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Al final del problema quedamos los dos por mei yuuki

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Notas del capitulo:

Al fin terminé este shot (;_;). Cualquier error lo corrijo más tarde.

Prompt 6: “¿Puedo tocarte?”

Advertencia: Escenas sexuales relativamente explícitas. Sí, es aquí cuando la clasificación cambia.

     Mientras los pensamientos relativos a la situación de Londres todavía le hostigaban, como si acabara de huir del desastre, William se enfrentó a otro dilema. Prolongar su vida materializó posibilidades que antes había intentado evadir desesperadamente. Sherlock encarnaba muchas de ellas, y con solo deslizarse dentro del abismo de sus ojos notaba su voluntad languidecer. Se le dividía el alma entre los anhelos y lo que creía justo.

     ―Deja que lo haga yo, Sherlock ―dijo con voz cansina e intentó retirar su mano de entre las de él. Se había rebanado el dedo índice con el cuchillo de cocina mientras cortaba zanahorias, y ahora le envolvía la herida con un trozo de venda en la pequeña sala del apartamento.

     ―Pretendías enjuagarte con agua y dejarlo estar ―replicó y retuvo su palma. Sin distraerse de la tarea de acomodar la tela en su sitio, añadió, sonriendo―: Me perdí el momento en que te volviste tan descuidado.

     ―Tendrás que preparar la cena en mi lugar.

     ―¿Te conformas con la sopa de ayer? ―inquirió―. No te creas, puedo hacerlo mucho mejor que eso.

     Aun si su relación se transformó para siempre una vez que sus sentimientos quedaron al descubierto, existían ciertos límites que no llegaron a cruzar. No eran asiduos a las demostraciones de afecto; o para ser más exactos, William continuaba debatiéndose respecto a cómo proceder, y por ende la mayoría de las veces acababa por replegarse dentro de su caparazón. Cuando se besaban no conseguía entregarse por completo, e inclusive en esos instantes, al tocarlo mientras trataba el corte, sabía que Sherlock procuraba andarse de puntillas.

     Así es como era; él dilucidaba el trasfondo de su comportamiento y jamás le hacía exigencia alguna ni se entrometía en temas escabrosos, por más que estuviese deseoso de conocer más detalles respecto a su persona ahora que tenía todo el tiempo del mundo a su disposición. Semejante tratamiento solía dolerle de vez en vez; habría sido diferente de ser porque le compadeciera, pero no tenía dudas de que el actuar de Sherlock se debía a que lo amaba. 

     Una vez que terminó de curarlo, se levantó del sofá y le dio la espalda para dirigirse hacia la cocina. Cerró suavemente los ojos, apesadumbrado, cuando le acarició la coronilla al pasar. El escozor de su dedo debajo de la banda blanca casi había desaparecido.

     Algún tiempo después de aquello, cierta publicación de un periódico local acaparó su atención. Desde que se instalaron en París no habían tenido razones para creer que alguien sospechara algo; vivían de forma discreta bajo la fachada de una amistad íntima ―la cual podría decirse que era una versión bastante diluida de la verdad―, y nadie quiso inmiscuirse. En definitiva, jugaba a su favor que a diferencia de lo que ocurría en su país natal, Inglaterra, en Francia la homosexualidad hubiese sido despenalizada hacía casi un siglo*.

     No obstante, no tenía relación con eso lo que vio en la esquina de la portada que agitaba un vendedor a unas cuantas cuadras del edificio. La imagen de Sherlock figuraba allí, pequeña y por poco ilegible, y en cuanto la distinguió un escalofrío se precipitó a través de su espalda. Lo compró sin más y regresó sobre sus pasos.

     «A un año de la muerte del famoso detective de Londres, algunos detalles sobre el caso que remeció a Gran Bretaña continúan sin esclarecerse», releyó varias veces este título antes de sumergirse en el reportaje que recopilaba la mayoría de la información que el mismo comenzó por esparcir al momento en que salió de las sombras, durante la etapa final de su plan. El texto elogiaba las heroicas acciones de Sherlock Holmes para capturarle, las que le costaron la vida, y postulaba que aunque el reinado del terror del Lord of Crime acabó junto con él, era más que seguro que habría recibido ayuda de múltiples personas para perpetrar sus atrocidades; pero que solo su hermano mayor, el conde Albert James Moriarty, había sido aprehendido por complicidad.

