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Ignacio y Álvaro por TadaHamada

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Notas del capitulo:

Ya estamos a la par con Wattpad UwUr

Hola, me he tardado mucho en actualizar esta vez, lo siento. Es que he estado acomodando otra historia que tiene 65 capítulos y ha sido un trabajo arduo xd

Les presento a mi bb Enrique UwU <3

En fin, espero les guste este capítulo (y también el estúpido y sensual Enrique <3)

 

 

Gerardo se sentó en la cama con dificultad. Había tenido otra pesadilla horrible y estaba completamente aterrado.

Raúl se había quedado a dormir por primera vez en meses en la alcoba con Catalina debido a la visita de Manuel y su esposa. No quería que Carmen fuera a hablar mal de Catalina en la ciudad, así que tuvo qué aguantar estar en la misma cama, con ella tratando de ser cariñosa.

Gerardo encendió la lámpara de la mesita de noche, respiró hondo y cerró los ojos. Tenía mucho miedo porque sabía que Manuel estaba ahí, en la hacienda. ¿Cómo podría haberle dicho a Raúl que no quería estar cerca de él sin revelarle lo sucedido?

—Ya no eres Gerardo Navarrete... Ahora eres propiedad de mi padre y puedo hacer contigo lo que yo quiera y no habrá nadie en el mundo que se oponga.

Aún recordaba esas palabras y sentía escalofríos. Miró el reloj de bolsillo que Raúl le había obsequiado hacía tiempo, eran sólo las 3 de la mañana. Bebió un poco de agua y se quedó ahí, sentado. No podía siquiera bajar de la cama aún, sin ayuda.

Recordó que Raúl había cerrado con llave y él era el único que tenía dicha llave. Sólo así logró sentirse un poco más seguro y volvió a recostarse, pero ya no pudo dormir. Cualquier ruido le hacía dar un respingo. La ventana del balcón hacía mucho ruido debido al fuerte viento. Como había pensado, llegó una tormenta esa madrugada.

De pronto se escuchó un estruendo bastante fuerte y Gerardo dio un respingo. La lámpara de la mesita de noche se apagó, dejándolo en penumbras. Los relámpagos iluminaban la habitación cada cierto tiempo y la lluvia y el aire golpeaban violentamente la ventana. Escuchó voces en el pasillo, seguidas del sonido de la chapa de la puerta.

Raúl entró, con semblante preocupado.

— ¿Estás bien? — inquirió. Llevaba un quinqué en la mano y se acercó rápidamente al borde de la cama — Vamos, tenemos qué bajar — le instó y apartó las mantas luego de dejar el quinqué en la mesita de noche.

— ¿Qué está pasando? — preguntó Gerardo.

—Es un huracán al parecer, tenemos qué resguardarnos — explicó Raúl mientras lo cargaba —. Toma el quinqué — le pidió y fue con él hacia afuera. En el pasillo estaban Catalina y Carmen, asustadas. Manuel subió la escalinata y les avisó que ya estaba abierto el refugio, así que se dirigieron escaleras abajo.

Gerardo pudo ver desde una de las ventanas que el estruendo había sido causado por una enorme rama de árbol que había caído sobre el techo del corredor, rompiéndolo y destrozando uno de los ventanales. El aire entraba con fuerza, llevando consigo una helada lluvia, fragmentos de madera y vidrio, hojas de árboles y ramas pequeñas.

—Tengo qué traer algo del despacho — dijo Raúl antes de entrar al refugio que tenían justo en medio de la casa y que estaba hecho de materiales fuertes como piedra de cantera. La mayor parte de la casa grande estaba hecha de ese material y algunas estructuras de madera, pero tenía enormes ventanales y arcos que permitían el paso del viento, lluvia y objetos que el aire levantaba, como esa rama. Aquel refugio tenía pequeñas ventanas para permitir apenas la ventilación y una puerta hecha de madera muy gruesa —. ¿Puedes llevar a Gerardo, por favor? — le pidió a Manuel.

—Sí, claro — asintió el mayor y cargó a Gerardo, que se mantuvo muy tenso. Lo sintió temblar —. ¿Tienes frío? — preguntó con una sonrisa. Fue hacia el interior de aquel refugio y se sentó, con Gerardo sobre su regazo, en uno de los sofás del fondo, cerca de la estufa encendida. Gerardo se mantuvo en silencio todo el tiempo, temeroso —. Me da mucho gusto verte... — murmuró por la cercanía.

Todos los empleados de la casa grande entraron ahí, era amplio y había suficientes víveres para pasarlo hasta dos días. Había al menos 4 sofás, 2 camas tamaño matrimonial, un par de mesas con los víveres que habían llevado esa tarde los sirvientes, una alacena con los utensilios necesarios, una estufa con chimenea que llevaba el humo hacia el exterior. Era frecuente que en Yucatán hubiera tormentas, así que estaba siempre contemplado, sobre todo desde que la mañana anterior Raúl había notado el horizonte tan gris.

—Pediré que nos den un par de mantas — murmuró Manuel y llamó a uno de los sirvientes.

—Yo... puedo... permanecer sentado solo — murmuró Gerardo.

—Tonterías, estás temblando, necesitas calor — arguyó Manuel y recibió de manos del empleado aquella frazada con la cual cubrió las piernas de Gerardo —. Además, somos muchos y harán falta asientos — tomó otra frazada y cubrió a Gerardo por los hombros.

Gerardo se mantuvo inmóvil y cabizbajo. Manuel le hizo recostarse sobre su pecho y le frotó el brazo sobre aquella frazada.

—Estás frío... ¿Te sientes mal? — inquirió casi en su oído, haciéndolo temblar aún más —. Tu cabello ha crecido... — metió su mano entre los cabellos de Gerardo y acarició su nuca —. Casi llega a tus hombros...

Si bien en el pasado, Manuel tenía la libertad de acariciar así a Gerardo y de que éste simplemente correspondiera sus atenciones aunque fuera con una sonrisa, ahora era todo lo contrario. Gerardo se hallaba cada vez más lleno de pánico al sentir aquella mano entre sus cabellos y la otra sobre sus piernas.

Estaba de espaldas al resto de los presentes, así que nadie notaba su estado. Ansiaba que Raúl volviera y lo apartara de Manuel, pero parecía que no ocurriría pronto, pues había oído a Catalina hablando con Carmen sobre que Raúl estaba afuera ayudando a los capataces a poner a salvo a los trabajadores en la capilla de la iglesia.

