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La sinfonía perfecta por AlbaYuu

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Notas del fanfic:

Esta historia salió gracias a dos amigas mías, este fanfic fue hecho con cariño y esmero para ellas. Espero que lo disfruteis como ellas lo hicieron y de esta bella pareja que es además poco usual. Pero muy bonita a mi parecer. Dos amantes de la música juntos.

 

Siempre fue un gran admirador de la música, en especial de la clásica. Desde muy joven estudió piano, violín y chelo. Pero su favorito siempre fue la flauta travesera. A los 5 años ya tocó El Lago de los Cisnes y La Sexta Sinfonía. Desde ese instante quedó claro su talento. Pero no todo era felicidad en la vida de Sorrento Leitner. Él era un niño que desprendía dulzura y brillaba con luz propia, pero esa alegría y felicidad solo podían disfrutarla sus maestros y sus criados. Sus padres nunca le prestaron la atención que necesitaba, para ellos siempre fue más importante sus trabajos su apariencia. Su padre era un reputado hombre de la embajada austriaca y su madre dirigía una empresa muy famosa. Sus padres siempre estaban de viaje y fuera de casa. La vida de Sorrento fue a base de tutores y estudiar en casa. 



Los años iban pasando y el joven Sorrento destacaba en la música. Su profesora, Pandora, se lo notificó a sus padres, así como las posibilidades que tenía de formar parte en la orquesta nacional. Pandora estaba muy emocionada cuando se lo dijo al joven Sorrento, de unos 12 años en ese momento. La música era su sueño y según Pandora tenía muchas posibilidades. Pero la noticia no fue muy recibida por los progenitores Leitner. Su padre golpeó la mesa y gritó que su hijo jamás haría algo semejante, Sorrento estaba destinado a heredar la empresa familiar. La madre explicó que su hijo estudiaría empresariales y luego pasaría a trabajar en la empresa familiar. Pandora se quedó atónita. Trató de explicar que Sorrento era un prodigio en el campo de la música. Pero nada. Esa misma tarde, Pandora fue despedida como la profesora particular del joven Leitner. Y también se le prohibió a Sorrento tocar algo del tema. Jamás sería músico. Desde entonces, la alegría que desprendía el joven se apagó. Nunca más pudo volver a tocar libremente... 



 



 



6 años después 



 



 



Sorrento caminaba a paso ligero por las calles de Florencia. Esa mañana llovía a cántaros y un paraguas no te salvaba de mojarte. Se había levantado viento y eso no ayudaba nada. Con todas sus fuerzas trataba de mantener seca la carpeta que llevaba entre sus brazos medio oculta en su chaqueta, pero era casi imposible. Esas partituras se habían escrito a la antigua usanza, a mano y con tinta. Eran muy delicadas. Con 18 años, Sorrento había estudiado mucho para sacar buenas notas y finalizar la secundaria con matrícula de honor en todos sus cursos. Fue reconocido como el mejor estudiante y obtuvo una beca para estudiar en el extranjero. Decidió convertirse en músico, ignorando las advertencias de sus padres, quienes no pagarían los costes de su viaje y alojamiento en Florencia. Pero lo que ellos no sabían era que dicha beca cubría el vuelo. Además, la Universidad contaba con una buena residencia de estudiantes donde se quedaban todo el tiempo que durase la carrera. Alejado de la excéntrica vida de control de sus padres, Sorrento por fin podía estar en paz. 



Corriendo bajo la lluvia llegó hasta la parada del autobús que debía tomar y allí se refugió junto a los demás pasajeros. Suspiró y comprobó si la carpeta estaba bien. Estaba intacta. Suspiró aliviado y se apoyó en el cristal sin darse cuenta que una de las hojas más pequeñas caía al suelo húmedo. Una mano rápida la sostuvo y se la tendió. 



—Se te ha caído esto. —dijo una dulce voz. Sorrento giró la cabeza y vio a un apuesto joven de largos cabellos azulados y unos ojos de un tono similar al color aguamarina. Vestía un hermoso traje blanco, muy elegante y sostenía lo que parecía ser la funda de un instrumento. El joven le tendía el papel. —Creo que se te ha caído. 



Sorrento salió de su trance y con las mejillas levemente sonrojadas observó el papel y se puso nervioso revisando la carpeta. Sí, era suyo, una de sus notas, además. Miró al joven y tomó el otro extremo del papel con la mano. 



—Gracias... —dijo mientras lo guardaba de nuevo. 



—Ten cuidado, en un día como hoy si algo se moja no quedará como antes. —comentó con una sonrisa en sus labios. 



—Sí, no puedo dejar que a estos papeles les pase nada. Son partituras escritas a mano. Copiadas. —suspiraba abrazando bien la carpeta y con el paraguas cerrado en una de sus manos. 



Eso pareció captar la atención del otro joven. 



