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Al final del problema quedamos los dos por mei yuuki

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Notas del capitulo:

La universidad me aprieta, pero quería terminar esto y subirlo sin falta hoy por el cumple de Liam, cualquier errata será corregida más tarde. (;_;)

Prompt 4: “¿Escuchaste eso?”

Advertencias: Alusión al suicidio (aunque el canon ya está lleno de eso), stress y ansiedad.

 

     Liam perdió y recuperó la consciencia varias veces después de que le sacó del Támesis.

     Durante los segundos previos al impacto contra las aguas, Sherlock se había preparado en la medida de lo posible; supuso que él no opondría resistencia ante la presión de la corriente y se dejaría succionar hasta el fondo inescrutable, de manera que empleó todas sus fuerzas para evitar que el río se lo arrebatara de las manos. Frente a la eventual separación, solo podía actuar deprisa, antes de que fuese arrastrado más allá de su alcance.

     No podría asegurarlo una vez que volviera la vista atrás para repasar los acontecimientos de esa noche, pero en aquel instante nebuloso en el que el frío penetró su carne a dentelladas, le pareció sentir que Liam intentaba aferrársele de regreso. No necesitó más resquicio que ese para asirse; si no le llevaba consigo tampoco saldría de allí.

     En el improvisado refugio que les encontró en los barrios bajos, donde nadie haría preguntas si arrojaba un par de monedas al suelo, Liam cayó dormido durante casi dos días. Temblando y acurrucándose sobre sí mismo debajo de unas sábanas más ásperas de las que debía estar acostumbrado, en un inicio se despertaba de forma intermitente. Sin embargo, al cabo de un tiempo se quedó perfectamente inmóvil. Sherlock lo consideró normal tras los hechos ocurridos y tuvo cuidado de no interrumpir su sueño; hasta que las horas se acumularon y su paciencia trocó en un ápice de sospecha que al final dio paso a la alarma.

     Harto de dar vueltas por la pequeña y destartalada habitación, se había inclinado para comprobar su estado: respiración normal; latidos lentos pero audibles; sin rastro alguno de fiebre. Si bien no le alivió por completo, al menos pudo descartar que hubiese enfermado de gravedad debido al agua helada y sucia.

     Se hallaba contemplando la porción de calle que abarcaba la angosta ventana cuando al fin abrió los ojos. Su voz baja y quebradiza lo hizo voltearse de sopetón.

     ―¿Sherlock? ―Incorporado sobre la cama, Liam se frotó la frente bajo el flequillo rubio y palpó el diminuto parche que le había puesto encima del corte mientras dormía―. Entonces no te has…―Carraspeó llevándose la mano a la garganta, y Sherlock aprovechó para tomar la palabra en tanto él se aclimataba a la situación.

     ―No me he ido, pero tenemos que marcharnos ―dijo sentándose a su lado―. Es demasiado arriesgado permanecer aquí por más tiempo.

     Entretanto seguía dormido, se ausentó en un par de ocasiones para tantear el terreno. Descubrió que las tareas de búsqueda concluyeron hacía no mucho, y que con ello no tenían más razones para no declararlos muertos en el papel de forma oficial. Noticia favorable que no alegró en demasía a su compañero prófugo.

     ―No deberías. ―Por algún motivo, seguía dificultándosele hablar. Le vio apretar los labios y las cejas en tanto forzaba una tos para aclararse―. Tú tendrías que regresar.

     Se ofreció a traerle un vaso con agua, no obstante, se negó y desvió la vista, todavía pasándose los dedos por el cuello pálido.

     ―Vas a dejar este país, no hay alternativa ―le insistió, determinado y dispuesto a hacer caso omiso de sus quejas―; carezco del poder para protegerte si caes en manos del gobierno. ― Buscó la mirada de sus esquivos ojos―. Y desde ya te advierto que iré contigo.

     ―Una decisión necia.