     Dobló con cuidado las páginas que tenía extendidas ante sí y permaneció allí, paralizado junto a la ventana que daba a la calle, durante un espacio de tiempo que pudo comprender varias horas sin que se percatara. Su mente no se estuvo quieta; de inmediato había comenzado a realizar cálculos y evaluar posibilidades. Temía el destino de Louis, pese a que no se le mencionaba en esas líneas. Podría regresar y entregarse fuera de la vista del público; tal vez hacerlo no aseguraría que ningún otro aparte de él pagara el precio por sus acciones, mas sería lo correcto en lugar de aquella vida despreocupada que no se merecía.

     ¿Tenía derecho a irrumpir en escena otra vez?, se respondió que no. Los había abandonado tras cumplir con su tarea, aunque no hubiese sido ese su plan original.

     Sherlock volvió en tanto seguía hundido en estas cavilaciones. Le llamó a la par que cerraba la puerta, y al no recibir contestación, se aproximó a él.

     ―Te estuve esperando en el bar, ¿qué pasó? ―Hasta que no posó la mano sobre su espalda, William no alzó la vista, fija ésta en sus puños cerrados―. Te ves pálido.

     ―Siento no haber acudido ―se disculpó con una sonrisa pesarosa, saliendo del trance. Parpadeó varias veces para aclarar su visión y se levantó de la silla―. Me encontré con algo preocupante, aunque quizá lo hayas visto ya por ahí.

     Le mostró el periódico y él lo recibió con gesto curioso; sus ojos se estrecharon al detenerse sobre su propio retrato impreso. William se dio la vuelta y caminó hacia el sofá, pero no tomó asiento. Un hervidero de pensamientos seguía martillándole la cabeza y empezaba a sentirse fatigado.

     ―Quién diría que iban a tomarse la molestia de desenterrarlo ―refunfuñó y redujo el diario a una simple bola de papel que luego arrojó sobre la mesa de centro―. Ni siquiera estamos en Inglaterra.

     ―Podrían reconocerte fácilmente ahora. ―Las palabras salían de su boca mecánicamente y el pecho se le apretó al mirarlo―. Debemos tener cuidado por unos días.

     ―No es una publicación importante; dudo que obtenga mucha atención ―repuso dirigiéndole una mirada desdeñosa a la pila de hojas arrugadas―. Si te tranquiliza, evitemos salir a… ¿Liam? ¿Te sientes bien?

     Luchó por no dejar caer los párpados cuando él le sujetó por los hombros; la debilidad se apoderaba de su cuerpo haciéndolo inclinarse hacia adelante.

     ―Necesito recostarme… un momento ―pronunció en voz baja, levantando la mirada a duras penas hacia su semblante preocupado―. Un momento nada más y me recobraré.

     ―¿Solo eso?

     No se sentía con fuerzas para ir hasta el cuarto como pretendía. Sherlock le instó a sentarse en el sillón con él y a reposar la cabeza sobre su regazo. Aunados al pesado sopor, el calor que expelía y el roce de sus dedos a través de su cabellera deberían haber sido más que suficientes para arrebatarle la consciencia en un suspiro, pero todavía se resistió unos instantes. Pensó en él, en la historia que volvía a circular y en el daño que creía estarle infligiendo al permanecer juntos.

     Si Sherlock se hubiese enamorado de cualquier otra persona, podría haber sido más feliz. Fue esta desgarradora ocurrencia la que le llevó directo a las tinieblas del sueño.

     A pesar de sus suposiciones, no pasó nada en lo sucesivo a aquella crónica. Incluso estuvo a punto de plantearle que dejaran la ciudad hasta que no quedara ni una sola copia que no hubiera sido usada para envolver pescado; pero la semejanza física que otros pudieran advertir no bastó para que les relacionaran con el par que cayó al Támesis.

     Descartó también los planes de regresar. Era irrazonable que se apresurara por el simple artículo de un periódico parisino, y además tampoco deseaba abandonar a Sherlock. Aunque pecara de egoísta, tuvo que admitir que perderle iba a destrozarlo. La idea era difícil de tolerar desde cada ángulo en que la analizó. Asimismo, comprobó que las emociones que albergaba, el amor que en los inicios no supo identificar, lo estaban sofocando al no darles espacio para fluir.

     Tras infinitas vueltas, resolvió liberarlas en la medida de lo posible y descubrir hasta dónde lo conducirían.