—¿Eres músico? —preguntó. 



—No, aún no, acabo de ingresar a la carrera de música. Voy a la Academia ahora, voy a empezar a tocar en la orquesta local, para los ballets y actuaciones. —dijo muy emocionado. Con eso pensarlo la piel se le ponía de gallina y temblaba de la emoción. Estaba nervioso. —Bueno, —añadió —voy a hacer las pruebas para poder ingresar en la orquesta. 



Avergonzado estaba, se había dejado las partituras en la residencia y sin ellas no podía hacer la prueba. Tenía hasta las cuatro en punto de la tarde para estar allí. Y eran las tres y cuarto de la tarde. Miró el reloj de la parada, eran 15 minutos de viaje y al autobús aún parecían quedarle 5 minutos de retraso debido a la lluvia. Eso le inquietó un poco. 



—¿Nervioso por la prueba? —preguntó el otro joven. 



—Sí, es que voy con algo de tiempo... Olvidé mis partituras y tuve que volver a por ellas. Mi cita es a las cuatro de esta tarde, no quiero llegar tarde. —habló nervioso. 



—No es tan malo. —dijo el joven. —Seguro que lo harás bien. Por cierto, soy Orfeo Ioannidis.  



Le tendió la mano y Sorrento la tomó con las mejillas rojas. 



—Sorrento, Sorrento Leitner. —dijo. 



—¿Leitnet? —se sorprendió Orfeo. —Eso es un apellido austriaco. 



—Sí, recibí una beca para estudiar aquí en Florencia. —sonrió. —¿Y qué me dices del tuyo? Ioannidis, eso es griego. Y tu nombre también en griego. Orfeo, quien hacía magias al tocar la lira. 



Orfeo se rio un poco y se apoyó en el cristal también. 



—Es un nombre mitológico, sí. A mi madre le encantaba ese mito. El mito de Orfeo. —contó con cierto brillo en sus ojos, una mezcla de tristeza y nostalgia. —Me lo puso porque cuando nací, según me ha contado tantas veces, parezco su reencarnación. 



Sorrento se había quedado callado, escuchando aquella historia que parecía ser muy bonita. Pero tampoco pasó desapercibido aquel brillo en sus ojos. Parecía que le hubiese hecho recordar algo triste. Orfeo se limpió un poco los ojos con la mano y volvió a sonreír cuando vio la mirada de preocupación, y de cierta culpa de Sorrento. 



—Tranquilo, son solo viejos recuerdos. —dijo mientras sonreía.  



Sorrento quiso comentar algo, pero el autobús llegó y todos empezaron a subir. Una vez dentro Orfeo le hizo un hueco a su lado. Contento se sentó a su lado y dejó el paraguas a sus pies y la carpeta sobre su regazo. 



—Dime Sorrento, ¿por qué quieres estudiar música? —preguntó con curiosidad Orfeo. 



Y ahí Sorrento empezó a relatarle de cuando era niño, como desde el primer momento amó la música y como demostró talento para ella a muy temprana edad. La música era un método para expresar sin la necesidad de palabras, una manera de llegar a interior de una persona y sacar a flote sus sentimientos más profundos. Eso era lo que sentía él cuando tocaba su flauta travesara. El instrumento que nunca dejó de tocar y que practicaba a espaldas de sus padres. Durante 15 minutos hizo un relato de lo que significaba la música para él. Orfeo no le interrumpió, solo le escuchó hasta que llegaron a la parada de Sorrento. 



—Vaya, es mi parada. —se rio Sorrento mientras se levantaba y cogía todas sus cosas. —Espero que volvamos a vernos pronto. 



—Espera. —dijo Orfeo antes de que se fuera. Sacó un papel y apuntó algo en él. —Ten, mi número, escríbeme si quieres. 



Sorrento tomó el papel y se lo guardó en el bolsillo sonriendo. Se despidió con un gesto y salió del autobús para correr a las grandes escaleras que daban paso al gran Jol de entrada. Corrió al ascensor y ahí pulsó la tercera planta. Estaba empapado, no había abierto el paraguas. Un segundo, ¿y su paraguas? No lo había cogido del autobús. Se llevó la mano a la cara y suspiró. Al menos tenía la carpeta. En la tercera planta salió y corrió por el pasillo esquivando a todo el mundo hasta llegar a la sala de espera donde todos los citados debían esperar su turno. Allí estaba su amigo Julián cuidando su maletín. Sonrió al ver a Sorrento y se levantó. 



—Menos mal, estás a cinco minutos. —dijo. 



Sorrento, jadeando y tratando de tomar aire, alzó la cabeza en blanco por la hora que era. 



—¿Solo a cinco minutos? —volvió a bajar la cabeza para respirar y se sentó en la silla. Julián le ofreció una botella de agua para que bebiera. 