     Creyó divisar que su boca se curvaba con melancolía durante un momento fugaz. Sherlock se recordó a sí mismo que incluso si deseaba su compañía ―y estaba ahora bastante seguro de que así era―, no se permitiría demostrárselo enseguida. La mente de Liam aún continuaría procesando que tendría que reasignarle un nuevo significado a su existencia, y ante eso él solo podía ser paciente.

     Fue al embarcarse rumbo a la ciudad de Florencia, en la Toscana italiana ―el único destino para el cual pudo conseguir boletos con tan poca anticipación―, dos mañanas después de aquella plática, que constató hasta qué punto se encontraba sumido en una conmoción interna.

     ―¿Estás mareado? ―inquirió al ver su rostro lívido. Estaba mirando el océano sobre la cubierta, el brazo derecho sujetando el izquierdo y los dedos dando golpecitos erráticos.

     ―Estoy bien ―repuso en tono seco. Apartó los ojos bruscamente de la inmensidad azul―. No me suelo marear en los viajes. ―Se giró y le enfrentó con una serenidad que para Sherlock fue tan transparente como los cristales que tenían tras las espaldas, si no es que más.

     Decirle lo que pensaba hubiese producido el efecto contrario, así que optó por encender un cigarrillo y facilitarle el escape con una invitación casual:

     ―Iré a tomar algo, ¿vienes conmigo?

     La extraña afección de la garganta de Liam, que había estado mejorando antes de tomar el barco, se acrecentó y perdió la voz por completo durante la travesía. Para entonces Sherlock no tenía dudas de que se trataba de otro síntoma del cuadro psicológico que, con toda seguridad, habría desencadenado la traumática experiencia de estar a punto de morir ahogado. La sola vista del mar le inspiraba un temor trepidante que no conseguía esconder de él, reaccionaba de sobremanera a cualquier estímulo y al menos una pesadilla le sacudía del camarote por noche. Sin mencionar que al menor indicio de tormenta se quedaba rígido en su sitio, y de llegar la hora de dormir y no menguar le sobrevenía el insomnio. En comparación a esta infinidad de malestares, el caso de John luego de la guerra le parecía una minucia.

     ―Llegaremos pronto ―le comunicó una tarde en que lo sorprendió fingiendo leer un libro de cubierta amarilla. En realidad, lanzaba miradas a hurtadillas hacia el ojo de buey de la habitación que les pertenecía a ambos hasta que arribaran―. Ha dejado de llover, así que puedes subir si es lo que querías.

     Liam dejó el ejemplar sobre su regazo y alzó una sola ceja. La agudeza de sus ojos escarlata no se había visto disminuida en absoluto por su estado nervioso.

     ―Oye, sé que no ha sido fácil ―empezó a decir aquello que llevaba guardándose desde el inicio del viaje―. Tal vez solo debimos dejar Londres en tren hasta algún pueblo y esperar un poco antes de venir.

     Al sentarse junto a él, Liam se limitó a negar despacio.

     ―No es… ―pronunció a duras penas en un hilo de voz, pero al notar que sus cuerdas vocales se resistían a funcionar con fluidez, carraspeó y una línea se dibujó en su entrecejo. Se apresuró a buscar papel y pluma en la mesa de noche que tenía al lado.

     ―Digas lo que digas, no estabas listo para subirte a un barco ―continuó Sherlock mientras el otro escribía―. Aunque tampoco tuve tiempo de considerarlo entonces.

     «No es necesario que te preocupes por mí, estaré bien. Esto no es nada», se leía en la hoja que le entregó.

     Resopló, frustrado, y apretó los dedos arrugando la esquina. Deseaba tanto que, al menos en su presencia, Liam renunciara a su fachada, a ese acto inútil que solo servía para desgastarle y empeorar su condición. No exageraba cuando le propuso que buscaran juntos la forma de expiar las culpas que soportaban; estaría allí y no dudaría en contenerle cada vez que fuera a necesitarlo, pero la dolorosa idea de que no creía del todo en sus palabras se filtró nuevamente entre sus pensamientos.