     Sherlock, el hombre que le entendía mejor que ningún otro sobre la tierra, acogió su mejilla con la palma sin dejar de calibrar sus reacciones. Con ello le preguntó si podía tocarlo, como siempre solía hacer, y William se habría echado a reír si poseyera su espontaneidad. Quería aclararle que la situación era a la inversa, que sería él quien lo corrompería ―más de lo que ya lo hizo―, puesto que estaba envilecido hasta la médula de los huesos.

     Desentendiéndose de esa realidad, le cubrió el dorso con la diestra y lo guio hasta su boca. Besar la piel áspera, curtida por los experimentos químicos y las maniobras con el violín, alteró su pulso. Al mismo tiempo, la expresión de Sherlock cambió a una de estupor; vio su nuez subir y bajar al pasar saliva tras comprender que iba en serio.

     ―Creí que preferirías ir a tu cuarto ―observó él y desplazó su otro brazo para rodearle.

     ―Aquí está bien. El desorden no es problema, no te preocupes.

     ―Ya lo sé, aunque no lo decía por eso.

     William rio por lo bajo, a la espera del beso que lo finalmente lo acalló. No le interesaba que fuera en su dormitorio; prefería acortar la distancia de todas las maneras posibles y el hecho de penetrar en su espacio privado le atraía de sobremanera. Con este propósito, hizo retroceder la lengua de Sherlock y le empujó hacia atrás despacio, a la vez que lo veía parpadear, para que tomara asiento al costado de la cama. Acto seguido se despojó del saco y del chaleco, de la corbata roja y de sus últimas aprensiones.

     Se sentó a horcajadas sobre él. Comenzó a desabrocharse la camisa blanca, y solo entonces el detective hizo ademán de intervenir.

     ―Espera, no vayas tan rápido. ―Tomó sus antebrazos, una sonrisa incipiente suavizó la mirada encendida con que lo escrutaba de cerca―. Déjame participar también, ¿de acuerdo?

     ―No recuerdo habértelo impedido ―repuso desde arriba en tono sugerente―. Haz cómo plazcas, Sherly. Ya no dudes. ―Se reiteró que tampoco lo haría; lo último que deseaba era crear ilusiones que no podría concretar. No traicionaría sus sentimientos de forma tan vil.

     Los labios de Sherlock le arrebataron el control cuando se precipitaron sobre su garganta. Terminó de retirarle la prenda con lentitud mientras estaba en ello, y William se dispuso a hacer lo mismo con la suya. La brisa del caluroso mediodía que se filtraba por la ventana entreabierta, a espaldas de su amante, le bañó la piel en exceso pálida. Se abrazó a él, como si quisiera esconderse de la despiadada luz, y fue estrechado con igual fervor. Sherlock le besó la clavícula y cuando sus brazos cedieron, entre leves temblores, bajó la cabeza para encontrarse con su pecho lampiño; con los pezones planos que devoró con parsimonia, como si su cuerpo fuera a desintegrarse convertido en arena si aplicaba demasiada presión. Y quizá le ocurriera, porque veía su resistencia debilitarse ante las ondas húmedas de placer que esa lengua proyectaba hasta su espina.

     Escondió los dedos entre el cabello rizado y negro como el ónix; el aliento se le escapaba en jadeos incontrolables y la necesidad se expandía en una erección debajo de su vientre. Al dormir había concebido escenas similares a esta; imágenes de los dos que siempre se deshacían antes del culmine. Insatisfecho y molesto por despertarse excitado, procuraba bloquearlas de su memoria. La naturaleza involuntaria de estos sueños le incentivaba a rechazar sus propios deseos con mayor ahínco, como si fueran un error.

     ―Verte impaciente no tiene pérdida ―comentó Sherlock de repente. Su tono era de mofa, aunque un matiz afectuoso le llenaba el semblante al alzarlo. Tenía las mejillas bañadas en rubor, tal como las lucía William―. Siento que perdí una cantidad de tiempo tremenda.

     ―¿Otra faceta mía que guardarás en tu archivo personal? ―susurró apretando los dientes, su voz amenazaba con quebrarse en un gemido―. A veces quisiera verme a través de tus ojos.

     ―Quedarías sorprendido.

     Haciendo alarde de su fuerza, Sherlock asió su cintura y le recostó encima del colchón. Se miraron de hito en hito, y ciertamente parecía embelesado. La mezcla de jabón herbal, tabaco y café que le era conocida se potenció por el calor que emanaba. El toque de su boca fue tan suave que le hizo estremecerse de puro anhelo; le besó los pómulos antes de volcarse hacia los labios entreabiertos que William luchaba por no morderse.