—No deberías haberte dejado las partituras... —dijo suspirando.  



Sorrento bebió un buen tragó de agua y se refrescó la garganta, lo iba a necesitar para su prueba.  



Cuando dieron las cuatro, Sorrento se levantó de la silla y respiró hondo. Él podía hacerlo. 



 



 



Orfeo llegó a su parada, un hospital que estaba a las afueras de la ciudad. Al llegar preguntó por un nombre en clave. La secretaria del hospital le sonrió y le dio paso para entrar. Recorrió varios pasillos y luego subió un par de pisos por las escaleras. Prefería dejar los ascensores para las personas más necesitadas. Llegó a su planta caminó hasta dar con la habitación 408. Tomó aire y se colocó bien el traje. Tomó el picaporte y empujó la puerta para recibir la sonrisa de la persona más importante él. Allí, en una camilla se encontraba una joven de bellos cabellos rubios como los rayos del sol y los ojos tan brillantes como dos resplandores de luz en la más absoluta oscuridad. Su hermana, Eurírice Ioannidis.  



Al ver a su hermano, la joven sonrió y extendió los brazos para abrazarle en cuanto llegó al pie de la camilla. Orfeo la rodeó con sus cabellos y la besó la cabeza. No había nada mejor que esa dulce sonrisa para alegrarle el día. 



—Qué alegría verte aquí Orfeo. —sonrió ella mientras su hermano se sentaba en la cama. 



—¿Qué tal te encuentras? —preguntó mientras Erírice sonreía más y más. 



—Muy bien, el médico dijo que mis piernas están bien y que dentro de poco podré empezar la rehabilitación. 



Esas eran unas maravillosas noticias, justo lo que Orfeo necesitaba para su cuerpo. Tomó la mano de su hermana y la apretó besándola lleno de alegría y emoción. Ahora entendía la buena cara de su hermana. Luego ella dijo: 



—¿Te la has traído? 



—Por supuesto. —sonrió Orfeo. —Para ti siempre la tengo a mano. 



Abrió la funde de su instrumento y sacó una lira. Una con un estilo antiguo. De las pocas que aún se hacían. Eurírice la miró maravillada y se acomodó para escuchar la canción. Los dedos de Orfeo pasaron por las cuerdas llegando a rozarlas con suma delicadeza y así hacer sonar aquella melodía que tanto amaba tocar. La vibración de las cuerdas subía y bajaba según la fuerza que usase para tocarlas. Una a una las notas se iban juntando formando dicha melodía. El lago de los cisnes. La canción favorita de Eurírice. Orfeo se la aprendió única y exclusivamente para ella. Desde el accidente la joven Ioannidis había permanecido en el hospital, en coma, y hacía poco había despertado. Día tras día Orfeo había ido a visitarla y tocó El lago de los cisnes rezando de que se despertara. 



Y un día así pasó, Eurírice abrió los ojos. Su única familia seguía. Fue realmente un duro golpe verla ahí en la camilla con respiración asistida. Los médicos dijeron que era posible que no despertase. Por poco Orfeo les creyó, pero un milagro la trajo de vuelta. La mejor alegría que había tendido nunca.  



Cada vez que hacía sonar su arma ambos cerraban los ojos y se sumergían en un sueño mágico. Todo a su alrededor se llenaba de flores blancas y de vivos colores, la hierba verde y fresca. Los hermanos Ioannidis se cogía las manos y corría por aquel campo sin fin alguno. Sus cuerpos eran libres y llegados un punto sus pies dejaban de tocar el suelo y pasaban a flotar por el aire. Orfeo miraba a su hermana y como su dulce sonrisa abría la luz de su corazón. Era su mundo, un mundo donde solo ellos tenían la llave para entrar. Eurírice lo llamaba Los campos Elíseos, como en la mitología griega. La música fue cesando poco a poco hasta que desapareció en una última nota y Orfeo abrió los ojos. 



—Es magnífico Orfeo. —admiró Eurírice a su hermano. Le dedicó un aplauso y luego dejó las manos sobre la cama.  



Orfeo se fijó en ese momento que sobre el jarrón había flores nuevas, frescas. ¿De hoy? Dejó de prestar atención a su hermana y se centró en esas flores. Eurírice, al no tener la atención de su hermano infló los mofletes y se cruzó de brazos haciendo un pequeño berrinche.  



—¿Esas flores son más importantes que tu hermana? —preguntó ella molesta sacándole una risa a Orfeo. 



—No hermanita, eso jamás. —dijo con una voz amable y dulce. Puso la mano en su cabeza y la acarició haciendo que la rubia se sonrojara. —Tú eres lo más importante para mí. 



—Bueno, hasta que te enamores. —dijo ella sonriendo y sacándole un sonrojo a su hermano. 



—N-no digas eso, eso no va a pasar jamás. —se excusó. 