     ―Me gustaría que entendieras que no siempre debes «estar bien» ―soltó a bocajarro, con más rudeza de la que hubiese querido―. Ya podrías descansar de eso.

     Y él le contempló impasible, sin evidenciar signo alguno de enfado. Después de unos instantes fijó la vista en la pared blanca, como reflexionando al respecto, y Sherlock experimentó un ramalazo de culpa por haberle hablado en ese tono cuando ni siquiera podía contestarle de la misma forma.

     ―Olvida lo que dije ―se obligó a pedirle, apartándose el cabello negro de los ojos entornados―, solo… ―De improviso, sintió el tacto inequívoco de la mano de Liam encima de la suya y no tuvo más remedio que cerrar la boca.

     No había apartado la mirada del muro; Sherlock percibió la frialdad de su piel y quiso acariciarla para infundirle su calor. Pensó en llevársela a los labios y soplar su aliento sobre los dedos largos, besar las delicadas yemas una por una. No obstante, eso sería más de lo que él podría manejar en esos momentos, por lo que se conformó con permanecer allí sin romper el mutismo. Después de un tiempo, Liam descansó la cabeza contra su brazo.

     Por algún motivo, sintió como si fuese él quien lo consolaba.

     Al cabo de un mes durante el cual se hospedaron en hoteles y posadas de bajo presupuesto, consiguieron instalarse en un apartamento lo bastante económico para el ajustado bolsillo que ahora también compartían. Se emplazaba en el centro histórico de la ciudad, en uno de los compactos edificios de tejas rojas y pocos pisos que rodeaban la Piazza del Duomo*; el par de habitaciones con las que contaba era todo lo que requerirían hasta que decidieran dejar Florencia.

      Sabía que nunca se quejaría de ser así, pero Sherlock se preguntó varias veces si es que Liam extrañaría en parte la vida cómoda de noble que solía llevar en Inglaterra. Por más frívolo que pudiera parecer, quería creer que era el caso; eso significaría que la sangre no habría conseguido teñirlo absolutamente todo hasta el punto de que prefiriera no rescatar nada de la que fue su existencia como William James Moriarty.

     Todavía recordaba lo feliz que lucía al impartir clases y al hablar sobre matemáticas con alguien que pudiera comprender lo que estaba diciendo. Era renuente a aceptar que aquella chispa se hubiese apagado para siempre.

     ―El clima me ha sentado bien. ―Fue su respuesta cuando le comentó que le veía mejor. Había recuperado la voz luego de unas semanas, aunque era común que la afonía volviese a atacarle al decaer su ánimo―. Casi es una lástima no haber conocido este lugar antes ―afirmó, dubitativo, y bajó la taza blanca con borde rojo de sus labios―. ¿Quieres un poco de té?

     ―Ya tomaré más tarde, ahora voy de salida. ―Le dio una leve sonrisa y se despidió con un gesto de la mano.

     Estaba ocultándole algo y eran días desde que lo advirtió. Lo que sería imperceptible para cualquier otra persona, destacaba para él como un solo artículo fuera de lugar dentro de esas paredes que Liam se empeñaba en mantener bajo estricto orden. Ni siquiera alguien tan avezado como él para mentir podía evitar que aprendiera a descifrarle tras largos periodos de convivencia.

     Pese a ello, solo albergaba una ligera sospecha respecto a qué podría tratarse. Salió al pasillo del edificio y esperó. En cierto sentido, que las probabilidades de que esa treta pudiera resultar fuesen mínimas le tranquilizaba. Dejó pasar alrededor de cinco minutos y, sin hacer ruido, volvió a entrar con la excusa de haber olvidado la cajetilla de cigarros.

     Encontró a Liam de pie frente al sillón negro sobre el que había estado sentado tomando el té. Los rayos de un sol de media tarde incidían sobre su esbelta figura enfundada en el traje caoba. Ensimismado, sostenía un pequeño objeto oscuro que se apresuró a esconder de su vista en cuanto le notó, llevándose el brazo detrás de la espalda en un impulso demasiado obvio.

