían en que podía escupir fuego y que sus alas producían un estruendo semejante al del mar cuando Uinen se enfurecía. Su cola era tan poderosa que podía derribar árboles y diez elfos adultos no podían hacerle frente. Sus garras eran como afiladas espadas y su piel dura como las armaduras del mejor acero. Una sola vez la Bestia había llegado cerca de la ciudad.

Por allá por la fecha del nacimiento de Nolofinwë, la Bestia había descendido de las montañas y la mala fortuna había querido que se cruzara en el camino de un elfo. Al otro día, cuando los habitantes de los suburbios comentaban la aparición de una sombra alada en las Horas Plateadas y un gran rugido rompiendo el silencio, una joven había llegado gritando horrorizada que había encontrado ropas ensangrentadas en el bosque. Muchos fueron con ella y comprobaron espantados que en el suelo yacía una capa desgarrada y manchada de sangre: habiéndola tomado, uno de los elfos vio desconcertado que la pieza tenía bordada una estrella de fuego, el escudo del Príncipe Heredero.

El día que Nolofinwë escuchó la historia de la Bestia de boca de su niñera, fue también la primera vez que oyó hablar de su hermano.

 

………………………….

 

El príncipe Curufinwë Fëanáro no había sido hijo de la reina Indis, como Nolofinwë. En cambio, el hijo mayor del rey Finwë había nacido de su primer matrimonio con una joven noldë, Míriel Þerindë, quien se marchara a las Estancias de Espera luego de que las fuerzas abandonaran su cuerpo a causa del embarazo.

Según contaban, Fëanáro había sido el más hermoso de los Noldor, y también el más hábil artesano, el más inteligente entre los estudiosos, el más poderoso de mente y cuerpo. Sin embargo, también tenía un carácter fuerte y difícil de manejar que provocaba constantes dolores de cabeza  a su padre. Cuando Finwë – después de muchos años de guardar luto por la partida de Míriel – conoció a Indis y se enamoró, Fëanáro se negó a aceptar el matrimonio y abandonó el palacio para vivir en casa de su maestro, el Aulendil Mahtan. Los rumores decían que se había enamorado de la hija del herrero, la sabia Nerdanel y muchos rezaron a Varda para que su espíritu hallara sosiego con ella; pero antes de que se decidiera el compromiso, el embarazo de la nueva reina fue anunciado y Fëanáro montó en cólera.

La discusión entre el príncipe y su padre alcanzó tales magnitudes que Finwë – a pesar de experimentar un gran dolor – ordenó a su hijo que no regresara de casa de Mahtan hasta que no fuera capaz de controlar sus emociones pues, no quería que su estado de ánimo afectara a la gestante. Fëanáro abandonó el palacio en medio de la ira y durante meses no se tuvo noticias suyas. Finalmente, la reina dio a luz y todos contemplaron encantados al nuevo príncipe, tan parecido a su padre que muchos no dudaron en llamarlo “el verdadero heredero de Finwë”. Los comentarios, por supuesto, aumentaron el resentimiento del Príncipe Heredero, quien se presentó en el palacio para exigir de su padre que le jurara que el recién nacido nunca ocuparía su lugar; pero solo consiguió nuevos motivos para su ira al escuchar el nombre que Indis diera a su bebé: Arakáno, el Gran Jefe. Una vez más, Fëanáro se marchó dejando a su padre sumido en profunda angustia… y en las Horas Plateadas de esa jornada, la Bestia vino por primera vez.

Cuando Finwë comprobó que la capa encontrada pertenecía a su hijo mayor, dio órdenes de que se le buscara por todo el reino; pero ni siquiera en la Cordillera del Calacirya o en la lejana Tol Eressëa, Fëanáro fue encontrado, así que el rey debió resignarse a la dura verdad: su hijo había sido devorado por la Bestia.

Desde entonces, la Bestia no había cobrado otra víctima, aunque algún que otro valiente saliera en su busca a lo largo de los años. La Bestia era tan escurridiza como poderosa y solo de lejos se conocían sus hazañas. Algunos llegaron a decir que la Bestia fuera liberada por Mandos en persona para castigar a aquellos que pecaban contra las leyes de los Valar, siendo el príncipe Fëanáro quien primero pagara las consecuencias por su soberbia y rebelión contra su propio padre; pero este era un comentario que nadie se atrevía a repetir cerca del fino oído del rey.

Como sea, la sola mención de Fëanáro provocaba tanta pena a Finwë, que su nombre había sido casi desterrado de las conversaciones diarias y así, Nolofinwë  había crecido ignorante de que, en realidad, él era el segundo hijo del Rey.


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