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Ignacio y Álvaro por TadaHamada

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Notas del capitulo:

He vuelto ~u~r

Todos enfermamos en casa y fue un mes complicado, pero ya estamos bien :3

Creo que fue influenza o un resfrío fuerte, no sé, no salimos al médico porque #coronavairus xd

No hubo necesidad de hacerlo, nos apañamos con medicamentos comunes y mucho reposo. Me atrasé en mi trabajo y estuve varios días ocupada por ello :'v

Ojalá les guste este capítulo, traído con musho amor UwUr

—Te espero afuera — le dijo Ignacio, llevándose la bandeja. Tomó el florerito y lo dejó en el buró junto a la cama.

Álvaro se puso en pie y buscó su ropa para poder tomar una ducha rápida y bajar. Estaba entusiasmado, nunca había visto a Ignacio ser así y eso le provocaba tanta emoción.

Cuando bajó, vio a Ignacio al pie de la escalinata, sonriente.

—Debo estar soñando — murmuró para sí y negó con la cabeza, divertido.

—Hermano… — Esther salió de la sala y se quedó en pie junto a Ignacio, cuya sonrisa de inmediato se borró.

—Hermanita, buenos días — le saludó con un beso en la mejilla al llegar hasta abajo.

—¿Qué era todo ese escándalo? — inquirió, con gesto serio. Cualquiera que no la conociera, diría que estaba amargada, pero solo era su carácter demasiado serio y su educación demasiado conservadora.

—Sólo le hice una visita a Álvaro, como en los viejos tiempos — apuntó Ignacio, palmeándole la espalda a Álvaro.

—Todavía son unos niños — respondió Esther, cruzándose de brazos —. Espero que cuando estemos casados seas más serio, Ignacio — se dio la vuelta para volver a la sala.

Álvaro miró a Ignacio con expresión de pena y esbozó una sonrisa.

—No sé en qué momento dijiste que te querías casar con ella — le palmeó el brazo al pasar a su lado.

—Yo no quería — murmuró Ignacio —. Fue mi padre.

—Pensé que tú habías pedido su mano — se giró de vuelta hacia él, hablando en voz baja para que quienes estaban en la sala no escucharan.

—Tú tampoco elegiste a Lorena — encogió los hombros —. Mi padre pensó que Esther, por lo bonita que es, su linaje y su educación, sería perfecta. No quiere que yo tenga una esposa como mi madre, que se lo pasa enferma. De lo que no se da cuenta es de que mi madre se lo pasa enferma porque no es feliz — agachó la mirada.

—Yo creo que tienes razón… Por favor, no hagas infeliz a mi hermana, ¿quieres? — le pidió, sintiendo como si una aguja le atravesara el corazón — No me gustaría verla así…

—Es lo malo de los matrimonios arreglados… Al menos tú y Lorena serán más felices porque ella sí te ama…

—Pero yo a ella no… —suspiró.

—¿Hay alguien a quien…? — la pregunta de Ignacio fue interrumpida por Lorena, que justo entraba a la mansión y al ver a Álvaro fue hasta él y se aferró a su brazo.

—¡Buenos días, Álvaro! — le dijo ella, entusiasmada — ¡Ignacio, qué gusto verte! — le dijo al aludido, con el mismo entusiasmo. Era simplemente una joven llena de alegría.

—B-Buenos días, Lorena — le contestó, con la mejor sonrisa que pudo. Miró de reojo a Ignacio cuando ella lo llevó hacia la sala prácticamente jalando.

Ignacio se sobó la parte del brazo donde Álvaro le había dado la palmada, cabizbajo, y fue hacia la sala, donde parecía que de la nada se había organizado una reunión familiar.

Podía notar la incomodidad de Álvaro al estar sentado con Lorena, ella aferrada a su brazo como si su vida dependiera de ello y con su mejilla pegada del hombro de éste.

Tuvo qué sentarse junto a Esther, como la pareja “perfecta” que serían, pero se mantenían a distancia prudente.

No era que quisiera que Esther fuese empalagosa como Lorena, en realidad no sentía por Esther más que un poco de la consideración que se le tiene a quien se conoce de la infancia, pero con Esther nunca había tenido una relación estrecha. En los días de juegos infantiles, Esther era la que lo regañaba cuando hacía llorar a Álvaro.

En aquel tiempo parecían mellizos, del mismo tamaño, misma complexión, sólo que Esther tenía esos cabellos largos llenos de bucles y se lo pasaba con la nariz metida en un libro, mirando por la ventana a ratos mientras Álvaro e Ignacio jugaban en el jardín.

Nunca le había prestado particular atención a ella porque Álvaro siempre era el que destacaba con su carisma, brillando como un sol en todos lados.