     ―Eso fue extremadamente breve ―musitó irónico, aunque su expresión resignada no le pasó desapercibida.

     ―Olvidé algo, aunque parece que en su lugar di con una cosa más interesante ―dijo en tono animado al detenerse justo delante de él. Entonces le extendió la palma―. ¿Me mostrarías lo que tienes ahí?

     Una sombra cayó sobre el semblante de Liam. Mantuvo la vista fija en la suya escrutadora, sin dar luces de acceder ni tampoco de huir. Falto de otras alternativas, Sherlock deslizó la diestra hasta su puño. Apartó con cuidado los dedos que se enroscaban en torno al frasco de vidrio y lo tomó.

     ―Acónito* ―recitó la etiqueta rojiza y cerró la mandíbula con fuerza por un momento, antes de recriminarle―: Sí, supongo que cinco minutos es muy poco tiempo para un veneno que te mata en un lapso de media hora.  

     ―No lo tomé. ―Al fin su entereza flaqueó y desvió la mirada―. Solo he estado pensando.

     ―¿Y exactamente cuánto tiempo llevas pensándolo?―interrogó, alzando el tono― ¿Desde el principio o desde que lo conseguiste?

     ―Tú deberías entender ―Sherlock percibía cómo su stress iba en aumento por la forma en que su voz comenzaba a entrecortarse. Pronto disminuiría hasta convertirse en un susurro ronco que le costaría trabajo soltar―. Esto no se trata únicamente de mí. Es más que eso.

     Mientras le escuchaba emitir tales absurdos, descubrió que estaba harto. Le hastiaba que él antepusiera hasta la última maldita piedra del mundo a su propia vida. Si ansiaba castigarse y desaparecer, no le hacía un favor deshaciéndose en justificaciones. Ninguno de esos abstractos y hermosos conceptos le reconfortaría cuando descubriera su cadáver. Tal vez le sirvieron para engatusar a buena parte de sus allegados, pero en definitiva no calarían en él. No era ese tipo de hombre.

     ―Ya que crees que venir contigo fue una decisión necia ―dijo, recordándole el comentario que le hizo en Londres, y retiró el tapón con parsimonia―, debería mostrarte entonces cuántas decisiones necias soy capaz de tomar. ―La expresión recelosa del otro se transformó en una de horror descarnado cuando se llevó la botella a los labios―. Veamos si realmente es acónito.

     Liam le arrebató el frasco y lo arrojó al suelo. Estalló y el líquido escurrió a sus pies. Volvió la vista hacia él, la preocupación de que lo hubiese llegado a salpicar le había desencajado el rostro.

     ―Enloqueciste, no, siempre estuviste demente. ―Le reprendió instantes después, en un tono quebradizo que Sherlock sabía bien cuánto detestaba―. Quería… Quería que recuperaras tu libertad. Que no desperdiciaras tu vida a mi lado.

     ―Ya tengo libertad y hago con ella lo que me plazca. ―Le tomó por los hombros deseando tallar sus palabras en esa mente tan brillante y testaruda―. Sigues negándote a aceptar que elegí estar contigo porque quise y que no me arrepiento.

      Al contemplarlo, atisbó el fuego en el que se consumía. Incapaz de rechazar la verdad con la que lo obligaba a enfrentarse, dejó de apretar las manos en puños, y Sherlock aprovechó para levantar una de ellas y llevarla hasta su pecho.

     ―¿Sientes eso? Estás vivo después de caer de un puente ―dijo a la vez que la presionaba contra su corazón―. Si no es ese un milagro, al menos es una oportunidad que sería un desperdicio botar a la basura.