Entonces fue que empezó a temer que Raúl resultara herido...

—Raúl me contó que tuviste mucha fiebre y estabas muy lastimado... Lamento mucho el no haberme dado cuenta de eso — habló Manuel en voz baja todavía —. Pero tuve qué irme de urgencia. Ojalá el capataz le hubiera comentado eso a mi padre cuando te llevó a bañar...

Gerardo se quedó callado... ¿Qué no había sido él quien lo había llevado arriba, le había dejado sólo una toalla y le había hecho aquello?

—Ojalá hubiera podido estar contigo para protegerte... Lo siento...— apoyó su frente cerca del oído de Gerardo.

Gerardo se mantuvo callado. No podía evitar pensar en lo que le estaba diciendo Manuel y cuestionarse a sí mismo como lo había hecho desde el momento en que sucedió todo... ¿De verdad había provocado todo eso?

—...Todos estos años solamente has estado jugando conmigo, tentándome, pero ya se acabó...

¿De verdad había sido así? Se había preguntado eso innumerables ocasiones luego de despertar tras una pesadilla. Se había culpado a sí mismo tantas veces por ello, creyendo que había sido así, que debió haber sido menos expresivo, menos condescendiente con él, que no debió haberse dejado dar tanto cariño, que debió haberle puesto un límite, haberle dejado en claro las cosas desde que comenzaron su amistad... Llegó a pensar que se merecía lo que le había hecho...

—Siempre respondiste a mis caricias, a mis abrazos...

Aún recordaba la voz de Manuel diciéndole aquellas cosas, pero él decía que nunca había estado ahí... ¿Acaso había alucinado todo eso debido a la fiebre? Una parte de sí no quería creerlo, pero... ¿cómo podría probarlo? Su mente trataba de darle sentido a todo, ¿y si había sido alguien más? Pero, ¿por qué otra persona le hablaría de los años en que la relación de él y Manuel había sido así? ¿Acaso también era imaginación suya sólo por haberlo visto ahí? No podía dilucidar qué había sido real y qué no.

Había tenido alucinaciones con Raúl también, alucinaciones donde éste lo besaba mientras yacía enfermo, cosa que creía imposible, así que comenzó a pensar que no había sido Manuel sino alguien más, pero...

¿Por qué sentía que el solo tacto de Manuel le causaba tanto miedo y escalofríos?

Quizá el trauma era real, pero el recuerdo era falso, se dijo. No podía acusarlo de algo que ni siquiera tenía la certeza de que hubiera sido hecho por él. Además, ¿quién le iba a creer? Si le hubiera dicho a Raúl, ¿le habría creído?, y si le hubiera creído, ¿habría hecho algo contra su propio hermano? ¿Y si hubiera hecho algo contra Manuel y resultaba que sólo había sido una alucinación producto de la fiebre?

Se sentía muy mal, no sabía ya qué creer... No sabía qué había sido real y qué no... Cerró los ojos, cansado emocionalmente.

—Ya he vuelto — oyó la voz de Raúl y recién fue consciente de que se había quedado dormido un buen rato, acurrucado entre los brazos de Manuel. Le había vencido el sueño al igual que a todos los que estaban ahí. Las mujeres se habían acomodado en las camas y los hombres se habían repartido en los sofás lo mejor que habían podido.

El propio Manuel dio un respingo al oír a Raúl.

—¿Cómo te fue? Estás empapado — observó el mayor de los Iturbide.

—Iré a cambiarme arriba — respondió Raúl—. Sólo quería saber cómo está Gerardo — murmuró y se colocó en el campo de visión del menor —. ¿Estás bien? —se frotó los brazos, temblando de frío.

—Sí, gracias — musitó, apenado. Aquella camisa blanca se pegaba al cuerpo de Raúl por lo empapado que estaba y casi podía ver a través de ella. Se sonrojó y agradeció internamente que lo único que iluminaba en ese lugar era la luz de un quinqué, quizá sería tan tenue como para que Raúl no lo notara.

Un sirviente le tendió a Raúl ropa seca y una frazada.

—Señor, arriba también cayó una rama, mejor no suba, es peligroso — le dijo al entregarle aquello.

Raúl asintió y agradeció al hombre. Se empezó a desabotonar la camisa frente a la estufa, donde recibía un poco de calor. Gerardo podía ver su espalda desnuda, pálida. Raúl era un hombre de cuerpo atlético y alto. No era tan robusto como Ignacio ni delgado como Enrique, mucho menos como Álvaro.

Gerardo apartó la mirada cuando notó que se estaba quitando toda la ropa en aquel rincón, aprovechando que todos dormían. Incluso había alcanzado a ver que tenía un lunar en la espalda baja.

—Impúdico — murmuró Manuel, divertido.

—Cállate, me estoy muriendo de frío — contestó en voz baja mientras se colocaba el pantalón seco y luego la camisa. Se cubrió con aquella frazada, aún temblando —. Dame a Gerardo — pidió y estiró sus brazos.

Gerardo alargó sus brazos hacia el cuello de Raúl mientras éste lo sujetaba con cuidado. Manuel se puso en pie para dejarle el lugar disponible a su hermano menor y acomodó las mantas sobre ellos dos.

—¿Estás cómodo? — preguntó Raúl mientras se acurrucaba con Gerardo en su regazo.

—Sí, gracias... ¿No quieres descansar mejor en la cama? — preguntó, apenado.

—Aquí estoy bien, además, tú me darás calor — sonrió y pasó sus brazos alrededor de la cintura de Gerardo, pegándose más a su cuerpo. Gerardo pudo sentir cómo aún temblaba y recargó su cabeza en el hombro de Raúl.

—Descansa... — murmuró sintiéndose más cómodo entre los brazos de Raúl. Manuel observó todo aquello desde el otro extremo de la habitación, donde su esposa le había hecho un espacio para dormir en la cama.

Luego de aquel suceso, las tareas de reparación de la casa llevaron varios días e incluso Enrique viajó hasta allá para asesorar a Raúl en temas de arquitectura. No le comentó sobre la presencia de Gerardo en ningún momento, pues sabía su opinión sobre lo sucedido con él y no quería que lo hiciera sentir mal con su rechazo. Era mejor así, pensó.

—Encontré una casa maravillosa para tu floreciente familia, sé que te va a encantar — le comentó cierto día en el despacho mientras ambos disfrutaban del whisky y un puro.