Los había conocido porque sus padres habían acudido a la mansión de los Diener. El señor Lascuráin se había vuelto socio del bufete y los Diener habían organizado una reunión de bienvenida. Ahí, un Ignacio de 7 años había conocido a Álvaro, de 7 y Esther de casi 6.

Ignacio había pensado que eran dos pequeñas hermanitas y se había quejado con su madre, que llevaba en brazos al pequeño César, de sólo 1 año.

Mamá, no quiero jugar con las niñas — le había dicho, molesto. Su padre le había dicho siempre que los niños no debían jugar con las niñas, que debía ser un hombrecito, tratarlas casi como si fueran sus sirvientas. Ignacio, al pasar el tiempo, logró discernir que su madre y su hermana eran asunto aparte a pesar de ser mujeres.

Juega con Álvaro, de seguro tiene juguetes lindos que puede prestarte — le dijo la mujer dulcemente.

¿Dónde está Álvaro? — inquirió, buscándolo con la mirada.

Míralo, ahí está, jugando con ese barquito —le señaló la mujer.

Entonces fue que Ignacio notó que Esther estaba sentada en un enorme almohadón, usando un largo vestido, leyendo un cuento infantil. Álvaro estaba ahí, cerca de ella, hincado y jugando con aquel barquito de madera. Aunque no tenía el cabello largo como Esther, le había parecido una niña más por sus facciones tan delicadas y sus ojos tan dulces.

¿Puedo jugar contigo? — le preguntó, parándose frente a él.

Álvaro tuvo qué alzar la vista y notó que frente a él estaba ese niño tan alto.

— asintió alegremente —. Tengo otro barco, podemos jugar a los piratas — fue corriendo a su juguetero a buscarlo. En cuanto volvió, le tendió un barco de madera a Ignacio —. Vamos a la fuente — le instó.

—Ignacio — le llamó Esther, sacándolo de sus recuerdos.

—Perdón… ¿De qué me perdí? — inquirió.

—Mi padre nos ha obsequiado un viaje a Europa para nuestra luna de miel. Serán dos meses — le dijo ella, sin ninguna emoción.

—Lo siento, yo no puedo estar lejos tanto tiempo. Le agradezco mucho la intención, pero…— se iba a excusar, pero el señor Diener lo interrumpió.

—Ya he hablado de esto con tu padre, está completamente de acuerdo — respondió el señor Diener, despreocupado.

—Yo también quiero irme contigo por dos meses, Álvaro — murmuró Lorena haciendo un puchero.

—Veré qué puedo hacer al respecto — le respondió Álvaro, nervioso.

Cuando por fin pareció terminar aquella reunión, Lorena se despidió de Álvaro para ir con Esther de compras, pero antes de irse, hizo algo que quizá para una muchacha de su época sería algo muy atrevido.

—Nos veremos más tarde, Álvaro — le dijo, sonriente y cuando él se inclinó para besarle la mejilla, ella giró el rostro para que él le besara los labios.

Álvaro se apartó, asustado, con las mejillas rojas, mientras que ella corrió hacia donde Esther le esperaba.

—Qué linda tu futura esposa — le dijo Ignacio al llegar donde Álvaro.

—No sé qué voy a hacer — se volvió a sentar en el sofá y colocó ambas manos en la cara —. Yo no la amo, no quiero casarme, sólo la voy a hacer infeliz — dijo luego de descubrirse el rostro —. Quisiera huir lejos…

—Ojalá pudiéramos — murmuró Ignacio. Álvaro parecía sumamente angustiado por todo —. Álvaro, recuerda… Sólo es un requisito… Perderemos un poco de libertad, sí, pero… así es la vida — se sintió hipócrita de decirle aquello, pues él era el que más frustrado se sentía por no poder llevar su vida como antes gracias al compromiso y no se resignaba aún a dejar de ser ese muchacho libre que siempre había sido.

—Tengo qué salir…— Álvaro se levantó de repente y fue hacia el jardín. La ansiedad le estaba cobrando factura y tuvo incluso qué aflojarse la corbata.

Ignacio salió tras él, preocupado. Nunca lo había visto así.

—Tranquilo… — Ignacio le revolvió los cabellos, intentando transmitirle tranquilidad, pero aquel tacto pareció hacer que Álvaro se sintiera más desesperado, pues ahí se daba cuenta de que jamás podría tener una vida normal, amando a Ignacio, ni a Emiliano como él hubiera querido, sin esconderse, sin tener qué mentirle a Lorena, sin tener miedo de la sociedad. Sin vivir una farsa el resto de su existencia.

—Yo no la amo, no quiero casarme con ella — repitió —. Yo no… lo único que quiero… Quiero estar contigo… — se sentó en el borde de la fuente —. Sólo quiero… —respiró hondo, pero sentía que no podía jalar suficiente aire. Se llevó la mano al pecho, sintiendo cómo su corazón latía más y más rápido —. Ya no lo soporto… Sácame de aquí — alargó su mano hacia Ignacio, pero se desvaneció antes de lograr llegar a él.