     Mientras se desnudaban por completo y su cuerpo se le apegaba como una segunda piel, creyó entrever uno de los varios motivos que le impidió intimar con él hasta esta ocasión: a pesar de que eran incapaces de procrear, el sexo estaba intrínsecamente ligado a la vida y sus sensaciones, lo que era incompatible con alguien que por mucho tiempo planeó su muerte. Sumado a esto, siempre evitó involucrarse en actividades que le desviaran de su objetivo; hábito arraigado en su mentalidad que no desaparecería solo porque Sherlock decidió reescribir el desenlace de la obra.

     Amarlo significaba reconciliarse con la posibilidad de prolongar su existencia y temer la separación, y lo estaba experimentando en su dimensión más tangible. El roce, la forma en que trazó círculos con los dedos sobre su cadera y deslizó la mano en medio de sus muslos para darle alivio, le hizo crisparse entre esos brazos. Gimió como si pretendiera escapar, aunque no fuera eso lo que buscaba; el placer derivado de tantos estímulos lo abrumó y a la vez habría sido doloroso privarse de sus caricias. Caricias que le incitaban a morderle los labios enrojecidos entre besos que no recordaba comenzar ni terminar, una sucesión caótica en la que no le hubiese importado ahogarse hasta perder la consciencia.

     Hubo algunos percances, por supuesto. El pequeño platillo con aceite que habían tomado de la cocina acabó por volcarse sobre las sábanas, luego de que Sherlock echara mano de su contenido con demasiada premura. A William le pareció insólito verlo renegar entre sus piernas arqueadas; y tuvo que indicarle que se quitara el anillo de calavera del índice si tenía intenciones de proseguir. Contar con un alto umbral del dolor y sentirse ansioso no eran razones suficientes para que ignorara la frialdad y dureza del metal.

     Y no era que la incomodidad fuese solamente física; al ser invadido le asaltó la duda de que tal vez resultaran ser incompatibles en aquel ámbito, a pesar de complementarse en todos los demás. De convertirse en una decepción ante sus ojos, en un experimento fallido, desconocía el rumbo que podría tomar su relación. Rígido y con la respiración entrecortada, trató de alejar estas inseguridades sin fundamento.

     Sherlock le besó los párpados apretados demostrándole que no tenía máscara tras la cual pudiera esconderse, acunó su rostro febril con delicadeza y aguardó hasta que volvió a mirarlo. Le sentía como si fuese parte de su cuerpo en esos instantes ―y de algún modo sí lo era―, y William se detestó por dejarse abatir. Abrió las manos que mantenía cerradas en puños contra la tela y pasó los brazos detrás de su cuello brillante por el sudor. Se concentraría solo en él y arderían juntos hasta el final, hasta que se extinguieran sus fuerzas y volaran las cenizas.

     Así fue. A cada envite se notaba más cerca del precipicio; lo que había experimentado con sus otras atenciones no tenía punto de comparación con la presión constante que le erizaba la piel. Veía su propia urgencia reflejarse en su expresión contraída. De súbito, le enterró los dedos en la carne blanda e hipersensible del muslo y estuvo a punto de soltar un grito. Clavó los dientes en su hombro y no supo cuánto tiempo transcurrió de ahí en adelante, pero en un punto la tensión contenida en sus nervios se liberó en un placentero calambre al eyacular y creyó languidecer dentro de una nube que le enturbió la visión.

     Cálido y ligero, le escuchó llamarle a tierra con un gemido profundo. Sherlock temblaba tanto como él, y al cabo de unos segundos reposó la frente en la curva de su cuello y suspiró. Sin abrir los ojos, William alzó la mano y le rascó la coronilla. El peso de su cuerpo le pareció curiosamente agradable.

     ―Si hay algo que desees preguntar, puedes hacerlo ―le dijo con total tranquilidad. Se hallaba tendido sobre su costado derecho, y Sherlock, cuyo brazo en un principio le ceñía la cintura, llevaba entonces varios minutos recorriendo con las yemas las líneas casi invisibles que atravesaban su antebrazo. No era de extrañar su repentino aire taciturno.

     ―¿De verdad quieres hablar de ello? ―repuso, sonando indeciso.