—¿Ah, sí? — luego de encomendarle aquella misión meses atrás, le sorprendía que al fin hubiera encontrado una de acuerdo a sus exigencias.

—Así es, querido Raúl. 7 habitaciones arriba, 3 de huéspedes abajo, sala espaciosa, un despacho tan grande como este, cocina, comedor, jardín delantero pequeño, pero el jardín trasero es amplio. Podrás tener a todos tus vástagos corriendo por ahí un día sin peligro alguno gracias a los altos muros. Está en una zona muy exclusiva, a 10 minutos en carruaje de la humilde vivienda que ocuparé al casarme — bromeó —. El precio te va a maravillar...

—¿De cuánto estamos hablando? — preguntó.

Enrique escribió en un papel la cantidad y se lo tendió a Raúl, que entornó los ojos por la manera casi clandestina en qué lo hizo. Tomó el papel y leyó aquello, quedando boquiabierto.

—¿Por qué tan poco?

—Ocurrió un crimen horrible hace un par de años y nadie la quiere comprar...

—Tonterías... Viví toda la vida en una mansión con reputación de estar llena de espíritus... La quiero — sentenció.

—Ahí podríamos hacer la despedida de soltero de Ignacio — sugirió Enrique, jovial.

—Suena perfecto.

—Lamento que no hayamos podido hacer la tuya, pero tus ocupaciones fueron demasiadas, espero que estando allá seas más libre de ir y venir a tu antojo y puedas deleitarme con tu presencia en futuros eventos del Jockey Club al menos.

—Claro que sí — asintió. Se hallaba más relajado, había terminado con todos sus pendientes, había dejado la hacienda reparada y ya había elegido un administrador para ella. Los sirvientes estaban encargándose de empacar lo que Raúl y Catalina llevarían a la capital.

Se irían temprano al día siguiente.

Manuel se había ofrecido a cuidar de Gerardo mientras Enrique estaba ahí. Raúl le había explicado la situación y se había mostrado comprensivo. Carmen pasaba el tiempo haciéndole compañía a Catalina, enseñándole a ser una excelente ama de casa y comentando los últimos chismes de la capital. Todo parecía ir en orden.

Gerardo intentaba perderle el miedo al hermano mayor de Raúl, repitiéndose a sí mismo que lo sucedido había sido una alucinación. Al menos respecto a quién lo había hecho, porque tenía claro que las lesiones en su cuerpo eran reales.

Manuel se mostraba cariñoso, atento, amable, gustoso de estarlo atendiendo. Sus caricias no iban más allá de lo normal, no parecían hechas con intenciones lascivas, así que eso daba pie a que Gerardo pensara cada vez más convencido de que había alucinado a Manuel mientras era abusado por alguien más.

Se estaba aferrando a ello para no caer en la desesperación.

*—*

Álvaro llegó a su casa a eso de las 7 de la tarde y bajó de su auto, encontrándose con que Ignacio lo esperaba en la cima de la escalinata de entrada. Tenía días sin verlo por diversas cuestiones, entre ellas, que lo evitaba lo más que podía, incluso faltando al trabajo para ello. Era doloroso para él, pues ya faltaban menos de 20 horas para la boda.

Involucrarse en algunos preparativos le había servido para distraerse un poco, pero era duro también ver a Esther tan ilusionada con el ser la más hermosa de las novias, estar en los diarios entre sus páginas de sociales, tener una boda de ensueño, ser el tema de conversación del Jockey Club por días, la envidia de sus amigas y excompañeras de instituto.

Todo aquello le tenía abrumado, así que no esperaba ver a Ignacio ahí. Pensaba que estaría ocupado haciendo los arreglos pertinentes, relajándose en algún lugar, poniéndose más apuesto —si es que eso era posible— y disfrutando sus últimas horas de soltería con aquella misteriosa mujer de la que estaba enamorado —según creía Álvaro —, cosa que Ignacio sabía que le escandalizaría porque le estaría faltando al respeto a Esther.

Ambos se miraron y ninguno fue capaz de sostenerle la mirada al otro.

—¿Has pasado? — preguntó el menor cuando el mayordomo le abrió la puerta.

—Sí, pero escuché tu auto venir y...— esbozó una sonrisa —. Quisiera... —tragó saliva —. ¿Podemos ir a otro sitio? — inquirió nerviosamente.

—Lo siento, tengo... Tengo una cita con Lorena a las 8, no podré hoy — agachó la mirada —. Además... A las 11 estaremos en tu despedida de soltero, ¿no?

—Entiendo... —asintió y esbozó nuevamente una sonrisa —. ¿Puedo...? ¿Puedo pasar a tu habitación mientras te arreglas? — preguntó.

—Ignacio... nunca has tenido qué pedir permiso — se rió bajito, nervioso —. Vamos...

Ambos subieron la escalinata en un tenso silencio. Sabían que tarde o temprano tendrían qué hablar del tema, aunque Álvaro esperaba que las cosas fueran como siempre, con Ignacio haciéndose el desentendido. Era más fácil para ambos, pensó.

Álvaro abrió la puerta e hizo un ademán a Ignacio para que entrara. El mayor asintió y entró en silencio. Álvaro cerró la puerta y se quitó los zapatos cansinamente al sentarse frente al tocador, luego se quitó la pajarita y la guardó en un cajón. Cuando alzó la mirada y vio a través del espejo la figura de Ignacio sentado en el diván que estaba al pie de la cama, notó que éste miraba fijamente cada movimiento que hacía. Apartó la mirada y se quitó el saco para dejarlo en la cesta de ropa sucia.

—¿Has pedido algo de beber? — preguntó Álvaro, más nervioso de lo que hubiera querido. Se puso en pie y fue hacia el armario.

—Sí, ya me ofrecieron lo pertinente, gracias — aseveró el mayor —. Álvaro...

—Dime — contestó distraídamente mientras elegía uno de los trajes que usaría para la cena. Ahí en el armario tenía el frac que usaría para la boda de Esther, listo para el gran día. Lo miró y sintió una inmensa tristeza. Lo descolgó y lo colocó hasta el fondo, queriendo ignorar sus sentimientos, como siempre.

—Ven... — murmuró Ignacio a sus espaldas, mientras pasaba sus brazos alrededor de la cintura de Álvaro y lo pegaba a su cuerpo, abrazándolo suavemente. Posó su mentón en el hombro del menor y cerró los ojos.