—¡Álvaro! — se apresuró a levantarlo, asustado.

*—*

Emiliano cerró la puerta de la habitación de Álvaro e Ignacio se acercó. El señor Diener era quien lo había llamado en cuanto Ignacio había entrado a la casa con Álvaro entre sus brazos, totalmente pálido.

—Estará bien… — le dijo al mayor —. Le di un sedante...

—¿Qué fue lo que le pasó? — aunque odiaba tener qué hablar con Emiliano, su preocupación le pudo más.

—Le dio una crisis de pánico, desconozco la causa, pero estará bien… Deberá tomar algunos medicamentos por un tiempo para controlarse — respondió, tampoco queriendo hablar con Ignacio, pero teniendo qué hacerlo.

—¿Entonces mi hijo estará bien? — inquirió el señor Diener, aliviado.

—Quizá se siente muy presionado por su matrimonio — supuso, y no estaba tan errado, pero Ignacio no quiso decirle que esa era la razón. No quería revelarle él mismo cosas de Álvaro, sentía que sería como admitir que hicieran amistad, aunque fuera algo absurdo, pero no quería entregarle a Álvaro él mismo.

—Pero aún faltan meses, no entiendo — dijo el padre de Álvaro, extrañado.

—Álvaro es una persona muy sensible a este tipo de cuestiones, quizá tiene miedo de fallar — pronunció Emiliano, intentando que el señor Diener comprendiera.

—Hablaré con él más tarde entonces — les dijo —. Tengo qué retirarme, ¿se quedarán aquí? — inquirió.

—Yo sí, esperaré a que despierte — se adelantó a decir Emiliano.

—Yo igual… — secundó Ignacio, algo serio, de brazos cruzados.

—Bien, les agradezco mucho su ayuda, por favor, avísenme si sucede algo más — solicitó y se despidió.

El silencio entre Emiliano e Ignacio era tenso. Ignacio sólo podía preguntarse qué tanto habría hablado Álvaro en tan sólo horas como para que el menor lo conociera tan bien. Sentía envidia de no poder ser él quien lo ayudara esta vez, de no ser su salvador y recibir los aplausos al final del día.

Quizá era por ego, pero también una parte de sí le hacía sentirse un inútil. Ahí había estado, cuando Álvaro comenzó a sentirse de esa manera y no había sabido qué hacer. Ni siquiera había alcanzado a evitar que cayera, menos mal que estaban en el pasto del jardín o quizá se habría lastimado.

Estaba preocupado por él, ¿acaso Álvaro tenía en mente otra clase de vida para sí mismo y habían llegado sus padres y sus tradiciones a arruinar todo? Lo comprendía en cierto modo, pues él también había previsto un futuro libre para sí mismo y ahora tendría qué casarse en unos meses más para vivir atado a una mujer que no amaba, con la cuál tendría que tener hijos y llevar una vida matrimonial ejemplar para que su familia estuviera contenta, para que la sociedad no hablara mal de un Lascuráin.

Cuando su padre había decidido que Esther Diener sería la candidata ideal, no le había parecido mala idea por algún motivo que él mismo no se había molestado en descifrar.

Lo único que había pensado era en que al menos no sería una completa desconocida venida de quién sabe dónde.

Pero fue en ese momento que empezó a meditar sobre ello. Quizá sólo era una manera de seguir cerca de Álvaro, se dijo. De poder seguir saliendo con su mejor amigo a donde quisiera, cuando quisiera. Quizá ya no buscar mujeres, quizá ya no beber demasiado, pero tendría a su mejor amigo ahí. Trabajarían juntos en el bufete, pasarían tiempo juntos al salir. Llegarían a casa sólo para cenar y pretender ser unos esposos ejemplares.

—Tal vez deberíamos esperar en la sala — le dijo Emiliano, sacándolo de sus pensamientos.

—Sí… — emprendió el camino hacia allá.

—Te ves muy preocupado — habló de vuelta el menor —. Va a estar bien, necesita descansar, no pensar en cosas que lo pongan nervioso… Dejar las discusiones de lado. Como dije, es muy sensible, es fácil lastimarlo con cualquier palabra o acción — le mencionó mientras iban escaleras abajo.

—Ahora resulta que lo conoces muy bien — murmuró para sí.

—En menos de un mes he sido capaz de descifrar cosas de él que en toda una vida tú no has podido ver porque sólo te preocupas por ti mismo — le dijo mientras entraban a la sala —. ¿Estás celoso? — inquirió con una sonrisa triunfal.

—Eres un…— fue interrumpido por la llegada de la madre de Álvaro.

—Gracias por venir tan pronto — le dijo al ojimiel.

—No tiene nada qué agradecer, señora Diener.