     ―No, pero no es algo que debería detener al gran detective Sherlock Holmes. ―Se burló.

     ―¿Te parezco que soy eso justo ahora? ―Chasqueó la lengua, y William se sintió obligado a volverse sobre su espalda para encarar su expresión de disgusto. 

     Le observó como si necesitara reflexionar con sumo cuidado la respuesta. Con el rostro descansando sobre la mano y el codo hincado en la almohada, el cabello le caía revuelto en toda su extensión. Le confería un aspecto salvaje que era realzado por las pequeñas hendiduras de dientes encima de su hombro izquierdo.

     ―Pareciera que acabas de salir de un burdel ―apuntó―; uno en el que has gastado todos tus ahorros.

     ―De ser así, sé que sería tu cliente favorito y desearías verme cada noche. ―Le siguió el juego, sonriendo con altanería.

     ―Quizá solo deseara tu billetera, Sherly. No seas tan ingenuo.

     ―Notaría si finges, aunque fueses un profesional.

     Fijando la mirada en sus ojos velados por el sueño, Sherlock rozó su mentón con tal suavidad que le provocó una evidente punzada de ansia. Se cernió sobre él para depositar en sus labios un último beso que William recibió con gusto.

     ―Si no preguntarás nada, entonces lo haré yo ―dijo con el último ápice de vivacidad que le restaba en las venas, al alejarse Sherlock de él―: dime, ¿el sexo te resultó similar a consumir drogas?

     La forma en que sus cejas se crisparon en gesto de cautela y retrocedió un centímetro le sacó una sonrisa. Que se mostrara reacio a desempolvar ese asunto era aliciente para que quisiera indagar más en él.

     ―¿Qué es esto, una ronda de preguntas incómodas?  

     ―Es simple curiosidad científica. ―Se incorporó hasta sentarse y fue consciente del cansancio que le atenazaba los músculos de la mitad inferior del cuerpo. Prediciendo que comenzarían a dolerle dentro de un par de horas, se talló la espalda con el dorso, al tiempo que agregaba―: Después de probar ambas cosas has de tener una opinión, ¿o me equivoco?

     ―… Supongo que más o menos lo fue ―comentó tras vacilar unos instantes, quitándose las hebras desordenadas de la cara. Se inclinó de cuenta nueva sobre él y empezó a masajearle la zona lumbar con movimientos lentos―. En cierto sentido, la sensación de bienestar se asemeja bastante. ―Removió la cortina rubia y, momentos después, tuvo la boca contra la base de su cuello―. Aunque para confirmarlo tendría que repetir la experiencia en el futuro. ¿Te apuntas?

     ―No me negaré, siempre y cuando tengas más cuidado con el aceite.

     Recordándose que habría mucho que limpiar y recoger una vez recuperara la energía, volvió a dejarse caer sobre el lecho. Inclusive sus ropas habían resbalado de los pies de la cama. Sherlock le envolvió en un abrazo y cubrió de nuevo su desnudez con la colcha beige; hace incontables meses que no dormían juntos, desde aquellos primeros tiempos en que huían del territorio británico al amparo de la noche y no tenían más remedio que guarecerse en lugares abandonados y hospederías de mala muerte. Sin embargo, a partir de ahora la perspectiva de ocupar otra habitación se le antojaba poco atractiva.

     Mientras iba desvaneciéndose de cara a su pecho, escuchó su voz susurrante:

     ―No tienes que decirme lo que pasó, solo no olvides que nunca volverán a dañarte. ¿Entiendes, Liam? Le hemos puesto fin a todo eso.

     Sus determinadas palabras le hicieron sentirse cohibido y no fue capaz de levantar la frente. Le concedía más valor del que debía tener. Asesinó e hirió a decenas de personas, y no obstante, él seguía enfocándose en los vestigios de su lamentable pasado. Antaño se hubiese hundido en el pozo aciago de la culpa, pero en aquellos momentos encendió en su interior una diminuta flama de dicha.

     Se durmió sin temer estar solo al despertar, abrazando la certeza de que Sherlock le esperaría.

Notas finales:

Despenalización de la homosexualidad en Francia: Después de la revolución se eliminó del código penal junto con la brujería, y esto se mantuvo en el de 1810. Aun así, la sociedad seguía considerándola inmoral y existían ordenanzas públicas, por lo que aunque no se produjeran condenas como en otros países, tampoco era buena idea serlo abiertamente.


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