—¿Qué haces? — su voz fue un hilillo apenas, tanto que se sintió ridículo. Era como si con ese solo abrazo perdiera toda la fuerza. Su corazón latió fuertemente contra su pecho y sus manos automáticamente fueron hacia éste, como si con ello pudiera contenerlo.

—Hazlo conmigo... — susurró contra el cuello de Álvaro y depositó un suave beso en éste.

Álvaro tembló ante ese contacto. Su piel denotó el escalofrío que le había recorrido. Aguantó la respiración incluso.

—¿H-Hacer qué? — alcanzó a pronunciar. Sintió un beso en su nuca. Se había jurado que la siguiente ocasión en que Ignacio lo pusiera en semejante situación le iba a poner un alto, pero esto era demasiado y no podía reaccionar.

¿Acaso estaba soñando?

Ignacio coló una de sus manos bajo la camisa de Álvaro para tocar su abdomen. La piel de Álvaro era tan cálida y suave como la había imaginado y soñado.

Álvaro se apartó al sentir aquella mano intrusa. Se giró hacia Ignacio, molesto, y lo encaró.

—¿Por qué estás haciendo esto? — le recriminó — Soy tu mejor amigo, no tu juguete, Ignacio.

—No, Álvaro yo...

—Si lo que quieres es probar algo nuevo, ve y busca a alguien más. Yo no voy a ser parte de tus experimentos o lo que sea que estés intentando hacer — sintió cómo sus ojos se llenaron de lágrimas, aún contra su voluntad.

—No quiero lastimarte... Sólo quiero decirte que yo...

—Vete — se cubrió la boca con la mano, ahogando un sollozo. Se iba a girar, pero Ignacio le tomó la muñeca.

—No me voy a ir hasta que me escuches. Estoy harto de que me evites — no quiso alzar la voz. Tomó a Álvaro por los hombros con suavidad y lo miró a los ojos —. Estoy cansado de ser un cobarde... Debí hacer esto desde hace mucho tiempo... Álvaro, yo te amo — sintió automáticamente un peso menos en su alma al decir aquello. Miró a Álvaro, que se había quedado atónito, inmóvil, como procesando todo aquello —. Te amo... No me quiero casar con tu hermana, yo quiero estar contigo, quiero...

—¿Por qué hasta ahora? Te vas a casar mañana — sintió las lágrimas rodar por sus mejillas y agachó la mirada, no queriendo que lo viera llorar.

—Tenía mucho miedo de perderte...— agachó la mirada también —. Temía que reaccionaras mal... Que me odiaras... No podría soportarlo...— alzó la mirada y vio al menor sollozar en silencio.

Aunque Álvaro quería reclamarle tantas cosas, entendía tan bien ese miedo que no se sintió con derecho. Miró a Ignacio a los ojos, esos ojos verdes que lucían tan sinceros, que lo veían con amor... Un amor que no podía ser...

Estaba de por medio su hermana, su familia, la familia de Ignacio, la sociedad... Todo...

Se apartó de él suavemente y agachó la mirada nuevamente. No podía... Por más que su corazón le decía que se tirara a los brazos de Ignacio e ignorara todo, su razón le decía que estaba mal.

—Emiliano me dijo que tú también sientes lo mismo por mí — confesó Ignacio al no recibir más respuesta —. Al principio pensaba que sólo quería que yo me ilusionara para burlarse de mí, pero... Él se esforzó tanto por decírmelo aún en su condición... Incluso hizo que Jerónimo escribiera todo, dictándole cada palabra aún a costa de su propia recuperación — sacó de su bolsillo un folio doblado, algo arrugado, y se lo tendió.

Álvaro lo tomó. Ahí, con caligrafía que parecía más de un infante que de un adulto, estaban escritas todas esas cosas que Emiliano había querido decirle a Ignacio en aquella ocasión en que lo citó.

—Por eso me había pedido ir a su casa aquel día que Julio lo atacó — dijo Ignacio mientras veía a Álvaro desdoblar esa hoja y empezar a leer —. Él quería decirme todo eso...

"Ignacio.

No eres mi persona favorita y lo sabes. Sé que no soy la tuya tampoco, pero ambos amamos a Álvaro y queremos lo mejor para él. Por esa razón quería hablar contigo aquel día, porque ya no soportaba ver a Álvaro sufrir por ti y saber que tú también sufrías por él.

No quería decirte directamente lo que él siente porque no me correspondía, sólo quería que tú mismo confesaras eso que tú sientes por él. Ya Álvaro se encargaría del resto... Pero debido a mi situación, no pude hacerlo. Ahora, viendo cómo queda cada vez menos tiempo, me es imperativo hacerte partícipe de los sentimientos de Álvaro para que, con mayor seguridad, vayas a su encuentro y hagas lo que tengas qué hacer.

Nunca he podido agradecerte lo que has hecho por mí. Ten por seguro que lo haré de manera apropiada pronto.

Tengo fe en que harás muy feliz a Álvaro. Te haré llegar lo necesario, sólo debes seguir las instrucciones. Lo dejo en tus manos.

Deshazte de esta carta cuando sea prudente, no quiero que me involucren contigo, criminal.

Sabes que es broma, ¿cierto? Eres un buen amigo, me agradaron tus visitas. Cuando puedas, llama para tener novedades de ambos, por favor".

Álvaro terminó de leer aquella misiva, sorprendido, y alzó la mirada. Ignacio tenía un pañuelo de tela en una mano y un pequeño frasco ámbar de cristal con un líquido desconocido en la otra. Miró alternativamente aquellos utensilios y los ojos de Ignacio, queriendo entender qué sucedía, temeroso. Incluso dio un par de pasos atrás, mismos que Ignacio avanzó.

—No preguntes... Sólo respira... Yo me encargo de todo, yo asumo toda la responsabilidad de lo que suceda... Por favor — lo miró a los ojos, suplicante. Impregnó aquel pañuelo con el líquido —. Confía en mí...— pidió. Cerró aquella botella, la guardó en su bolsillo, y llevó aquel pañuelo hacia el rostro de Álvaro para colocarlo sobre su nariz y boca con suavidad —. Respira...— le dijo al ver que no oponía resistencia.

—Huele extraño...— tosió un poco; su voz se oyó amortiguada por el pañuelo.

—Shhh... Respira... — sin quitar el pañuelo, se trasladó a espaldas de Álvaro y pasó su brazo libre alrededor de él. Pasaron un par de minutos y notó que estaba haciendo efecto, lo supo porque el cuerpo de Álvaro se tambaleaba un poco, así que Ignacio lo llevó hacia el diván y lo sentó en su regazo —. Sigue respirando...