Eurírice se rio y sacó un sobre que tenía debajo de la almohada. Orfeo lo miró algo intrigado. 



—Me le dio Mime, estuvo esta mañana aquí, me trajo flores. 



Orfeo observó el sobre y lo cogió. Ahora entendía lo de las flores frescas. Su expresión se volvió un poco seria y su gesto se torció un poco. Mime, de nuevo volvía a usar a su hermana como mensajera y eso era algo que no toleraba. Suspiró y lo guardó en uno de sus bolsillos. Eurírice sabía que eso no le había sentado muy bien a su hermano, pero Mime siempre había sido bueno y amable con ellos. Orfeo se levantó y guardó la lora. Debía irse ya, su clase empezaba dentro de poco y quería saber si a ese joven del bus, Sorrento, le había ido bien su prueba. 



—Orfeo, —dijo Eurírice mirando a su hermano. —Prométeme que al menos leerás la carta de Mime, es malo, es muy amable conmigo y antes os llevabais muy bien... 



Orfeo la dedicó una última sonrisa y la beso la frente. Las promesas de su hermana eran sagradas y jamás las rompía. 



—Te lo prometo y ahora descansa. Me pasaré a la hora de cenar a verte otra vez. —dijo. 



Eurírice abandonó esa expresión de tristeza y volvió a sonreír. Despidió de Orfeo y le vio marchar. Se acomodó en la cama y ahí miró por la ventana. Sabía que su hermano haría cualquier cosa por ella, pero desde el accidente y el coma había sido una carga para su hermano. Trabajó el doble para tener más días libres y estar con ella en el hospital. ¿Vida social? No recordaba cuando fue la última vez que Orfeo le habló de algún amigo o de cuando salió con alguien a tomar algo o a alguna cita. Ella no estaba sola en el hospital, un grupo de adolescentes que también estaban allí la habían integrado en su grupo. Quería que su hermano tuviese una vida además de cuidarla. 



 



 



Sorrento se quedó callado ante el grupo de profesores que tenía como jurado delante de él. El aire se había ido de sus pulmones y hacía lo imposible por no hacerse ver nervioso pero que en el fondo lo estaba. El silencio se le hacía eterno y más escuchando solo las manecillas del reloj de la pared que marcaba los segundo, eternos para el joven Leitner. Los profesores anotaban algo en sus notas y se miraban entre ellos y luego a él. La mujer de en medio apoyó los codos sobre la mesa y entrelazó los dedos de sus manos. Se colocó las gafas y dejó las primeras palabras. 



—Muy bien, Sorrento. —empezó mientras miraba los papeles de su mesa. —He de decir que ha sido magnífico. Ningún fallo, en ningún momento has acelerado o ralentizado las notas. Cada nota duraba lo que tenía que durar.  



—También la naturalidad con la que tocas. —comentó otro de los profesores, un hombre. —He de decir que tus posibilidades son absolutas.  



—¿Te gusta la música? —preguntó la primera mujer quitándose las gafas. 



—Me apasiona. —respondió Sorrento. —Mu sueño es tocar en la orquesta nacional. 



—Muy bien. En un rato nos pondremos en contacto con usted. —dijo ella. —Gracias por esta maravilla actuación. 



—Gracias a ustedes por esta oportunidad. —se inclinó un poco hacia delante y guardó sus cosas luego salir por la misma puerta. 



Al salir Julián le esperaba sentado en el mismo lugar donde había estado cuando llegó. Al verle parado y tieso en la puerta, mientras la siente candidata entraba, sosteniendo su maletín con ambas manos, se acercó corriendo a él. Sorrento estaba pálido. 



—Sorre, oye, Sorre. —llamó Julián a su joven amigo. —¿Estas bien? ¿Cómo te ha ido? —preguntó algo nervioso por el estado en el que se encontraba el austriaco. 



Guió a Sorrento a una de las sillas y le hizo sentarse antes de que sus piernas dejaran de responderle. Salió de su trance y agarró la ropa de Julián arrugándola. Le miró a los ojos y tardo unos segundos en hablar, Julián estaba muy preocupado. Cogió la mano de su amigo y se la apretó. 



—Sorrento Leitner, dime algo o llamo a una ambulancia. —advirtió con el móvil en la mano. Sorrento negó. 



—No. No, estoy bien. —habló por fin soltando todo el aire que había su cuerpo parecía haber olvidado. Se llevó la mano al pecho y respiró hondo. 



Julián respiró tranquilo. 



—Por dios Sorrento, casi haces que me dé un infarto. —dijo Julián sentándose a su lado y llevándose la mano a la frente. —Bueno, ¿Cómo ha ido? Al final no vas a soltar prenda, macho. 