—Pediré algo de té y volveré a la habitación de mi hijo, siéntanse libres de pedir y disponer de lo que gusten. Permiso... — les dijo la mujer y fue hacia la cocina.

—Piénsalo… — Emiliano interrumpió el silencio que se había establecido otra vez —. Álvaro siempre ha estado ahí para ti, ¿es lo que quieres? ¿Tener una mascota a la cual puedas darle órdenes y te obedezca sin chistar? — suspiró — Si supieras lo valioso que es él…

—Yo sé lo valioso que es…

—No le das el mismo valor que él te da a ti, jamás serías capaz — respondió fríamente.

—¿Y tú sí? ¿Por eso intentas alejarlo de mí? — apretó los puños, intentando contener su enojo.

—Yo no estoy intentando nada, Ignacio… Él solo ha venido hasta mí porque sabe que en cuanto tú estés casado, él ya no tendrá lugar contigo. Él necesita darse cuenta de que no necesita de ti o de mí para estar bien, sino estar bien consigo mismo. Ahí podrá decidir dónde quiere estar… Su compañía ha sido muy grata para mí el poco tiempo que hemos podido coincidir… — no pudo evitar externar una sonrisa llena de cariño, cosa que extraño a Ignacio.

Se hizo un silencio muy tenso de nueva cuenta. Ignacio, ahí sentado, se debatía entre decirlo o no, pero finalmente decidió que tenía qué saber la verdad.

—Tu interés por Álvaro es otro…— soltó y esperó la reacción de Emiliano, la cual fue más tranquila de lo que esperaba.

—No puedo decir que lo amo porque lo conocí hace muy poco, pero estoy interesado genuinamente en él. Puedes ir y decírselo a todo el mundo, te apuesto a que Álvaro no lo tomará bien. Sólo quiero cuidarlo… Anda, puedes llamarme “desviado”, “maricón”, como mejor te parezca… Me tiene sin cuidado.

—¿Álvaro lo sabe? — inquirió, intentando armar en su cabeza todo un rompecabezas de hechos.

—...No, y es mejor que no lo sepa, por su bien — mintió —. Es unilateral… Soy consciente de que él nunca va a poder sentir lo mismo que yo siento por él — agachó la mirada, pues ésto último era completamente cierto.

—Así que eso es lo que te pone mal… Que él me prefiera a mí y no a ti… — sonrió, cínico.

—La vida da muchas vueltas, Ignacio… Llegará el día en que él ya no irá hacia ti con decir su nombre… Y no será por mi causa. Deberías prepararte porque ese día se acerca cada vez más…

*—*

—Álvaro…— le llamó su madre al verle despertar. Había permanecido ahí, junto a él, desde que lo habían llevado a la habitación.

—Madre… ¿Qué sucedió? — inquirió, azorado. Se incorporó y se sintió algo mareado. Sentía el cuerpo pesado y la cabeza le dolía, pero el recuerdo de haber estado con Ignacio y desvanecerse le hizo mantenerse despierto, preguntándose dónde estaría el mayor.

—Te desmayaste, ¿cómo te sientes? — indagó, preocupada. Le tocó la frente y las mejillas, sonriéndole maternalmente.

—Mejor — esbozó una sonrisa —. ¿Dónde está Ignacio? — preguntó por fin.

—Abajo, con Emiliano. Él vino de inmediato a revisarte, dijo que necesitas descansar — le explicó brevemente.

—¿Emiliano? ¿Están juntos? — se preocupó y para su madre no pasó desapercibido.

—¿Por qué? ¿Pasa algo? — lo miró atentamente.

—Es que… no se llevan demasiado bien, es todo — murmuró, cabizbajo.

—Pues supongo que eso no importa ahora, ya son adultos y entendieron que la prioridad es tu bienestar, supongo — se puso en pie para abrir ligeramente las gruesas cortinas de la habitación y que entrara algo de luz.

—Lamento haberte preocupado — se disculpó.

—Lamento que esto de la boda te tenga tan tenso, procuraré que por un tiempo no te molesten con esos asuntos, hasta que te sientas mejor, ¿sí? — se acercó para sentarse en el borde de la cama y le tomó las manos.

—Gracias madre — asintió y le besó las manos a la mujer.

—Iré abajo a avisarle a tus amigos que ya despertaste — le acarició la mejilla con cariño y le vio asentir.

Se quedó ahí, inmóvil, pensando. De todo lo que había sucedido antes de desmayarse, ¿qué había sido pronunciado y qué se había quedado sólo en su cabeza? No tenía idea de si había confesado a Ignacio que sólo quería estar con él. Su mente era un caos en aquel momento.

Cuando oyó que tocaron a la puerta, dio un respingo.

—A-Adelante — tragó saliva.

—Álvaro… —Ignacio pronunció su nombre con alivio —. ¿Cómo te sientes?