—Estoy... muy mareado...— murmuró y colocó sus manos sobre las de Ignacio.

—Sólo un poco más... — mantuvo el pañuelo sobre el rostro de Álvaro, que no tardó mucho en quedar inconsciente.

Ignacio lo observó un momento. Álvaro respiraba acompasadamente y tenía una expresión tranquila. Dejó el pañuelo a un lado y lo contempló por un momento, acariciando su mejilla, no pudiendo creer lo que estaba a punto de hacer, pero dispuesto a hacerlo.

Sonrió. Apartó a Álvaro un momento y se puso en pie para buscar los zapatos del menor y colocárselos. Tenía qué acomodarlo para cargarlo sobre su hombro. Debía irse con el más absoluto sigilo, procurando no ser visto. Quizá los sirvientes de la mansión no preguntarían nada. Ambos eran conocidos por tener unas formas muy peculiares de actuar pero, aún así, debía cuidarse de los padres de Álvaro y sobre todo de Esther.

Cuando salió al pasillo, cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido. Álvaro pendía de su hombro y debía ser cuidadoso durante el descenso por la escalinata. Anduvo a pasos largos pero silenciosos, queriendo salir de ahí lo antes posible.

Ya tenía trazado el plan, desde el momento en que Emiliano le había entregado esa carta por medio de Jerónimo. Esos días que había pasado conociendo esa información, y siendo evitado por Álvaro, habían sido terribles. Había llegado a pensar que era mentira lo ahí escrito o que Álvaro había terminado odiándolo por su comportamiento infantil.

Pero no desistió. Esa noche era su última oportunidad de hacer algo.

Sólo pudo respirar con tranquilidad cuando puso a Álvaro en el asiento trasero y subió al asiento del conductor. Puso en marcha el auto y al llegar a la reja, el portero le abrió.

—Que pase buena noche, joven Ignacio — le dijo el hombre. Miró de reojo a Álvaro en el asiento trasero, pero pensó que simplemente estaría yéndose sin permiso a algún lado y por eso se escondería ahí.

Ignacio notó que el hombre se había dado cuenta y temió que preguntara algo, pero se sintió aliviado al ver que no lo hacía.

Fue hasta las 8 de la noche, cuando Álvaro no llegó a recoger a Lorena para ir a cenar, que ésta llamó preguntando por él.

Hola, Esther... Es que... Álvaro no ha llegado, ¿le pasó algo? Suele ser muy puntual...

—Iré a ver a su habitación, entró con Ignacio hace una hora. No los he visto ya, pensé que se habían ido — respondió la menor de los Diener y dejó el teléfono en aquella mesita para ir a ver.

Luego de buscarlo ahí y no encontrar a nadie, buscar en la habitación de sus padres, en el estudio, en la sala y la cocina, volvió hacia el teléfono.

—Álvaro no está por ningún lado — le comunicó a su mejor amiga —. Quizá tuvo algún problema en el camino — supuso.

—El joven Álvaro debe estar enfermo — se acercó a decirle una de las sirvientas —. El joven Ignacio lo llevó cargando hasta su auto y se fue.

—¿Qué? — Esther miró a la joven sirvienta asentir —. Te llamo en un momento, Lorena — colgó y se giró hacia aquella mucama —. ¿A qué te refieres con eso?

—Lo vi bajando con el joven Álvaro sobre el hombro. Parecía que estaba dormido, pero yo sé que no lo estaba porque los vi un poco antes entrar, normal. Pensé que quizá estaban jugando o algo así, como siempre — relató la joven.

—Bien, gracias por decírmelo — Esther se quedó pensativa. Lo primero que pensó fue que Ignacio habría llevado a Álvaro por la fuerza a uno de esos lugares de mala reputación para divertirse por última vez antes de casarse. Llamó a Lorena para decírselo —. Una de mis doncellas me dijo que los vio salir, pero que Ignacio se llevó a Álvaro sobre el hombro, inconsciente — le comentó.

¿Crees que está enfermo? — inquirió ella con preocupación — Tenemos qué encontrarlos, ¿qué tal si Álvaro está mal? ¿Y si le pasó algo?

—No creo... Debe ser otro de sus juegos. Si Álvaro estuviese mal, Ignacio nos habría dicho algo, como la vez pasada — supuso Esther —. Tú sabes que Ignacio adora a mi hermano, jamás permitiría que le pase algo malo y no jugaría con su salud.

Lo sé, pero... Entonces, ¿qué puede estar pasando?

—Yo creo que solo se fueron por ahí a divertirse, aprovechando la última noche de soltería de Ignacio. Son unos inmaduros — entornó los ojos —. No sé qué voy a hacer con Ignacio cuando estemos casados, pero definitivamente no puede seguir así.

Querida, agradezco tanto que Álvaro sea tan diferente...— suspiró —. Yo sé que él sólo se deja llevar por Ignacio, pero sé que cuando se case conmigo será un esposo muy responsable y amoroso.

—Eso espero — se calló un par de segundos —. ¿Puedes localizar a Enrique? Quizá él sepa algo.

Sí, tengo el número de teléfono de su despacho, debe estar aún ahí. Lo llamaré.

Esther se despidió de Lorena entonces. No pudo evitar quedarse pensativa... Había algo que no terminaba de gustarle, así que se dirigió a la habitación de Álvaro de nueva cuenta. Cuando encendió la luz, entró con cierta reticencia. No solía visitar la habitación de su hermano con tanta confianza y menos si él no estaba, era algo que respetaba mucho, pero algo le hizo entrar.

Al pie del armario se encontró un folio algo maltrecho y lo recogió. Iba a dejarlo sobre el tocador pero al ver el nombre de Ignacio en él, no pudo evitar seguir leyendo.

Cada palabra que contenía aquella carta era como un balde de agua helada cayendo sobre ella. Se sintió mareada incluso y tuvo qué acercarse al diván y sentarse. Una vez que terminó aquella carta, tuvo qué volver a leerla, pensando que había confundido las cosas, que quizá estaba malinterpretando el sentido de todo aquello.

"...ambos amamos a Álvaro y queremos lo mejor para él..."

"...ya no soportaba ver a Álvaro sufrir por ti y saber que tú también sufrías por él..."

"...me es imperativo hacerte partícipe de los sentimientos de Álvaro para que, con mayor seguridad, vayas a su encuentro y hagas lo que tengas qué hacer..."