—Muy bien, ha ido...genial al parecer. —dijo con cierta emoción en su voz. —Puede que salga seleccionado para algunas de las vacantes...Pero necesitan hablarlo. Pero los veía muy seguros. 



Julián sonrió y le dio una palmada en la espalda a Sorrento. 



—Me alegro mucho, pero la siguiente vez no me des ese susto. 



—Estaba tratando de asimilar lo que acababa de pasar. —protestó Sorrento por el comentario de Julián. Luego sonrió. Poder ser seleccionado, era su mayor deseo. 



—¿Y cuando te lo dirán? —preguntó Julián. 



—Mnn, supongo que cuando acaben con todos, no lo sé. Pueden tardar todo el día. —dijo Sorrento mientras se encogía de hombros. 



—Mientras tanto, vamos a comer, apuesto que no has comido nada y solo te has dedicado a practicar. —dijo Julián mientras le miraba con una sonrisa. 



El sonrojo de Sorrento le delató. No había comido nada y al mencionar lo de la cocina sus tripas rugieron con fuerza, aumentando su vergüenza. Julián se lo rio y se lo llevó hacia al ascensor para ir a comer algo a un restaurante cercano. Fueron charlando por el camino. 



Por otro lado, Orfeo acababa de salir de otro de los ascensores en la segunda planta. Al lazar la cabeza se encontró con cierto rubio de ojos miel esperaba a la puerta del aula. Orfeo frunció ligeramente el ceño expresando un poco su molestia al verle. El joven se acercó a él con una sonrisa en sus labios. Orfeo pasó a su lado y le ignoró, la sonrisa de Mime se desvaneció y le miró con tristeza. 



—Orfeo, por favor. —dijo él. —Deja de ignorarme de esta manera. 



Orfeo suspiró un poco. Se giró a su viejo amigo. Desde hacía ya unas semanas que la distancia entre ellos había sido muy notable y Orfeo no se molestaba en demostrarlo. Era directo, sin rodeos.  



—Mime, ya lo hemos hablado. —dijo Orfeo. —No te ignoro, es solo que ahora mismo no me siento muy cómodo a tu lado. Tienes que entender eso. 



—¿Aún sigues con eso? —preguntó Mime acercándose. —Yo, me he disculpado muchas veces, ¿qué más puedo hacer? 



Orfeo no sabía que responder, o más bien, no sabía cómo hablarlo, como dejar claro las cosas. Le dolía ser distante con Mime, un amigo desde su más tierna infancia. Pero aquel incidente en cierta parte le dejó un poco marcado. Volvió a soltar un suspiro y miró a Mime fijamente. 



—Ahora mismo no puedo Mime, tengo clase, no puedo hablar ahora. 



Se giró para entrar en la saca cuando Mime dijo una última cosa. 



—Por favor, ¡lee mi carta! 



Orfeo se apoyó en la puerta y las miradas de sus compañeros ya estaban sobre él. 



—Joven Ioannidis, no podemos perder más tiempo. —dijo el maestro. —No podemos perder más tiempo. 



—Siento mucho haberme retrasado, ya sabe a dónde fui —dijo. 



El maestro solo asintió y espero a que Orfeo ocupase su clase para empezar con el ensayo de la escena en cuestión. 



 



Sorrento había comido ya, en un buen restaurante y como solía ser, la comida le salió gratis. No fue su gusto, sino por capricho de Julián. Al ser el restaurante de su padre siempre decía que era a su nombre. Sorrento era un buen amigo de la familia Solo, propietaria de una lujosa cadena de restaurantes. Se había despedido de su amigo ya ahora se dirigía a la academia de nuevo. En todo momento iba mirando el teléfono para ver si había alguna noticia sobre su prueba. Estaba nervioso mucho y no quería estar solo. Julián tenía que irse a atender unos asuntos importantes. Suspiró y se sentó en uno de los sofás del jol de la primera planta. Volvió a mirar el teléfono por décima vez y soltó un gran suspiro. Nada. ¿Cuánto podían tardarse? ¿Tanta gente se había presentado? Había pasado como una hora casi desde que había hecho la prueba. La gente bajaba y subía, entraba y salía del edificio y Sorrento solo los miraba aburrido. De repente su vista se centró en un joven de cabellos azulados y de traje blanco. Un momento, ese era Orfeo. Agarró su maletín y corrió hacia él. 



—¡Orfeo! —llamó. 



Pero su voz sonó más alta de lo debido y todos le mandaron callar. Se sonrojó y se disculpó. Orfeo se giró al ver quien le llamaba y al ver a Sorrento se sonrió, quien estaba sorprendido era Sorrento. 



—Hola de nuevo. —sonrió Orfeo. —¿Qué tal la prueba? 



Sorrento parpadeó varias veces y pensó que pregunta haría primero. 



—Mi prueba muy bien, creo que puedo entrar. —contestó. —¿Qué haces aquí? —preguntó. 