—Mejor… Gracias — no fue capaz de mirarlo a los ojos.

—Lamento mucho no haber podido ayudarte apropiadamente — se acercó hasta el borde de la cama y se sentó, de frente a él.

—Tranquilo, no era algo que pudieras controlar…— encogió los hombros.

Seguramente Emiliano habría podido controlarlo, ¿no? —pensó con cierta molestia, pero recordó las palabras del propio Emiliano: No más discusiones — Me alegra que estés mejor, ¿necesitas algo?

—No, sólo me siento un poco cansado, debe ser el medicamento — se rió bajito —. ¿Dije allá afuera algo que…? — inquirió a medias y por fin vio a Ignacio a los ojos, buscando la verdad.

—¿Como qué? Sólo dijiste que ya no podías más y que te sacara de aquí… No supe qué hacer, en serio… Nunca te había visto así, no sabía que te tenía así todo este asunto del compromiso, lamento haber sido tan insensible… — de repente sintió la imperiosa necesidad de tocarle la mejilla pero se contuvo. No era raro que él le tocara la cara, pues desde hacía mucho que lo hacía como si fuera algo natural, pero de repente, el haberse enterado de los sentimientos de Emiliano hacia Álvaro le había creado cierto prejuicio.

¿Estaba bien tratar de esa manera tan cercana a Álvaro? Si recordaba todo, eran tan apegados el uno al otro que Ignacio no medía sus expresiones de afecto con él. Abrazos, caricias en el cabello, en las mejillas… Sólo le faltaba besarlo para que aquello pareciera completamente un romance.

Tragó saliva… No, él no era un desviado… Él sólo tenía esas atenciones con Álvaro porque… porque era muy dulce, porque le quería como amigo… Porque…

—Tengo qué irme a casa — murmuró de repente —. ¿Estarás bien? — indagó.

—Sí, no te preocupes. Gracias por estar aquí — le sonrió.

—Vendré en un par de horas, ¿sí? — iba a tocarle la cabeza pero apartó la mano, como si aquello fuese prohibido.

—Está bien — notó aquello y su corazón dio un vuelco —. Seguramente le dije algo y no quiere decirme… De seguro ya sabe lo que siento por él y siente asco… — le vio irse y estaba por hacerse un ovillo en la cama cuando oyó de nueva cuenta la puerta —. Adelante…

—Álvaro, ¿cómo te sientes? — inquirió Emiliano.

Álvaro le sonrió con tristeza y no pudo evitar comenzar a sollozar.

—¿Te dijo algo malo? — preguntó, acercándose a la cama y ocupando el mismo sitio que Ignacio — Ven — le instó y lo abrazó, consolador.

*—*

—Ya tengo los medicamentos necesarios, señor Diener — le comunicó Emiliano al bajar la escalinata luego del saludo pertinente. El hombre le había encomendado conseguir medicamentos básicos para poder poner un pequeño consultorio en la hacienda y tener disponibles dichos medicamentos para cuando fuese necesario.

—Oh, te lo agradezco mucho, ¿crees que puedas mañana ir conmigo a la hacienda? — inquirió, entusiasmado.

—Claro, a la hora que usted disponga — asintió, contento de poder hacer algo por aquellas personas.

—Bien, usualmente salgo a las 6 de la mañana, pero podríamos salir a las 8, para que no tengas problemas con tener qué despertar demasiado temprano — le sugirió.

—Descuide, de hecho me gustaría llegar lo más temprano posible para atender al mayor número de personas pronto… Estaré aquí a las 6 de la mañana — prometió.

—¿Y si mejor pasas la noche aquí? — inquirió — Sería más fácil para ti.

—No quiero molestar.

—No será molestia, al contrario, será un privilegio tenerte en nuestra casa, después de todo, vas a hacerte cargo de mis empleados enfermos, puedes disponer de lo que gustes — aseveró.

—Le agradezco — no se haría del rogar, así podría pasar la noche bajo el mismo techo que Álvaro, quizá nadie se daría cuenta de que estarían los dos juntos toda la noche.

No quería hacer cosas impropias solamente, quería estar con él aunque solo se besaran y ya. Entendía el miedo de Álvaro perfectamente y también su dependencia emocional hacia Ignacio. Podría cuidarlo, podría ayudarle a hablar aquello que tan angustiado lo tenía.

Tocaba ser paciente y avanzar a pasos prudentes con él. Quizá la primera vez se había apresurado al querer intimar de más con él, más al verse correspondido en aquellos besos y caricias ya subidos de tono. Esta vez lo haría bien, le haría el amor (en el entendido que en esa época "hacer el amor" era el acto de conquistar a alguien con detalles, no precisamente sexo).

Tenía sólo 6 meses para conquistarlo y sacarle de la cabeza a Ignacio… ¿lo conseguiría?