     Había cierta cantidad de desolación en sus ojos luego de escucharle, un dejo de humedad que le tentó a sellarle los labios trémulos con un beso. Lo anhelaba desde hacía tanto que parecía haberse vuelto parte inherente de lo que era, pero no forzaría tales sentimientos en él. Tratándose de alguien cuya angustia le empujaba a intentar apartarlo desesperadamente, ir más lejos equivaldría a endosarle otra carga más.

     Soltó su mano despacio y esta cayó laxa.

     ―Voy a limpiar este desastre, no es bueno que perdure en el ambiente ―se excusó, tallándose el puente de la nariz, y se encaminó hacia la cocina para buscar algo con lo que asear.

     El hecho de que Liam contemplara suicidarse le hizo sentirse traicionado. Era la muestra más representativa de que no confiaba en él lo suficiente para abrirse y expresarle su pesar. Como siempre, prefería determinar lo que sería mejor para él sin consultarle. Le causaba un dolor igual o quizás incluso más agudo que el que experimentó al verle caer hacia la muerte; lo habría herido menos si hubiese intentado rebanarle la garganta mientras dormía.

     Sin embargo, ¿quién era Sherlock para reprocharle estas cosas? Su sufrimiento se remontaba más allá de lo que lograba vislumbrar. Había llegado décadas tarde para salvarlo.

     Liam continuaba en el mismo lugar, con la mirada clavada en las tablas del suelo, cuando regresó con un trapeador, una escobilla pequeña y una pala. Al ver que no se movía para dejarle espacio, dudó, pero al final se dispuso a agacharse de todas formas.

     Inclinándose a su vez, se metió en su trayectoria con un movimiento deliberado. Tomó a Sherlock por sorpresa; soltó el cepillo y quiso retroceder para evitar la colisión. Sin embargo, le asió por el brazo y lo retuvo a mitad de la maniobra. Acto seguido silenció la exclamación que estaba a punto de soltar usando su boca entreabierta.

     Sus enormes y acuosas pupilas le vigilaron durante una eternidad. Fueron enderezando sus posturas conforme el beso proseguía; los cristales crujieron bajo sus zapatos. Liam abrió la boca sin pudor, acomodó los brazos detrás de su cuello y ajustó la posición de su cara, ligeramente hacia un lado, para que su ávida lengua pudiese tomar de él cuanto quisiera. Sherlock lo abrazó como debía esperar, y entonces se aplastó contra su torso como si pretendiera traspasar los límites físicos.

     Al terminar, le acarició la mejilla con los labios húmedos y refugió la frente en su hombro.

     ―¿Estás seguro? ―le preguntó, liberando una mano para llevarla a su nuca. Le sintió asentir―. No me iré, hagas lo que hagas ―advirtió.

     En el epicentro del desastre, su bufido risueño y cansado fue el punto de inicio de su relación.

     Parpadeó, somnoliento. A la luz gris de la mañana, la primera imagen que abarcó su visión fue la de su rostro encimándosele aparejada del peso y la calidez de su cuerpo desnudo. El mundo poseía labios tiernos, pómulos altos y una frente lisa y blanca cual hoja de papel.

     ―¿Puedes escucharlo? ―inquirió y en cada sílaba pudo nacer un beso. El largo cabello rubio se derramaba como una cascada de oro líquido sobre su hombro.

     Como si necesitara corroborar que no había escapado de sus sueños, Sherlock le palpó la barbilla y la comisura de la boca con el pulgar.

     ―¿La lluvia? ―Hasta entonces apenas la registró; el rumor era más suave que la voz sugerente de Liam.

     ―Sí, el sonido de la lluvia ―dijo, extendiendo las manos a lo largo de su pecho descubierto―. Quiero salir afuera.

     Dicho comentario despidió su adormecimiento; ensanchó los ojos azules en toda su amplitud y apoyó los codos para erguirse del lecho. Liam se retrepó sobre su regazo.

     ―¿Te sientes bien? ―Escudriñó su expresión apacible, el atisbo de la sonrisa, con recelo.