—¿Yo? Estudio y enseño aquí. —dijo Orfeo sonriendo.  



—Pero no te bajaste conmigo en la parada. —dijo Sorrento. 



—Debía atender unas cosas antes de venir. Pero aquí estoy. 



El silencio se hizo presente tras esas últimas palabras por parte de Orfeo y ambos se miraron sin saber que decir. Sorrento miró un poco a su alrededor algo nervioso. No se esperaba ese encuentro y se había lanzado sin pensar. Tragó saliva y se miró a Orfeo. ¿Qué decir? 



Orfeo tampoco sabía muy bien que hacer o decir. No hasta que vio a Mime bajar a paso rápido las escaleras. Miró a Sorrento y le agarró de la mano para tirar de él hacia la puerta de manera imprevista. Sorrento se resbaló un poco hacia delante y solo pudo seguir a Orfeo sin entender que estaba pasando. Fue arrastrado a fuera del edificio ante la mirada de Mime, quien solo bajó el cabeza apenado.  



Arrastró rápido Orfeo arrastró a Sorrento hasta una de las calles de la ciudad y miró hacia atrás. No había rastro de Mime. Suspiró con cierto alivio y miró a Sorrento para disculparse con él. 



—Lo siento, no quise hacerlo, pero tenía que huir de una persona. —dijo 



—No pasa nada, es solo que ha sido por sorpresa. No estaba preparado. —se rio Sorrento. 



Orfeo le miró y le sonrió. Sorrento sostenía su maletín con ambas manos y miraba a Orfeo. 



—Déjame que te invite a algo como compensación por ese trato. No te lo merecías. —comentó Orfeo. 



—No, no hace falta. 



—Insisto. —insistió Orfeo. —O harás que me sienta mal por el resto del día. 



Sorrento soltó una suave risa. La verdad no le importaba. La excusa perfecta para poder conocerle mejor. Le había caído bien y ahora que sabía que también asistía a la academia más ganas tenía. 



—Bien, si insistes no me voy a negar. 



Orfeo asintió satisfecho y le llevó por esos callejones a un pequeño bar que estaba un tanto oculto. Sorrento observó el lugar. El cartel decía “Bar El Doble Pez”, un nombre muy extraño hasta para un bar. Orfeo abrió la puerta y le invitó a entrar. Sorrento entró y asombró al ver la decoración que había. Era sencillo y se respiraba un aire de paz y tranquilidad. Había un poco de música de fondo, no muy marchosa no muy lenta, no, en un punto intermedio. En barra había algunas personas y lo que más le llamó la atención a Sorrento fueron la cantidad de gente joven que había. Uno de los camareros les llamó la atención detrás de la barra. 



—Buenas tardes chicos, hola Orfeo. —dijo este. 



—Buenas tardes Alba, nos pones una mesa? —preguntó Orfeo acercándose a la barra. Sorrento se sorprendió de la belleza de aquel joven, tenía unos rasgos más delicados y por el nombre podría haber dicho que era una chica, pero no. Su voz le delataba como un chico. 



—Ya sabes que entras y te sirves, —dijo lavando unos vasos. 



Orfeo solo le dedicó una sonrisa y guio a Sorrento un poco más al fondo del bar hasta una agradable mesa que daba a la ventana con vistas a la calle de al lado. Ambos tomaron asientos y se quitaron las cosas. El mismo joven de la barra se acercó a atenderles. 



—Muy bien, ¿qué vais a pedir? —hizo clic con el boli para tomar nota. 



—Yo lo de siempre, Sorrento, ¿qué vas a querer? —preguntó Orfeo a un despistado Sorrento. 



Albafica dirigió su mirada hacia y esperó para apuntar. Sorrento solo miró un poco a Orfeo y buscó la carta con los ojos. La abrió a prisa y miró las bebidas. Estaba nervioso y su compañero lo notó. Entonces intervino por él. 



—Tráele una tila, esta algo nervioso. —dijo. 



Albafica asintió y lo apuntó. Lo tendría en unos minutos y se lo llevaría a la mesa. Orfeo miró hacia la calle con la mano en su mejilla. Sorrento le observó aún en silencio y con la curiosidad de porqué había salido corriendo. Pero no sabía si preguntar, se animó a hacerlo. 



—Oye, tal vez no sea mi asunto, ¿pero de quién huías? —preguntó captando la atención de Orfeo de nuevo. Este solo suspiró. 



—Mime, un amigo mío de la infancia. —dijo —No me deja de perseguir... — Sorrento solo asintió y miró a la ventana también. No quiso preguntar más, pero Orfeo siguió hablando. —Ocurrió un incidente y aún no he podido procesarlo. Por eso le estoy evitando. 



—Entiendo... —dijo Sorrento mientras Albafica les traía las bebidas y Sorrento les daba las gracias, les dejó algo para picar también. —Espero que puedas hablar con él. 