*—*

Emiliano bajó del auto del señor Diener y se topó con la entrada de una enorme casona en aquella hacienda. Miró alrededor y vio numerosos hombres, mujeres y niños trabajando en diversos oficios. Algunos pizcaban maíz, otros llevaban madera y herramientas para construir más secciones de la casa grande.

—Patrón… Les voy a enseñar dónde construimos el dispensario — le dijo el capataz, sujetando el sombrero con ambas manos, de manera servil.

—Vamos, ya quiero verlo — el señor Diener instó a Emiliano, emocionado.

Caminaron hacia el lugar por un pequeño sendero. Emiliano divisó a la distancia las cuadrillas, donde vivían todos esos empleados, en su gran mayoría de origen indígena.

—Los indígenas están llenos de niños. Traen hijos al mundo como si la vida fuera sencilla… Más mano de obra —encogió los hombros el señor Diener.

—Mano de obra barata — agregó el capataz, un hombre probablemente mestizo. Parecía tener un enorme rencor hacia los indígenas, pues los miraba con sumo desprecio.

Emiliano no pudo evitar notarlo. Le molestaba la manera en que los trataba, pero no dijo nada de momento porque quizá el señor Diener estaba de acuerdo. Sólo le quedaba resignarse y atender a los enfermos lo mejor que pudiera con lo poco que tenía a la mano.

—Aquí es — le indicó el capataz abriendo la puerta de aquella construcción de madera con techo de teja. Estaba pintada de blanco, con aquella puerta azul y un letrero que ponía “Dispensario”.

Emiliano fue el primero en pasar luego de que el señor Diener le hiciera un ademán. Miró alrededor, había estantes, un escritorio, un par de sillas, una camilla para auscultación. Unos empleados del señor Diener llevaron un baúl donde habían metido todos los medicamentos que Emiliano había podido encontrar y algo de equipo médico consistente en un bisturí, un bisturí romo, bisturí curvo, unas tijeras quirúrgicas, agujas, seda, una sierra quirúrgica, jeringas y agujas para vacunar. Algo bastante básico para curar heridas y hacer algunas intervenciones no demasiado complicadas.

Las auscultaciones generalmente eran pegando el oído a un cono de madera cuya parte ancha se pegaba al pecho del paciente o a su espalda. Había llevado un par de esos aparatos y otras cosas que consideró necesarias, como algodón, un otoscopio de Brunton, un broncoscopio, gastroscopio. Los instrumentos de la época eran básicos, rígidos, muy incómodos para los pacientes y los médicos, pero era lo que había.

Emiliano comenzó a acomodar los instrumentos, tenía un pequeño esterilizador para su equipo médico. El señor Diener se entretuvo viendo todo aquel equipo, observando cada movimiento de Emiliano mientras éste acomodaba los medicamentos por orden alfabético en una vitrina. El capataz salió del dispensario, un poco molesto por alguna razón.

—Creo que esto ya está listo, ¿podrían comenzar a pasar a los pacientes? — inquirió mientras se doblaba las mangas de la bata blanca.

—Claro — asintió el señor Diener y salió a buscar al capataz.

Emiliano se preparó mentalmente para lo que venía. Por los síntomas que le habían dicho el día anterior, podría tratarse de un brote de viruela. Él ya era inmune por la vacuna, pero en muchos sitios, sobre todo en poblados indígenas, poco sabían de esta enfermedad.

La primera en entrar fue una mujer de cuarenta y tantos, con una niña de 5 años en brazos. La mujer se veía desesperada y le hablaba en dialecto. Estiraba sus brazos hacia Emiliano, con la niña aún en ellos, suplicándole que la curara. La niña estaba inconsciente, pero parecía respirar aún. Ardía en fiebre.

La mujer comenzaba a mostrar síntomas de la enfermedad también, con llagas que comenzaban a brotar por su cuerpo.

Hizo lo mejor que pudo, dándoles antipiréticos y curando sus heridas. La vacuna no les serviría de nada en esos momentos a ellas, pues ya estaban contagiadas. Probablemente la mayoría de las personas ahí lo estarían, así que le pidió al capataz que separara a las personas que aún no tenían síntomas y a las que sí.

—Es viruela, lo que me temía. Habrá que hacer una zona de aislamiento, necesito asistencia también — pidió Emiliano en su informe a mediodía —. Tiene cerca de 450 empleados contagiados con síntomas. 650 aún no han presentado síntomas. Por lo que me ha dicho el capataz, el brote se dio aquí — señaló en un plano del lugar, donde se había señalado el área de cuadrillas —. Las cuadrillas del ala oeste aún no han sido infectadas porque los empleados trabajan en el campo y ellos son los más numerosos. Sólo los que trabajan transportando el maíz a las trojes y los que están dentro de las trojes, fueron infectados. Habrá un cerco sanitario alrededor de esos lugares, para prevenir que más personas se contagien, ¿puedo contar con su cooperación? — inquirió, serio y preocupado.