"...Deshazte de esta carta cuando sea prudente, no quiero que me involucren contigo, criminal..."

—Oh, Dios mío — se llevó la mano a la boca para acallar aquella expresión de pánico.

"...y saber que tú también sufrías por él..."

¿Ignacio sufría por Álvaro? Su mente no quería darle el sentido que sabía perfectamente que contenía aquella misiva. No quería aceptarlo, quería pensar que en la mañana llegarían ambos, se alistarían para la boda y todo saldría como debía ser.

Pero conforme aquella carta en su mano era releída casi con obsesión, supo que ya no tenía sentido esperar a que volvieran, pues era en vano. Arrugó aquel folio en sus delicadas manos, con ira, y lo rompió en dos. Miró ambos trozos de papel y supo que tenía qué mostrárselos a alguien.

Se levantó y fue a buscar a su madre, ¿a quién más podría decirle aquello? Sentía cómo todo se derrumbaba, todos sus planes, su sueño de una familia perfecta... No amaba a Ignacio, pero confiaba en que tarde o temprano lo haría. Lo que le dolía era que él había preferido a Álvaro, a su propio hermano... a un hombre...

¡Y se lo había llevado! ¡Se lo había robado!

Eso asumió porque, como decía esa carta, si Álvaro tuviera sentimientos hacia Ignacio, ¿no habría ido por su propio pie con él? ¿Ignacio había confundido la devoción de Álvaro con algo más y por eso había tenido qué llevarlo inconsciente?

—¡Madre! — la llamó al entrar a la alcoba de ésta — ¡Se lo llevó! — le tendió aquellos pedazos de papel — ¡Se llevó a Álvaro! — estaba fuera de sí, incluso su madre tuvo qué tomarla por los hombros e instarle a calmarse.

—¿De qué hablas, hija? ¿Quién se llevó a quién? —tomó aquellos trozos ya bastante arrugados y desvió su mirada hacia ellos sin mucha atención.

—¡Ignacio! ¡Dios mío! ¿¡Cómo pudo hacerme esto!? — exclamó con rabia.

—Cálmate, por favor — le pidió la mujer, asustada —. No estoy entendiendo nada, explícamelo.

—¡Ignacio se llevó a Álvaro! ¡Se lo llevó! — comenzó a llorar sin control, devastada.

—Hija...

—¿Qué sucede? — inquirió alarmado el señor Diener al entrar, luego de oír aquellos gritos.

—Yo creo que Esther está muy nerviosa por la boda, voy a pedirle a la cocinera que prepare algo de té para que se calme — quiso ponerse en pie pero Esther le tomó la mano para que no se fuera.

—¡Padre! ¡Haz algo! ¡Ignacio se llevó a Álvaro! ¡Se lo llevó! — tomó la carta rota que su madre había dejado en el diván y se la tendió al hombre, que comenzó a leerla. Ella pudo ver cómo su rostro palideció y su mueca se deformó a una completamente llena de rabia e indignación.

—¿¡De dónde sacaste esto!? — increpó el hombre.

—Estaba en la habitación de Álvaro, en el suelo — respondió ella, temerosa. Nunca había visto a su padre tan furioso.

—¡Esto no puede ser cierto! ¿¡Quién escribió estas mentiras!? — releyó rápidamente. Conforme leía, en su mente aparecían uno a uno recuerdos de la amistad de su hijo con Ignacio y parecía tener sentido, pero se negaba completamente a aceptarlo. No, debía ser un error, una broma de muy mal gusto, una confusión... —¡Ni una maldita palabra de esto a nadie! ¿¡Escucharon!? — miró a ambas mujeres con cada vez más ira dibujada en sus facciones — ¡Mi hijo no es un maldito maricón! — hizo pedazos aquella carta, trozos tan pequeños que volver a armarla sería muy difícil. Dejó aquellos trozos en un cenicero y les prendió fuego, como si con eso pudiera hacer desaparecer ese sentimiento de deshonra que pesaba ahora sobre él.

—¿Qué vas a hacer? — inquirió la señora Diener al verle ir hacia el armario y tomar aquella chaqueta que usaba para ir de cacería — ¿Vas...?

—Voy a matarlo — masculló y se calzó las botas —. Nadie va a deshonrar a mi hijo de esa manera y salir vivo — espetó —. Ustedes quédense aquí. Por ningún motivo hablen de ésto con nadie — les advirtió.

—Te va a hacer daño en el corazón, cálmate — le pidió su esposa, pero él se zafó de su agarre y salió de la habitación.

Abajo, varios de los empleados se habían reunido al pie de la escalinata al oír los gritos de Esther. Habían podido oír cada palabra que ésta decía. Fueron sacando sus propias conclusiones. Tuvieron qué dispersarse cuando oyeron los pasos del señor Diener ir por el pasillo.

El señor Diener tomó su rifle de caza del armario de la entrada y las municiones. Iría a buscarlo a la mansión Lascuráin primero, se dijo. Eran las 9 de la noche casi, ¿a dónde más podría ir Ignacio?

*—*

Abrió los ojos y se encontró en la penumbra de una habitación extraña. Se incorporó de golpe y miró a su alrededor. Era una habitación pequeña con una cama, una mesita de noche con un quinqué encendido pero cuya luz apenas permitía ver algo. Tenía una ventana cubierta por una gruesa cortina de color oscuro. Las paredes parecían de madera, al igual que la puerta. El lugar parecía de baja clase, aunque no le incomodaba del todo.

El chirrido de la puerta al abrirse le hizo girar la cabeza hacia allá, temeroso, pero la figura de Ignacio le dio más tranquilidad.

—Despertaste... — murmuró y se acercó hasta el borde de la cama. Dejó aquella bandeja que llevaba, con un par de platos y vasos, en aquella mesita de noche —. Dormiste más de lo que pensé... — le acarició la mejilla y se inclinó para besar sus labios sin encontrar resistencia. Al separarse le sonrió, embelesado, acariciando su mejilla.

Álvaro sonrió con timidez y agachó la mirada. Una parte de sí le decía que aquello era simplemente un sueño.

—Te amo — murmuró Ignacio pegando su frente a la del menor —. Te amo tanto...

—Y yo a ti — susurró Álvaro y puso su mano sobre la de Ignacio. La calidez de aquella mano sobre su mejilla era tan real que aquello no podía ser un sueño, se dijo —. ¿Dónde estamos? — inquirió un momento después.