—Es un gran amigo mío, pero no sé qué hacer... —miró a Sorrento y se apoyó más en la mesa. Necesitaba consejo. —Sorrento, ¿podrías darme consejo? 



Sorrento parpadeó varias veces. ¿Él? Se conocían de solo unas horas. No sabía que decir y solo asintió con la cabeza. 



—Se que nos conocemos de hace nada, pero ya no sé qué hacer. —dijo Orfeo un poco desesperado. Al fin, por fin lo admitía. 



—¿Y si me cuentas que ha pasado? —preguntó Sorrento. —No hace falta mucho detalle... 



Orfeo sonrió un poco y empezó a explicar:  



—Mime y yo somos amigos desde siempre. —comenzó. —Siempre hemos estado juntos, mi hermana, él y yo. Hace unas semanas fui con Mime a una fiesta que daba un compañero de la academia. Yo no bebí, tenía que conducir luego a casa. Pero Mime sí y cuando lo fui a dejar en su casa se me tiró a los brazos, se me declaró y me besó. — Sorrento estaba expectante, pero siguió escuchando. —Al día siguiente me dijo lo mismo, que para él era más que un hermano, me amaba de verdad. 



—¿Y qué le has dicho...? —preguntó, aunque la respuesta era bastante obvia. 



—Nada, sigue tratando de que todo sea como antes. Pero no es eso lo que me tiene así con él. —se llevó los dedos al puente de la nariz. —Y es que ha estado de usar a mi hermana como su mensajera y llegó a afirmar que éramos novios. —Suspiró con pesadez — Hoy mi hermana me entregó otra carta suya. Son ya tres. 



Sorrento acabó de remover la tila con la cucharilla, dio unos leves golpecitos en la taza para hacer caer las gotas restantes y luego la dejó en el plato donde la taza se posaba. Orfeo miraba por la ventana con su taza en la mano, degustando aquel café. Pensando un poco que responder, Sorrento apoyó su mejilla en su mano.  



—¿Y por qué no hablas con él? ¿No será sencillo que le digas que no y ya? —preguntó. Orfeo sonrió ligeramente y sus ojos se movieron hacia los de Sorrento. 



—La cosa es que no es sencillo. Mime no acepta las cosas, así como así. Siempre ha tenido sí a todo. —explicó dejando la taza sobre la mesa. —Quiero hablar con él, pero cada vez que le veo no puedo hacerlo. Soy un cobarde. No se merece que le deje así. 



Sorrento vio la leve mirada de melancolía que a su nuevo amigo se le ponía volviendo a mirar por la ventana. Sabía que en el fondo no quería perder a su amigo. Pero tampoco podía seguir huyendo más. Orfeo era el primero que se decía eso y lo expresaba; Mime no se merecía ser tratado así. Pero aún no podía hablar con él. 



Sorrento dio varios sorbos a su tila y cerró los ojos escuchando la melodía de fondo. Ahora sonaba una guitarra española. Se echó hacia tras hasta apoyar la espalda por completo en el respaldo y pensó un poco. 



—¿Sabes? Pienso que solo debes buscar el momento adecuado. Cuando te sientas listo habla con él. Que te escuche. —dijo Sorrento llamando la atención de Orfeo. —Es un amigo cercano y en el fondo no quieres perderlo. Pero quieres expresarte. No necesitas hacerlo con palabras. 



Alzó el dedo para que Orfeo escuchase la guitarra de ese momento y entendiese a qué se refería.  



—¿Música? —preguntó. Sorrento asintió. 



—Yo me he expresado así muchas veces. A veces, cuando las palabras no salen busca otro método. Te apasiona la música, sino no estarías en la academia. —sonrió. 



Orfeo estaba realmente sorprendido por las palabras de aquel joven. Era muy listo. No se había parado a pensar que esa era la mejor forma que tenía para exponerse. La música. Ese chico le caía mejor aún. Parecía leerle la mente y no Mime, con quien compartía ese gusto también por la música no había experimentado nada. Su sonrisa parecía brillar. Le recordó a la sonrisa de su querida hermana Eurírice. ¿Qué tenía aquel chico? Todas sus preocupaciones se esfumaron de repente. Solo Eurírice lograba eso. Le gustó. Quería conocerle más, aunque en el autobús le había hablado mucho de él.  