—Claro que sí, doctor, todo lo que pida. Lo que necesite, comuníquese con el capataz y él de inmediato dará la orden — aseveró el hombre, un poco asustado. Le hablaba de “usted” ahora, sabiendo que estaba salvando a muchas de esas personas de una muerte horrible, pues bien si antes lo veía como si fuese un chiquillo tal como veía a Álvaro, ahora le inspiraba una suerte de respeto profundo.

—Gracias — respondió, un poco extrañado por el cambio del trato.

Para esa tarde, Emiliano ya contaba con la asistencia de dos enfermeras que tomaban la temperatura a los pacientes que esperaban afuera.

—Debería ir a descansar — le instó el señor Diener al entrar al consultorio a eso de las 9 de la noche.

—Sólo faltan 50, no puedo irme sin darles un poco de alivio, han esperado por horas — sonrió cansinamente.

—Le agradezco mucho lo que hace, ordenaré que le traigan algo para cenar — dijo y salió de ahí rumbo a la casona.

*—*

Por la mañana, Álvaro fue recibido en aquella casona de la hacienda por su padre. Le había llamado la noche anterior y le había contado todo lo que Emiliano estaba haciendo, que estaba trabajando incansablemente para darle un poco de alivio a sus trabajadores enfermos y que no desistiría. Por ende, se quedaría unos días en la hacienda a servir.

Álvaro había querido ir y acompañarle, ayudarle en lo que pudiera.

—Buenos días — saludó Emiliano antes de un largo bostezo. Su semblante cambió por completo al ver a Álvaro en el comedor.

—Buenos días, Emiliano — saludó alegremente el primogénito de los Diener.

—Buenos días, pensé que descansaría un poco más, doctor — saludó el señor Diener, animado e hizo un ademán para invitarle a sentarse.

Emiliano tomó asiento junto a Álvaro y por debajo de la mesa le tomó la mano cariñosamente. No había tenido mucho tiempo de extrañarlo debido a que se había concentrado en atender a los enfermos, pero esa mañana había despertado añorando estar junto a él. Sentía que su deseo se había cumplido.

—¿Cómo te sientes? — inquirió Emiliano, a sabiendas de que Álvaro se estaba recuperando de su crisis.

—Mejor, el medicamento me ha ayudado mucho, gracias — le respondió, alegre.

—Me hace muy feliz escuchar eso — le sonrió.

Pero su sonrisa se esfumó cuando vio entrar a Ignacio.

—No logro acostumbrarme, me pierdo aún en este lugar — dijo Ignacio y tomó asiento al otro extremo de la mesa, justo frente a Álvaro. Le sonrió a éste y luego entornó los ojos al ver a Emiliano, sin siquiera preocuparse porque lo viera el señor Diener o el propio Álvaro.

—También me da gusto verte, Ignacio — soltó Emiliano, irónico.

Ignacio no dijo más, pero notó lo cerca que estaba Emiliano de Álvaro. Le parecía demasiado. Y Álvaro no parecía incómodo, al contrario, parecía muy a gusto con eso.

Le indignaba eso, pensar que el pobre Álvaro estaría tomando las atenciones de Emiliano como acercamientos amistosos cuando en realidad iban con otra intención que consideraba siniestra.

¿Qué podía hacer al respecto? Cuando Álvaro se había mostrado tan interesado en acudir a la hacienda, no le había quedado más opción que ir también, en pos de cuidarlo, de salvaguardar su integridad. A saber si Emiliano aprovecharía la soledad del lugar para hacerle tocamientos indecorosos que el ingenuo Álvaro podría confundir con abrazos fraternales.

Todas esas nubes de tormenta se armaban en su cabeza a velocidad vertiginosa. No podía evitar notar a cada segundo aquello. Y como Emiliano ya le había confesado eso, parecía comportarse más cínicamente al respecto estando frente a él.

Tuvo qué soportarlo todo el día, mientras en el consultorio Emiliano había encomendado a Álvaro hacer una relación de pacientes. Cada que le mostraba los avances del trabajo, no perdía oportunidad de tocarle la espalda, los hombros, las manos. Las enfermeras chequeaban pacientes en los nuevos pabellones temporales donde mantenían a los contagiados, así que se hallaban los 3 solos en aquel consultorio en ese momento.

—Iré a entregarle esto a mi padre — dijo Álvaro tomando aquellos folios con la lista de medicamentos faltantes y salió de ahí.

Ignacio, en lugar de ir tras Álvaro como había hecho toda la mañana, se había quedado en el consultorio. Miró seriamente a Emiliano con molestia y se lo pensó dos veces antes de hablar, pero no podía más.

—¿Quieres dejar de tocarlo tanto?

—¿Celoso? — inquirió, sin dejar de ver los folios donde anotaba más observaciones.