—Estamos en una posada. Aún estamos cerca de la ciudad, pero quise que nos detuviéramos aquí a descansar un poco y... — desvió la mirada —. Necesito confirmarlo... ¿De verdad te irías conmigo? — lo miró a los ojos.

—¿A dónde iríamos? — preguntó y fue su turno de tocar la mejilla de Ignacio, que recibió aquel tacto con una sonrisa.

—Hace mucho tiempo te dije que había adquirido una propiedad en Coahuila. Es una hacienda donde en aquel entonces pensaba que podríamos pasar nuestros días libres, lejos de nuestras esposas... Creo que desde entonces ya tenía claro que junto a ti era el único modo de sentirme feliz — soltó una risilla —. Siempre ha sido así... Eres la única persona con la cual quisiera pasar el resto de mi vida. Pero independientemente de lo que yo quiera... — suspiró —. Quisiera saber qué es lo que tú quieres... Porque mi mundo perfecto sería ese, pero, si no lo es para ti... Yo no puedo llevarte conmigo a la fuerza. No quiero que seas infeliz, no podría...

—Sí quiero ir contigo... —interrumpió Álvaro —. Adonde sea, no me importa, sólo... Mientras estés tú no importa qué lugar sea...

—No sabes lo feliz que soy de oírte — se inclinó para besarle la frente, luego la sien, el pómulo, la mejilla, la barbilla y el cuello mientras se iban recostando lentamente. Se apartó un poco para volver hacia los labios de Álvaro y dedicarse a ellos un largo rato, mientras sus manos asían con suavidad su rostro. Álvaro mantuvo las propias sobre el pecho de Ignacio, pasando hacia sus hombros y luego a sus brazos.

Si aquello era un sueño, no quería despertar jamás.

Pero Ignacio se detuvo y se incorporó.

—Este lugar no es apropiado — murmuró. Sabía que la gente podría oírlos, por eso hablaba en voz baja. Habían entrado ahí y obviamente habían llamado la atención, no sólo porque ambos fuesen de una posición social diferente a la de quienes siempre acudían a ese sitio a las afueras de la ciudad, sino porque Álvaro estaba inconsciente entre los brazos de Ignacio. El auto estaba aparcado bajo aquel tejado donde el resto de los huéspedes solían dejar sus carretones, carrozas o animales de carga. Llamaba la atención por donde quiera que lo vieran.

Además, no quería tener intimidad con Álvaro en un lugar así. Quería tomarlo, lo ansiaba, pero quería que fuera en un sitio mejor, donde pudieran hacerlo sin miedo a que los escucharan. Sentía que Álvaro merecía estar en un lugar apropiado, donde pudieran tomarse su tiempo, disfrutarlo, donde no tuvieran qué esconderse.

La última semana, a pesar de que Álvaro lo había estado evadiendo y le dolía, se había abocado a preparar las cosas en aquella hacienda, a trasladar sus pertenencias, sobre todo su dinero.

¿Qué habría hecho si Álvaro no hubiera querido?

Por su mente había pasado esa idea de robárselo, como Álvaro mismo había sugerido aquella vez en la cafetería. Pero sabía que si Álvaro se hubiera opuesto, sólo conseguiría hacerlo infeliz. No se sentía capaz de tomarlo sin su consentimiento, no se sentía capaz de hacerle algo tan cruel.

Lo amaba tanto que estaba dispuesto a dejarlo ir. Pero tampoco se quedaría a casarse con Esther ni ver a Álvaro casado con Lorena, era algo que no iba a poder soportar.

*—*

Raúl, su esposa y Enrique llegaron a la nueva mansión en la Ciudad de México aquella tarde, bajaron del auto. Enrique sacó las llaves de la puerta principal y se las tendió a Raúl, que hizo los honores de abrir aquella puerta de caoba finamente labrada. Los sirvientes procedieron a llevar las maletas dentro para dejarlas en la habitación principal, en silencio.

—Bienvenidos a su humilde morada — expresó Enrique, jovial.

—Es bonita — Raúl observó aquella propiedad con cierto interés.

—Es preciosa — habló Catalina y entró luego de que Enrique le hiciera un caballeroso ademán para dejarle ingresar primero —. Gracias.

Raúl entró a la par de Enrique, que les iba comentando los aspectos arquitectónicos del sitio y comentándoles las mejoras que podrían hacerse. Catalina quiso pasar a ver la cocina y quedó maravillada con ella.

—... y me encanta el estilo gótico que tiene, hay unas exquisitas ménsulas en la parte exterior, con forma de ángeles, le van a fascinar a Catalina —comenzó a dar detalles que quizá sólo él entendía. Raúl admiraba la manera apasionada que tenía Enrique de hablar sobre arquitectura de todo tipo e historia del arte.

—Por supuesto — lo único que pensaba en esos momentos era en ver cuál habitación le asignaría a Gerardo, qué mejoras haría para hacerle más sencillo andar por la casa. Ya no tendrían ese corredor enorme con vista al jardín, así que tendrían qué hacer uno para pasar las tardes ahí. Aquel enorme jardín se le antojó para construir una pequeña cabaña donde pudiera pasar el tiempo con él a solas y...

Se quedó helado, ¿por qué tenía esos pensamientos?

—¿Pasa algo, querido amigo? — inquirió Enrique al notarlo tan ensimismado.

—No, nada... Me imaginaba todo lo que dices. Es una buena idea — mintió, no había puesto atención a casi nada, pero sabía que Enrique tenía muy buenas ideas en mente y le dejaría hacer todo a su gusto.

—De acuerdo... Comenzaremos el lunes con las mejoras, pues esta noche será la despedida de Ignacio y mañana la tan ansiada boda. El domingo estaremos algo indispuestos por los excesos del fin de semana seguramente — apuntó en una pequeña libreta un par de cosas.

—Dejaré que tú te encargues al cien por ciento de todo — le palmeó el brazo.

—Sabes que puedes confiar en mí — imitó el gesto de su mejor amigo —. Por cierto, Catalina me preguntó el otro día si podría construirse un elevador como para un enfermo, ¿qué opinas al respecto? — inquirió con algo de extrañeza.

—Por si acaso, supongo — fue lo único que atinó a responder —. Quizá tiene miedo de caer por las escaleras cuando esté embarazada — mintió. Sabía que Catalina tenía prohibido hablarle a Enrique acerca de Gerardo, aunque las razones ella no las tenía claras, pero no podía desobedecer una orden de su esposo.