Charlaron por el resto de la tarde hasta que dieron las nueve de la noche y ya había oscurecido, fue Albafica quien tuvo que “echarles” porque solo quedaban ellos. Ambos caminaron por las calles bajo las farolas y llegaron a un puente. Orfeo se detuvo en ese momento y miró al horizonte. Sorrento sintió que no le seguía y se giró para verle parado. Vio como sacaba una lira de su maletín y abrió los ojos. Hasta ahora no le había preguntado que instrumento tocaba. Orfeo pasó los dedos por las cuerdas y la melodía empezó a sonar. Sorrento abrió los ojos. Su cuerpo quedó paralizado y sintió varios escalofríos recorrer sus piernas y sus brazos, la piel se le erizó. ¿Qué era esa sensación? Se quedó sin aire, maravillado y reconociendo al instante que la pieza que estaba tocando. Como no reconocerla era su favorita: El Lago de los Cisnes. Sin pensarlo sacó su flauta y entró a acompañar a Orfeo. 



Orfeo, quien había vuelto a viajar a su Elíseos salió al oír la flauta. Giró la cabeza y se quedó boquiabierto al ver a Sorrento con la flauta. No era nada igual a lo que había escuchado. Desde muy niño sabía identificar si un instrumento era apto o no para alguien, y para Sorrento la flauta era su instrumento, era la misma perfección. Sus miradas se habían encontrado, sus manos no dejaron de tocar las cuerdas de su lira y ambos sonidos se fueron mezclando hasta fusionarse en una perfecta sincronización. La gente que pasaba por allí los miraba y poco a poco se fue aglomerando dejando un semicírculo. No estaban muy lejos el uno del otro, solo un par de menos de distancia. El ambiente pareció volverse mágico. Las cámaras les grababan y ellos no se daban no cuenta de ello. 



Entre los espectadores una mirada conocida se había acercado, Mime, recién salido de la academia pasaba por el puente y vio aquella aglomeración. Intrigado y atraído por el magnífico sonido de aquella sublime interpretación de El Lago de los Cisnes se abrió paso entre la multitud. Al ver a Orfeo sonrió y trató de llamarlo. Desgraciadamente las palabras no salieron de su boca al ver que estaba con otro joven. Se detuvo casi derrapando y por poco se cayó al suelo. Miró a ambos ¿quién era ese prodigio que tocaba junto a Orfeo? La combinación y sincronización era tal que no pudo más que elogiarla en su interior, pero no estaba feliz. Los ojos de Orfeo estaban brillando como jamás los vio. Estaba disfrutando de la música. Esa mirada nunca la vio o percibió cuando ambos tocaban juntos. ¿Se estaban hablando entre ellos? El sofoco llegó y el aire se fue. Su cuerpo no respiraba y tuvo que salir de allí. Eso aclaraba todo para él. 



La música siguió y siguió hasta que los espectadores se fueron retirando y dejaron el puente vacío. Sorrento dejó de soplar y jadeo. Su cuerpo rogaba por aire. No sabía cuánto había tocado, pero había pasado sus límites. Perdió un poco el equilibrio y Orfeo se apresuró a sujetarle de la cintura. Sorrento se agarró a él y luego se fue sentando poco a poco. 



—¿Estas bien? —preguntó preocupado Orfeo. 



—Sí. —afirmó con una sonrisa. —Jamás había pasado mi límite. 



Orfeo alzó una ceja y se sentó a su lado en la acera. 



—¿Cuál es tu tiempo récord en tocar sin pararte a descansar? —preguntó. —Tocas un instrumento de viento, tus pulmones de aguantar mucho. 



Sorrento pensó unos segundos. 



—Pues yo diría que 10 minutos... —dijo algo sonrojado. 



Orfeo se asombró. 10 minutos si era un gran logro.  



—Tocas muy bien, deben de cogerte en la academia. —dijo Orfeo. 



Clic, eso hizo la mente de Sorrento. Pálido se apresuró a tomar su teléfono y lo desbloqueó. Tenía cuatro llamadas de Julián y una de un número desconocido, además un SMS de ese mismo número. Debía ser el número de la academia. Miró a Orfeo sin palabras y nervioso. Orfeo se sorprendió y cogió la mano para tranquilizarle. Le asintió con la cabeza, él estaría ahí, no tenía que temer. Tomando aire y soltando un gran suspiro abrió el mensaje y se puso a leer. Se quedó sin palabras mirando la pantalla. Orfeo también mirada y sonrió. Aceptado. Sorrento echó la cabeza hacia atrás y suspirando aliviado y sin ser consciente la apoyó en el hombro de Orfeo. Este no le dio importancia y también hizo el gesto de apoyar su cabeza en la de Sorrento. En ese momento no había palabras, el silencio reinaba y lo decía todo. Paz para una gran noticia como era esa. La mejor que podía recibir. Sorrento cerró los ojos tomando la mano de Orfeo correspondiendo a su agarre, no le había soltado la mano en ningún momento, y la apretó. Necesitaba ese momento. Orfeo solo sonrió y miró al cielo para ver las estrellas brillar. Eran preciosas. Y allí se quedaron, juntos, solo ellos dos en su silencio y compañía. 



 



 



¿Continuará? 

 


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