     ―Perfectamente. Tan solo quiero sentirla ―repuso sin titubear―. ¿No te apetece hacer una locura?

     Ya que terminarían empapadas, se vistieron con algunas de las prendas del día anterior. Vivir en el último piso les aportaba la ventaja de acceder al tejado mediante una escotilla en el pasillo que conectaba los dormitorios. Subieron por una vieja escalera que estaba tirada en el departamento desde antes de que se mudaran, y se enfrentaron una ciudad envuelta por la neblina matinal y el olor terroso de la llovizna.

     El peligro de las tejas resbaladizas hacía de aquello un disparate. Agarró a Liam de la mano y lo mantuvo cerca, contiguo a la apertura. La cúpula bermeja de Brunelleschi* se les imponía, casi delante de las narices, entre el montón de edificaciones de idéntica construcción. Incluso detrás de la bruma, a lo lejos se divisaba el intenso verdor de las colinas que flanqueaban la urbe.

     Sherlock halló más entretenido observarlo que embelesarse con el paisaje. Su amante alzó el mentón y los ojos carmesíes se le cerraron, entregándose a las gotas que besaron su piel y adhirieron a ella la camisa blanca.

     Consciente de su mirada, Liam entrelazó los dedos fuertemente con los suyos.

     ―¿Fue suficiente? ―Quiso saber luego de verle pestañear, al transcurrir unos minutos. Apretó la mano desocupada dentro del bolsillo de sus pantalones negros; comenzaba a importunarle el frío que le invadió al mojársele la ropa―. Lo que es yo, preferiría rodearme de agua caliente dentro del baño.

     Dedicándole una mirada de despedida al horizonte otoñal, Liam sonrió con los labios juntos.

     ―Pasó ya un año entero desde día. ―Se acuclilló al borde de la escotilla y la curva de su boca adoptó un aire travieso―. Aunque sigo sin estar de acuerdo en algo contigo.

     ―Sabes que rebatiré cualquier argumento que me lances ―le advirtió en el mismo tono ligero―. No te tendré piedad si se trata de ese tema.

     Para sorpresa de Sherlock, en lugar de esgrimir otro comentario punzante, Liam negó y se dispuso a bajar por la escalerilla de madera. Solo una vez que había bajado varios peldaños le volvió a dirigir la palabra:

     ―Según alegaste, sobreviví de milagro. ―Rememoró, deteniéndose para que sus ojos coincidieran―. No fue así. Estoy vivo debido a ti, Sherly, porque decidiste hacerlo posible.

     Retomó el paso tras decirlo y su cabeza dorada desapareció, dejándole anonadado por la declaración tan intempestiva. Se sacudió el cabello desordenado y húmedo y se apresuró a seguirle escaleras abajo.

     ―Típico de ti huir después de decir algo conmovedor ―rio―. Pero te atraparé y tomarás ese baño conmigo, ¿oíste? ¡Liam!

Notas finales:

Piazza del Duomo: O plaza de la catedral, la de Florencia no es la única que recibe este nombre. Esta en particular abarca en su interior la catedral misma, el Campanario de Guiotto y el Batisterio de San Juan.

Acónito: O aconitina, es un alcaloide diterpénico que pertenece a la familia de plantas fanerógamas (es una flor de pétalos morados, por si acaso). Increíblemente letal, como señala Sherlock en el fic, puede causar la muerte en media hora. Después de 2 o 3 mg es casi imposible salvarse; provoca náuseas, vértigo, calambres y arritmia, entre otros.

Cúpula de Brunelleschi: O la cúpula de Santa María del Fiore, pertenece a dicha catedral y se le dice así porque fue ideada y construida por Filippo Brunelleschi en el renacimiento.

Otra cosa, para la afección de voz de Liam me basé en la afonía psicógena, que es una alteración repentina e infrecuente que se produce por stress y puede llegar a la pérdida de voz. Acá más información, por si les interesa: 

https://www.wohlt.es/afonia-psicogena-disfonia-psicogena/


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