—Tienes razón — asintió —. Voy a ver en dónde se puede colocar, para que no afecte la armonía de la casa — apuntó y continuaron con aquel recorrido.

Cuando Enrique se retiró, Raúl pudo al fin ir al despacho y llamar a la hacienda. Estaba preocupado por Gerardo, pero sobre todo sentía que quería oír su voz. Quizá se había acostumbrado tanto a estar cerca de él y cuidarlo, que ahora le parecía que nadie más era capaz de hacerlo del mismo modo.

Hermanito, ¿qué tal todo? — inquirió Manuel al contestar. Ya le había dicho alguien de la servidumbre que era él.

—Todo bien, ¿cómo están? — no quería apresurarse y preguntar por Gerardo tan desesperadamente.

Estamos muy bien, ha llovido un poco, pero nada grave — contestó, sabiendo que Raúl estaría preocupado.

—Bien, me alegra mucho... ¿Podrías pasarme a Gerardo?

Ahora mismo está dormido, está muy cansado.

—¿Ha estado tranquilo? ¿No ha recaído? — indagó y se pasó la mano por la cara, con alivio.

Todo está bien, hermano, en serio... Lo he cuidado muy bien. Más tarde partiremos para allá, para llegar a tiempo a la boda de Ignacio.

—Enrique quiere hacer algunas mejoras a la casa, ¿crees que podrías tenerlo en tu casa mientras tanto? — pidió, no muy convencido, pero sabía que si lo mantenía ahí, Enrique lo vería tarde o temprano.

Claro, yo me encargo, sabes que adoro a Gerardo. Lo cuidaré mucho, te lo prometo, no te preocupes — respondió Manuel, entusiasmado.

—Muchas gracias — suspiró de alivio. Al menos podría ir a visitarlo durante el día, mientras terminaban las obras. Ya pensaría después cómo decirle a Enrique que Gerardo seguía vivo y que, además, estaba bajo su protección.

Sabía que no iba a reaccionar bien.

Mientras tanto, Manuel puso aquel teléfono en su sitio y subió a ver a Gerardo. Éste seguía leyendo aquel libro de Oscar Wilde que Manuel había conseguido la tarde anterior en el centro de Mérida.

—¿Qué tal vas? — inquirió, sonriente.

Gerardo dio un respingo, pues no lo había escuchado entrar, tan sumido como estaba en la lectura.

—B-Bien, me encanta Oscar Wilde, gracias — puso el separador en la página donde se había quedado y cerró el libro, para ponerlo a un costado. Lo miró, interrogante, esperando noticias de Raúl.

—Era Raúl... Me pidió que te hospedara en mi casa cuando vayamos a la ciudad — le contó a medias.

Gerardo asintió, cabizbajo. Seguramente Raúl se había cansado de que estuviera entre él y su esposa todo el tiempo, o quizá su esposa le había reclamado aquello. Seguro querrían ser un matrimonio normal, pensó.

Hacía meses que estaba ahí, sólo robándole la atención de Raúl a su esposa. Seguramente no querría eso en su nuevo hogar.

Se sentía tan desanimado, tan triste.

Sintió aquella caricia en su cabeza y alzó la mirada, encontrándose con la sonrisa comprensiva de Manuel.

—Todo va a estar bien, ¿de acuerdo? Yo cuidaré de ti — pronunció para luego acariciarle la mejilla.

—Gracias — murmuró Gerardo y esbozó una sonrisa. Aún sentía escalofríos al sentir las manos de Manuel, pero intentaba con toda su fuerza convencerse de que él no había hecho nada malo.

—Sabes que te adoro — pegó su frente a la del menor, aguantándose las ganas de besarlo. Sabía que no debía apresurarse, pero le estaba costando muchísimo contenerse.

Cuando se había aprovechado de él en aquella ocasión, simplemente no había podido evitarlo. Verlo ahí, indefenso, saber que no sería capaz de oponerse, de decir algo porque ahora le pertenecía a la familia Iturbide... Tantas veces que había solo soñado con hacerlo suyo y en ese momento se había presentado la oportunidad. Había sido un maldito egoísta y no había considerado los deseos de Gerardo.

Después había creído que Gerardo había muerto y por eso se había ido con tanta prisa. Se había dado cuenta de las condiciones de su salud y pensaba que no sobreviviría. No había sido que no le importara, había sido el shock... Era un cobarde por haber hecho eso y lo sabía...

Catalina me contó que Raúl tiene a un amigo suyo en la casa, que está muy enfermo y que lo cuida muchísimo — habían sido las palabras de Carmen, su esposa. Ella y Catalina se llevaban muy bien y Carmen le enseñaba cosas que toda buena esposa debía saber y que nadie más le había enseñado, sino que las había aprendido con el tiempo. Hablaban todo el tiempo por teléfono, Carmen la escuchaba y la aconsejaba para mejorar su relación con Raúl, por ello solía enterarse de lo que sucedía en aquella hacienda y a veces le comentaba a Manuel.

Manuel había acudido a la hacienda inmediatamente, bajo el pretexto de saludar a su hermano, para saber si era cierto que Gerardo había sobrevivido y que Raúl lo cuidaba tanto. Cuando el menor de los Iturbide se lo confirmó, Manuel había pensado que podría recuperar a Gerardo, que la vida le brindaba otra oportunidad. Y todo se acomodaba a su favor, como por milagro. El tener qué quedarse a cuidarlo en la hacienda, el tener qué llevarlo a su propia casa a vivir por quién sabe cuánto tiempo... Creía que era el destino diciéndole que Gerardo era suyo, que debían estar juntos...

Manuel no era tonto, sabía que el estado febril de Gerardo en aquel momento en que lo había ultrajado le causaría confusión. Sólo debía fingir que él era inocente y comenzar a ganárselo con aquellas caricias, la atención, los cuidados. Pronto lo tendría ahí, dependiendo de él, incapaz de irse de su lado.

Se había equivocado aquella vez, pero ahora no pensaba ceder a sus impulsos, se dijo.

Gerardo dio un respingo y se sonrojó violentamente al sentir la frente del mayor pegada a la suya, pero no se apartó ni dijo nada. Su corazón latía con fuerza, con miedo. Cuando Manuel se apartó, Gerardo dejó de aguantar la respiración.

Ojalá el que tuviera esa clase de acercamientos fuera Raúl, pensó.



Notas finales:

Gracias por leer, estoy trabajando en el siguiente capítulo, espero no tardar en traerlo :3 <33333333333


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