—¿Qué? — la indignación le dejó sin palabras.

—A él no le molesta… es a ti a quien le molesta, mejor te hubieras quedado en la ciudad — siguió sin despegar la vista de sus anotaciones.

—Eso es porque Álvaro es muy inocente, o quizá no se siente capaz de rechazarte o quejarse — se cruzó de brazos —. Deja de aprovecharte de él.

—El único inocente aquí eres tú… — se rió bajito.

Ignacio estaba por preguntarle por qué decía aquello con tanta seguridad cuando Álvaro ingresó al lugar. Ambos se miraron de reojo, como haciendo un pacto tácito de no agresión ante su presencia.

—Enviará a alguien a traerlos a la capital — le informó a Emiliano —. Es hora del almuerzo, vayamos — les instó a ambos.

—Vayan ustedes, tengo qué terminar esto — respondió Emiliano.

—No, ¿cómo crees? Tienes qué descansar y tomar algo — le pidió Álvaro, preocupado.

—Descuida, iré más tarde — contestó Emiliano, dedicándole una sonrisa comprensiva —. Es que tengo muchas cosas que anotar y no quiero olvidarlas.

—Entiendo… — asintió Álvaro —. Me quedaré contigo entonces — encogió los hombros —. Ignacio, ¿quieres ir a almorzar?

—No iré sin ti — entornó los ojos.

—Pues nos quedaremos aquí los 3 entonces — respondió Emiliano, serio. Esperaba por fin tener un instante a solas para poder siquiera darle un beso a Álvaro, pero Ignacio era muy testarudo. Quizá no había sido tan buena idea decirle lo que sentía por Álvaro, pues si bien lo había hecho con la intención de que valorara más a Álvaro, ahora parecía querer convertirse en su sombra.

Si así iban a ser los días que permanecieran en la hacienda, definitivamente iba a ser pesado.

*—*

Recorrió los extensos campos, propiedad de la familia Iturbide, montado en aquel alazán negro que tanto le gustaba. Era muy diestro en el arte de la equitación desde su más tierna infancia, así que le era muy sencillo andar por ahí con tanta libertad, recorriendo sus tierras.

Iba a heredar esa propiedad al casarse y viviría ahí para administrarla.

Había salido a pasear aquella mañana, para despejar su mente. Le encantaba llegar hasta el cenote y permitir que su caballo bebiera agua tranquilamente, observarlo sentado a la sombra de algún árbol.

Era relajante, le hacía olvidarse de sus problemas un momento. Se había enterado de que Álvaro se había desmayado por toda la presión que tenía encima por su compromiso con Lorena Villaseñor Molina y lo comprendió tanto, aunque por fuera él y Enrique se habían dedicado a hablar por teléfono del asunto, como si Álvaro fuese demasiado débil al respecto.

Pero Raúl se iba a casar en poco, él sería el primero en “caer”, pues se había adelantado el evento y faltaba poco menos de una semana para que se concretara su unión con una bella señorita, hija de una familia adinerada del sur del país. Por eso había viajado hasta ahí. Ahí se llevaría a cabo el enlace, en su propia hacienda.

Por eso comprendía a Álvaro, porque él no quería, pero siempre se mostraba como si aquello no le importara. La joven que desposaría ni siquiera le gustaba, pues él sólo tenía ojos para Álvaro desde hacía años. Le divertía molestarlo, pero quizá era su manera infantil de querer llamar su atención.

Sabía que Álvaro con frecuencia rehuía de él y en parte le hacía sentir mal, pero se excusaba a sí mismo con que era la única manera de demostrarle algo de afecto de manera masculina, porque mostrárselo de otra manera sería muy amanerado.

Tenía envidia de Ignacio, que podía tocarlo, abrazarlo, hacer lo que quisiera con él. Álvaro siempre estaría ahí, a sus pies, lo sabía.

No le hacía mucha gracia, pero no le quedaba más remedio. Se había resignado a que su única esperanza era seguirlo viendo de vez en cuando. Con el tiempo podría olvidarlo, se decía.

Iba montado en el alazán, pensando en aquello. El caballo iba a paso lento pasando sobre la vía que atravesaba aquellos surcos de henequén. Los pobres indígenas que trabajaban para su padre aún estaban ahí, cortando y recogiendo las plantas, poniéndolas en una pequeña plataforma que empujaban por esa vía hacia la troj. Se les veía asoleados, sedientos, sucios, pero Raúl no notaba aquello. Para él era una situación normal, eran sirvientes y tenían qué cumplir con sus deberes sin importar nada.

Se casaría en una semana más, era lo único que le preocupaba en ese momento.

Ojalá tuviera el valor de decirle a Álvaro lo que sentía… Ojalá Álvaro sintiera lo mismo por él…



Notas finales:

Gracias por leer UxUr


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